Fabian Patinho



 Pólaroid de la literatura ecuatoriana Actual
 






Artículo aparecido en el número 712 de la revista española Cuadernos Hispanoamericanos

Benjamín Carrión es unánimemente calificado como el más importante gestor de cultura que ha tenido el Ecuador. Él consideraba que un país tan pequeño y de escasa rutilancia internacional, no debía perder su tiempo en pugnar por convertirse en un estado de relevancia política o económica y que debía concentrar sus esfuerzos en hacer de su cultura el epítome de sus virtudes como nación. Desde los años treinta hasta mediados del siglo pasado, estos anhelos constituyeron en buena parte el caldo de cultivo de una ingente producción artística que arrojó nombres propios de la literatura ecuatoriana, como Pablo Palacio, Humberto Salvador, César Dávila, Jorge Carrera Andrade o El Grupo de Guayaquil, entre otros. También circulaban revistas de gran vigor literario y se gestaban espacios de debate y crítica que convirtieron al país, por un breve pero histórico período, en un enclave latinoamericano de letras de vanguardia. Penosamente, en las décadas posteriores, aquel envión se fue atenuando y dejó al quehacer literario nacional relegado a un cobertizo poco aclimatado y de luces esporádicas.
No obstante, desde hace aproximadamente una década y un lustro, algunas nuevas variables han entrado en juego. Esto hace suponer que el aletargamiento literario del Ecuador podría estar dando paso a un prometedor frente de propuestas narrativas frescas y revulsivas. Una de estas variables está adosada a los cambios generales a nivel global que el mundo de la cultura y la sociedad están experimentando. El avance de las nuevas tecnologías ha hecho que el flujo de ideas y propuestas de diversidad cubra amplios espectros. Esto ha sido clave para un país como Ecuador, tradicionalmente aislado y encorsetado, donde la exploración de los universos artísticos no estandarizados era prerrogativa de ciertas elites. A su vez, la consecución de la labor literaria en el paradigma de la publicación, dejó de depender exclusivamente del aparato editorial, pues los autores cuentan con soportes de distribución y acceso a los lectores incluso más inmediatos, con el Internet como punta de lanza.
Por otra parte, el Ecuador ha sido tradicionalmente un país de alta población emigratoria, contando con comunidades claramente definidas y establecidas en los Estados Unidos y Europa; pero estás comunidades por momentos dejan de ser una anónima fuerza laboral, para presentar brotes de participación activa en los ambientes culturales que los acogen. Es así que los escritores ecuatorianos expatriados representan una valiosa espita de oxigenación para el gremio nacional. Encabeza esta lista el narrador Huilo Ruales, basado en París, cuya bizarra obra ha sido traducida a varios idiomas europeos y ha sido merecedor de algunos estudios académicos. Otros nombres son Alfredo Noriega, también localizado en París, Leonardo Valencia, residente en Barcelona y Ernesto Quiñónez, autor del best seller Bodega Dreams, afincado en Nueva York.
Otro interesante factor ha sido el sistemático abandono de una manida noción de “conciencia y compromiso social”, que durante las décadas finales del siglo pasado, parecía un requisito ineludible de cualquier autor que se sienta representante de su colectivo. Esto se debía a la ingerencia del pensamiento izquierdista que se manifestaba en todo planteamiento intelectual que se diera en Latinoamérica. Gracias a este desembarazo, géneros narrativos poco habituales entre nosotros, como la ciencia ficción y la literatura fantástica, vieron sus primeros nombres de altura en el país. Gabriela Alemán, Santiago Páez, Leonardo Wild, Daniel Santibáñez o Adolfo Macías, publican sobre extra e infra mundos que se cuelan en la realidad cotidiana. Otros autores han abandonado la estigmatización literaria que aquejaba a lo urbano; un prejuicio propio de una sociedad que tiene todavía frescos enlaces bucólicos. Wilson Burbano, Esteban Michelena, Juan Pablo Castro, Natasha Salguero, Otto Zambrano, Juan Carlos Cucalón o Rocío Carpio, representan una narrativa heterogénea que ha dejando a un lado los compromisos y los prejuicios superfluos.
