Max I. Vega








Alas cetrinas


I        
          El zorzal extendió sus alas y emprendió el vuelo. El día estaba naciendo. A una altura considerable, se empinó en dirección al Sur, abriéndose paso entre las nubes.
          Hará muy poco que abandonó el nido iniciando su recorrido migratorio, desde el Río Mississippi hasta el territorio del Maman Yachay Muray, poderosa región del Abya yala. Volaba alto y veloz, ayudándose con la dirección del viento proveniente del Norte. Cuando menguaba el soplido, con su aleteo, pronto recobraba rapidez. Era un zorzal de superior porte al común de su especie, casi media vara de longitud; macho, con un amplio abazón blanco, de pico amarillento y puntiagudo, negras plumas con ribetes esmeralda, ojos negros como el ónix y alas cetrinas.

II
          Debe llegar pronto a su destino. El resplandor de la mañana lo sobrecoge. En su trajinar, percibe el estallido de una nueva guerra. Los huari han emprendido la marcha hacia la conquista de la civilización Tiahuanaco. Desde tiempos milenarios se cree que la llegada de un zorzal es el vaticinio de la guerra. Es posible que su traslado lo arribe antes que los huari y los tiahuanacos sean advertidos.
          Su velocidad no se remansa, ya se ha mimetizado con el aire por lo que pronto llegará al Sur para advertir el inminente ataque. La tierra ha dejado de cobrar importancia para convertirse en una lejana idea. Un poderoso viento, casi un huracán, pasó junto a él desestabilizándolo, pero no siente temor. Tunica, Sumo Hacedor del volcán, del rayo y de las aguas, guarda y guía su camino.
          A lo lejos, atisba la enorme mancha verde de un frondoso bosque. Empieza a descender disminuyendo la velocidad. Busca contacto con los árboles, confundir su plumaje en las hojas turquesas y llenar sus pulmones con la esencia más pura del ciprés. El bosque es majestuoso y parece no conocer final, lo cuida, lo protege del inclemente sol y le brinda oxígeno.
          El ave sabe que más allá de la floresta comienza la alta región montañosa de los Andes; su majestuosidad y espesor requieren que esté fuerte, descansado y nutrido. Desciende un poco para aterrizar en la maleza y buscar nueces, su único deleite. Una vez alimentado, prosigue el vuelo con la velocidad de una ráfaga; el sol lo orienta y Tunica lo vela. El zorzal no es capaz de escindir la mañana del medio día o la tarde, ni siquiera los días de las noches; para su concepción, el sol nunca deja de alumbrar su camino, la noche no existe. Aún más, tiene el poder de la longevidad.
          El frío se cuela por sus tarsos e irriga dentro de su plumaje. La montaña está cerca y, más allá, la niebla. Debe disminuir la velocidad y sentir con su pico la materia que lo envuelve. La niebla es espesa e infinita, pero el zorzal continúa indemne su viaje. Se encarga de aletear repetidas veces para así abrigarse y, en medio de la gris espesura, otea el nacimiento de una plataforma que conduce al interior del altiplano. Aspira el gélido aire y vuela en picada hacia el horizonte, como si fuese el único ser vivo en el mundo.

