Juan Carlos Cucalón / El sabor del Bebo



Desde el filo gris azulado de montañas sobre el horizonte, sin cambiar su rumbo, el hombre pelícano se atravesó una lengua de océano sin detenerse en ningún risco, ni para zambullir el buche, hasta el balcón del escritor.
El pasamano en la baranda de la terraza se estremeció durante unos segundos cuando el hombre pelícano detuvo su vuelo.   Sacudió las alas un poco hacia atrás sin extenderlas, y estiró el cuello sacudiendo el pico.  De inmediato, brotando de su propio buche, se completó su cuerpo de hombre conservando las alas con su plumaje intacto hasta la media espalda y las nalgas, Uh juh, se dijo el escritor.
Así tenía que ser.   Tal como él se lo repetía cada vez que algo como esto le pasaba,   porque a él no se le podía aparecer un ángel cualquiera, de esos de melena rubia y  piel pulidísima con enormes alas gordas, de cisne; a él, uno exhibicionista de pico negro, largo y filudo.   Con un movimiento escéptico, levantó las manos del teclado y apoyó la barbilla sobre su mano derecha, mirando hacia el balcón;  dando  crédito del brillo crespo del mar se dispuso a vivir su alucinación.
Alargando sus piernas del pasamano al piso de la terraza, la figura del hombre pelícano se fortaleció.  Dio dos pasos largos intentando caber en su piel, como las mujeres que afirman sus pantis, pero a él antes de afirmársele nada, se le sacudió el sexo y con el pico agitado pretendía gesticular o pronunciar algo diferente a un graznido. Batía las alas  y pestañeaba con intensos guiños.   Abrió el pico y con ronco tartamudeo se dirigió al escritor, Pe, pe, per, permiso, permiso, y se sentó en el primer banquito que encontró, cruzó las piernas y se apoyó sobre sus alas contra la pared.  Me, me vas a pe, perdonar, empieza a salirle más claro, Hace mucho que mi pico no pronuncia palabras de tu idioma.   Uh juh, contestó el escritor.
Ya vas a empezar..., replicó el pelícano, Uh juh, Tan sólo dame una oportunidad.   Tú no sabes lo difícil que es hacerte esta visita, tanto  o  más aun  de  lo que para ti resulta pensar que no soy otra de tus alucinaciones.  No estoy en tu mente, vine volando desde playa Rosada.  Ahora me recuerdas, ¿verdad?    Uh juh.
¡Sé que te acuerdas!, continuó ese ángel feo, Te haces el que no me recuerdas... Nos hemos espiado desde hace mucho  y  me he mostrado a propósito, he llegado a arriesgarme frente a otros, que  creyeron compartir tu visión.  El escritor intentó decir algo, calló.
  Está bien, sé por qué prefieres olvidar la primera vez, en playa Rosada, te trae recuerdos de aquél amor que te traicionó...


 Parecía que se iba a levantar pero solo reacomodó sus alas contra la pared y continuó,  En ese momento te la pasaste muy bien, ni te preocupaba la posibilidad de que una ola repentina anegara la estrecha cuevita en la que se restregaron.  No me vengas con que te has olvidado...  Cuando te percataste que los observaba, no tuviste pudor, alzaste la vista hacia mí desprendiéndote de la oreja deseada e, irguiendo tu pecho y tu abdomen, me regalaste el ángulo perfecto para comprobar la penetración... ¿Ibas a decir algo?
El escritor abandonó su posición inicial, incorporándose sobre el escritorio.  Inició un gesto con el que quería significar algo, pero el intento se convirtió en un bostezo.   Dio algunos pasos hacia atrás y los recaminó hacia el visitante.  Comprobó que el hombre ave no era etéreo, le cerró con una mano el pico y con la otra le tocó los hombros y las alas y el pecho bajo.  Uh juh, dijo confirmando la corporeidad de este ser con masa y tono muscular, sin errores de construcción mítica como los de  las antiguas enciclopedias de deidades y seres fantásticos.  Aquí todo estaba en su lugar.  Se retiró un paso y reintentó el gesto pero, otra vez, se desató el bostezo sin poder controlarlo.  El hombre pelícano aprovechó el acercamiento e introdujo su índice en las fauces del escritor. ¿Me crees?
