Martha Ormaza (Qepd)




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¡Ah, la fidelidad!

¿Es un principio? ¿es una imposición? ¿es natural?
¿cómo saber qué es lo que quiero yo y qué es lo quiere mi ego?

Antonio es tan distinguido, tan atractivo, de gustos exquisitos. Su aroma es tan suyo.  Tiene un aura especial. Su sola presencia llena cualquier espacio. Las mujeres lo miran mucho y de distintas maneras, a veces de reojo, otras tan frontalmente que logran ponerme incómoda. Pero, a la vez, me hacen sentir muy orgullosa de él, de mi Antonio.  Es inteligente, gran empresario y con un futuro sin límites. Amante delicioso. Lo adoro.
Como novios somos una yunta. Nos dicen, repetidamente, que formamos una pareja envidiable. Antonio es perfecto.
–Entonces, Carmen, ¿dónde está el problema?
–Antonio es tan perfecto que... me aburro.
Carmen está loca, pienso, pero no más loca que la media de la gente que frecuento. Para salir a cualquier reunión, de cualquier índole que esta fuera, realiza un proceso de producción, casi espectacular, de sí misma, con el objetivo claro y específico de gustar. Ya es muy bella con solo lavarse la cara. Elaborada al detalle es una bomba.
Ha desarrollado una serie de técnicas de seducción dignas de encomio, muy equilibradas, nunca frontales pero tampoco hipócritas. Es encantadora y su oficio es embrujar a los hombres, a las mujeres y a quien fuese. Ellos siempre, inevitablemente, tiemblan exudando deseo. Ellas, nerviosamente fascinadas. Carmen va por el mundo con la bestia puesta pero encadenada a su perfecto control y a su inextinguible deseo de gustar más, más, cada vez más.
Carmen no ha ido jamás a la cama con otro que no sea Antonio. Pero –me pregunto–, ¿le es fiel? ¿Dónde termina la fidelidad y dónde comienza la infidelidad? ¿Para qué nos ponemos tan provocativos con lo que vestimos, con nuestras maneras de hacer y de decir? Seguramente el ego nos pide ciertas reconfirmaciones. Para estar presentables nos bastaría estar bien bañados y planchaditos, pero... vamos más allá. Hay una intención, conciente o no, de provocar a la bestia suelta que lleva adentro el que está parado allá, al otro lado del salón, y que me mira de rato en rato con  evidentes ganas. Si la noche es favorable, no está nada mal que se despierte el animal de todo ser de nuestra misma especie (o de otra, no importa). Pero a la hora del té, cuando hemos sido abordadas o hemos abordado al preciso, frenamos a raya, terminamos el juego y recordamos a Antonio que es tan perfecto. Aunque nos aburra.
¡Ah, la nunca bien ponderada fidelidad! ¿Es un principio? ¿Es una imposición? ¿Es algo que hay aún que conquistar? ¿Es natural? Subsiste en condiciones de un equilibrio tan inestable que nos asusta.
Leo, con el cromosoma medioriental constitutivo y el gen de jeque que intencionalmente se ha inyectado, lo tiene resuelto todo. Cero conflictos. Leo es fiel... El lunes es fiel a la del lunes, el martes a la del martes y así, sucesivamente, hasta el sábado (el domingo es familiar y le corresponde el mimo de su señora mamacita). El inconveniente está en que la del lunes quiera horas extras el miércoles. Cuando alguna indisciplinada invade horarios preestablecidos o los espacios de las damitas de otros días, procede a un cambio drástico de estrategia: evita problemas y se dedica a seducir solamente a las desconocidas. Leo es y será eternamente fiel.
Alguna vez me preguntó Helen Showers  cuál es mi ideal de hombre. Contesté: que sea bueno, que sea fiel, que sea un buen compañero. –Sólo falta que te lama’ff, me respondió incisiva. –Lo que necesitas tú no es un hombre, es un perro.
¿Quién sabe qué es lo que quiere? ¿Cómo saber qué es lo que quiero yo y qué es lo que quiere mi ego? Yo estoy un poco confundida entre mi ego y yo. En cuanto a Carmen, y no sé si esto sea una virtud o un defecto, quiere a todos. Ella dice: existen algunos seres que han alcanzado ya el nirvana y que sabiamente son felices con lo que tienen. Que me los presenten, por favor, porque estoy muy abierta a los buenos consejos.
¡Ah la nunca bien ponderada fidelidad! Está en el centro del paradigma de dos codiciados dones: El amor y la libertad.
Entre tanta interrogante, Carmen y yo proseguimos camino. Nos perdemos en la ciudad que ha impregnado de invierno el asfalto. De repente, timbra su celular. Fija con ansia su vista en la pantallita. De los puros nervios, no puede leer bien. Nos miramos, sonreímos.  Allí va de nuevo... Es otra maldita tentación. Otro reto a la fidelidad. 

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El lobo hombre en Quito

Por sobre el terraplén de la curva más sinuosa de la vía a La Merced hay una cueva desconocida para todos. La habita Boris. Boris es un lobo metódico. Se ha forjado un espacio habitacional insólito. Acompañan su soledad, las bazofias que provocan los accidentes de tránsito, que casi a diario, ocurren como fruto de un error de cálculo en el diseño del peralte del “festón de la muerte”.
El atiborramiento deja asfixia en el espacio empachado de: Llantas, espejos retrovisores, asientos tanto traseros como delanteros, luces direccionales, faros, alógenos, triángulos, linternas , latas, tuercas, tornillos, alambres, todo tipo de piezas automotrices, maletas, ropa de distintos estilos para todos los sexos y para todas las edades, afeitadoras, cascos, kits de higiene, de primeros auxilios, maquillajes, herramientas, teléfonos celulares, extintores, radios, cassettes, CDs, equipos de montaña, bicicletas, botes, joyas, plata, libros, revistas, juguetes y n cosas más que, serían de interminable enumeración. Boris es un coleccionista incurable.