III     
          Su recorrido ya supera las siete mil ochocientas varas. El sol ya ha traspasado el meridiano. Siente que pronto llegará a su objetivo. Antes de arribar a la capital, Tiahuanaco, decide realizar un desvío hacia el Salar de Uyuni, milenario desierto de sal ubicado en el centro de la región altiplánica de la Cordillera de los Andes. El ave anhela percibir el sodio que emana de las rocas y de la arena salada. El frío le anuncia que su destino se aproxima y, a distancia, divisa una mancha blancuzca.
          El cielo ha adquirido un realce de tonalidad en cada uno de sus matices; de un intenso celeste, allá en el nivel más alto, pasando por el plateado espesor y luego níveo de las nubes, para luego llegar al más transparente azul, cuando está rozando la superficie. El andar del zorzal ahora es un delicado planeo, casi imperceptible, primero en circunferencias y, al llegar al corazón del desierto, en línea recta hacia el Norte.
          Tunica lo ha probado en su viaje y ahora lo recompensa con agua de lluvia, el sustento de la vida y la fertilidad. El salar de Uyuni es pequeño, apenas ochocientas varas que se encarga de recorrerlas parsimonioso e imperial. El manto blanco es absoluto, nada existe en el desierto que se diferencie en contornos, líneas o relieves, el fin o el principio podrían encontrarse en cualquier arenal y cautiva la intensidad de su blancura que, a lo lejos, parece un espejo infinito. Lo único que orienta al ave a su cometido es el rastro de sucesivos truenos dejado por mí, varias lunas atrás. Antes del límite levanta el vuelo, pone sus ojos de perla negra otra vez hacia el horizonte y vislumbra, en la profundidad, los cimientos de la civilización Tiahuanaco que, con su imponente arquitectura expansiva, parece multiplicarse.

IV
          Cercana la noche, la civilización se ve colosal y portentosa, pero sin vida. El zorzal desciende para contemplarla y comprobar esa sensación de inercia. Vuela suave y discreto. Las hojas de los árboles yacen en el mojado suelo. El hedor proveniente de incontables borregos y reces mutiladas cubre la Capital del Imperio y lo envuelve todo. Y, en el centro de la plaza de Tiahuanaco, cientos de restos humanos esparcidos. Tunica, la gran deidad de los báculos, así lo ha mandado; el fin de la civilización estaba escrito. El zorzal llegó ocho años tarde.
          El ave, desconcertada y abatida, quiso levantar el vuelo pero ya le fue imposible. De pronto, su envejecido cuerpo le anunció que los recorridos migratorios de su especie no tienen viaje de retorno y, al igual que el ciclo natural de la vida, su largo recorrido llegó a su fin, recorrido que vio transcurrir más de tres mil lunas, pero que el zorzal jamás pudo percibir.



Zeúd





Poetas marinos


"Mar oh mar!! Cada vez que flagelas con una de tus olas, hiriendo las arenas de mi playa, murmúrame al oído porqué lo haces"

Habitantes de los pueblos y de los campos
¿qué saben de lo profundo, bajo las espumas de nuestro océano?

Detrás de la orilla está el perenne ajetrear de las aguas, de la antiquísima vida, donde nunca existe la quietud, donde yace el vaivén omnipresente, donde el único tiempo es diminutos instantes, ahí, es donde se engendran las cosas vivas, gota a gota, pincelada a pincelada; donde navega el plancton, al propio ritmo de lo invisible, nadando en el vacío, y flotando en la tibieza

Animales del mar de millón medidas, criaturas que vienen de los principios, a su público los intrusos enséñenos, de sus formas, de sus estrategias y de sus colores, de su larguísimo cabalgar, de la razón de la evolución

Recién hoy podemos admirar su odisea, sus pieles que inspiraron al arco iris, de ustedes viene la música, la arquitectura y las cálidas maniobras de las musas de los dioses

Do, mi, sol, do, gimen las caracolas, mientras su propia sinfonía danzan delfines y ballenas

Que apacible es la brisa, de las ondas que producen los caballitos de mar con sus aletas transparentes, pipones a la deriva

Manta raya aletea aletea, porque si te cazan van a terminar con tu idea

Nada nada tiburón, para que nadie sepa de tu dolor, de tu memoria

¿Quién nos separó aquanautas, porqué ustedes agallas y yo ni alas?
¿Porqué ustedes escamas y yo ni letras?
¿Porqué ustedes agua y yo ni cielo?

