Lilia Lemos Játiva




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María y Magdalena


Al revés de lo que pudiera pensarse desde los buenos hábitos y mejores costumbres, ir de la casa al trabajo y enfrentar la rutina diaria con una dosis moderada de cannabis, le despierta una sensibilidad particular que le saca de la rutina. Todo o casi todo, que no es lo mismo pero es igual -como diría el poeta-, tiene un mensaje a descifrar.

Ya sea que vaya caminando o en el bus, las situaciones que se repiten con frecuencia resultan distintas, las mismas personas con quienes regularmente se cruza cobran otra dimensión, la música del bus es otra, ella es otra.  Los colores, los olores, los sonidos, las tensiones brotan como canguil reventado.

En ese micro mundo lo recurrente son las mujeres que deben sujetar a hijas e hijos para no tener que pagar más pasaje; el niño que mira la calle desde la ventana del bus mientras la madre, el padre y el espíritu santo miran sus respetivos teléfonos celulares; la música del bus que es disfrutada o sufrida, según sea el caso. Antes, después o durante, atravesar las calles con mirada de dragón en llamas para que no te pasen por encima; escapar de un chico en un taxi que no para; recibir la amenaza de un señor cualquiera por quién sabe qué; evitar de un salto el chofer que dobla sin direccional; putear en silencio a la gente que cruza el carril derecho para subirse al bus en el izquierdo. Mirar sin entender la cantidad de guardias para proteger y de guaguas desprotegidos en las calles.

En el macro mundo, Ecuador que después de matar ofrece un acuerdo que no llega, en Chile que ofrecen plebiscito después de matar y violar, Haití donde nadie ofrece nada, Uruguay que gira a la derecha. Más cerca, más lejos matanzas tras matanzas. Y quienes tenemos dos ojos seguimos viendo menos de aquellos a quienes dejaron tuertos.

Así, más o menos, llega por la mañana a la oficina. Se le va la vida durante el día. Y en la noche llega la casa donde le espera la soledad. En la oficina, frente a un computador, atiende los pedidos y despacha las órdenes de clientes que dejan cuantiosas sumas de dinero en cada transacción. No puede comentar sobre su trabajo ni con la vecina de la tienda, ni con los amigos que ya no tiene, ni con su madre muerta, ni con su padre desaparecido, ni con sus hermanos que dónde también estarán. De novio ni hablar. En su casa pelis, libros y música; sueños y pesadillas.

Una prostituta algunas veces le escucha quejarse de la venta de carne humana, pero no profundiza; ella, la prostituta, se siente ofendida sin muchos recursos a su alcance para entenderle y des-ofenderse porque le llega dado su oficio. Ante la falta de costumbre y oferta de prostitutos llegó semi vestida de hombre a Magdalena que, al verla mujer, entre desconcierto y admiración, sintió sobre todo alivio y curiosidad, a pesar de sus quejas.

Magdalena no tiene recursos para profundizar pero tiene un manantial inagotable de ternura y placer que generó en María más adicción que sus caladas cannabíticas matutinas, vespertinas y nocturnas. Así las cosas, pasadas algunas noches juntas y alguna salida al cine, llegaron al acuerdo de convivir los fines de semana, dormir en su cuarto o en el de ella, desayunar a la hora del almuerzo y almorzar a la hora del café, y no cuestionarse por lo que fuera de ese mundo propio, sucediera.

Ni el menor contacto entre semana. Era una condición que Magdalena debió aceptar, aunque no estaba de acuerdo y una vez más, no entendía por qué. Y María tampoco hizo mucho por explicarle. Pero desde las 8 de la mañana del sábado hasta las 8 de la noche del domingo se sentían tan libres que las restricciones de entre semana se las aguantaba con estoicismo y cannabis.

María, de lunes a viernes, seguía dando caladas a su pipa de piedra, atendiendo y despachando, de 8 de la mañana a 8 de la noche, a los clientes de su jefe con la discreción que le había hecho mantener su puesto de trabajo desde hace más de 8 años. Llegado el sábado, la cita a las 8am era con Magdalena.