Cada vez que escucha un frenazo, la excitante fricción instantánea de los neumáticos que desesperados pretenden asirse al pavimento, y el posterior previsible y estruendoso “crash” le petrifica en una orgásmica descarga de adrenalina. Todo su ser entra en un estado de alerta. Ensordece, el mundo hace silencio. El fragor de su sangre que danza al ritmo frenético de su corazón bajo su piel erizada, es el único universo perceptible. Con la lentitud de los siglos, vuelve en sí y retoma torpe el movimiento. Avanza etéreo hacia el borde de la carretera. Las pupilas dilatadas sorben el éxtasis del reguero de los dones que el destino le regala. Respira y mira bien la escena. ¿Hay sobrevivientes o no? Permanece en asecho pendiente del más mínimo movimiento, del más inaudible de los sonidos. Mira, escucha. Espera eninquieta paciencia. El tiempo se congela. No hay vestigios de vida. La muerte corre libre en el viento. Mira en las dos direcciones del camino, se asegura de que él, es el amo de la inmensidad. Se aproxima cauteloso al borde del pavimento. Su hocico apunta a sus tesoros, su cola, marca derecho el sendero de retorno a su guarida. Arranca desaforado en la carrera hacia los territorios de la muerte. Ha llegado con las fauces abiertas para asirse feroz de lo primero que encuentra; pero se detiene una vez más. Aguza sus orejas puntiagudas que, a modo de radares, cada una gira en dirección contraria e independiente de la otra. No vienen carros. No hay lamentos. Un zarpazo sobre el objeto más próximo. Descuartiza descomunal su hocico. Clava los caninos de predador ancestral. Aprisiona feroz su nueva pieza del botín. La arrastra con la fuerza de la rabia. No se entera de la alternada tensión y distensión de sus extremidades, en las que se apalanca para arrastrar cuesta arriba aquello que ha tomado. No importa cuánto pese, los músculos del cuello hinchados de poder resisten. Babea. Jadea. El corazón le va explotar. Nada importa. Sólo llegar de vuelta a la cueva. Deposita allí dentro la invalorable carga. Sin ningún alivio, emprende la carrera hasta el límite del terraplén, donde se frena de golpe, para comenzar de nuevo.
Su ambiciosa proeza puede durar horas, minutos, no sabe cuánto. Se aproxima un auto y Boris se vuelve incorpóreo, invisible, ha desaparecido. Debe esperar a que termine el gran caos de luces, sirenas, voces, gritos, quejas. En aliento etéreo aguarda que termine el irritante bullicio con el que suelen rituar los humanos. Los conoce. Ellos deben comprimir el tiempo desaforado. Sin anuncio, regresa la ausencia. Un aroma a sangre aún caliente, despierta en su bajo vientre, todos los fantasmas del instinto que, yacían somnolientos en el limbo de sus vísceras. Se reempodera del espacio. Da una vuelta sobre el legado de la noche que ha desposado el destino. Ahora sí, puede embeberse en lo que es suyo. Se regodea en la ambición, en el sabor de la codicia. Sin más, arremete. Un lobo de monte, desconoce el cansancio. Su obra concluida: el indescriptible paisaje que forma la suma de objetos que reposan en el lugar donde siempre debieron estar. Ah, la contemplación. El sagrado y prolongado placer de saberlos suyos, tan sólo suyos. Cede ante el rebelde peso de sus párpados. Duerme. Sueña sueños antiguos en lugares confusos, olvidados. Boris se despierta, congestionado de emociones, a la conciencia de que está solo, absolutamente solo. Sabe bien, que no existen más lobos en kilómetros a la redonda. Cómo fue a parar cerca de La Merced, no lo sabe, no lo recuerda. Ha vivido desde siempre ahí, aunque escarbe profundamente en su memoria, no hay nada más que las paredes oscuras de la cueva. Antes de la cueva, el vacío.
La supervivencia, hecha de asaltos a las fincas circundantes, le enseñó a correr a mayor velocidad que la del tiempo. Las variedades del menú: roedores, algún escaso animalito salvaje y aves de rapiña, de las que puede disfrutar, también, cada vez menos. Desconocía su aspecto, hasta que se reflejó en un retrovisor. Se miró intenso, una vez superado el primer impacto. Lo más parecido que había visto, era un perro; pero sabe que no es un perro. Menos mal no lo es. Los perros le resultan antipáticos, los encuentra degradados. Lo que tienen en común, son los aullidos a la luna; aunque tampoco, no lo hacen de la misma forma. Optó por declararse un ser especial, único; tan especial, como cada uno de los “objetos únicos” de su colección.
Podría parecer una vida monótona la de Boris, pero no, es todo lo contrario, la pasión del coleccionista no deja espacio al aburrimiento. Su existencia está hecha de la suma de momentos irrepetibles para alcanzar sus objetos irrepetibles. Los objetos y los momentos lo llenan todo.
Los fines de semana traen mayores posibilidades de cosecha. Boris espía, analiza. Por excepción, los conductores, en días laborables, manejan vehementes con esa expresión de ausentes. Entre semana ellos, tienden a reír menos y a acertar más. Para eso, fruncen el ceño. Obviamente, está por acaecer el hecho incidental debe cambiar el decurso de la vida de Boris, si no, no habría historia.
Se produjo un accidente más. Éste, en medio de la semana, es decir, con menos tráfico y por ende con menos interrupciones. Si no hay intrusos, usualmente, no hay sirenas ni luces y todo ese bullicio, hasta después de un buen rato. La cosecha es más serena. Era un accidente ideal. Un solo fortísimo “crash”, y luego, el silencio. Como ya se sabe, vino lo de rigor: la adrenalina, la sordera y la sensación de volar incorpóreo hasta el objetivo. Pero, una vez allí, cuando los caninos ya se habían incrustado en una preciosa y lanuda manta a cuadros, Boris escucha un sutil quejido, un lamento casi inaudible. Luego, más silencio. Sabe que no inventó nada. Y aún, el silencio. Muerde de nuevo la manta. Intenta llevársela, pero no puede. Está atorada. A arranchones, será suya. Brama su ansia. Detrás de su bramido, se deja escuchar, otra vez, ese espeluznante gemido. Suelta la manta. Quiere escapar atendiendo a su instinto, pero no puede. Algo feroz, un algo mucho más fuerte que él, lo atrae hacia ella.
Ella está allí, al final de la manta. Respira un vaho efímero. Tiene el cuerpo muy quieto y los ojos perdidos en Boris. Se miran sin gesto. El, sin remedio, se aproxima dócil. La olfatea de cerca, muy cerca. Oye, en el pecho de la niña, un latir lerdo, vencido. Se detiene en el cuello. Advierte el fluir hipnótico de la sangre que vierte generoso un enorme tajo. En la sangre, se refleja la luna que se ha desenmascarado entre las nubes, sin previo aviso. El lobo y la luna se espejan embriagados en el plasma de ardientes carmines. Vuelve a ella, a sus ojos húmedos, y allá adentro, también están él y la luna. Se desbordan taciturnos. Boris se embelesa en las ignotas lágrimas. No se pueden malgastar. Bebe de sus sales amables. Bebe del sudor que expele el dolor. En cuanto más bebe, más sed le atormenta. No se apaga su flagelo. Busca más allá, más abajo. Y reencuentra la yugular en los estertores de un petirrojo agonizante. Boris lame, desde su vientre, el carmesí tórrido de su deseo perdido. Ah, placer, placer presentido. Pero no quiere dañar a quien se inmolado para su extasío. Reprime el mordisco, agarrota los colmillos advertidos de laceración, en tanto, ese elixir ajeno ocupa ya todos los rincones de su ser. En sí, la alquimia de los siglos. Fusión de genes arcaicos. Boris aúlla a la luna totalmente perdido. Boris se ha perdido.