Ustedes, si, ustedes con sus laberintos y vericuetos, sus nidos y sus paisajes

Humanos!!
Atrévanse a ser felices con los faunos submarinos, y respeten, respeten todo lo vivo







John Solis








Cuatro Maletas

Ulises tomó un taxi que lo llevó por anchas avenidas, por calles que le resultaron tan ajenas y distantes como las de un sueño. Aunque parecía otro lugar del mundo, la gente seguía agolpándose en los buses, las vendedoras ambulantes se mantenían vendiendo mote con chicharrón en las paradas. Los mendigos continuaban pidiendo caridad a los conductores; a los policías los llamaban todavía chapas.

Las luces y los semáforos habían proliferado como las escamas de un dragón luminoso recostado en medio de los Andes. En esa mini jungla de cemento y asfalto, resultaba paradójico recordar la casa de adobe y teja en la que transcurrió su infancia. Aún así, seguía empeñándose en detener el tiempo, en saborear la colada de habas con que lo esperaba su madre, en una mesa que ya no existía.

Trató de apartar la densa cortina del pasado para instalarse en la página más reciente de su vida, pero la memoria le dio un surdazo, llevándolo a rastras al aeropuerto, a Adriana, joven y delgada, a sus ojos como dos capulíes a los que ya no podían aferrarse las lágrimas. Vio entre sueños al pequeño Joaquín y sus cachetes de durazno. Sus ojos llorosos…“¿Cuándo vuelves papi…?”

“¿Le ayudo a bajar las maletas?”, lo despertó el taxista. Ulises sintió que lo mejor era meter el alma en el cuerpo e irrumpir en la vida de su familia del mismo modo en que se fue: tenue y distante, como un aguacero de páramo. Se le ocurrió que todos quedarían anonadados al verlo emerger de la nada, como a un muerto que se levanta del ataúd en su velorio. Recordó las cuatro maletas llenas de ropa, de regalos que traía, y le pidió al taxista que lo ayudara a colocarlas encima de la vereda.

Cuando quedó solo tras las rejas de la puerta de calle se detuvo a mirar, orgulloso, los detalles de las columnas, las cornisas, los geranios de las terrazas. Detrás de las cortinas floreadas, yacía la mayor fantasía de su vida: su familia en un sinfín de risas, compartiendo el desayuno y las historias de sus vidas.

“Esta debe ser la casa más linda del barrio”, pensó sonriente, mientras se despojaba de su bufanda con las siglas NY. La emoción de su agitado corazón le decía que cada perla de sudor valía oro, que sirvió romperse el lomo, limpiar lujosos retretes de porcelana, vidrios con reflejos inertes, lavar platos y automóviles, convertirse en genocida de millones de cucarachas o ratones en las casas de los gringos. Todo el esfuerzo valió la pena, se repitió, los dólares enviados habían sido bien invertidos en una casa maravillosa.

En esos momentos resultaba un sacrilegio, aún así recordó a Marilú, la diosa chicana con quien compartió los momentos más intensos de su vida en aquella ciudad descomunal y contaminada. A estas alturas debía estar maldiciéndolo por haberla dejado recostada en la penumbra del mini-aparment que compartían, oloroso siempre a frijoles y sardinas. Debía estarlo odiando por engañarla con ese “regreso enseguida mi vida, solo te voy a comprar tus chocolates favoritos”.

La última imagen que tenía de ella era su rostro tenuemente alumbrado por el reflejo multicolor de la televisión detenida en el último capítulo de CSI – Las Vegas. Apenas si escuchó el “no tardes mysweetlove”, que le contestó. Él simplemente la miró desde el quicio de la puerta como se ven las últimas cosas en la vida y se marchó.

En ese instante de confusión y reencuentro solamente lo llenaba el volver a sentir los pequeños brazos de Joaquín rodeándolo por el cuello. Estaba tan cerca de verlo de nuevo: los dos junto al aro de básket adosado en la pared del garaje, lanzando la pelota, tal como lo había soñado en los parques y patios de aquellos seres extraños con los que convivió tantos años, en medio de un jolgorio ajeno, artificial.

Al fin la espera terminó y la puerta se abrió. En el jardín, un niño con pijama a cuadritos jugaba con una pelota roja. Ulises se acercó sin hacer caso del golpe que le hincaba el estómago. “¡Hola Joaquín!”, susurró. El niño lo miró sorprendido.

