Adolfo Macías / Pensión Babilonia (Fragmento)

       



       —Queridos amigos —dijo.
       Todos saludaron: «Hola, Betty», por aquí y por allá. Pablo se levantó y leyó el acta:
       —Querida Betty. Hemos decidido cumplir con tu voluntad, expresada en el documento firmado que entregaré en un momento a nuestro secretario… Betty Morales Velasteguí: ¿Confirmas solemnemente tu deseo de abandonar esta vida por libre voluntad y en pleno uso de tus facultades?
       —Sí, lo hago.
       —¿Juras no estar presionada por ningún tipo de exigencia, temor o circunstancia externa que perjudique o involucre a terceras personas?
       —Sí, lo hago.
       —Si es así, que se haga tu última voluntad de acuerdo a tus derechos y en estricto apego a la Constitución de la República del Ecuador —dijo Pablo y volvió a sentarse.
         Dos parlantes sonaron junto a la mesa de café, inundando el patio con el sonido de una pieza de piano que podía ser de Schumann. Betty dejó caer la toalla y se quedó desnuda. El color cano del vello del pubis contrastaba con el rojo de su cabello. Su piel, de por sí blanca, resultaba ya espectral en este momento, surcada por finas y verdes venas. Sus senos pendían ligeros, con los pezones mustios y oscuros. La sobrina de vestido rosa dejó escuchar un sollozo apagado en la primera fila. Betty la miró con tristeza y sonrió.
       —No llores, cariño —le dijo—. Es muy bonita esta vida y el haberla compartido contigo, tu mamá y tus tíos. Gracias por ser la única de la familia en acompañarme.
       Volteó sus ojos y de pronto los fijó por un momento en mí. Sentí miedo, pero sonreí ante la dulzura que emanaba de ella.
       —He escrito un poema, pero creo que lo he extraviado —continuó Betty encogiéndose de hombros y frotando un pie contra el otro.
         Algunas personas la acompañaron con una sonrisa.
       —Con todo, el poema hablaba de algo que viví de niña… en Riobamba. Creo que fui feliz, me gustaba ir a un parquecito donde vendían algodón de azúcar y podía subirme a un tobogán. Me parece que en el poema que perdí comparaba la vida con ese tobogán, con una curva inocente que se deslizaba dentro de un tubo de metal con pájaros pintados.
        Betty alzó uno de sus brazos. Un tipo sentado en la primera fila, en quien yo apenas había reparado, se acercó con un pincel empapado en tinta negra y escribió la palabra «tobogán» sobre la cintura de Betty.
          —He dado a luz un hijo hermoso y he criado miles de plantas —añadió para luego sumirse en un silencio prolongado, mientras el artista seguía pintando con su pincel las palabras «hijo» y «plantas».
          Cuando el artista hubo terminado de escribir aquellas palabras, Betty prosiguió:
       —He sido una amante curiosa y una amiga muy querida, pero ahora ya no tengo nada. Las personas que más me hubiera gustado ver aquí ya han muerto. A otra la veo sentada frente a mí, amándome con sus lágrimas. Les agradezco por esto, mis amores, pero debo irme. Estoy cansada.
         Mientras Betty decía todo esto y durante sus silencios, el artista terminó de escribir otras palabras con su pincel sobre el pecho, el vientre y los muslos de Betty —«curiosa», «lágrimas», «amores»—. Luego se retiró a uno de los asientos, y ella se quedó sola en el escenario. Sentí que se me encogía el alma de tristeza. La vi vacilar, dar pasos y titubear, como un ser humano al borde de un acantilado. Luego, acercó la butaca de terciopelo verde junto a la mesita, se sentó, desenrolló la franela y extrajo el objeto destellante que contenía. Era un abrecartas elegante y probablemente afilado. Me sujeté con ansia del asiento y los ojos se me llenaron de lágrimas. De pronto imaginé que ese objeto tenía una historia, que había pertenecido a alguien, a su padre, su esposo, a un hijo fallecido. Betty lo miró en silencio durante largo tiempo.
       —No puedo —dijo repentinamente, mientras colocaba el abrecartas en la mesa. Se levantó de la silla y miró hacia los lados con un gesto de extravío—. No puedo —repitió y caminó hacia el interior de la casa, recogiendo la toalla en el camino.
       Xavier se levantó e hizo un gesto tranquilizador con su mano, salió tras Betty y desapareció dentro de la vivienda. Todos nos miramos desconcertados y lívidos. Algunos se levantaron y otros empezaron a conversar en voz baja con sus vecinos. Pablo vino a sentarse a mi lado, en el lugar abandonado por Xavier. Lucía cansado y ojeroso, con el cabello bien peinado, aunque algo desaliñado se infiltraba en su aspecto. Tomé tiempo en notarlo: sus uñas estaban sucias, una de ellas se había roto casi hasta la raíz de donde nacía.
       —Fueron viejos amigos, allá por los ochenta. Creo que Betty era conocida de la madre de Xavier —me explicó.
       —Entiendo.
        —¿Frío?
       —Un poco —confesé, reparando en que había metido mis manos debajo de los muslos, para calentarlas un poco o para controlar la tensión.
       —¿Conmovido?
       — Casi me ha dado un infarto —confesé.
       —Con esto nunca se sabe. Esperemos un momento…
          —Claro.
        —¿Fumas?