Despierta a la realidad con el fogonazo de un tiro esquivo. Ya estaban allí las luces, las gentes, las sirenas y la confusión del griterío. Un disparo más, lo entera de que él es la presa. Boris corre, como nunca había corrido. Corre hasta confundirse con la maleza que la luna maléfica deja entrever. Quiere correr sin fin y sin rumbo. El imperativo de saber qué será de ella, lo detiene. Se ubica en lo alto y a resguardo, mira. Se la llevan. Ella, lo que más ha querido, se va en una fría, blanca y escandalosa ambulancia en dirección de ese sitio, ése, de donde vienen todos, y a donde todos van, por este camino, el de Boris.
Nunca le intereso conocer dónde termina su camino. No quiso saber, jamás, qué hay más allá. Ni siquiera se lo preguntó. Ese cielo nocturno encapotado y enceguecido de las luces de las que escapa la luna, no lo atrajo. Hoy lo mira entre interrogantes, nostálgico. Reclama para sí, a ella. Y ella, está fuera de su colección. Nada huele a ella. Nada sabe como ella. Nada late.
Se anuncia el sol y es hora de ampararse. Han pasado horas intensas. Boris se allana al letargo. Duerme con ella clavada muy adentro. Un tremor interno lo despierta. Crece hasta volverse una convulsión que no termina. Boris impotente, amedrentado, siente que su cuerpo crece en descontrol. Se expanden sus extremidades, al ritmo que se le reduce su hocico. Son los huesos que crecen sonoros a la par de su carne. Las vértebras truenan dentro, al son en que se multiplican y reubican. La osamenta de su cabeza, hace un “crash” mucho más fuerte y próximo que el de los choques. El “crash”, es él, está dentro de él. Antes de perder el sentido, observa, como puede, el cisma de su descomunal cuerpo. Hay piel, entre sus ingentes pelos, que caen por mechones. Black out.
El frío. El nunca antes sentido frío, le repatría el juicio. Brusca desnudez que requiere cobijo. Se enrosca en defensa de los tiritares violetas. Se pone en cuatro para buscar abrigo. Va a por una manta. Al dar el sólito zarpazo para asirla, mira incrédulo sus dedos, la mano que se abre y toma hábil lo deseado. Se envuelve en la manta en una gran apertura de brazos, ya en cuclillas. Así, busca el calor y reposa. Repuesto, en algo, de la algidez inexperta, tiene la necesidad de pararse. No sabe lo que quiere, sola, se impone la condición de eréctil. Esta ya enhiesto sin dificultades. Mira lejano el piso de la cueva y opresivo el techo, por demás cercano.
Qué le ha sucedido, comienza a preguntase. Se observa. No se reconoce. Es todo tan extraño. Es él, pero no lo es. Sin proponérselo da algunos pasos. De inmediato, encuentra placer al moverse de un modo tan nuevo. Se pone a prueba. Domina, sin obstáculos, su nueva condición de bípedo. Experimenta y se emociona. Peripatético, pasa y repasa las estrechas sendas de la cueva. Abrupto se detiene ante la imagen que le muestra la serie de espejos fragmentados. Mira más. Absorto descubre que es uno de ellos. Uno más de los que ritúan en el bullicio. Uno de los que se llevaron a ella. Otro más de los que invaden su camino. El suyo, el de ir y venir desde y hasta, no sé dónde. El que le ha regalado todo lo que es y lo que tiene. Es uno de ellos y está desnudo. Siente frío. Es también esa otra experiencia nueva. Se intensifica hasta el tremor. Entiende, entonces, por qué los humanos cubren sus cuerpos pelados.
Se viste con los pantalones de un calentador. No es suficiente. Un saco de un traje. Busca entre los zapatos, con los que crea mucho desorden. Finalmente, se pone zapatos desiguales. Con mucho cuidado reubica lo que ha movido. Constata que haya quedado todo en su lugar. Se agazapa buscando calor y se duerme por un rato. Ha soñado en ella. Se despierta calmo con la confirmación de que nada en el mundo, en su mundo, es más bello que esa mujer de aromas excitantes. Nunca vio nada como esos ojos que lo reflejaron junto con la luna. Toma, sin reflexión alguna, la decisión de ir en busca de ella. Se dirige al terraplén. Hace lo de siempre. Mira de lado y lado de la vía para constatar que no hay automóviles. Emprende el camino en dirección de la luz nocturnal. La luna lo acompaña. Boris la aúlla.
Qué agitado es desplazarse con tan sólo un par dos extremidades. Se entera de que el camino no avanza. Cree estar corriendo en el mismo lugar por mucho tiempo. Hace conciencia del novel cansancio. Liado en su extenuación, le sorprende un auto de fanales y de claxon histéricos, que lo lanza hacia el borde del camino. Se ahoga en el espanto. Retoma el camino de regreso a la cueva. Se recuesta despacio. El corazón vuelve a su latido. Cómo ir hasta ella, si está tan lejos. Frente a sus ojos, se revela seductora una bicicleta. La carga y reemprende la empresa ya iniciada. Una silueta zigzagueante, pedalea impetuosa la calzada que multiplica los carriles a su paso. Cada vez hay más claror. Encuentra cientos de lunas que lo esperan abriéndole paso. Boris aúlla a todas las lunas.
Varios destemplados claxonazos le han obligado a tomar el borde que marcan las luminarias. Se siente, más de una vez, observado por ellos que, tras los cristales de los coches, descuartizan ojos y mandíbulas al unísono. Su pedalear es ya derecho. Goza ya de la brisa, del desplazarse veloz y de sus aullidos desaforados.
Tras unos distraídos minutos en su desplazamiento unidireccional, se encuentra obstaculizado por un mar de autos que lentos van en busca de ella. Está ya por alunizar en la matriz de su madre Diana. La aúlla con aún más insistencia. Evade el tránsito como puede. Un semáforo en rojo no significa nada para Boris. Cruza el paso prohibido. Un auto para a raya para evitar embestirlo. Boris cae de la bicicleta. Se arma el sólito bullicio. Boris aúlla en defensa propia mientras se reincorpora, ante el griterío cesa de golpe. Todo se congela. Boris es el único que se aleja en su bicicleta. Sabe adonde ir, porque el tumulto tiene olor y sonido. Pronto se encuentra en la zona roja, en plena Mariscal. Entre los peatones encuentra muchas mujeres, algunas se asemejan a ella. Las observa, las aúlla inquieto. La gente lo mira extrañada. Unos huyen, otros ríen. Boris se aproxima para olfatear a las desconocidas. Una lo abofetean, otra grita y huye, otra más se paraliza y luego pierde el sentido. Se aglutinan los machos en torno a Boris que intentan agredirlo en masa. Boris se escabulle, agarra su bicicleta y huye.
