Manuel Jiménez / Niños, la casa está infestada de caballos




El caso es que nos salen caballos púrpuras cada vez que nos gritamos,
como les sucede a todos.
Somos, como ustedes saben,  
una familia como cualquiera que al llegar a casa echa agua y desinfectante en los baños
por si llegaran amigos o parientes.
Otras veces llegamos a oscuras y para ver la cerradura
y nos iluminan las bengalas
que disparan los ángeles que cuidan el portón y los almacenes.

Como en cualquier portal ordinario de una casa común,
los caballos azulados nos reciben resoplando
para comer el pasto amarillo de nuestros bolsillos,
luego de cenar.

En la sobremesa nos sangran los amores del día por las orejas,
Si hemos conseguido alguno,
pero mamá nos tiene prohibido escupir poemas románticos,
porque no les gusta a los caballos vernos tristes
y a mamá tampoco,  porque le parece vano e inútil.

En tardes como esta, volvemos cansados del parque,
como la gente normal,
y nos aseamos para salir de nuevo y sacar muchas fotos
de hojas insignificantes que crecen en enrejados,  junto a los mercados de legumbres,  
en las aceras de los cines
 o en los bazares de telas.

Los caballos y yo salimos cuando duermen los chicos, no lo niego,
a corretear y hacer nuestras necesidades entre las líneas cebra
y los matices rojizos de los semáforos,
solo en áreas habilitadas para el efecto
por la administración municipal

Pero al amanecer, el galope de los caballos  negros no hace eco,
como en un día común de cualquiera
y se estrella sin rebote sobre las paredes de los garajes.
Más entrado el día, subimos en buses
que no permiten terrones de azúcar, lo cual es absurdo
porque es bien sabido que los caballos gustan de paladearlos en la última fila
cuando nos siguen de camino al trabajo.

Como buenos ciudadanos, se las damos al bajar del autobús
y recogemos los restos que puedan caer entre las piedras,
para que no se alimenten las cucarachas,
que luego se hacen plaga
y se meten bajo el piso de las iglesias.

Y cuando nos agarra la medianoche aún lejos de casa,
abrimos frascos de luz, que compramos en el súper los martes
 y alumbramos el lomo, las crines y los ijares,
para ver si se ha desvaído algún color,
como les pasa a los pelambres de los caballos viejos
y a los sillones a los que les pega de lleno el sol.

Volvemos y entramos apretados en el ducto de las gradas,
los caballos agotados por la izquierda, adultos y niños junto a la pared,
tratando de no molestar a los vecinos
ni a sus leopardos, que son de pocas pulgas.

La manada va a su patio,
blancos los lomos como cada noche
 y nosotros vamos a sentarnos frente a la tele apagada,
para poder conversar de gentes que aún no se han muerto,
o murmurar de los que se deprimen en las fiestas de cumpleaños
y así vamos conviviendo.

Los hijos los doman con paciencia, cuando acaban los deberes, porque veces se encabritan y rompen los juguetes a coces y se ponen verdes,  pero se tranquilizan cuando les mostramos eclipses de luna, en el discovery chanel
o películas de indios navajos
galopando en las praderas de Indiana.


Y les damos más azúcar.


Esperamos con ansia la navidad
por si alguien nos regala alas en desuso, no importa si son de pegaso,
grifo o avestruz
o de potros crecidos o  corceles cuyos dueños les han  comprado otras   
pero nos abatimos cuando llegan camisetas estampadas y lociones
o cinturones de cuero para nosotros y nada para ellos.

Mi mujer teme, porque como trabajamos tanto y no hay tiempo,
nos ha crecido pasto en la sala
y el clima no ayuda
y aunque casi no se vienen los incendios por este barrio, a veces, como todos,
hago peligrar a los caballos y a los niños,
porque me levanto despeinado
y envuelto en lenguas de fuego.


Quito, 9 de agosto de 2015