Alfredo Carrasco / DIOS, EL DIABLO, PACHAMAMA Y LOS ACHACHILAS

Invitado especial




Tomado de: Dali en la periferia del Gran Faro (no publicado)



Entre las muchas cosas que aún no están bastante aclaradas en filosofía, una de las más difíciles y oscuras -como sabes bien, oh Bruto- es la cuestión de la naturaleza de los dioses, lo cual importa mucho para conocimiento de nuestra alma, y es necesaria para moderar la religión.” (Marco Tulio Cicerón, Obras Completas. Sobre la naturaleza de los dioses. Traducción por D. Marcelino Menéndez Pelayo, Madrid - 1883)



El templo perdura precariamente en el tiempo. Luce señorial y altivo en el empobrecido desierto poblado de Kalisaya. Resiste estoico el persistente embate de los implacables agentes erosivos que van marcando su huella con el pasar de los días, meses, años, décadas: el viento, la lluvia, el sol, el frío, si aquel frío que cala profundo en los huesos y tiene la fuerza para partir rocas, van mermando, erosionando, debilitando, silenciosamente, día a día, su estabilidad. Construido con ladrillo cocido pero también con adobes, aquella masa de barro mezclada con paja brava de la puna, moldeado y secado al aire. La entrada al amplio patio interior se levanta sobre un muro de piedras delicadamente ordenadas sin ningún cemento que las mantenga firmes, como aquellos muros que sirven para dividir parcelas, como aquellos muros intelectuales que sirven para dividir sociedades. Ocho arcos, como los del coliseo o de los viaductos romanos, integran el frontis del acceso principal. La sequedad, aridez y soledad de aquellos parajes impiden que la floresta invada los terrenos.



Su permanencia refleja la solidez pero a la vez la fragilidad de los materiales con los que fue edificado hace mucho tiempo ya, quizá desde siempre, según se cree. Como también representa la fortaleza y debilidad del concepto mismo de la Iglesia. Lentamente se desmoronan sus paredes, los tejados, sus principios y fundamentos. La entrada principal, de madera, va perdiendo el soporte de sus cansadas y oxidadas bisagras. Una vieja campana, en uno de los torreones, precariamente se sostiene en una envejecida viga.



Erguido e inamovible, allí está, pero no es posible ingresar en ella, un tosco candado asegura el desvencijado portón de la entrada a la nave principal. Dicen que el cura la abandonó por que no resultaba rentable. Administrar la iglesia es negocio de curas cuando se cosechan las almas de los crédulos y los arrepentidos, cuando hay de quien cosechar dinero y materiales para el buen vivir, forma y estilo histórico de acumular riqueza de quienes representan a la Santa Madre. Pero en una comunidad tan pobre, los diezmos y los materiales son exiguos. La voluntaria dádiva no permite vegetar al sacerdote. La cosecha espiritual es cada vez más precaria, dado que muchos de los feligreses migraron por que se cansaron de arrancar a la tierra cuatro mendrugos o murieron a fuerza de dar y no recibir. Declina cada día la clientela de inocentes o de los arrepentidos pobladores para la cotidiana misa de las seis.



No!, no existen condiciones para iniciar una santa cruzada en busca de infieles, de impíos, de impenitentes para convertirlos o aterrarlos en el nombre de la Cruz. Con aquella que utilizaron los romanos para castigar a los delincuentes, a los proscritos, a los malhechores, a los maleantes, pero también a los irreverentes. La misma que luego sirvió a los católicos para espantar demonios. Para en nombre de ella, durante la “Santa Inquisición”, avivar la hoguera y abrasar a las brujas. La que sirvió y sirve para justificar conquistas sicológicas, invasiones y guerras. La que se utiliza para gritar vade retro Satanás cuando las tentaciones llegan. Sí!, en el nombre de aquella para aterrar, intimidar, amilanar con la amenaza de que su residencia eterna tendrá lugar en los cálidos dominios de Lucifer! de no aceptar ser convertidos, cristianizados, catequizados, evangelizados, reconciliados con la santificada cruz. Este escenario no le permitía al cura ni comer, ni beber, ni convertir, ni incrementar su hacienda, peor aun el buen dormir.