Algunas opiniones acertadas afirman que la cultura ecuatoriana suele inclinar la balanza apreciativa hacia lo visual. Eso explicaría por qué la tradición pictórica nacional ha logrado un desarrollo más equilibrado y sostenido que otras artes. También tal vez esa sea una causa de que la literatura llevada hacia lo representable visualmente, esté teniendo un saludable auge. La dramaturgia ecuatoriana cuenta con autores que han impulsado una actividad teatral con suelo propio. Estos autores son Arístides Vargas, Peky Andino, Luis Miguel Campos, Viviana Cordero y Roberto Sánchez. Tanto en la dramaturgia como en la prosa, el humor y la ironía conviven con la introspección psicológica y la crítica social, en un ejercicio de expiación frente a la solemnidad establecida.
Aparentemente, los poetas ecuatorianos representan el más voluminoso de los contingentes de las letras ecuatorianas. Hay nombres que sobresalen por la solidez y estabilidad de sus propuestas: Javier Ponce, Edwin Madrid, Cristóbal Zapata, Alfonso Espinoza, Roy Sigüenza, Aleyda Quevedo, Miguel Ángel Zambrano, Sonia Manzano, Xavier Oquendo, Luis Carlos Mussó y Paúl Puma, son autores con varios volúmenes publicados y cuya obra ha sido incluida en antologías internacionales. Los estilos y temáticas son diversos, pero si habría que señalar un denominador común, hallamos una perspectiva cáustica sobre la relación entre el individuo y el entorno. A través de la poesía los escritores ecuatorianos manifiestan disfunciones más definidas que en la prosa, sin concesiones hacia su condición de creador sembrado en el tercer mundo.
La mayoría de autores que he mencionado son escritores en actividad y que se encuentran viviendo ya la madurez de su oficio. Actualmente existe una significativa remesa de escritores noveles que dividen sus expresiones entre el cuento y la poesía; la novela todavía sigue siendo un género considerado mayor que es asumido como un reto a ser alcanzado una vez cumplido cierto kilometraje. Probablemente también influya el hecho de que los escritores jóvenes empiezan su periplo literario en revistas y publicaciones colectivas que les brindan un espacio restringido. Entre estos escritores puedo mencionar a Fernando Escobar Páez, Juan José Rodríguez, Eduardo Varas, Ana Minga, Juan Fernando Andrade, José Escobar, Víctor Hugo Moya, Javier Lara, María Luz Albuja, Ernesto Carrión, Walter Jimbo, Santiago Vizcaíno, Andrés Villalba, Jorge Izquierdo, Tania Roura, entre muchos otros autores, que han cosechado premios locales y se perfilan con un futuro auspicioso. Sin embargo las nuevas generaciones ecuatorianas están inclinadas hacia artes más rutilantes, como la fotografía, el cine o el arte conceptual, y existe un prejuicio extendido de que el arte literario es un “arte viejo”. Aunque las nuevas tecnologías han significado un soporte rejuvenecedor de la palabra, también en cierto que los artistas están encontrando versiones más encandiladoras de presentaciones de esta palabra.
Pese a todo, una importante característica de estos tempranos escritores es que no están tan inclinados a los tradicionales sentimientos parricidas, propios de las generaciones de creadores en ciernes; muchos admiran la literatura de la vieja guardia que en muchas formas mantienen una sólida vigencia. El escritor ecuatoriano vivo más importante es Jorge Enrique Adoum y cuenta con muchos lectores jóvenes. Xavier Vázconez, Abdon Ubidia, Raúl Pérez Torres, Julio Pazos, Efraín Jara, Jorge Dávila, Iván Carvajal, Jorge Martillo, Modesto Ponce, Juan Valdano, Rocío Madriñán, Iván Egüez y Miguel Donoso Pareja constituyen el frente de escritores nacionales consagrados y en actividad. El último de ellos, Donoso Pareja, es el máximo gestor de los talleres literarios ecuatorianos, quien a formado a tres generaciones de autores y cuya labor, en decaimiento, no ha encontrado continuidad.
