Carlos Luis Ortíz






XII (LIBRO INÉDITO)

Yo tengo que escribirte a ti

mientras seas aluminio entrando en la luna

   (venado en oro rasgando mis días)


Caracol que se extiende hacia mi cuerpo y riega eternidades redondas

Ya no es tiempo de dividirse

Es el santuario de ser uno solo

Con la firmeza de un cerro que baila

Trabajemos juntos la vida,

Repasemos tu nacimiento como el día final de mis días

Que no hay delirio si entras en mi frente como lanza de curare

Yo tengo que escribirte a ti

Porque en ti nace y muere la impresión primera de mi mundo

Ahora que ya el niño se aleja y sufro mi repentina madurez en mi estómago

Como en la agilidad de una lagartija

Yo corro a verte en cada intersticio de las paredes que toco

Pero sé que es tuyo el jardín de la noche

Y yo un aprendiz ahora

                           Tiempo de reposo y de nubes frotando mi descanso




C. Larrea







La balada del inquieto


¿Cómo le digo que deje de mover las butacas? - pensaba, mientras buscaba las palabras, el tono, el gesto más adecuados para encarar al joven trajeado que, dos asientos a su derecha, parecía no poder evitar moverse como alma perdida sobre su asiento.

No sería un problema, por supuesto, la inquietud del caballero, en términos normales. El caso era que las sillas, al menos diez en cada fila, estaban compuestas de un solo cuerpo y, al agitar su pierna sin cesar, este hombre provocaba que se convulsione toda la hilera con sus respectivos ocupantes.

El acto al que estaban asistiendo era relativamente formal, de ahí que el joven llevara corbata -muy brillante, platinada, casi de mal gusto en el conjunto con la camisa blanca a cuadros azules, como el saco y el pantalón, cuya basta terminaba muy arriba, revelando calcetines grises chorreados, seguramente por el incesante y violento movimiento de esa pierna que funcionaba como un dínamo, hasta llegar a unos zapatos marrones desgastados, con cordones claros que no venían a cuento.

En las manos, custodiaba una libreta, abierta en el medio por su índice izquierdo, en la que de vez en cuando apuntaba alguna frase que, sin duda, pensaría plagiar a alguna de las expertas que se encontraban en la mesa directiva, sobre el escenario.

El pie solamente se detenía, por fracciones microscópicas de segundo, cuando el caballero decidía que su postura no era ya satisfactoria y, con movimientos erráticos y bastante pronunciados, se reacomodaba, generando una reacción en cadena que sacudía a todos los compañeros de banca.

Nadie parecía notarlo. Lo notaban todos.
Opera así la convención social: si algo me molesta en público, me callo y aguanto, no vaya a ser que uno dé la impresión de poco gentil.
Y así, hombres y mujeres, de edades diversas y conciencias distintas, hacían como que no pasaba nada, todos tan tranquilos, todos tan molestos en respetuoso silencio.

Incómodo, pues, se lo propuso: algo había que decirle. Pero las consecuencias, siempre arma arrojadiza y explosiva de doble filo, eran impredecibles.

Valoró entonces levantarse y, frente al infractor, a pesar del evento, las expertas y el público presente, formularle un reclamo airado para que se quede quieto.

Podría esperar una actitud desafiante, una injuria, un duelo en la puerta de salida del auditorio. Estoy preparado, pensó. Pero no era lo ideal, en ese contexto. Qué diría la gente. Quién sabe, quizá este señor ocupaba algún cargo importante o, peor aún, era el delegado de alguna autoridad.

Y la pierna que continuaba su cadencia infernal. En la nueva coreografía aleatoria, se había sumado un codo que, empujando con furia al apoyabrazos, daba la impresión de que al joven realmente algo le estaba sucediendo, más allá de la aparente falta total de empatía con la concurrencia.

No podía ser una simple casualidad. A este muchacho le pasaba algo, algo que escapaba a la mirada y a las primeras impresiones. ¿Estaría sufriendo? Imposible saberlo, no sería de buen gusto preguntarle por su intimidad, no lo conocía, y aun así.

