Salomón Cuesta / El seis, el número perfecto





Seis personas tres hombres y tres mujeres fueron a un retiro infinito para discernir sobre un tema que agobia al universo conocido: el amor. La pregunta central era ¿qué es el amor?

Las tres parejas discutieron sobre el tema desde la manera más erudita hasta la forma más basta, el amor expresado en la lascivia, enunciada en burdas frases sin sentido, con la pretensión de metaforizar la vagina y pene, el ano, la boca, los dedos, el puño y todo lo que podía ser un vehículo del amor.

Discutieron con los argumentos más eruditos, desde la retórica del amor descrita por Platón, pasando por los textos corporales de la india o por la pertinencia del amor divino o la insolvencia de la razón mimetizada en el poder, hasta quisieron experimentar la emasculación en uno de los participantes escogidos al azar, pero después del sorteo uno de ellos, se opuso, pues dijo estar enamorado de él, de su pene. Así que no pudieron castrarle y se privaron de discutir sobre el amor casto, tampoco pudieron privarle de alimento para que viva la experiencia de las santas apasionadas por Cristo, por sus virtudes y por sus galas testiculares.

Experimentaron el amor carnal, llegaron a poseerse mutuamente, sin distinción de sexos, utilizaron todos los instrumentos posibles para satisfacer su deseo, todo en nombre de buscar el amor.

Una de ellas después de 500 días de retiro dijo que el amor es una idea falsa y que todos los datos objetivos contradicen su existencia, y que lo que está atrás de esa idea es solo una burda sensación que oculta la esencia del fenómeno, el cual es el placer, solo el placer y nada más que el placer. La estimulación del pene, la vagina o cualquier orificio que conduzca al placer es y que lo más cercano al amor es el fetiche que utilizan para penetrarse o la bestia que utilizan para eyacular.

Los cinco restantes quedaron petrificados, los hombres lloraron, no sabían por qué, si el llanto era por vergüenza o por indignación. Ellos salieron del salón del amor, en donde discutían sobre el tema y volvieron al día siguiente extenuados por el llanto para recalar en el calor del lecho y rogar por amor a sus compañías.

El seis se había roto, el número perfecto, cuando dios creo al hombre se había destrozado por buscar el amos, ellos se sintieron pecadores y ellas culpables del exceso de su compañera.

Las mujeres quedaron solas, sin embargo, las dos restantes no lloraron, tampoco se indignaron, solo rasgaron la túnica con que estaba vestida la descreída del amor, la azotaron en las nalgas hasta hacerla sangrar, en la espalda nada, porque consideraban que lo más bello de ella era su talle, mientras le azotaban le hicieron morder un falo tallado de madera para ahogar sus gritos, luego la sodomizaron con el cabo del hacha, el cual lo utilizaron como símbolo de las virtudes del amor.

Ella nunca más volvió a pronunciar palabra en contra del amor.

No sabían que más decir y pasaron casi mil días de discusiones, solos en su retiro, sin saber cómo más experimentar. Hasta que un día sin hablar previamente sobre el tema decidieron salir de los aposentos de la discusión, abandonar el salón del amor y todo lo vivido en los tres años que duró su retiro.

Se despidieron sin mostrar ningún afecto, no dijeron nada al partir, cada quien tomó un camino distinto, no llegaron ni a concluir ni sintetizar nada sobre lo discutido, la única certeza que tenían es que el odio existe y que todos se despreciaban mutuamente.