Los pobladores con sus postergaciones materiales y espirituales no tienen para pagar por la misa para la buena siembra, por el servicio para que el párroco autorice a los santos a que salgan a corretear por los campos recién labrados y, jugando a la ronda, santifiquen la siembra en las chacras recién sembradas, para que consagren la cosecha y que esta sea productiva. No alcanza para solventar los gastos por la oración para los muertos, por la ceremonia del bautizo, por las indulgencias por los pecados, por el católico curso para ser buena pareja y por la bendecida autorización para el casamiento. Por los sacramentos para el buen nacer, para el buen vivir y para el buen morir. Por las hostias y por el vino, sí por aquellas santas obleas y por la bebida noble para la eucaristía, también. El pueblo, en los días que conmemoran las santas fiestas, ya no huele a flores frescas recién recogidas, a incienso, tabaco y licor. Huele a pobreza y desamparo.



“Hace más de un año que ya no viene el padrecito”, comenta desolada una señora entrada en años, piel cobriza, arrugada y curtida por el frío, al tiempo que calma el hambre de un mal nutrido niño con un pedazo de pan humedecido con el oscuro líquido de una “Coca Cola”. Los feligreses ya no escuchan los dominicales y admonitorios sermones, no pueden al amparo de la Santa Iglesia confesar sus pecados, ni cumplir las penitencias por que no hay quién las sentencie. No puede santificadamente el hombre tomar mujer ni esta yacer con hombre. No hay quién bautice a sus hijos ni quien santifique el cristiano nombre. No hay quien consagre la tierra con el agua santa para enterrar a los muertos. Ya no está a quién pagar los nimios diezmos. Las cosechas son cada vez más pobres “No tenemos a quién rezar. Ni santos y ni santas a quienes pedir que intercedan ante diosito. La casa del Jesusito santo y la virgencita pura y encomendada, está cerrada” finaliza con la mirada fija en los clausurados portones de la iglesia.



En el poblado los santos y las vírgenes que reposan en la Iglesia están de vacaciones, no hay quien les pida favores para que intercedan ante Dios. Para que le soliciten que la lluvia caiga, que caliente el sol; que crezca sano y fuerte el trigo, el maíz, la papa y la quinua. Para que no se enfermen ni el padre ni la madre, ni el abuelo ni la abuela, ni el hijo ni la hija, ni el nieto ni la nieta, ni el hermano ni la hermana, ni el borrego, tampoco la borrega, el toro la vaca, el caballo y la yegua, el burro y la burra, el gallo la gallina, la gata el gato, el perro y la perra. Rezar para que cuando llueva no caigan los granizos del tamaño de un huevo de gallina y arruine las siembras, los tejados y las cabezas. Y, cuando el día llegue, pedir para que la muerte arribe de manera natural. Sí! el diablo también perdió su oficio por que en ese escenario de soledad y tristeza resulta un mal negocio tentar, seducir, excitar a las almas de los postergados pobladores, por que en el fondo ellos no tienen que ofrecer ni el anticristo que comprar.



El cura juega con la inocencia de los pobladores – las huellas de la indeferencia santa son cada vez más evidentes -. Los propios jerarcas de la Iglesia se encargan de la lenta destrucción de la imagen que aquella representaba para la comunidad: la respetada categoría de antaño ya no la reconocen. Se desgasta al mismo ritmo que se deteriora el edificio que en el poblado la simboliza. A esta iglesia le sonó la hora de la destrucción y de la ruina, lentamente las piedras que sirvieron para levantarla están retornando al sitio al que corresponden y de dónde fueron recogidas!



“..que el cielo mire con su ojo puro a través de sus derruidos techos..”[1].



La decadente desolación de las imágenes que se encuentran en el interior de la capilla y que representan algo en el imaginario católico de la comunidad, refleja el proceso de destrucción de una jerarquía ignorada ya por los comunarios. Jerarquía de aquella Iglesia que incrementó la distancia habitual entre sacerdotes y humanos, establecida desde cuando llegaron. Alejamiento que está a la vista de todos rige por doquier. La expresión de su permanencia ¡Su fortaleza! Presente desde hace tiempo, mucho tiempo, desde siempre según se cree, según dicen, erguida e inamovible pero imposible de aproximarse a ella, está ahora en proceso de desmoronamiento, de transformarse en escombros, de vivir de recuerdos en derruidas iglesias.



En estos escenarios, en dónde los escombros predominan, no se encontrará la resplandeciente copa de oro de la que el cura bebe el vino santificado, tampoco aparecerán el inalterable diamante que ennoblece a la Custodia o la diadema de esmeraldas o de piedras de fantasía de la corona de la Virgen. ¡No! Solo la orfandad religiosa prevalece.