“Señor, yo soy Robert”. La vocecita lo desvaneció por completo. No entendía porqué aquellos diminutos ojos lo hurgaban con desconfianza y sorpresa. Casi al instante se abrió la puerta e irrumpió desde el umbral una mujer delgada que se recogió el cabello cano. Ulises contempló abismado sus arrugas, sus descomunales ojeras que no apartaban un ápice su belleza.

Cuando sus miradas se cruzaron no pudieron evitar la estupefacción. “¡Adriana, volví!” Trocaron lágrimas, sollozos y silencios en el café de bienvenida. Se abrazaron con el supremo respeto que cabe entre dos desconocidos que alguna vez se entregaron con el alma. “Creo que es hora de que veas las cosas con claridad, Ulises. La casa para la que tanto dinero nos enviaste nos va a quedar gigante a los tres”, musitó la mujer. “Como ves, Joaquín se marchó dejándome al Robert… y Arguito, el perro, murió esperándote”.



Juan Carlos Cucalón





                                   Carne non sancta

Carne quemada es ofrenda y alimento, carne cruda es seducción es temptation. Cuando nos sentimos tentados la vida adquiere un matiz especial, prometedor.  La tentación, ¿produce aventura?  O, ¿es la aventura una tentación? 
Mi primer sacerdote fue un juego de tentación y aventura.  Una malcriadez diría mi abuela, un divertimento infantil, pervertida malicia, ¿tentaba yo al cura o el que estuviera allí para esa parroquia era suficiente incitación a pecar? Se me aparece la promesa del riesgo y el castigo; en el juego de la seducción, todos los jugadores usan la tentación como herramienta primordial. Hay que tentar al oponente, ¡como se le gana si no! A ver lo que recuerdo:
Yo cerraba la puerta de mi casa en san Marcos y me quedaban treinta y pocos minutos para llegar al edificio ministerial donde trabajé.  Por la Junín hasta la Flores, a la Espejo, zigzag, frente a San Agustín.  Aun me quedan diecialgo para una oración; pensando así, aquel día de octubre del ochenta y pico, entré por el baptisterio y, sin echarme la santiguada con agua bendita, me di de lleno con un curita nuevo que con los brazos en alto y acento de europeo en español invitaba a los pocos feligreses congregados esa mañana a que se abrazaran para desearse la Paz del Señor.
No pude pacificarme, seguí de largo y con  la solicitud de paz me fui al trabajo.  Pasé todo el día decidiendo su nacionalidad; ni griego, ni sueco menos portugués.  Resultaría luego francés.  A la mañana siguiente salí más temprano, tentadísima, de mi apartamento.  Al final de la segunda lectura, carta a los colosenses, El principio de todo, capítulo uno versículo quince.., Él es la imagen del Dios invisible.., en Él fueron creadas todas las cosas.., existe con anterioridad a todo.., en Él reside la plenitud.  El beso fue sobre el libro, Palabra de Dios, pero yo lo sentí, incluso tibio, Te alabamos señor, sobre mi mejilla.  La tentación en la forma de esos labios pulposos como una frutilla, sangre derramada por la paz.
Seguí yendo todos los días a tentarlo, a confundirlo, a hacerlo tartamudear y perder la marca de la hoja en el misal, a verlo ensudar el cáliz con sus manos temblantes, a señalarlo con la punta de mi lengua, a guiñarle un ojo,  a  enseñarle las uñas coloradísismas tamborileando sobre el filo del hilván de mi falda, a chuparme el índice, a mirarlo sufrir.  Nadie se quejó, cada quien atendía su propia tentación, no habíamos salvos; todos atrapados, todos esclavos. El nerviosismo del curita franco  me contuvo, durante semanas me dedique sólo a morbosearlo,  hasta que un día, a coste de llegar atrasada a timbrar la tarjeta de entrada,  me puse en fila para la comunión. 
Ardía Troya.., trastabilló cuando me vio en la hilera eucarística.  Lo vi hurgarse entre los bolsillos, cambiar de mano a mano el cáliz, seguir rebuscándose bajo los hábitos y la sotana, hasta que se quedó quieto y empezó, El cuerpo de Cristo, y, Amén, le fueron respondiendo hasta que llegó mi turno, entonces, veloz y seguro metió en el bolsillo de mi solapa una pelotita arrugada de papel, hizo el ademán de darme la hostia pero en mi lengua no se posó ni siquiera su tibio pulgar acólito.  Amen, dije y salí de la iglesia.
          Abrí la bolita una vez sentada frente a mi máquina olivetti de margarita electrónica.  La apreté de inmediato porque el subsecretario y su asistente me sorprendieron llegando demasiado temprano; luego del almuerzo, vuelve la zamba al baile, y yo a pintarme las uñas y al papelito arrugado.   Me llamo Maurice, te espero a las seis en la plaza grande.., en papel cuadriculado.