Max I. Vega / REFRACCIÓN



Wide Streets Commission, el cuerpo arquitectónico creado en 1757 (y abolido tiempo después, en reivindicación de la dignidad humana) por la protestante Dublin Corporation, no solo llevó a cabo la reforma y remodelación de la vieja ciudad medieval para convertirla en el moderno Dublín Georgiano, sino que también encerró historias de dolor y de muerte.
Dublin Corporation apuntaba a los condados católicos. A mi familia y a mí nos expulsaron de nuestro hogar para demolerlo y construir un lujoso edificio de apartamentos. Mi gente huyó a Reino Unido, yo preferí quedarme. Monté una despensa de víveres, para lo cual, tuve que cambiar de identidad, de apariencia y, lo más doloroso, de credo. Ahora soy una protestante ante la sociedad. La persecución de la que hemos sido víctimas ha terminado al precio de negar mis principios y separarme de mi familia. Cuándo habré de volver a tenerlos cerca.
Por fortuna, a inicios de 1770, un nuevo orden se implantó en el Reino de Irlanda, decayendo el hostigamiento al catolicismo, Wide Streets Commission fue cancelada y un aire de paz, como en muchos años no se respiraba, había llegado. Pude rentar un apartamento en un edificio junto al Puente Essex a orillas del río Liffey. Esta torre se erigió frente a un terreno donde, no hace mucho, existía un condominio —católico también— semejante al que yo crecí. La mudanza ha sido agotadora, pero aquí, envuelta en esta pila de cajas y tomando este delicioso té negro, siento que vuelvo a tener un hogar. Descanso en el adorable panorama del muelle a través de la ventana de mi recámara y, tras de sí, la anchura del río. Aquí empieza una nueva vida.
Antes del anochecer, vuelvo a dar un vistazo al muelle y me percato de un peculiar detalle que no hube notado con anterioridad. Junto al contenedor yace una pila de cajas más abultada y ordenada que la mía. Parecen objetos rescatados de alguna demolición. Voy a revisar, quizás encuentre algo útil. De todas ellas me llama la atención una de hierro. Sugiere ser pesada, pero al levantarla la siento algo ligera. Al abrirla, ya en el apartamento, encuentro rasposos objetos con hedor a óxido envueltos en trapos, los que prefiero no abrir. Con decepción pienso volver a depositarlos en la basura hasta que, escarbando hasta el fondo, descubro un largo tubo metálico, de extraño aspecto y cristales en sus extremos.
Ojeando a través de este artefacto, los objetos parecen acercarse hasta mi nariz. Es como si se riera de la distancia. Lo llevo a la ventana, vuelvo la mirada al cristal y, tras el muelle, descubro un conjunto residencial de similar estilo a aquellos que han sido derrumbados. Las azoteas de cada residencia están muy juntas, apenas divididas por muros lindantes de baja altitud. Me recuerdan mi niñez cuando, acompañada de mi hermano, jugábamos a brincar de terraza en terraza hasta dar la vuelta al condominio y regresar rendidos a nuestro hogar, justo a tiempo para la hora del muttan. Parece encontrarse bastante lejos porque cuando dejo de ver por el lente, desaparece. Me inquieta. Pongo la vista de nuevo en el instrumento. Esto sí es extraño, el lugar se percibe fantasmagórico, parece que nadie vive allí. Mejor olvido este asunto antes de perder la cordura.
Luego de un par de días, vuelvo a curiosear. Ese lugar continúa viéndose desamparado, a excepción, dentro de una de las casas limítrofes del conjunto, de la presencia de un hombre mayor, canoso, delgado, enano y con grandes ojos negros. Está leyendo vivamente y parece sentir que lo observo porque de pronto ha adoptado una pose engreída. El lunes retomé mis quehaceres. Durante tres días que me parecieron agotadores, al regresar, poco avanzaba con el desempaque y me sentía tan rendida que, inclusive, me acostaba sin cenar. Para el cuarto día ya no resistí y, en la primera oportunidad, volví a espiar por el amplificador de objetos. El cielo sobre aquella zona residencial se percibe gris y sombrío, el sol ha desaparecido y sigue apreciándose desolada. No hay movimiento, excepto en la residencia de Mr. Lonely, como he decidido llamarlo. Con el afán de aclarar este misterio, a partir de ahora, únicamente habré de poner la mira del lente sobre su vivienda. Se trata de una típica casa dublinesa, con estantes llenos de porcelana, anaqueles saturados de libros, muebles de fino acabado y objetos de cristal de todas las formas y tamaños. Ahora mismo, Mr. Lonely contempla extasiado su cristalería como si estuviera, más que orgulloso, enamorado de ella. Todas las tardes espío lo que sucede en aquella casa. Estoy segura que él es su único ocupante y, al parecer, jamás la abandona. Gustaba pasar mucho tiempo en la sala y en el cuarto de estudio. Leía, fumaba pipa y tomaba té muy a menudo.