El reconocimiento espiritual sobre el bien y el mal, en estas condiciones, comienza a fijarse por otros parámetros, por que aquel que cristianamente ayudaba a reconocerlos ya no está, por ya no se sabe si existen o si están vigentes, dado que la existencia o vigencia del uno depende de que exista o esté vigente el otro.



“El bien no existiría sin el mal, un bien que tuviese que existir sin el mal sería inconcebible, hasta el punto que no es imaginable, si el mal se acaba el bien se acaba; para que el bien persista es necesario que el mal siga siendo tal”[2].



¡Muera el Diablo para que no exista Dios! Y al Diablo lo vendría bien por que vive aterrado de “tener que existir para siempre” y lo más grave ¡Sin oficio!.



Y en esa orfandad de la forma cristiana de ver el bien y el mal, como fantasmas carroñeros de espíritus en descomposición asoman la pareja de siempre: evangélicos, mormones, testigos de Jehová, santos y santeros, profetas del holocausto y del juicio final golpeando en cada portal con el que tropiezan con la esperanza de encontrar, convencer y reclutar almas descarriadas que demandan con “ansias” conocer la palabra divina para así obtener la salvación eterna. Pero lo hacen en una tierra en la que hasta los espíritus cristianos, aquellos reconocidos por el bautizo, la confirmación y la comunión, se extinguieron por consuncion, excomunión y con ellos también los fantasmas que ya no están para atemorizar a los trasnochadores ni estos subsisten para ser asustados.



Pero la comunidad o lo que quedó de ella, un día como cualquiera, recordó que en otros tiempos aprendió de la pasión de otras voces, que experimentó con la avidez de otras hambres, que ensayó con el dolor de otras lágrimas y que sueña con plasmar otros ideales. Configuró así las condiciones para que retornen con fuerza aquellas prácticas ancestrales, la de la cosmovisión andina que orienta los patrones de la convivencia social comunitaria y su relación con el mundo natural, donde las fuerzas positivas y negativas de la naturaleza cumplen una misión en cada momento de la vida de ellos.



Invocan a aquellos seres sobrehumanos: a los Achachilas, espíritus de los antepasados remotos, para que junto con la Pachamama los protejan, los resguarden, les prevengan de las fuerzas negativas, de los malos aires. Para que las fuerzas positivas traigan la prosperidad en las cosechas, traigan la salud para los hijos, que llegue serena la bien amada lluvia, que el sol caliente para que germinen las siembras. Para que les libren de las enfermedades y la miseria, para que les traigan paz y bienestar. Aquellos son los grandes protectores del pueblo aymara y de la comunidad local. Ellos supervisan la vida de los suyos, comparten sus sufrimientos y sus penas, y les colman con sus bendiciones. Los hombres y las mujeres agradecen por todo esto, respetándolos y ofrendándoles oraciones, sacrificios y compromisos.


Las montañas y cerros, morada de los protectores, abrigan a los hombres, a las mujeres, a los niños y las niñas, a sus ovejas, a sus vicuñas, a sus llamas. Son los Achachilas, unos tan grandes como las elevaciones más altas, Illampu, Illimani, Sajama así los llaman. Ellos, los grandes, protegen a todo el pueblo aymara y a su territorio. Otros, los más pequeños, propios de cada pueblo y comunidad, están en los cerros que los rodean.



Residen en Akapa - esta tierra - el ambiente vital de los hombres, de los animales y las plantas. El lugar de donde sale la Pacha manq’a (Phampaku), el alimento sagrado que se ofrenda a la Pachamama. En donde mora junto con los Achachilas y todas las otras fuerzas personificadas de la naturaleza. Están en Taypi - el centro del mundo, el planeta tierra - lugar de encuentro de las fuerzas positivas y negativas del universo.



Cada fuerza está representada en el imaginario mágico de las comunidades andinas en forma de montañas, animales o plantas. Vienen del cielo o son paridas de las profundidades de la mismísima tierra. Las fuerzas pueden ser positivas, negativas o las dos al mismo tiempo. Amaru, en forma de serpiente, administra el agua para el riego. Illapu, se manifiesta como el trueno y relámpago. Katari, monstruo acuático, espíritu maligno, portador de enfermedades, infecta a las personas que tropiezan con él. Kuntur mamani, el principal espíritu protector del hogar campesino. Anata, marido de la Pachamama, fuerza de la naturaleza que vela por el crecimiento de los cultivos. Yapu kamana, vela por las chacras durante la época del crecimiento. Anchanchu, fuerza negativa que mora en el fondo de los ríos, en las cuevas y grietas de las montañas, en las quebradas, bajo tierra en lugares desolados y en casas deshabitadas.