Pasa despacio con su mirada por los clientes que ocupan las mesas del bulevar. No, ninguna es ella. Allí los humanos beben y esos sorbidos le recuerdan que desde hace rato ha hecho caso omiso de la sed. Apoya la bicicleta en un poste cercano y se sienta en el primer lugar que encuentra. La mesa está ocupada por dos jóvenes que conversan amenos. Regresan extrañados a mirar a Boris, que también los mira. Se miran entre ellos y regresan sus ojos a Boris que continúa allí inexpresivo. Se lazan de hombros y le invitan a seguir en la mesa. Boris no hace nada. Le invade la sed y saca su lengua lobezna que se agita deshidratada. Los chicos llaman un mesero. Éste le pregunta a Boris qué cosa va a tomar. Boris sigue mudo. Uno de los muchachos toma la decisión de pedir para Boris, lo mismo que beben ellos, cerveza. Boris se bebe la cerveza en un solo gran bocado. Aúlla emocionado. Los muchachos ríen y piden una ronda más. Boris toma la segunda cerveza del mismo modo en que dio por terminada la primera. Aúlla más frenético Los compañeros de mesa optan por pagar lo consumido por todos y con un golpecillo amigable en la espalda se despiden de Boris que sigue aullando para hacerse servir más cervezas, frente a la mirada atónita de los clientes del bar. Bajo los efectos del alcohol, Boris aúlla desenfrenado. Se acerca el mesero y le pasa la cuenta. Boris no se entera de nada. El mesero insiste en el pago y en que se salga del bar. Boris no entiende. Se acalora el mesero y le mete la mano en los bolsillos, de uno de ellos saca un buen fajo de billetes. De inmediato una mujer, que ha estado sola en una mesa contigua interviene. Arrancha el dinero de las manos del mesero. Lee la cuenta y la paga, con una arenga al mesero. El resto del fajo lo mete al bolsillo del que salió. Toma a Boris de la mano y se lo lleva gentil consigo.
Caminan los tres en silencio. La mujer, Boris y la bicicleta. Pasean como lo hace quien está en agradable compañía. Ésta no huele como ella, pero huele bien.
Llegan hasta un bar. La mujer pide al portero que se haga cargo de la bicicleta. En la barra beben un par de tragos más fuertes. Boris aúlla entusiasmado con la música. Se van de allí contentos. Ella vuelve a pagar lo justo por lo que han consumido y el dinero retoma su lugar.
Es noche de bares y de copas. Se ha devorado dos pollos sin dejar en el plato el más mínimo desperdicio. En una salsoteca bailan sin límites. Boris es feliz entre los efectos de la iluminación y de la percusión tropical. Ha olvidado para lo que ha venido. El nivel alcohólico aumenta en su sangre inexperta de toxicidades.
Le queda algo de conciencia cuando la ex desconocida paga por adelantado en el mostrador de un hotel, el precio de una habitación no muy bien reputada. El conserje se hace cargo de la bicicleta y suben un par de pisos por escaleras vetustas de olvidado señorío. Boris va sumiso de su mano. Entran en la habitación, cuyo barroco entusiasma a Boris que empieza a recorrerla peripatético, irrefrenable.
En medio de la intensidad del rojo en tono burdel clásico, aparece sobre la gran cama, otro color que rompe con todo. El color de la carne viva. Es el cuerpo desprovisto de pelo, desnudo, que impúdica y de pie le muestra la ex desconocida. Boris, con toda naturalidad salta hasta quedar junto a ella, que para no caer se agarra de él quedando en un abrazo. Boris aúlla. Ella le tapa la boca con la mano y luego con beso. Boris cae de rodillas extraviado ante lo que ha sentido. Vuelve a intentar aullar, pero él mismo se contiene tapándose la boca ante el descenso sutil que hace ella para quedar también de rodillas frente a él, muy cerca de él. Se miran a los ojos. Boris se refleja en ella y se pierde en ella.
Aullidos se escucharon hasta algunas cuadras a la redonda del hotel donde sólo una desconocida, un lobo hombre y las cuatro paredes rojas de una profusa habitación, saben aquello que sucedió. Lo que se sabe es que la luna, después de mucho tiempo, se abrió paso entre luminarias, letreros, alógenos, torres fosforescentes y entre las encapotadas nubes; y brilló con descarada impudicia.
Morfeo los acurrucó delicado, cuando cesaron los golpes en la puerta y el ir y venir de advertencias y ruegos de los empleados, y de los improperios de los huéspedes del hotel.
Boris conoce bien el tiempo, pero por primera vez, cuando despierta se encuentra con su reloj interior averiado. Está sediento. Mira el lugar y recuerda casi todo. Recuerda lo más importante y se regresa para mirar el lugar vacío que ha dejado la desconocida. No sabe qué pensar ni qué hacer. Toca alguien a la puerta. Escucha un grito que lo conmina a ponerse de pie. Trata de abrir la puerta. Forcejea torpe y tembloroso el manubrio. Abre desnudo. Llegan hasta la habitación otros empleados del hotel, que lo obligan a vestirse entre aullidos temerosos. Lo bajan a empujones y lo lanzan a la calle junto con su bicicleta.
Son horas ya vespertinas y siente hambre y sed. Busca su dinero y no lo encuentra. La desconocida ha cobrado bien por brindarle una noche irrepetible. No sabe qué hacer da vueltas por el mismo bulevar que tiene otras formas bajo el sol hiriente. Él vuelve a sentarse donde lo hizo la noche anterior. El mesero, también el mismo de la noche anterior, después de dirigirle algunas palabras seudo comedidas, lo levanta de un brazo e intenta sacarlo a empujones. Boris le responde con los sonidos ferocidad y de un zarpazo lo tumba malherido. Todos los comensales se para. Llegan los otros,

los que visten igual que el yace ensangrentado en el piso. Instintivamente lame la sangre de su presa, contra la que arremete intentando sacarle un mordisco de carne. Pero no puede. Sus dientes ya no cumplen la función de hacer retazos la carne del que ha sucumbido. Se siente amenazado. Huye despavorido. Monta en su bicicleta y desparece dejando atrás a sus cazadores.
Retoma el camino por donde vino. Está muy torpe y asustado. Con una fatiga sin precedentes, hambriento, sediento y vencido, llega a la cueva en la que se refugia abatido. Aún le queda en la boca el sabor a veneno de la humanidad del que ha mordido. Se saca de entre los dientes hilos y pedacillos de carne que escupe asqueado.
En quietud ha vuelto la noche y con ella la luna. Sale para aullarla, pero se le atora el aullido en la garganta que ha comenzado a cambiar con una potencia ya conocida. Mira como sus brazos se van llenando de pelo. Corre a la cueva donde pierde el sentido.