Un día esa rutina cambió. Se le ha ocurrido sacar una completísima colección de armas de distintas clases y épocas. Veo puñales, masas de tres bolas, hachas, espadas, alabardas, un arco con flecha, inclusive una especie de cañón diminuto que puede agarrar con la mano y una ballesta medieval. Las limpia, pule y da mantenimiento. Tengo la sensación de que está preparándose para usarlas. Por primera vez se arremanga el saco para colocarlas sobre una franela y contemplarlas; entonces pude notar, tal como si fuera sangre, una gran mancha rojiza en su muñeca izquierda. Parece avergonzarse de ella, de ahí que procura siempre ocultarla. ¡Qué es esto! De un cajón apartado ha sacado un tubo idéntico al mío. Lo arma, prueba su visión, lo desarma y lo vuelve a guardar.
Me pregunto para qué está preparando las armas y el origen de su artefacto. No es descabellado suponer que, dada su cualidad de lector, Mr. Lonely haya adquirido ciertos rasgos de locura, que son inevitables en las personas que se envician con los libros. Ahora ya lo acecho. Apenas y voy a la despensa. Ha sacado de nuevo el amplificador y las armas, a las que no deja de limpiar, pulir, contemplar y acariciar. Ya no me cabe duda, este hombre está trastornado y piensa utilizar su arsenal en cualquier momento. Esta tarde realizaré una vigilancia más exhaustiva. ¡Qué es lo que veo! Mr. Lonely inspecciona el Puente Essex con su tubo y sostiene la ballesta con la otra mano. ¡Su ataque es inminente! Nada puedo hacer más que seguirlo con mi artefacto. De pronto hace un súbito giro y coloca su mira hacia mi edificio. Dios Santo, siente que lo observo y me busca denodadamente. No puedo soltar el instrumento, es como si su presencia me lo impidiera. ¡Oh no! Puedo ver el reflejo de mis azules ojos en su lente, me está viendo. ¡Me ha encontrado! Sabe que lo vigilo y que conozco sus planes. En razón de que este pudiera ser el fin, he decidido llevar un diario de los próximos acontecimientos:
Martes 5 de marzo de 1771. En los últimos días he tratado de mantener cierta calma. Con esfuerzo, he vuelto a atender el almacén, salgo a la calle como cualquiera, me alimento a mis horas; y, estoy tomando medidas más cautelosas para espiarlo. Por ejemplo, he puesto el amplificador de objetos en un buen escondite sin perder la perspectiva. Tampoco lo vigilo a las mismas horas sino aleatoriamente. Cada vez que curioseo él está ahí, unas veces espiando hacia acá y otras preparando la artillería contra su blanco que, ahora pienso, soy yo.
Miércoles 6 de marzo. El sol no ha vuelto a aparecer. Estoy convencida de que no deja de mirarme y cuando se percata que yo también lo hago, cambia de comportamiento. Es muy difícil sentirme tranquila y fingir que nada ocurre. Ya no voy a la despensa, saco víveres a escondidas y no voy a ninguna otra parte. Llegada la noche, aseguro puertas y ventanas con sendas barricadas y duermo tras una pared para no ser atravesada por ningún proyectil. Si no fuera por el hambre, nunca saldría del apartamento. Sé que Mr. Lonely está al acecho, esperando la oportunidad propicia para atacarme.
Viernes 8 de marzo. Hoy he tenido que salir para traer alimentos y, a mi regreso, he comprobado que todos los objetos de mi apartamento fueron reemplazados por perfectas réplicas. ¡Él estuvo aquí! Ha dejado pasar unos días y ahora me hostiga, corroborando lo absurdo del pensamiento humano que siente zozobra inmediatamente después de un espeluznante suceso, siendo muy poco probable que algo ocurra; pero, luego de un tiempo, nos sentimos tranquilos y confiados, cuando es entonces que nos encontramos en verdadero peligro.
Sábado 9 de marzo. No puedo conciliar el sueño. Ha descubierto que soy católica y vendrá para matarme. Creo que no hay nada peor que puede ocurrirle a un ser humano que ser asesinado por un semejante. ¡Dios mío ayúdame! No quiero morir. Lo espío y Mr. Lonely continúa viendo hacia acá mientras afila las flechas de su ballesta. Lo miro a toda hora y él sigue ahí, en la misma perturbadora actitud.