Desayunaban lo que hubiera y llenaban una gran botella de agua del grifo para la caminata; de noche, para las cogidas. Por la boca y por la piel corría el agua. Las caminatas eran intensas, agarraban rumbo y era como si al final de ese camino llegarían al paraíso prometido y así mismo era; ya sea donde María o donde Magdalena, e incluso en otro cuarto cualquiera, llegada la noche se abría el paraíso. Sus cuerpos eran el universo y el más allá y el más acá, sus ojos eran el mar, los besos eran estrellas, su piel era el camino, el corazón la meta. La cabeza no estaba invitada, se quedaba a un ladito, desconectada.

Con menores recursos y menos práctica, la cabeza de Magdalena no lograba desconectarse del todo y hacía preguntas de tanto en tanto. María no le escuchaba. Entonces comenzó a hacerse preguntas a sí misma, buscaba respuestas que quizás resultaran innecesarias o perjudiciales, pero no podía hacer nada más que darles las vueltas a las dudas, a las interrogantes, a la alegría y al misterio que ella, vestida de hombre, había traído a su vida. Por qué no hablaba ella de su trabajo, porqué ni siquiera una llamada entre semana o al menos un mensaje, por qué no tenía ni quería Facebook, por qué no decía ni preguntaba nada de su familia o de sus amigos, por qué no le interesaba saber sobre su vida más allá del fin de semana y del trabajo al que se dedicaba y que fue en ejercicio del mismo que la conoció. Pero los últimos ocho meses habían sido los mejores de su vida, la tristeza se mantenía a raya, así que obligaba a su cabeza a no insistir ayudada por los libros, las películas, la música y el cannabis que habían llegado también a su vida de la misma mano, vestida también de hombre, sin esmalte y con cutícula.

El sábado 14 de febrero, María le esperaba en su cuarto. Cuando la escuchó llegar salió como siempre semi desnuda para meterla en la cama y terminar de despertarse a ese nuevo mundo juntas. Quitarle la ropa siempre resultaba tan fácil que sentir sus manos cubriendo sus senos, le previno. Tenía escrito a punta de navaja en el uno: el paraíso, y en el otro, no existe.

En un intento por comunicar a alguien su feliz situación actual, el chulo para el que Magdalena trabajaba desde que tenía 18 años le escribió para que su tonta cabeza no lo olvidara.

María, al lunes siguiente contrató los servicios de su jefe para que ubicara al chulo de Magdalena y lo convirtiera en algo más productivo.

El jefe le debía a ella todo o casi todo su dinero y su poder, a ella y su capacidad de desconectarse del mundo que le rodeaba, así que aceptó de buen agrado el nuevo trabajo encomendado por María y Magdalena.



Pepe Bernal





EXHUMACIONES

1
Los amigos, si bien no entendían que mierda pasaba, solo me dejaban ser... «A la verga, si el man es loco hay que dejarlo en paz», escuché alguna vez desde la sala. Yo tenía una misión sin norte, sin prisas y sin victoria en que soñar. Todo terminó un día en que al despertar ella me veía directo en los ojos, y solo dijo: «Quiero volver a casa, ¿me llevas?»
Jamás pensé, ni por un segundo, que este ser tuviese un hogar donde volver.
Le dije: «Claro, ¿dime dónde es?»
Me dio una dirección en San Rafael y salimos, tomamos un taxi. Dormimos en el camino. El taxi olía a chongo pobre y sudor. Llegamos, y la magnitud de la realidad me golpeó como si me dieran con un martillo neumático en el pecho: era una casa hermosa, gigante, blanca y nueva. Timbré, y cuando se abrió la puerta solo escuché un gracias y desapareció. Yo ya no sabía ver.
Desde ese día, hace ya 20 años y un poco más, solo he sabido de ella por referencia de conocidos en común. Y sabía que estaba bien, hasta hoy: muerte cerebral, me dijo el Ordóñez.
Mientras el peso de las palabras horadaba mi cerebro en busca del C4 que habría de explotar, solo puedo verla desnuda en la silla de la ducha, en un lugar que ya no es mío.
No queda nada, se fue, y no atino a qué hacer con la noticia. Estoy parado frente al mar, y no hay respuestas. Solo tengo bronca y ausencia, hay adioses que no se le deben negar a un hombre.