Hubiera podido decir muchas cosas inteligentes pero el escritor tenía algo más que apatía y aburrimiento.  Uh juh, pensó decir, pero calló.  Él seguía convencido de que otra vez su fantasía lo alejaba de lo verdaderamente  importante, el trabajo, su trabajo.   Convéncete, idiota, soy real, le dijo el hombre con pico.  Pero el escritor ya no escuchaba nada, giró sobre si mismo contemplando a su alrededor los vestigios de sus días de encierro, Uh juh.  Botellas, papelillos, hayaquitas, tabacos, todo lo  reunió en un tacho, mientras trataba de ignorar la presencia en su estancia.  Tuvo que hacer a un lado una de las alas del pelícano para salir al balcón y arrojar directamente al mar lo recogido.
No soy producto de tu borrachera, entiende, yo vine por mi gusto.  No puedes rechazarme.
Regresó al salón con el tacho vacío, de un puntapié lo empujó a un rincón.  Se acercó hasta su alucine lo contempló fijo, lo volvió a tocar.  Hubo un dejo de sonrisa en su expresión, a lo que el pelícano contestó con un alegre ji.   De la cintura, con las dos manos, lo atrajo hacia si.  Apoyó el hombro en el pecho y dejó que le rascara la cabeza con el pico; le rodeó la espalda con el brazo izquierdo y con la mano derecha clavó el más profundo puñetazo que podría, con su huesuda  mano, haber propinado el escritor.  .Se batieron confusas y enormes las alas que hicieron bailar la lámpara.  El ángel se inclinó pero no cayó. 
El escritor volvió a su mesa tomó la caja  redonda de lata y, de entre cogollos y cisco de hierba, sacó una calilla grande y la encendió.   Fumó a grandes bocanadas, tragándose el humo. Luego, cerró los ojos por un buen rato y lentamente dejó escapar un hilillo de humo enredado en su ya clásico Uh juh.
Cuando abrió los ojos, tenía al ave hombre casi sobre él. Se sorprendió un poco y de inmediato se tranquilizó con otra bocanada.  Ofreció el bate al visitante y éste lo tomó pacientemente con el pico, aspiró varias veces hasta que ardiera por completo.   Sostuvo el aliento, saboreando el producto, catándolo  y el residuo lo roció por toda la habitación.    Qué curioso, ¿tú tambien le compras al Bebo? Interrogó el pelícano a lo que el escritor contestó en tono afirmativo, Uh juh




Adolfo Macías / Precipicio portátil para damas (fragmento)




El doctor Meneses respiró profundamente ante esta perspectiva, cuando la señorita Tuma, su recepcionista, le dijo que el joven había llegado. Removiendo la flema con un breve acceso de tos, el doctor aclaró su garganta y pidió a la señorita que dejase entrar al paciente. La puerta se abrió y Meneses vio a Delfín avanzar con los pantalones caídos a mitad de las nalgas, moda merced a la cual mostraba sus enormes calzoncillos bóxer con elástico, sujetados a la cadera. Se veía como siempre enrojecido y purulento, como si un  misterioso fuego interno, digno de estudio para un acupunturista, lo consumiese por dentro; seguramente el exceso de alcohol, pues era martes y Delfín solía beber los lunes con especial ahínco, a causa de su rechazo ideológico al productivismo. Nuevamente aquella cabeza de nariz ganchuda y ojos vacuos, verdosos, hundida en el torso mediante un cuello casi inexistente, le hicieron creer que se hallaba ante un raro animal —tal vez un tapir—, metamorfoseado en persona por el artificio de un mago.
—¿Cómo te va?
—Nada, cagado de risa.
—Qué bueno, empezar el día con humor —dijo zalamero el doctor Meneses.
—Un idiota en una moto se chocó en la Occidental cuando venía. Quedó despatarrado por el asfalto, la cabeza miraba hacia la espalda y pestañeaba todavía, jajajá.
El psiquiatra sintió a su sonrisa congelarse en el rostro y nuevamente se vio enfrentado a la misma tensión que había vivido ya las veces anteriores. Todo su aplomo desapareció en un instante: el muchacho hablaba sin tono emocional de cosas espantosas, y se reía. Decidido a sostener una actitud profesional, Meneses se decidió a preguntarle sobre su época escolar. Quería avanzar lentamente hacia el pasado, hacia aquellos eventos en los que se definió su personalidad.
—¿Te reías siempre, desde niño?
—No. Ni siquiera ahora me río de veras. Solo grazno, jajá.