Misteriosa estas hoy, ¿en que andas? Preguntó la secretaria del ministro durante el almuerzo.  Mucha risita coqueta al aire, mucho pelo suelto, ¿se te ha hinchado el pecho, mijita?  Es que me he levantado un curita europeo, no podía contestarle, ni modo, Me levanté contenta, dije.  ¡Ah, buena noche!, con ceja levantada. ¡Que va!  Las cosas que se le ocurren, Piedacita.  Tuve un sueño bonito, me veía de chiquita, eso fue todo.   ¿Nada más?   Nada más, Piedacita, yo tuve una infancia bien linda, mentí.   Ha de ser, mijita, ha de ser.  Monjas de mierda, me dije para adentro.  Yo me vengaré de ellas en el Maurice.   ¿Fue por venganza?  ¿Fue por arrechera?  Esa tarde marqué tarjeta a las cuatro y cincuenta y regresé a la oficina a retocarme, a escarmenarme y enredarme el flequillo a lo Farrah Fawcett.  ¿Me quito el sostén? No, preferí abrirme la camisa hasta el tercer botón y amarrarme el pañolón a la cintura para que el escote se viera profundo y la cadera más pronunciada. Eso sí, me quité los zapatos  bajos y me puse los negros de charol con taco alto que guardo para cuando los jefes me invitan luego del trabajo.  Aun así al cura no le dio un infarto al verme, no. 
 Resultó francés, agustino, como correspondía; pero, estaba por regresar y  yo llevaba un mes haciéndole la broma y las morisquetas, el tendría el papel escrito desde hacía días, hasta que por fin me puse a su alcance y me lo dio. Puntual me paré en el atrio de la catedral mirando hacia el palacio arzobispal, con vista de toda la plaza.  El me sorprendió por la espalda, Que pena haber perdido tanto tiempo, dijo.  Mejor tarde que nunca.
Vestido de cristiano casi no lo reconozco, la sotana, la casulla y la estola verde con lila le daban un aire bastante adulto.  Lo mire de arriba abajo y pensé que no había caso, el look de femme fatal estaba listo y nada lo desbarataría.  Seguro que es menor que yo, pero no, tenía veintiocho como yo.   Zapatos azules de cuero griego, jean oscuro, un saco de pana prusia con coderas de cuero negro sobre una camiseta de cuello muy ajustada de color lavanda y un  pañuelo burdeos anudado bajo la barbilla.
La estampa resultaba llamativa caminando por el centro:  típica mona zorra burócrata que acaba de levantarse un turista muy fashion; o, la loca cajera del  Pichincha con su amiguito gay van a tomarse un trago.  Entramos a un bar, llamamos la atención y reconocí algunas miradas, me hice la loca.     No tuve prejuicio sobre su atuendo europeo que en el Ecuador de los ochenta lucía pura mariconada vivita, porque sus ojos decían todo lo que yo necesitaba, él no hablaba, la catarnica fui yo.    Su mirada milimétrica me tasaba, entraba y salía de entre mis tetas, sondeaba en espirales mis pecas, se humedecían  sus dedos recorriendo el dorso de mis manos,  destellaba todo él al pasar la punta de mi lengua sobre los incisivos, entonces el reía y sus ojos se pintaban un tono más profundo que sus jeans reflejando el lila claro de su camiseta, me recordaba a Alain Delon aunque no se le parecía.   Ni para qué decirlo, me tenía mojadita, mojadita. 
          Te parece si pido la adición, me calló. Asentí, y llegó la cuenta que pagué yo, resarciendo la canasta de la limosna que nunca cebé.  A tu apartamento, decidió.  Y sí, no me expondría entrando a un hotelucho.  En la vía nos fuimos calentando.  Subimos casi corriendo y  me lanzó sobre el sofá y allí me desnudó presto, como se bendice un denario, una estampa de comunión.  Ni alcancé a desanudarle el pañuelo y el ya me estaba volteando para lamerme la espalda mientras magreaba mis nalgas.  Un experto.
¿Vamos al dormitorio? y, terminando de desnudarse frente a mí me dijo que no,  Las camas no me excitan. Me levantó en sus brazos de abundante vello oscuro y piel blanquísima, me extendió como ofrenda eucarística sobre la mesa de comedor.  Eres mi cordero, eres carne y sacrificio...  Me sentí pura y bandida, en sus manos diestras fui cáliz y oblea.  Mis pezones se hicieron hostias rosadas en sus labios, mi carne era masa, era trigo, era pan.  Ombligo urna sacramental, derramé leche y miel que se hizo vino para que Maurice bebiera y me consagrara.  El rito me volvía loca, junte mis rodillas atrapando su rostro entre mis humedades, su lengua batía in excelsis deo.  Fui saciada hasta la hartura y cuando me vio ovillada, hecha una caracola sobre mi misma, tocó mi nuca con su báculo carnal y me mojó de sí.
 La tentación voló en busca de otras loas, nuevas alabanzas, y me dejó maculada carne non sancta.





