Manuel Jiménez Carrera / Dioses abandonados



Amado por hombres que no amaré
soy sangre añosa
limpia
reclama su cara incesante
el  cuerpo salpicado de arena
y de hierba silvestre
alivio de su amasijo azulino
vibrando el agua temerosa
tiembla delicado
casi un adorno, se diría

Polvorientos, agolpados en el suelo,
los dioses abandonados
maleza los ahoga
barro los condena
no irán, no volarán más
ni en el agua detenida
por la savia espesa
de su manto  de ceniza

Para las horas desnudas
ya no quedan sino escudos
otros cuerpos vendrán
hollarán sus espaldas los odres nuevos
serán tarde las inútiles  alas danzarinas
tempranos aunque yertos mis dedos colosales
al abrazo inmóvil de un fuego triste





Esteban Poblete Oña





A Carol

«Ese ateo de conciencia bajó a los infiernos con su cabeza bien alta, cuando le presentaron el Paraíso. 

Igual, el condenado, en el patíbulo.


                -Yo estuve dispuesto a que te alimentes

de mis vísceras. Tú.

«Van a ser tu alivio.»

Porque el hambre se venía.

Que cobijaras con mi cadáver tu cuerpo

-ahora, caracoles y escarcha. La calavera empieza a emanar su hielo-,

                                                                                   en el invierno, la víspera.

Esa saliva dejada a secar alrededor de tu boca,


esa pasta de tus labios, ya se alivia con una humedad nueva,

mientras que brotan dos hilos de sangre

-tus colmillos lograron en esta yugular, tuya-,

hacia ese tiesto temblando en tus manos.

Fue mío el cráneo –ahora mitad-. Tuyo.

Tu hogar, mi corazón,

y alimento.»

(Extracto poético de El Celo de los malditos)



Carlos Luis Ortiz M. / En las calles de algún día




(Libro inédito)

Abríganos del hombre, de la mujer.
Lábranos el ascenso de los dioses, como en agua y luz.
Que sea indeleble el castigo de renunciar al cuerpo.
Memoria levitada
Memoria construida en santuarios y verbenas.
Memoria que trajina en la visión nublada.
Memoria en el atuendo de las calles.
Memoria en la sensación de la madrugada espinosa y etérea.
Memoria en los tendones del suelo, cuando movedizo es quien camina.

Memoria ¿cuándo dejamos de ser aliados y bebiste el néctar del silencio para tus batallas?
El golpe de todos los días en las fracciones del aire,
el golpe en las salas de proyección que ya han desaparecido,
en los barrios ahora ahuyentados por otros barrios,
donde sigue el mismo relojero intentando ver con su lupa todo el desatino del tiempo.
 El duro golpe cuando perdimos la fragancia en los depósitos de madera
y la calle Eloy Alfaro con todos los golpes de empotrados fantasmas
 destilados de agua muerta
y  los cuchilleros que desde un zaguán miraban la llegada de las lanchas
 y en ellas, sus hijos cargados de lunas rancias,
 de confidenciales cicatrices, de idiomas solo entendidos por la paciencia de las islas.
Y sabrán que ella estuvo allí,
en medio de los comerciantes,
 en el lomo concho de vino de los cangrejos,
 en la soga con la  que el loco quería atrapar cometas,
en los cajones del reposo amarillo de las naranjas,
en el subsuelo de lodo infinito y sosegado.
“Manglar que calla a diario su conciencia, manglar expatriado de la ciudad ahora limpia, ahistórica anacrónica… Conspiarada”. 
Ella supo desembarcar el equipaje que traía el tren
y lanzarle al invierno toda la lejanía de los brequeros.
La fluvial manía de pensarla,
 de hacer de mi mente una cuadricula con toda la enfermedad mortal de vivir
y sonreír a veces.

Memoria en forma de cráter,
de lava adherida al día entero.
Memoria en las inmediaciones de un lago
En la flor contigua al descanso forzado en las clínicas.
Memoria en los muros que dividen la felicidad del tedio.
Memoria en los cuadros aglutinados en la sien.
Cuadros de cera, de óleo, de pintura de caucho para que se quede para siempre la tonada viajera del río, del río siempre.
Memoria en las primeras iglesias, en las de los lunes, en el polvo que junio levantaba.
Memoria en ese tú que ya no tengo, en ese tú que es solo escarnio de un pronombre
Memoria en el la piel rugosa de las iguanas.
Memoria en los pasajes comerciales y en las revistas.
Memoria cóncava, pentagonal, de poblaciones donde pronunciar el aliento de las manos.
De las manos de mi padre entrando en mi rostro y descubriendo un país de arrugas.
De arrugas en la sangre como escribió un poeta.
De arrugas en la habitación del niño, del viejo, del amor baldío.

Pero ella habló con los guardianes, con los cadeneros.
Se sentó en una carreta y pidió que la lleven al SUR,
siempre al SUR  para escapar de los feroces lobos,
de las frazadas de cemento en las que sorbía distancia el anciano
con el retorno a alguna casa en sus ojos.
Yo la vi desesperada en el calor de las madrugadas invernales,
 cuando en una luz lejana se comprimía el inmenso mundo que no he tocado.
Ella estaba vestida de vaho, de lodo y de insectos.
 Fétida, tísica, raquítica, con un velo de sal, del que resbalaban todos sus hijos.

Memoria en el trayecto de los buses
En navajas quebradas por la intermitencia de la llovizna
En el horizonte plomizo para el descanso de los gallinazos.
Ellos querían adobar muertos cerca del mar
Ellos querían devorar muertos lejos del mar
Y arrasar con el cadáver del aire.
Memoria en el entumecimiento del poema,
En las costuras del día lento en el que vaciarse.

Pero sabrán que ella estaba allí,
 en los andamios de arcilla dónde solo hay espera y materia muerta.
En la ira que solo sabe del tiempo disecado.
En el delito y la culpa de no poseerse, de estar en medio  del hambre dentro de uno mismo.