Es esta labor formativa en el oficio de las letras uno de los elementos más desaprovechados en los últimos años. La modalidad de talleres no ha gozado de la suficiente estabilidad, reduciéndose a iniciativas esporádicas o a las propuestas no siempre definidas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Por el lado académico es aun más desangelado el panorama, pues la universidad y sus facultades literarias están subordinadas a conceptos de formación más pragmáticos. Quien quiera estudiar literatura en Ecuador, deberá enrolarse en las filas de los comunicadores sociales y las lenguas aplicadas. A su vez, la vieja figura del tutelaje, que por centurias ha sido un eficaz sistema de inyección pedagógica, se ha atrofiado a favor de un disperso anacoretismo. En términos laxos, se puede afirmar que el nuevo escritor ecuatoriano se forma solo, y la literatura es una de las actividades más autodidactas de las artes ecuatorianas.
Por otra parte, los premios literarios aun mantienen su condición de refrendadores de la labor artística, aunque, por supuesto, legitiman más no siempre garantizan. El premio “Aurelio Espinoza Pólit” es el más estable, galardonando cada año obras que se turnan entre poesía, cuento, novela, ensayo y teatro. También está la Bienal de Cuento “Pablo Palacio”, el premio nacional de poesía “Jorge Carrera Andrade” y además existen pequeños premios de los municipios y las Casas de la Cultura provinciales. El flamante Ministerio de Cultura ha establecido un Sistema Nacional de Premios que se encamina a reconocer las prácticas culturales de los ecuatorianos, sin embargo hasta el momento este proceso de reconocimiento muestra ciertas fisuras, propias de las iniciativas institucionales que sufren en su zona medular el vector de la coyuntura política.
El aparato editorial ecuatoriano es uno de los más desestructurados y que pervive a pulso de alientos individuales. Las casas editoriales muchas veces no pasan de ser links que gestionan el acceso a una imprenta sin mediar en ello ningún proceso de selección y rigor cualitativo, con la sola condición de que el autor cuente con el capital que cubra los gastos. Las editoriales nacionales que al momento han logrado mantenerse pese al inestable mercado literario, son El Conejo, Eskeletra, Paradiso, Báez Editores, Mayor Books, Abya Yala y la Editorial de la Casa de la Cultura. Nuevas iniciativas editoriales han aparecido en los últimos años con un ánimo renovador y con espíritu de apertura: El Tábano, La Rueca, El Búho, Aquarium, El Espantapájaros y Tribal. Estás empresas suelen ser iniciativas individuales de escritores independientes que tratan de crear líneas temáticas que viabilicen las propuestas afines, aunque a veces con un sesgado espíritu de camaradería.
La situación de las publicaciones presenta curiosamente un relumbrón interesante, con un listado de revistas algo diversificado para un escenario literario mas bien atrofiado. Estas revistas, que cuentan con una saludable continuidad, son: Anaconda, El Búho, Letras del Ecuador, El Apuntador, Rocinante y Buseta de Papel.
Frente a la oficialidad y el acartonamiento del medio, están surgiendo propuestas alternativas de sectores periféricos. Matapalo Cartonera es una apuesta por lo marginal, que se inscribe en esta nueva tradición sudamericana de editar libros con elementos reciclados y elaborados por artesanos desplazados. Sexo Idiota es un sistema de recitales abiertos que conglomera escritores emergentes en espacios no habituales. El Museo de la Palabra, aunque tributario del Ministerio de Cultura, maneja un proyecto de seguimiento e inclusión de autores dispersos que operan en la penumbra.
Estas son algunos de los elementos que participan del panorama literario ecuatoriano; por momentos puede ser desalentador, y por otros, se pueden hallar ciertas claves que dibujan un futuro aprovechable. Es necesario señalar que se trata de un país con escuálidos índices de lectura, y además aquellos pocos que leen no suelen compran literatura ecuatoriana, e incluso tienen marcados prejuicios con la producción artística de su coterráneos, pese a que se trata de una sociedad que vive un acusado proceso de esquizofrenia identitaria y unos desorbitados ánimos de regocijo patrio. Una mojigatería poscolonial aun se mantiene en los canales del quehacer cultural, la cual ha producido un extraño sopor que atomiza el despegue definitivo de las artes ecuatorianas. Mientras no se despeje esta especie de vaho cultural, las luces literarias ecuatorianas seguirán siendo asunto de excepción.