Al despertar se mira de inmediato. Ve que es él de nuevo, Boris, el lobo de siempre. Despacio se dirige hacia sus espejos fragmentados. Comprueba que es verdad, que es él de nuevo. Sale en carrera de la cueva y lo lejos se escucha el cacareo desesperado de un gran gallinero.
Pasan días y noches. Boris escucha los frenazos y los impactos de los accidentes de siempre. Los mira solo desde lo alto pero ya no se acerca. Ya los objetos perdieron su importancia. Su colección y todo lo que suceda allá afuera le da lo mismo. Pero una noches escucha a un auto detenerse y, a paso seguido, el motor que se apaga. No puede evitar acercarse. Corre y mira desde lo alto, como ella desciende del auto y recorre el territorio donde todo ha ocurrido. Boris baja del terraplén hasta el límite de la calzada. Se planta frente a ella y la mira. Ella lo descubre y lo ve con el amor con que sólo esos ojos expresan. Ella lo recuerda y lo llama. Boris está por acercase, pero entre ella y él se interpone un coche que incendiado de velocidad y de luces, les roba el aliento. Boris la mira una vez más y regresa a toda prisa al terraplén donde lanza un aullido. Ella se marcha y se pierde al final del pavimento en tanto Boris danza para la luna.

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ENTREVISTA A MARTHA ORMAZA
Por: Milagros Aguirre

La casa roja en La Floresta. Ahí es el nido de Martha Ormaza, la Mona de las Marujas, que, por cierto, ni vive en la Costa ni es de Guayaquil. La Mona es bien quiteña y, como buena quiteña, conserva en su casa algunas de las herencias de la familia, esas antigüedades que han sobrevivido por generaciones, pero repartidas entre hermanas, tías, parientes lejanas. Una mecedora de mimbre, un banquito de shamán bien pulido, otra banca rústica, son parte de la decoración de su casa, que es una de las que se han salvado de los derrocamientos en el barrio quiteño. También tiene en la sala un Kingman de esos raros —un retrato de una niña—, comprado en una subasta que le salió barato porque lo pagó a plazos. Y un cuadro de Luigi Stornaiolo de esos últimos, pintados “con la zurda”.
“Las Marujas” van para los años. Han durado más que matrimonio y han sobrevivido a las buenas y a las malas del teatro ecuatoriano. Y también a las buenas y a las malas épocas de las actrices Martha Ormaza, Elena Torres y Juana Guarderas, a quienes ni el cáncer ni el romperse una pata ni los mil proyectos de cada día han logrado separar, más bien todo lo contrario, han estado ahí pese a la adversidad porque cada día “la función debe continuar”.
Las Marujas —la mona, la quiteña y la cuencana— nacieron de la pluma de Luis Miguel Campos (La Marujita se ha muerto con leucemia) y luego fueron corregidas y aumentadas en las Memorias y efemérides, ya con dramaturgia propia, en un trabajo colectivo en el que las actrices que las encarnan se han encargado de perfeccionar.
Doña Aurelia, doña Encarna y doña Cleta han hecho reír a muchos, han sido aplaudidas y admiradas, han pasado por las tablas —y también por las ferias en los pueblos— haciendo gozar al público en cada función. Los entremeses de las Marujas en algo recuerdan a las estampas del teatro de Ernesto Albán: ese humor socarrón salpimentado con temas de la coyuntura, esos personajes que no mueren sino que crecen con el público.
Martha Ormaza, aunque tiene todavía pánico escénico y cada vez que está en el escenario se le vienen preguntas metafísicas como ¿qué hago yo aquí? O ¿por qué soy lo que soy y no soy otra cosa? Y, ¿por qué el público compra entradas para el teatro?, posa para las fotos, como toda actriz que se precie; deja ver su sonrisa, busca su mejor ángulo para mostrar al fotógrafo y, lo principal, se divierte. Porque de eso se trata la vida: de no perder el tiempo, de aprovechar cada segundo, de divertirse, dando guerra a la adversidad. En eso Martha Ormaza ya es una artista consagrada: ha sobrellevado las quimios como toda una “mujer superpoderosa” y ha vuelto a las tablas con la frente en alto y con mucha energía.
Martha es alegre y fiestera, siempre le gustó ponerle sal a la vida. Tiene una hija, Paloma, que es quien le lleva sus cosas, sobre todo, las que tienen que ver con la tecnología… la cuenta de Facebook, los correos… esas cosas para las que los jóvenes son más habilidosos…
Luego de la sesión de fotos, del café pasado en cafetera italiana, arranca la entrevista. Martha Ormaza vuelve, por unos momentos, al salón de su casa, a imaginar a sus padres, primos, tíos, alrededor y ella, en el centro del escenario.
—¿Naciste actriz?
—Sí. Nací actriz. Desde chiquita adoré la máscara, el disfraz, el escenario, el público. Creo que el teatro estuvo siempre en mi necesidad de expresión.
—¿Tenías público?
—¡Claro! Recuerdo que me disfrazaba y mis papás fingían que no me reconocían. Me disfrazaba de mendigo, les pedía caridad y ¡me daban monedas! Era fantástico. Vengo de una familia grande, es decir, un buen público: hermanas, primos, tíos. Luego mis compañeros de escuela, de colegio. En los festejos siempre hemos estado juntos. Y han sido, desde que yo era niña, mi público.
—¿Tu primer personaje?
—Manola…. Bailaba flamenco, tenía vestido español, castañuelas y zapatos rojos. Alguna vez vi entre las fotos familiares una en la que estoy bravísima, con el vestido de Manola. Mi madre era responsable de esos disfraces, los vestidos y peinados. Aún recuerdo el amor que le tenía a Manola… el enojo cada vez que se iba haciendo más pequeño el vestido y ¡los zapatos! ¡Adoraba los zapatos rojos que usaba la Manola! Me los puse hasta cuando me ajustaban… hasta que se perdió el uno. El otro zapato rojo, el chulla, se quedó en mi armario por años y cada vez que lo veía recordaba a Manola, pandereta, castañuelas y flamenco.
—En la escuela… ¿también actuabas?
—Por supuesto. Tuve la suerte de estar en la escuela Claret, una escuela bien abierta, bien experimental. Quedaba por la Miraflores y nos incentivaban mucho a las artes, a la pintura, a la música. De ahí salieron algunos de mis amigos artistas. Nos hacían tocar el piano, cantar, bailar, pintar, hacer obras de teatro. Recuerdo a una profesora, María de los Ángeles, que era durísima y con el puntero nos tenía rectitas… era una escuela de monjas claretianas y era bien interesante su pedagogía. Una educación libre, de esas que ya no hay ahora.