Gloria Narváez








Sórdida imaginación


Y su aroma permanece
todavía en mi piel
refugiado en mis confines

encriptado en mi bitácora de desvaríos
envuelto en tibiezas de deseos

esperando la caída de la noche
para romper la línea de los sentidos

Y mi aroma
al amparo de la noche
asecha sus gemidos...


Javier Lara Santos



Resultado de imagen para el desierto


Herencia


Y huirás de las tierras altas, y fundarás lo que ningún dios te otorgó, y te harás viejo como todo niño muerto en las puertas justas de la vida, y contemplarás como un condenado, el olvido y su país de polvo, y sospecharás el atentado inútil del amor sobre los templos del vacío, y gritarás en voz baja, la errancia intocable, la flecha pura del primer árbol que jamás vuelve, y reirás desnudo en tu propio cuerpo, de los dioses de la luz y de la sombra, y te irás sobre la tierra, como quien brilla, fugaz, en el imperio de la niebla.   


Alejandra Martínez






Última voluntad

Regresa con los pies descalzos y sucios, la cara mugrosa, el cuerpo sudado y hambriento. Sus uñas han rasguñado y sangrado, locas por escapar de su encierro. Manos recias, hombre recio. Sus piernas tiemblan luego del escape de su tumba prematura. Su cuerpo se negó a seguir muerto. Cuerpo terco, hombre terco.
Ayer sus parientes lo desconectaron de los aparatos que le mantenían con vida y lo sepultaron.
En este momento él llega a su casa, entra sin ser notado y se encierra en su cuarto. Recostado en su cama, suspira descansado, y con su arma en la mano, dice: “¡Acaso que es cuando ellos quieren!”
Entonces, dispara.