A pesar de que había dejado de hacerlo meses atrás, tomé un cigarrillo de los que me ofrecía Pablo y me puse de pie para encenderlo. Observé a varias personas que hacían lo mismo y a otras que murmuraban. Alguien desde el interior de la casa subió el volumen de la música en los parlantes del patio. A la pieza de Schumann siguió un cuarteto de cuerdas, cuyo autor no pude identificar.
       —Betty es nueva en el club, pero quiso adelantar su partida. A veces pasa eso con los nuevos socios: se entusiasman tras el primer rito y ya quieren ser protagonistas. Les pedimos que esperen, pero no hay fuerza que los disuada. ¡Están en su derecho!
       —Me imagino —dije, sin poder imaginar nada. Luego me paré y miré hacia las puertas que daban a la sala. Los muebles reposaban nítidamente bajo la luz de la araña de cristal. Di otra calada al cigarrillo y me sentí descompuesto. Boté la colilla y la aplasté. La muchacha del vestido rosado me miró y luego miró al piso, donde empezó a jugar moviendo su pie sobre la punta del zapato. Vi su hermosa espalda y recordé la de Malena. Parecía sumergida en un limbo oscuro. Apenas una adolescente. No debía estar en un lugar como este, pensé íntimamente.
         —Hola, Pablo. —Un hombre que debía andar por los treinta y tantos años se acercó a nosotros. Vestía una chaqueta gris de franela con una camisa lila y corbata blanca, junto con un short igualmente de franela y zapatos elegantes, como si se hubiese disfrazado para una comedia estudiantil.
         —Axel —saludó Pablo al tipo, al tiempo que nos mirábamos y yo recorría con la vista su rostro de labios arrugados y oscuros, con una sombra de ojos y un arete en la ceja.
       —Adoro estos funerales en los que el muerto sigue vivo —dijo él con tono afeminado.
       —Puede que se eche para atrás —dije.
       —Qué importa, igual se va a morir, eso es lo paradójico. Pero el perfume de la muerte se lo lleva uno de aquí pegado al cabello, y te dura varios días. Es adorable. Mientras la gente afuera vive su inmortalidad de juguete…
       —Es verdad —dijo Pablo.
       —Ya van a ver que vuelve la vieja Betty. O si no, yo digo: devuélvannos las entradas. —Axel puso su mano en mi hombro, con una sonrisa húmeda, acompañada por una mirada abatida sobre mi boca.
       —No bromees con eso, hombre —exclamé molesto.
       —¿Tu nombre era?
       —Dante.
       —Enchanté —dijo Axel acartonadamente, tendiéndome su mano.
        —Creo que me voy a sentar —dije sin responder a su gesto, y me derrumbé en la silla.
       —Muy bien. Desconéctame. Bye. Cuando conozcas esta cultura, entenderás que el universo es un melodrama. Hay que reírse mientras se puede, y luego bang, te vas a navegar con tu Virgilio por los senderos del inframundo, darling.
       Me aflojé la corbata. Repentinamente me sentía asfixiado. En ese momento, Xavier regresó y ocupó uno de los asientos delanteros. Acto seguido, Betty entró de nuevo al patio, con una bata de seda de color amarillento. Todos pusimos atención a la protagonista del rito.
       —Perdónenme —exclamó en voz alta.
       La música subió de volumen durante un momento y luego descendió. Se hizo un profundo silencio. Betty respiraba agitada y profundamente, como si acabase de subir la escalera de un edificio. Temor de la carne.
       —Lo que pasa es que siempre fui una mujer tímida y no me atreví a vivir ciertas cosas… Ni siquiera traicioné a mi marido, ni una vez… o, bueno, un beso. Me besé con un amigo y nos tocamos… He sido una mujer simple, es verdad, pero creo haber sido una buena tía —dijo, sonriendo con ternura hacia la chica del vestido rosa. Ella sonrió a su vez con un reguero de lágrimas—. Y bien, con este hermoso poema en mi piel, ahora me voy, aunque tenga miedo, ¿verdad?
       Betty se acercó a la mesa y tomó el abrecartas. Se adelantó hacia la concurrencia. Puso la afilada punta contra su estómago, sujetó el mango con ambos puños, cerró los ojos y hundió la hoja de un solo tirón. Esta se introdujo hasta la mitad, pero no fue suficiente. Betty cayó de rodillas y apretó con más fuerza, mientras se iba de boca, soltando un hilo de saliva sanguinolenta con un gemido.
       La sobrina se arrojó hacia ella y empezó a chillar.
       De pronto, todo se convirtió en un revuelo de llanto y gritos, un ulular de lamentaciones envuelto en abrazos, lágrimas y aplausos repartidos entre la concurrencia. «¿Qué está pasando?», pregunté al asiento vacío de mi costado, de donde Pablo había desaparecido. Un poco más allá, Axel parecía una estatua de cristal empañada en lágrimas.
       El ambiente se había vuelto un río de dolor y tristeza, llanto y mutuo consuelo entre los presentes, que se abrazaban y me arrastraban en su corriente. Avancé hacia el cuerpo de Betty, con temor a hallarla todavía entre la vida y la muerte. De pronto me di cuenta no sólo de que yo también estaba llorando, sino que me abrazaba con otras personas, mientras la muchacha de falda rosada, completamente inconsciente, era cargada en brazos hacia la sala. Me abrí paso hasta llegar junto al cuerpo de la mujer. Alguien le había tapado la cara con la franela roja, dejando a la vista la desnudez de su pubis de vellos blancos, con la bata abierta cayendo hacia los costados.