—¿El primer personaje que interpretaste en la escuela?
—Salí de pájaro y fue horrible. Estaba incómoda con el disfraz, no me quedaba bien. No me pude expresar. Lo odié.
—Estuviste en Los Pinos… un colegio más tradicional… ¿lo soportaste?, ¿te soportaron?
—Me gustaba el colegio. Hasta ahora me llevo bien con mis compañeras. Ellas me dicen que les debería pagar pues han sido mi público fiel. Era un colegio lleno de contradicciones. No hice nunca nada terrible aunque siempre me quedé en disciplina, me sorteaban una o dos materias, pero no por eso me quitaron mi libertad. Estuve seis años en el colegio, me gradué. Recuerdo a una profesora fantástica, María del Carmen Jijón. Sus clases eran muy estimulantes. ¡Hacíamos tremendos montajes escénicos! Mi experiencia en el Colegio Los Pinos fue buena. Tengo grandes amigas con quienes compartimos las clases y la vida.
—Ya en plan más serio… ¿tus primeros pasos en la escena local?
—Actuar es complicado. En el Ecuador es complicado y en español es complicado. En otros idiomas actuar es jugar (play…). Creo que dejamos de jugar al teatro para actuar en serio en el Patio de Comedias, en una obra de Paco Tobar García, En los ojos vacíos de la gente, con Jaime Bonelli, que era un actorazo, y con Raúl Guarderas. Estábamos aterrorizados porque venía de París el autor a ver la obra… la obra debía salir impecable. Desde ahí sentí la obligación de seguir en las tablas. Raúl Guarderas me dijo algo que me mató: “Los artistas nacen o se hacen y tú eres del primer grupo, eres la cera lista para ser moldeada por las manos del director”. Ahí decidí que esa sería mi vida. No sé si agradecerle o echarle la culpa… pero desde ahí sentí una obligación que me ha mantenido en el escenario.
—¿Te arrepentiste alguna vez?
—Estudié Derecho. No me arrepentí de estudiarlo, pero no ejercería nunca. Es más, volvería a estudiar Derecho y volvería a dejarlo. Estuve a punto de graduarme. Mis padres casi mueren. Mi papá tenía tanta ilusión de que yo fuera abogada. ¡Toda la familia ha sido de abogados! Y yo lo dejé al final de la carrera de la U. Central. Pensé en que todo eso era mentira, en que lo mío no estaba ahí. Pero tampoco me arrepentí de la decisión. Hice lo correcto.
—¿Y no quisiste ser otra cosa?
—Bueno… sí… he pensado que pude ser secretaria o contadora, o mejor madre de lo que he sido… Muchas veces se vienen esas preguntas existenciales poco antes de salir al escenario…
—Entonces no estudiaste actuación ni artes….
—No en lo formal pero he estado en muchos talleres. Guido Navarro me dio muchas herramientas para usar el cuerpo, la voz, la mente. Bonelli, Guarderas, en fin, el público. El público finalmente es el que te enseña. Te vuelves un espejo del público. Tienes un compromiso con ellos. Y una vocación.
—¿Cómo llevas la crítica?
—Bien, pero entiendo que es complicado. No hay escuela de apreciación estética en el país. Creo que los periodistas y los críticos tienen la obligación de construir un público, de ayudar a que la gente consuma lo mejor de su arte, de su cultura. En países donde funciona la prensa y funciona la crítica hay un mejor público, un público más exigente, que no come cuento. Aunque sí… sé de las susceptibilidades de los artistas ecuatorianos… La prensa ayuda a la comprensión del rol del artista en la sociedad.
—Donde estás más cómoda, ¿en la tragedia o en la comedia?
—¡Me fascina la tragedia!, soy gritona, llorona, dramática… en lugar de cortarme las venas las dejaría para verlas crecer… creo que la tragedia es la mitad del camino de la comedia. Todos los personajes cómicos tienen una carga de tragedia muy fuerte, sin ella, sería solo el vacío. Las dos caras de la moneda. La tragedia como herramienta del dolor.
—¿Te identificas con tus personajes? ¿Ellos se apoderan de ti? ¿Sueñas con ellos o como ellos?
—Todos los personajes que he interpretado han sido un poco yo. No hay distanciamiento… somos un universo tan amplio que es como si tuviéramos cada uno dentro vidas infinitas, imaginación sin límites.
La Mona, de las Marujitas, sueña… sueña en los muebles franceses de su abuelita.. En serio, ella sueña dentro de mis sueños, se apodera y cree que es de una amplia cultura.
—A propósito de Las Marujas… cumplen veintiséis años. ¿Cómo lo llevan?
—Estupendamente bien. Las Marujas han durado más que un matrimonio. Creo que mucho más… hemos sobrevivido a muchas cosas, somos un equipo, nuestro trabajo ha sido el resultado de un montón de esfuerzos, de ilusiones, de construcción permanente de personajes. Ahora hemos estado haciendo funciones, a pesar de que la una tiene un montón de proyectos, la otra se rompió la pata y la otra termina las quimios… Nos llevamos bien. A veces peleamos, claro, discutimos o tenemos malentendidos, pero al subir al escenario nuestras pobrezas y miserias humanas se quedan a un lado y somos grandes. Estar juntas y hacer cada función es magia.
—¿A qué le atribuyes el éxito cuando apenas montaban La Marujita se ha muerto con leucemia?
—Realmente fue algo que nos sorprendió a todos en ese momento. Nunca nos planteamos que el público fuera a aceptar nuestro trabajo como aceptó a Las Marujas. Cuando se volcó a la platea para nosotros fue sorprendente. No habíamos visto que un espectáculo teatral ecuatoriano estimule a que el público vaya masivamente como fue con La Marujita se ha muerto con leucemia. Recuerdo que planteamos una temporada de tres semanas y siempre estuvo lleno. Hicimos dos semanas más y el público seguía llegando y seguíamos haciendo funciones, al punto que hicimos una temporada permanente. Creo que cambió, de alguna manera, la historia de las tablas, si no la historia del espectador ecuatoriano. Creo que en el teatro ecuatoriano se puede hablar de un antes y un después de La Marujita se ha muerto con leucemia…
—Sorprendente pero… ¿por qué?, ¿por qué fue tan exitosa?
—Creo que tuvimos la suerte de que nos haya dirigido Guido Navarro que venía de Italia, con propuestas frescas, novedosas para el teatro ecuatoriano de entonces. Él venía con técnicas que hicieron posible recrear los personajes locales creados por Luis Miguel Campos. A mi modo de ver, se juntaron estas dos genialidades: la de Guido Navarro en la dirección y la pluma de Luis Miguel Campos, logrando una fórmula única. Guido Navarro intuía que la obra iba a ser exitosa. Guido nos repetía que el público se iba a reflejar en las tablas.
