El caso es que nos salen caballos púrpuras cada vez que nos gritamos,
como les sucede a
todos.
Somos, como ustedes
saben,
una familia como
cualquiera que al llegar a casa echa agua y desinfectante en los baños
por si llegaran
amigos o parientes.
Otras veces llegamos
a oscuras y para ver la cerradura
y nos iluminan las
bengalas
que disparan los ángeles
que cuidan el portón y los almacenes.
Como en cualquier
portal ordinario de una casa común,
los caballos azulados
nos reciben resoplando
para comer el pasto amarillo
de nuestros bolsillos,
luego de cenar.
En la sobremesa nos
sangran los amores del día por las orejas,
Si hemos conseguido
alguno,
pero mamá nos tiene
prohibido escupir poemas románticos,
porque no les gusta a
los caballos vernos tristes
y a mamá
tampoco, porque le parece vano e inútil.
En tardes como esta, volvemos
cansados del parque,
como la gente normal,
y nos aseamos para
salir de nuevo y sacar muchas fotos
de hojas insignificantes
que crecen en enrejados, junto a los
mercados de legumbres,
en las aceras de los
cines
o en los bazares de telas.
Los caballos y yo
salimos cuando duermen los chicos, no lo niego,
a corretear y hacer
nuestras necesidades entre las líneas cebra
y los matices rojizos
de los semáforos,
solo en áreas
habilitadas para el efecto
por la administración
municipal
Pero al amanecer, el
galope de los caballos negros no hace
eco,
como en un día común de
cualquiera
y se estrella sin rebote
sobre las paredes de los garajes.
Más entrado el día,
subimos en buses
que no permiten
terrones de azúcar, lo cual es absurdo
porque es bien sabido
que los caballos gustan de paladearlos en la última fila
cuando nos siguen de camino
al trabajo.
Como buenos
ciudadanos, se las damos al bajar del autobús
y recogemos los
restos que puedan caer entre las piedras,
para que no se
alimenten las cucarachas,
que luego se hacen
plaga
y se meten bajo el
piso de las iglesias.
Y cuando nos agarra
la medianoche aún lejos de casa,
abrimos frascos de
luz, que compramos en el súper los martes
y alumbramos el lomo, las crines y los ijares,
para ver si se ha
desvaído algún color,
como les pasa a los
pelambres de los caballos viejos
y a los sillones a
los que les pega de lleno el sol.
Volvemos y entramos
apretados en el ducto de las gradas,
los caballos agotados
por la izquierda, adultos y niños junto a la pared,
tratando de no
molestar a los vecinos
ni a sus leopardos, que
son de pocas pulgas.
La manada va a su
patio,
blancos los lomos como
cada noche
y nosotros vamos a sentarnos frente a la tele
apagada,
para poder conversar
de gentes que aún no se han muerto,
o murmurar de los que
se deprimen en las fiestas de cumpleaños
y así vamos
conviviendo.
Los hijos los doman
con paciencia, cuando acaban los deberes, porque veces se encabritan y rompen
los juguetes a coces y se ponen verdes, pero se tranquilizan cuando les mostramos eclipses
de luna, en el discovery chanel
o películas de indios
navajos
galopando en las praderas
de Indiana.
Y les damos más
azúcar.
Esperamos con ansia
la navidad
por si alguien nos
regala alas en desuso, no importa si son de pegaso,
grifo o avestruz
o de potros crecidos
o corceles cuyos dueños les han comprado otras
pero nos abatimos
cuando llegan camisetas estampadas y lociones
o cinturones de cuero
para nosotros y nada para ellos.
Mi mujer teme, porque
como trabajamos tanto y no hay tiempo,
nos ha crecido pasto
en la sala
y el clima no ayuda
y aunque casi no se
vienen los incendios por este barrio, a veces, como todos,
hago peligrar a los
caballos y a los niños,
porque me levanto despeinado
y envuelto en lenguas
de fuego.
Quito,
9 de agosto de 2015