Alejandra Martínez

          



ELLITOS

Ellitos” era la palabra con la que se referían las maestras a los gemelos de la guardería. La palabreja llevaba una carga irónica y los ojos hacia el cielo, pidiendo paciencia. Ellos eran los primeros en desarmar rompecabezas y legos, y los últimos en armarlos; siempre estaban hablando en clave; escupían en su comida cuando ya no la querían, y nadie se atrevía a obligarles a terminar de comer. Reían, escandalosamente, hasta el filo del desasosiego ajeno y casi nunca hacían caso a la primera orden.
Cuando Vanessa, la nueva auxiliar, llegó a su cuidado (con el típico ñeque y las ganas de marcar la diferencia, recordarle a las demás maestras que el cuidado de los cinco primeros años de vida son primordiales para el desarrollo del ser humano integral del futuro, y movidas motivacionales, que guardaba en la memoria de los discursos de recién graduada), le molestó la manera en la que las compañeras se referían a estos niños. Llevaba dos días en el lugar apenas, y notó que su complicidad llegaba más allá de lo que se podía notar a simple vista...
Cuando desarmaban los juegos, los demás niños corrían compulsivamente a poner todo en orden, pues ellos les decían, muy en privado: “el que termina al último se come la sopa de mi ñaño”. Si uno se agachaba, el otro saltaba desde cualquier rincón del salón a nalguearlo con frenesí. En los recreos pasaban secreteándose, como si nunca tuvieran tiempo de conversar; las profesoras a cargo intentaron muchas veces hacer que jueguen más tiempo con otros niños, pero para ellos los demás eran herramientas para usar y guardar. La nueva los miraba con más curiosidad que ternura, y un día se acercó a ellos y los escuchó un momento, agazapada entre las llantas colgantes del patio. Hablaban de esto y aquello, concentrados y dispersos a la vez. En un momento de silencio, se acercó y les preguntó (solo por hacer conversa): “¿Ustedes se quieren mucho, verdad?”, a lo que ellos respondieron, topándose las lenguas entre ellos: “Sí, es que mi ñañito tiene buen sabor”, dijo el uno. “Sabe a mí”, dijo el otro.
Ella no supo reaccionar, intentó evitarlo, pero sintió cómo su rostro cambiaba el gesto, y apenas movió la boca. “¡Ah! ¿Sí?”. Y ellos volvieron a juntar sus lenguas, entre risas, esta vez, moviéndolas, juguetonas.
Sonó la campana y cada quien volvió a lo suyo.
Vanessa comprendió pronto que para siquiera entender lo que había pasado en ese minuto, tendría que volver a clases y poner más atención; hacer más preguntas, conversar con la familia y descubrir patrones de conducta; investigar traumas de la primera infancia, y no sé qué más trámites con las compañeras y los trabajadores sociales del lugar, del distrito, de la zona.
La directora la interceptó en la entrada y preguntó dónde había estado. “Con ellitos”, contestó, y entró a su nueva rutina.


Jacquie Caicedo








Cuando termine
el verano
te soñaré



La luna roja
despacio
sobre mi cabeza



En tu rostro
luminoso
desaparezco



La lluvia y el viento
ya no pronuncian
tu nombre



nube y olvido
parezco



Perplejas las nubes
de horizonte
atardecen



Caminando despacio
rozo
tus huellas



Deambulo
recuerdos
Mis labios callo



  
Parpadeo
La luz
se oculta




May Lana








El hospital psiquiátrico

Los pasillos murmullan tristezas y dolores
yo me juego la vida con la muerte;
ellas duermen mi alma y mi mente, con alimento nauseabundo y medicina para la locura.

Una anciana se masturba en la hora de visitas,
el paralítico que la contempla, no puede tener una erección
las enfermeras los miran con morbo.

Al ingresar, me quitaron los cordones de los zapatos, mi libreta y mi pluma,
me habría ahorcado con los cordones,
escrito poesía lúgubre para resistir con mi pluma.