Sheyla Bravo Velásquez / Poemas l





+ 1953-2011


Eros despierta en la madrugada
tras un brevísimo reposo

viajando a través del éter
incita a las criaturas
expande el olor que hará encontrarse
a los machos con las hembras

lame con su bramido
con su aliento
la piel del mundo
el ansia de los cuerpos de ser magnetizados

Todos búscan
esperan
llaman

envían mensajes que piden sensaciones intensas
queriendo ser devorados por el placer

¡Todo exige la consumación del deseo de los amantes!

(Del libro: Fábulas de amores ll)

-o-o-


Otra vez Cupido alucina y flota…

irrumpe en los corazones
atravesándolos con sus temibles flechas
en busca de prisioneros

Así
la amada mira a un inquietante faunecillo
retozando en las enredaderas del amor

un antiguo juglar
que repitiéndose en nuevos rostros
se aproxima
y se esconde entre las malezas

la espía
se escapa
y vuelve

¿Será esta vez veneno
o fruta dulce?
banquete que se brinde delicioso o pernicioso
en los festines del amado?

(Del libro: Fábulas de amores l)

-o-o-


Peregrina por mundos que se me brindaban
o que me escupían de su faz

por tierras suplicantes
agrestes
duras
muriéndome de inanición

también por paraísos
y valles generosos
nieves eternas
y mares muertos

¿Dónde no fui a ofrendarte
con las manos carcomidas
de tanto arar en las rocas
entre los espacios vacíos de las nubes
en los oasis aparentes de los desiertos?

¿dónde no te busqué
y no fuiste inspiración para mi canto?

(Del libro: Estaciones en el peregrinaje de un alma 1 - Obra poética Completa.)