Pero los ibéricos, en sus lógicas, indujeron otras fuerzas que no estaban reconocidas ni en la tradición ni en la cultura indígena. Supaya, surge como una fuerza maligna por que la religiosidad cristiana la degradó al identificarla con Satanás. Los europeos no podían llegar solos, traían consigo sus propios demonios para compartir sus temores con los conquistados, por que son de esos pavores que se nutre la católica religión para acrecentar su poder. Para ello identificaron al Ángel de las Tinieblas con una palabra en lengua nativa. Supay, cuyo significado vernáculo es alma de los muertos, sombra, fantasma o duende, fue la elegida para reconocer con ella a Lucifer, aquel que tentó al hijo del Dios cristiano, pero que también tienta y hace sociedad con los papas, cardenales, obispos, curas, monjas, políticos, jueces, fiscales, banqueros y otros tantos más cuya extensa lista fue copilada ya por Dante Aligieri. Al no poder vivir sin su propio infierno, lo definieron en lengua andina uniendo el vocablo supay con huasi (albergue, vivienda, posada), de esta forma denominaron supayhuasi al averno o a la casa del diablo. Sin embargo, lo que se olvidaron los de Roma, es que el diablo cristiano no tienta al pueblo llano ni lo lleva a su infierno, los pobladores no aportan nada más que con su ingenuidad y con eso Satán no acumula poder. Las tentaciones están en otro ámbito, en la triada que integran la política, la banca y la iglesia.



Los agradecimientos a la Pachamama, para invocar a las fuerzas positivas, se realiza con la ceremonia de la ch’alla. Ritual del buen augurio, un día de ofrendas y promesas, creencias y esperanzas. Lo realizan para agradecer a la Pachamama y pedirle buena fortuna. Serpentinas, globos, confites, alimentos, en íntimo contacto con el objeto o aquello en el que se deposita las expectativas presentes y futuras, forman parte de la celebración. La ch’alla ancestral costumbre del altiplano boliviano, en la que se mezclan los mitos y costumbres de dos culturas, es una auténtica representación del sincretismo religioso.



Se ch’alla en el último día del carnaval, antes del miércoles de ceniza, cuando inician un viaje o al pasar popr un apacheta; el homanje lo efectúan al inicio de la construcción de la casa o cuando esta concluye,  o cuando el corazón mande. Con respeto derraman en el suelo una parte del alcohol que beberán y incineran el wira q'uwa, arbusto oloroso del altiplano. Lo esparcen también sobre los implementos a utilizar en la wilancha, el sacrificio de sangre en honor de la Pachamama y de los Achachilas para conseguir su favor y su protección, o para agradecerlos por los bienes recibidos. Se ch’alla en la chacra, durante siembra de la que esperan los frutos o cuando ya están creciendo las plantas. Depositan en esta ceremonia las esperanzas y sueños de una buena cosecha y de un mejor vivir. La ceremonia también sirve para honrar las herramientas de trabajo o cuando inician los cimientos de la nueva casa. Durante los viajes, cuando pasan por una cumbre se ch’alla para honrar al Samiri[3] que representa aquellas elevaciones.



Y, en época del crecimiento de los cultivos, entrada la noche, cuando la luna domina el horizonte y pinta de plata los campos y los montes, en los lugares de pastoreo los adolescentes solteros danzan la Qhachwa. Lo hacen con energía para despertar y fortalecer la fecundidad humana e influir en la fertilidad de la tierra.



Así, en estas tierras, se están quedando sin oficio los santos, las santas, los apóstoles, los profetas, los iluminados, las vírgenes, los ángeles, arcángeles, querubines, serafines y el mismísimo satanás cristiano acompañado de sus legiones.





[1] Friedrich Nietzsche: Así habló Zaratustra

[2] Saramago. “El evangelio según Jesucristo”.