Añoro volver a las calaveras de mi cuarto que por las noches me hablan
pensar tanto en la muerte, me convierte y trastoca –en poesía pura-

Tengo tantas formas de suicidarme estando viva y continúo:

Escribiendo, escribiendo, escribiendo…

 –No tienes salida-

Muérete sucia ramera y ya no escribas, ora mucho, ora pronto:

Se acerca tu hora ¡perra pecadora! ¡perra ardiente!
eres perra y por eso haces arte – muérete-


Los espectros

Un extraño me habla por las noches
su voz irrumpe en medio del sonido de la muerte.

Me encuentra casi siempre insomne a las tres;
intentando recoger los malos pasos de mi conciencia.

Detrás de la cerradura de metal y de mi mente
suena un violín y canta.

Y las arterias se estremecen, la soledad no duele.

Golpea mi conciencia y me deshereda
me despoja, se va y se queda.

Todo lo persigue, muy de madrugada.

Las mariposas hambrientas de mi corazón
a veces comen un poquito de su mano;

Algunas enferman y mueren -las lloro-
otras se encarnan en ideas -las escribo-



Wilson Burbano del Hierro



Siluetas de los caballos salvajes



ENTRE LA NIEBLA DE UN MEDIO DÍA


Corrían nubes bajas por el centro de Quito aquel invierno de 1953 y El Faquir había retornado silencioso, quizás en una de esas nubes, desde Caracas. Nadie lo vio, todos lo pensaban allá, sanando profundas humedades óseas bajo el sol generoso del Caribe. El país marchaba con el tercer velasquismo, positivo para construir vías y centros educativos; negativo para la libertad de prensa y las voces opositoras…cualquiera que lo criticara desde adentro era despedido en un santiamén.

Aquel medio día con el sol atrapado en las quebradas del Pichincha, César visitó la pequeña oficina jurídica de mi padre en el edifico Gran Pasaje de la calle García Moreno: esa lengua larga de piedra, enlutada por las siete cruces, donde funcionaba  la Casona Universitaria y en la que todavía se esparce por toda una cuadra la osamenta del Palacio de Carondelet, frente a la Plaza Grande, cuyos floripondios adormecen los dolores de la historia. El Faquir lucía reseco y su traje, dos tallas mayores, se bamboleaba bajando las gradas del Gran Pasaje como una bandera caída. La niebla del camino iba tatuada en los gruesos espejuelos,  donde su mirada  nocturna se perdía  cada vez más dentro de sí. Avanzaban tomados del brazo, como de costumbre, en los esporádicos y prolongados encuentros; César tambaleaba un poco porque no había dormido, quién sabe cuántas noches con el mismo insomnio que desataba en sus cantos de centrípetas y centrífugas revelaciones. Iban rumbo al Madrilón para tomar un café con algo fuerte. En el interior del palacio, Velasco Ibarra remojaba su largo índice en el tintero, bocetando un nuevo discurso. El Faquir tosía y guardaba su flema en el pañuelo. La tos fue cortada por los gritos de un grupo de estudiantes, periodistas e intelectuales que venían desde el norte hacia Carondelet, celebrando el paro de los medios de información y exigiendo la libertad del secretario de la *SIP, Jorge Mantilla, recluido en el penal. Entre los manifestantes, César y mi padre descubrieron amigos comunes, escritores, poetas y algún pintor. Ambos se introdujeron en la marcha a saludarlos, imbuidos de solidaridad, el momento en que la caballería de policía arremetió contra todos. Ante el acoso y terror de ser aplastados por gigantescos corceles, los participantes se lanzaron en desbandada hacia la plaza, trepando las rocas y paredes de la catedral y refugiándose en  casas y patios del vecindario… Sobre el centro de  la calle de resbalosa piedra, César Dávila Andrade, acompañado de mi viejo, haciendo puños y confrontando la arremetida policial con sus troncos impulsados hacia adelante, detuvieron la avalancha represiva, provocando el relinchar de los caballos que levantaban sus patas delanteras, tratando de liberarse de sus jinetes… Es que la solidaridad tiene una alianza con los seres  de la naturaleza, más profunda que la militancia política.

*SIP: Secretaría Interamericana de Prensa