—¿Y ustedes, las actrices?
Nosotras intentábamos hacer una obra más y persistir en nuestra necedad de ser actrices. Persistir. Eso es lo que hemos hecho en estos casi veintiséis años. Trabajamos en cómo conectarse con el público, cómo perfeccionar los personajes planteados. Fuimos construyendo un público.
—Se piensa que la comedia ha sido un género fácil en el teatro ecuatoriano…
—Nunca le pusimos a la obra en el casillero de comedia. Nunca la hemos anunciado como comedia. Usamos un término que era nuevo en ese momento: el juguete escénico. La obra ha tenido una particularidad: la protagonista no están en escena: se ha muerto con leucemia… La Marujita no está en la obra. No creo que entremos dentro de la rama comedia y pensar que la obra está dentro de comedia del arte sería un atrevimiento. Creo que es una obra de un humor particular nuestro y con nuestro lenguaje local. A eso se le suma la mezcla de técnicas a la hora de trabajar los personajes. Por otro lado, hay mucha teoría en torno a la puesta en escena que hemos hecho todo este tiempo. Todo el tiempo nos preguntamos qué hacemos y cómo seguimos construyendo nuestro quehacer. Desde el punto de vista teatral no creo que hagamos comedia. No es comedia desde los personajes. Es otro estilo que se volvió muy ecuatoriano. Lo asombroso de las Marujas, y no ha sido fácil, es que el público se identifique con los personajes y que de alguna manera se ve reflejado en la obra. Ese es uno de los éxitos de la propuesta.
—¿No hay una tendencia a pretender que el público ría con base de un humor fácil?
—Creo que esa tendencia hay en el teatro ecuatoriano y latinoamericano desde tiempos inmemoriales. Es decir, las comedias burdas abundan en el teatro y más en la televisión, y creo que han existido desde siempre. Creo que el público ecuatoriano sí es exigente y no come cualquier cosa.
—¿Qué pasaba y qué pasa hoy con las salas de teatro?
—Hoy hay muchos más espacios escénicos independientes y una red de espacios independientes que, con políticas conjuntas, son bastante sanas para el quehacer teatral ecuatoriano. Creo que, al no poder agremiarnos como actores y actrices de teatro, de cine y de TV, de forma eficiente, que nos represente, que nos cuide y auspicie nuestro trabajo, hemos tenido más dificultades. Sin embargo, la red de salas ha sido factible. Seguimos siendo actores y grupos aislados del teatro que nos juntamos alrededor de los espacios en los que podemos montar nuestras obras. Como no hemos podido lograr un tipo de agremiación al menos hemos logrado eso. Los espacios independientes siguen siendo fruto de una gestión muy fuerte y luchadora de parte de quienes sostienen estos espacios. No hay auspicios del Estado, no hay auspicios de organismos de ningún tipo ni de gobiernos locales, no hay partidas presupuestarias para las artes escénicas. Es una gestión independiente, pues no estamos dentro de ninguna política cultural. A diferencia de otros países que creen que la cultura es un centro de desarrollo de industria y de progreso, acá no hemos creído en ello.
—¿Y los espacios públicos? ¿Y los fondos concursables?
—Las salas públicas están siendo administradas con criterios del administrador de turno y no son espacios de fácil acceso para los grupos independientes. Estamos siendo programados y filtrados, de preferencia por sus propias producciones o producciones extranjeras. Me da la sensación de que, cuando algunos administradores estaban aprendiendo a ser administradores de espacios públicos, seguramente se preparaban para hacerlo técnicamente bien, y hacíamos temporadas en teatros públicos y asistía gente de todas las clases sociales y todas las economías al espacio al cual tenía acceso. Desde el palco principal hasta el último de la galería tenía acceso al teatro. Y eso se queda en nuestra historia, aunque se sienta ahora que de alguna manera que no hay una legitimidad de ocupar esos espacios. Hay muchas contradicciones en los manejos de las salas con administración pública y de los fondos concursables. No hay que confundir fondos con políticas. En un momento había fondos pero seguimos sin políticas.
—Sabemos que los artistas son víctimas de la llamada tercerización laboral…
—Pues sí. Hay cantidad de empresas que se llaman productoras, coordinadoras, que son las que contratan a los artistas. Es decir, el Estado contrata a una empresa para que haga sus eventos y contrate a los grupos porque el Estado (y no me refiero a las entidades del Gobierno central sino también a las de los distintos municipios del país) no puede, o aparentemente no puede, contratar directamente o por concurso a los artistas. Entonces hay grupos que son llamados y otros que no. Y hay grupos que no quieren dar su imagen y prestar su imagen a la promoción del Estado. El Estado es un competidor muy fuerte del quehacer independiente. Esto de contratar a los artistas para subirlos a los escenarios del poder es muy debatido.
—Debatido, ¿en serio? ¿O los artistas se han acomodado?
—Hay mucha discusión sobre ese tema. En los espacios escénicos es un tema ético, político y de reflexión. La gente, por un lado, necesita comer y, por otro lado, necesita decir lo que tiene que decir, tener una opinión, una posición, la libertad para hablar de lo que cree. Creo que es muy difícil para un actor o actriz hacer un oficio totalmente independiente con sus criterios éticos de por medio, respetados a rajatabla. Somos vulnerables ante la estructura del poder. Nos estamos protegiendo con razonamientos, reflexiones y ese es, por ejemplo, un quehacer de la red de artes escénicas. En las reuniones a las que he asistido la reflexión del artista al frente del poder es una cosa de continua discusión.
—¿Cómo es la situación laboral del trabajador del teatro?
—Es un sector invisible en el sentido laboral, no hay leyes que nos protejan. No tenemos patrono, fomento, seguro social, no estamos afiliados ni tenemos garantías en nuestra salud… somos inexistentes desde el punto de vista social. Es una supervivencia casi ilícita la que nos toca hacer. Presentamos factura, pagamos nuestros impuestos como cualquier otro ciudadano, pero no recibimos nada como sector social. La sociedad misma, la industria, los empresarios del país no tienen conciencia de nuestra tarea y de nuestros derechos. La concepción del mecenazgo no existe.
—¿Por qué ha tenido el teatro tanta dificultad de agremiarse?