—¿Y con tus compañeros de clase, hacías lo mismo?
—Sí. Ellos me perseguían y me hacían trastadas, me encerraban en el armario del museo de ciencias del colegio y esas cosas. Una vez embadurnaron mis pies de mierda y me arrastraron por un servicio higiénico municipal durante el paseo de fin de año, jajá. También me bajaban el pantalón para joderme en Educación Física, tal vez por eso lo llevo bajo ahora, pero así es. En mi fiesta de cumpleaños todo lucía sospechosamente bonito, una vez, hasta que me di cuenta de que habían matado a mis peces.
—¿Te mataron los peces? —preguntó Meneses, súbitamente conmovido—¿Y cómo te sentiste?
—Nada, me aguanté hasta tener una oportunidad, y me meé dentro de sus mochilas en el colegio, jajá.
El doctor Meneses asintió gravemente y dulcificó su expresión.
—Debe de haber sido duro, ¿verdad?
—Nada que ver, estaba bien. No esperaba usted que el mundo fuera un pie de fresa, ¿no es cierto?
—¿Tú crees?
—Te dan y das, ojo por ojo, es lo divertido.
—¿Qué es lo divertido?
—Ver a un idiota llorar con la cabeza llena de picaduras de abeja.
—¿Desquitarte?
—No necesariamente, a veces basta con mirar. Si yo fuera voyerista, pagaría a un criminal para que abriese tipos delante de mí. ¿No le parece inquietante? Digo, vivir sin pendejadas morales, ver a la carne sangrar y vomitar, estremecerse y parar. La vida es una necedad, seguir jodiendo, comiendo y pedorreándose, eyaculando; va en contra de la belleza espiritual y serena de la muerte. Después de todo, el Cosmos es una cosa fría e infinita.
—¿De veras? ¿Y qué hay de bueno, entonces? ¿Qué te hace seguir adelante?
—El asco.
El doctor Meneses se revolvió en su silla. La ciencia había abandonado su mente y la ternura se había secado en su corazón. Aquel pedazo de gente tenía el poder de paralizarlo y de arruinar todas sus buenas intenciones. Respiró y lo miró. Mientras sus oídos se anestesiaban lentamente, dejó de atender al muchacho. Sus ojos brotaban como dos bolas de letargo y su lengua se movía en la boca, obscenamente, como la de un íncubo. Imaginó las tentaciones de San Antonio en el desierto y decidió que si algún día debía enfrentar un castigo infernal, sería convivir con un demonio de estas características. Vio su cabeza roja como el fuego y su postura encorvada, como la de un raro animal antropomorfizado, que tratase de penetrar en su mente para desintegrarla, susurrando en sus oídos frases odiosas, desquiciantes como uñas:
—El odio es la leche, dice un amigo. Pero la ternura se agita en la saliva de un mono agonizante… ¿Ha leído usted a Bataille?
—¿Ah?
—Si ha leído usted a Bataille… ¿Me escucha usted, doctor?
—Claro, perfectamente; pero no, no he leído a ese autor.
—Debería. La locura es una actitud ante la muerte, digo yo. El tipo tenía asco, precisamente. Vomitaba la belleza para tragarla y digerirla de nuevo, como un animal con dos estómagos, jajá. Eso me gustaría ver también: ir al camal y ver los dos estómagos de la vaca. Cague de risa.
Meneses sintió que sus oídos se tapaban por completo y cerró los ojos. Había empezado a sentir un raro tirón en su espalda. Se sujetó de la silla para no caer al piso. Probablemente su presión arterial descendía o se estaba produciendo una baja de glucosa en su metabolismo. Su mente colapsaba ante aquel fárrago de palabras. En el fondo, pensó, siempre había detestado a los locos. Nunca había sentido la más mínima simpatía por ellos. Eran unos envenenadores consumados cuya vida estaba destinada a mermar la de su prójimo y sus familiares. Verdaderos vampiros, como los demonios que tiraban de las barbas de San Antonio. Solo necesitaba que se terminase aquella tortura.
—Por eso la mujer tiene diafragma —decía por ahí el chico—, para capturar y decapitar glandes, como flores fofas, succionar la energía masculina y convertir al paladín en animal doméstico. Pero mi padre no se dejó, jajá, puso los pies en polvorosa, o en polvo rosa, mejor dicho. Vive con una moza tetona que lo acuesta cuando está borracho y le hace la paja…