2
Huele a vómito. Las paredes, blancas y sucias, como en un callejón de esos mortales que abundan por el mundo, donde lo feo y lo horroroso, se esconde de la vida y la sonrisa. Aquí estamos solos, abrumados... Contándonos solo, como solitaria compañía uno al otro, con el pacto silente del destino, acordado y bordado con hilos elaborados de la más fina mierda, de esa que destila la pura esencia del mal. Nos miramos con ojos más vacíos que las botellas de anoche, que al menos tienen un concho en el alma, las envidiamos un segundo y nos encargamos de ellas, esperando que nos regalen un boleto al sopor que nos evita sentir, pero no.
La huella de agujas antiguas en sus brazos, sus costillas evidentes, con ángulos en caderas y pómulos que serían envidia de un Picasso. La piel opaca y casi traslúcida que no nos oculta nada. El cabello, ralo y disparejo con vacíos intercalados, horquillado hasta lo imposible, como espigas aplastadas por un tractor furioso. Todo el estío a que se han sometido los ojos anunciando un diluvio universal que nos arrase, que lo destruya todo. En esta casa en ruinas y llena de babosas, me encontró un día y se quedó. Se quedó porque no la largué como al resto y porque no tenía a dónde ir, ni lo quería. Porque halló en mí el reflejo a su vacío, porque en mí no había reproches a su vida, ni a su estado.
Como un perro se acurrucó a mis pies y durmió como si no lo hubiese hecho en semanas. Yo observé, quizá por días, cómo su pecho subía y bajaba con trabajo, esperando que en cualquier momento se detenga para siempre. No pasó. Recuerdo la desilusión en su mirada al despertar una vez más. ¿Otra vez de vuelta? Era el reclamo de unos ojos asombrados de encontrarse bajo un techo.
Luego se entregó como lo hace quien sabe que debe pagar por existir. Pero yo no la quería poseer: no por asco, sino de hecho por ternura... esa que inspiran los animales maltrechos que recoges al lado del camino.
¡Qué poco lo entendí en el momento! Si el recogido era yo mismo, el rescatado. No porque me saquen de mi abismo, sino más bien que alguien baje a compartirlo. Así empezamos a observarnos. Nunca le pregunté cómo era que ella me veía. Es que con el espejo era suficiente para insuflarme el odio mañanero, y es que no quería saber.
La mañana que despertó, la tomé por debajo de los hombros y rodillas, la levanté y llevé al baño con la impresión de llevar algo sin vida. La senté en el cagadero de porcelana sin asiento y rajado al punto de morder el culo. Me di cuenta que no podía, o no quería, tenerse en pie. Salí al comedor y regresé con una silla que puse bajo la ducha eléctrica. La tomé en brazos nuevamente y la deposité en la silla, abrí la ducha y el corrientazo que recorrió mi brazo hasta alcanzar las costillas, me espabiló un poco más. ¡Idiota, había que desvestirla! Lo hice allí mismo, con pena, cansancio y terror de que alguna parte orgánica se pudiese desprender junto con los andrajos. La lavé despacio, con calma. A esa piel como papiro antiguo, a esos dedos yermos, ¡a ese abdomen en que hubiera podido sembrar papas!... quise darles lo más parecido a lo que yo intuía que debía ser el amor... no porque sintiera algo por ella, pero porque todos los desgraciados merecen el amor alguna vez. O por lo menos, idealizarlo.
Pasaron semanas, ella mejoraba con las delicias que mi madre enviaba cada semana de Manabí, yo encontraba razón de ser y estar. Por la noche compartíamos la cama, nos acostamos desnudos y llorábamos abrazados hasta que el sueño nos doblegue hasta los lacrimales.
Nunca nos permitimos más de un ocasional beso en la frente, que se entendía rúbrica de nuestra hermandad.