[3]    Samiri: Lugares sagrados que, generalmente, se encuentran en las líneas que salen de una comunidad hacia los cuatro puntos cardinales. Pueden ser pequeñas elevaciones naturales o pequeñas construcciones cónicas hechas por los hombres. Los samiris son protectores de una comunidad y deben garantizar la buena suerte de sus habitantes. Se los concibe como personajes que dan un aliento constante y dan las provisiones necesarias para la comunidad. (La traducción literal de la palabra "Samiri" es "proveedor"). 





Wilson Burbano / EL DOLOR DE LOS INMORTALES






Publicado en el número 22 de la revista “Realidad Aparte”, en Nueva York.

A Gabriel Jaime Caro A León Felipe Larrea




Era un verano grisáceo, de cielo y ciudad brumosos. San Petersburgo reposaba en la tarde respirando los vientos del Neva. Por los canales flotaban las barcas solas, mientras los barqueros dormían en las gradas de los muelles de piedras gastadas por el agua. Un abrigo sin cuerpo avanzaba por la avenida Nevsky, con su perro de nube encadenado, y un ataúd desde el aire me guiaba al cementerio. Entré al panteón de los hombres ilustres, de los nobles, de los escritores y músicos. Sarcófagos de piedra tallada, escultores de héroes y musas, de ángeles y arcángeles, habitaban el jardín laberinto que, a medida que yo avanzaba me invitaba a una siesta sin fin, abriéndome sus baúles de ceniza, de tulipanes marchitos. El cementerio respiraba, bostezaban sus muertos al ritmo de las nubes que llegaban del Báltico. Escuché una melodía conocida que venía desde el fondo. Busqué su origen atravesando las lápidas, hasta encontrarme con la tumba sonora de Tchaikovsky. Era Septiembre la pieza que fluía del ataúd, como un preludio del otoño que se avecinaba. Luego, el rostro de su escultura me sonrió y un cuervo se posó en su cabeza, con una estrella roja sangrante en el pico. La melodía fue interrumpida por cierta respiración pesada y quejumbrosa que venía desde una esquina. Me acerqué algo temeroso, pero al ver que se trataba de mi antiguo maestro Fiodor Dostoyevsky, mis temores se transformaron en una alegría alucinada. Comprendí que el abrigo que se paseaba por la Nevsky pertenecía a Raskólnikov y que el perro de nube era su alma encadenada al suplicio de la eternidad. Fiodor Mijailovich lucía tenso, su rostro de piedra reflejaba la insatisfacción de su alma. La tumba estaba encerrada por barrotes de hierro, semejantes a los de una prisión. Y a pesar de que al pie del busto sus admiradores habían colocado nutridos arreglos florales, Dostoyevsky expresaba angustia y dolor, los mismos sentimientos que habitaban su obra, los mismos sentimientos que lo motivaron a vivir y a morir como un guerrero, estremecido entre las laderas punzantes de su conciencia y de su existencia coronada de deslaves. Él, conocedor de mis manos audaces, con voz grave me contó que había pedido a Raskólnikov que me buscara, porque sus despojos no merecían estar enjaulados entre esos hierros hirientes. Solicitó que tome sus cenizas y las arroje al fuego, pues los gusanos del tiempo seguían devorando su espíritu. Me cargué de valor, abrí el ataúd y deposité en una bolsa el polvo latiente de su ser. Al alejarme, los ojos de la estatua reflejaban una agotada pero satisfecha calma, parecida a la que él experimentaba después de las crisis epilépticas. Salí del cementerio cuando las primeras hojas de Septiembre silbaban por la ciudad. Comencé a sentir frío; en un basurero encontré el abrigo de Raskólnikov y me lo puse. Al atardecer, volando hacia Bakú, escuché las explosiones de la guerra del Cáucaso. Desde el avión contemplé cómo la tierra ardía, con las llamas de rodillas implorando al cielo. Salté a la tarde y mientras descendía suspendido en mi aliento, esparcí sus cenizas sobre la alquimia ardiente de la guerra, entre el quejido de amapolas desangrándose y adormeciendo con su polen la agonía de las madres soldados. Después, bajo una tormenta, caminando en silencio por las negras y rojas hogueras, note que cuando más llovía, más crecían y se retorcían las llamas donde habían caído las cenizas… En la cabeza de águila que dibuja la costa oeste del mar Caspio, florecen hogueras inextinguibles, donde los antiguos peregrinos acudían al llamado de la muerte, hilando y deshilando sus gusanos de seda…