—Creo que es una herencia que hemos de cargar por generaciones. Hemos estado en reuniones eternas, pero no hay resultados por falta de una estructuración profesional y técnica. Hace muchos años fui a un encuentro de mujeres del teatro en Paraguay alrededor del trabajo y del género. La Federación Nacional de Artistas del Ecuador (Fenarpre) me escogió a dedo y me sorprendió. Y fui. Tenía que llevar una ponencia sobre la agremiación, y era la cerrazón de los grupos y no se sentían copartícipes de un estrato o grupo social, parte de la sociedad necesaria para la vida de los ciudadanos. Falta de conciencia interna de qué representamos, qué somos y qué derechos tenemos. No hay norma, no hay ley. Años de años nos mantienen en esa permanente espera de cómo nos vamos a agremiar, de cómo estructurarnos. Y todos los esfuerzos aislados han sido ineficientes. Estamos divididos y de una manera poderosa, porque esta fragmentación nos vuelve débiles política y socialmente. Si hay la asociación de trabajadoras sexuales o la asociación de artesanos de cualquier oficio con derechos y obligaciones, eso no existe en el plano artístico, ni los actores, bailarines o directores, ni los artistas plásticos.
—¿Es posible vivir del teatro?
—Sí es posible. Con muchas dificultades pero es posible. Lo que te garantiza vivir del teatro es tener buenas obras. La calidad de lo que presentas, el lenguaje, te permite vivir del teatro. He vivido del teatro y solo se puede hacerlo si tienes buenas obras. Pero es posible. Todo es posible.
—¿Y el cine? ¿Cómo han sido tus incursiones en el cine?
—Creo que el cine en el Ecuador es todavía un sueño por realizarse. He participado en esa construcción que es el cine en distintas cintas. Los cineastas se están formando. Hasta hace muy pocos años eran realizaciones aisladas y hoy se ha dado mucho énfasis a todo lo audiovisual. He tenido la suerte de participar en distintas producciones audiovisuales, en documentales, en argumentales, cortometrajes, mediometrajes. El cine es un proceso de aprendizaje. He trabajado mucho con los estudiantes de Incine, me he sentido corresponsable de su carrera. Necesitaban de actores y actrices profesionales para sus realizaciones y su proceso académico. Entonces lo hice como un compromiso ético y lo seguiré haciendo. He participado de varias producciones y creo que ha sido un privilegio contribuir a ese nacimiento del cine. Participé en Mono con gallinas, del director Alfredo León León y fue un privilegio. Creo que el prestigio de Alfredo y lo que tiene por delante es maravilloso. Eso les está sucediendo a muchos otros cineastas jóvenes que están consiguiendo premios reconocimientos. Otra película que fue una aventura y toda una experiencia fue Un titán en el ring, tuve el honor de trabajar con Viviana Cordero y su equipo. He tenido suerte en pequeñas y grandes participaciones en el cine. Lo que siempre falta en el cine es tiempo de ensayo para la realización actoral. Pero he disfrutado como actriz, como persona: el cine ha sido un aprendizaje.
—¿Qué diferencia hay entre esos dos lenguajes?
—Tengo la impresión de que en el cine siempre es todo precipitado y es como lanzarse al vacío. Eso porque no tienes todas las herramientas que te gustaría tener (y que las tengo en el teatro). Siempre tengo la sensación de que se puede hacer más para lograr personajes de calidad. Entonces, digamos que el cine es un sueño realizable todavía, mientras se pueda actuar y aprender.
—¿Cuántas versiones de Las Marujitas hay?
—No son versiones sino distintas obras. Una, la escrita por Luis Miguel Campos y con la que inició este periplo y que se llamó La Marujita se ha muerto con leucemia. Ahora estamos con Las Marujas entre memorias y efemérides. Las Marujas han cambiado, crecido, envejecido, apostado por el arte independiente y por lo ecuatoriano, con casi 300 entremeses para teatro y cuatro obras mayores, además de programas de radio y televisión, spots y campañas para la educación ciudadana… Doña Aurelia, doña Cleta, doña Encarna, la costeña, la cuencana y la quiteña, son una institución.
—¿Cuáles son los roles de las Marujas en cada puesta en escena?
—Como digo, somos equipo. A veces una de nosotras escribe para el personaje de otra, la dramaturgia para los personajes. A veces dirijo yo, Elena Torres se encarga de los objetos escénicos, Juana Guarderas siempre da las propuestas en medio de la puesta en escena, sobre la marcha. Somos cómplices, nos reímos… todo ha valido la pena. ¡Pensar que algún momento creí que no nos íbamos a volver a ver!
—¿Por la enfermedad?
—Sí… la enfermedad, el cáncer. Me dijeron que no tenía mucho tiempo. Y aquí estoy.
—¿Te molesta hablar de eso?
—No. La enfermedad también es una oportunidad, una oportunidad de valorar lo que tienes, el amor de la gente que te rodea, la vida. Yo solo siento gratitud por eso. Cuando me dijeron que tenía cáncer me dijeron que tenía, además, muy poco tiempo. Eso fue en 2013 y comprendí que tenía una oportunidad. Tenía en mi cuenta 303 dólares… no me voy a olvidar de eso… y la salud y los tratamientos cuestan y, aunque te digan que no es una enfermedad catastrófica, lo es: con los estragos de la quimioterapia no puedes trabajar, así que te quedas sin trabajo, sin ingresos y con las cuentas por pagar. Tanto amor de tanta gente me ayudó: hubo de todo, gente que me ayudó, gente a la que no conocí que depositó dinero para ayudarme, mi madre que me daba de comer en la boca, mi padre que se acostó junto a mí y me contó su historia y la de mis abuelos, mis hermanas se volvieron las “superpoderosas”, mis amigas me acompañaron… es decir que en esa obra tuve teatro lleno.
—¿Y el miedo?
—No es miedo el sentimiento. Miedo, pánico escénico, es lo que he tenido hace unos días, pero es producto de la medicación… Digamos que sí, que hay un miedo existencial, pero que a la vez sabes que tienes un regalo: el tiempo, un tiempo más para aprovechar la vida a todo lo que se pueda dar. Menos mal no tengo apegos ni necesidad de acumulación, pero igual, lo primero que pensé es en no dejar problemas a nadie. Creo que me curaron las quimios y todo lo demás: creí en todo lo que la gente que me quiere me recetó: desde guanábana hasta velas milagrosas, energías, oraciones, rezos de toda clase a santos de todas partes, pero sobre todo me curaron el amor y la solidaridad. Y el tener un centro sano, que creo que lo tengo.
—¿Dónde estaban tus pensamientos en esos momentos?
—En mi hija y en mis padres. La condición de madre adquiere una enorme trascendencia. Paloma tiene veintiséis años y creo que los hijos no dejan nunca de ser esa ternura y fragilidad con la que vienen al mundo. De acuerdo a la ley de la vida, yo debería enterrar a mis padres y mi hija a mí. Uno piensa en esos momentos en quienes quedan, no tanto en uno. La quimio te deja frágil, hipersensible, no puedes trabajar ni pensar. No quería darles a mis padres el dolor de la muerte. Mi viejo murió hace un mes… y Paloma… está volando por el mundo que es lo que debe hacer, así que de alguna manera la ley de la vida se ha respetado. A la vida hay que sacarle el jugo. Y solo puedo estar agradecida por eso.