Acaso tenía este caballero una dolencia inconfesable, moral, sicológica, física, ¡matemática inclusive! No, no había tiempo para bromas, ni siquiera de las que no se expresan en voz alta. Lo miró, tratando de pasar inadvertido, como buscando a alguien más, al amigo que no había llegado a tiempo y se escondía entre la tercera fila y la quinta. Se notaba que el joven se encontraba incómodo, pero la causa no parecía escapar a la explicación más evidente: ni gotas frías en la frente, ni los globos oculares enrojecidos, ni las manos sudorosas... Por el contrario, su cabellera perfectamente engominada, su mirada atenta y la soltura con que manejaba el teléfono móvil, lo delataban. Estaba simplemente mal sentado, y en verdad no parecía entender que su brusquedad al moverse resultaba gravosa para los demás.

Mientras tanto, la pierna, siempre la misma, cruzada sobre la otra que le servía de piñón, continuaba sus intentos de convertirse en hélice. Y el asiento, de atrás hacia delante, de un lado hacia otro, como una balsa que se hunde inexorablemente. Era el momento de actuar, aunque nos cueste el buen nombre, el honor y la vida, pensó.

Ya en plena desesperación, y habiendo sopesado todas las posibilidades y escenarios, preparado para la acción o para el consuelo, se giró, decidido, agarró del brazo al inquieto y le lanzó, sin más, un ¿podrás estar quieto?, recibiendo como única respuesta una mirada gacha y avergonzada. Y la quietud.

Santo remedio.
Ya podría haberlo hecho al llegar.



22-XVIII-2019, a los cinco meses



Alejandra Martínez






Del inventario infernal

Con una pataleta de padre y señor mío, consiguió la herramienta preferida que su papá: el arma que no hubiera aflojado aunque el mismo Dios lo hubiera exigido. Cuando se la dieron, la agarró con ansiedad, como quien obtiene por fin el juguete caro que tanto quería.

El padre indeciso y poco resignado, grita el sermón mientras el niño sale corriendo:

     —Cuida la oscuridad. No es para que juegues, sino para que aprendas a usarla. ¡Confío en ti!

Después de un rato, ya más relajado, murmura para sus adentros:

     —Que sea lo que tenga que ser.

Pero el diablillo, novato y pícaro, dejó la penumbra olvidada en las calles del mundo; unos días más de juego, y se cansó. La dejó a merced de los mirones, los amantes, los animales noctámbulos y los secretos.

Cuando el demonio quiso recuperar las tinieblas ya no pudo. Ni la quiso ya porque ella estaba toda salpicada de luces de neón, de semen y saliva, de todo tipo de gente mustia o alegre, que se aferraba a ella como a una madre.

La noche, entonces, se quedó con nosotros, hasta que al descuido venga el diablo y se la lleve con él.
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De la paz del Padre

Más que dios es padre. Y como todos, se regocija con su hijo, mira con alegría sus primeros intentos, nuevas flores, nuevos animales, mini creaciones que lo hacen sentir orgulloso. Una sombra de tristeza cruza sus ojos cuando recuerda cuál es su destino.

“No puedo dejarlo desprotegido en ese mundo”, piensa, y decide avisar a ese puñado de gente que está abajo, apagada, esperando órdenes:

     —Espérenlo, óiganlo; trátenlo bien. ¡Es mi hijo, es como yo!

Así, cuando su predilecto baja, está más tranquilo

Abajo se rumora y especula: “¿Cuándo vendrá? ¿Será cierto? ¿A qué vendrá?”. 

Aún sin saber con exactitud por qué, las personas lo reciben con amor o con odio. Despierta adoración o desprecio... nunca indiferencia. Aun cuando se va (y esta tragedia es cuento aparte), se habla de él, y mediante él, a su nombre se piden dádivas, milagros, prodigios y razones.

En el cielo, su padre se había encargado de construir un Edén para él, una burbuja impenetrable en la que pueda olvidar lo vivido en el mundo. Al oír los clamores de la gente, intenta gritarles:

     —¡Ya basta! ¡Déjenlo descansar en paz! ¡Ya han hecho suficiente con él!

Pero el tumulto sigue con su bulla, y los clamores se oyen al unísono.

...Un día, Jesús se despierta pensando: “Me queman las orejas”.