Lunes 11 de marzo. Como última medida he traído todos los víveres del almacén y he conseguido una piedra de arsénico en fase inicial. No volveré a salir. Pongo la vista en el tubo. Lo rastreo por toda su casa, ¡ya no está! Viene hacia acá. ¡Jesucristo, voy a morir hoy! Hago añicos el amplificador. Trato de gritar y solo puedo emitir sonidos sordos. La claridad ha desaparecido por completo. En las tinieblas, mis oídos han cobrado agudeza. Escucho sus pasos subiendo las escaleras del edificio, arrastrando la ballesta. Está decidido a aniquilarme. No tengo a dónde huir. ¡Ya sé! Me arrojaré por la ventana —no habiendo escapatoria a la muerte, lo único que anhelo es no ser asesinada. ¡No! Sería muy doloroso, tampoco quiero sufrir. Sus pisadas se escuchan ya en mi puerta. ¡Está aquí! ¿Qué hago Señor? ¡El arsénico! Iré por él. Trata de zafar la barricada, lo conseguirá pronto. No lo puedo encontrar. Ha hecho pausa de silencio. Al fin he encontrado el veneno al fondo de la canasta. La puerta se estremece, sus jalones son muy violentos. Sin dejar de temblar saco la piedrecilla ¡Ha roto la puerta, está aquí! ¡No me atrevo pero tengo que tragarla! Me encomiendo a ti mi Dios. Espero que pronto haga efecto.
Después de la pérdida de mi padre no he experimentado un dolor semejante, hasta hoy. No puedo evitar recordarlo, agonizante y sin poder reconocerme, ahora que, asimismo, estoy cerca de sucumbir y perder todo lo que he forjado. Ya no tengo familia, tampoco salud y, mi última ancla a este mundo, mi hogar, está por desaparecer. Qué lejos están los días que, cuando niño, en pleno corazón del Dublín Antiguo, los católicos andábamos a nuestro antojo, mientras los protestantes apenas respondían a la categoría de una secta incipiente. Por desgracia, las cosas han cambiado. Con la llegada de la “modernidad”, la persecución a la que hemos sido sometidos por el protestantismo fue inclemente. Miles de familias han sido desalojadas de sus domicilios por parte de la demoníaca Dublin Corporation.
Para inicios del siglo XVIII, la ciudad empezaba a pagar el tributo de transformarse en una de las economías más prósperas de Europa. La creciente expansión poblacional obligó a la construcción de grandes edificios periféricos. En algunos sectores, edificaciones ancestrales cayeron para dar paso a la apertura de vías; y, en otros, se derrumbaron ciudadelas enteras de considerable extensión para levantar torres allí. Eso fue lo que sucedió, por citar un caso, en Henrietta Strett, el primer reducto en ser demolido. Desalojaron a los moradores y destruyeron sus hogares para levantar ostentosos edificios como el King´s inn, icónico símbolo de la prosperidad protestante. El sector se volvió de prestigio y muchas figuras de la élite dublinesa se mudaron para allá. El cuerpo arquitectónico Wide Streets Commission se hizo cargo de este proyecto derrumbando, hasta cierto punto con saña, aquel conjunto habitacional so pretexto de la modernidad. Pero, en realidad, esa zona residencial y varios otros condados (donde muchos prefirieron entregar sus vidas antes que ser expulsados) fueron bastiones de resistencia Católica en Dublín. Toda la gente se vio forzada a dejar sus hogares y escapar a otras regiones. Este conjunto habitacional es el último de estilo medieval en el Reino de Irlanda. Adquirí esta residencia junto con mi esposa, que Dios tenga en su gloria, aquí hemos criado y protegido a cinco hijos. Y, a pesar del aire tétrico que últimamente recorre sus estancias, la sigo sintiendo candorosa y febril. Este ha sido mi hogar por más de cuarenta años y no habré de conocer otro.
Lo cierto es que no he resultado intacto de la crueldad hacia mi credo. Esta propiedad será la próxima en ser demolida. Mi descendencia entera ha escapado de Dublín dejándome íngrimo. Yo no abandonaré la ciudad que me vio nacer, me crió y arrulló. Si he de tener que morir solo, que esa sea la voluntad del Señor. Pronto voy a morir. Ellos vendrán por mí y nadie velará ni enterrará mis restos. Es entonces, bajo la sombra de este entendimiento, que no hallo otro consuelo más que el apego a las más preciadas posesiones reunidas en el transcurso de mis andadas. Las que, por cierto, guardo ocultas tras la cristalería de la sala, la que aún se conserva preciosa, férrea y elegante.
La primera, es mi colección de armas, tan variadas como únicas en su especie. Poseo desde cuchillos, alabardas, ballestas, hasta un modelo de prueba de un arma a base de pólvora. Trece piezas en total. Dispuestas en orden cronológico, según las he ido adquiriendo. Cada una conectada a la otra por algún punto en común (por lo general emotivo). La obtención de la primera dio como consecuencia el hurto (o lo que fuere) de la segunda; la tercera de la cuarta; la quinta de la sexta, etcétera. Es posible también que la última pieza de la colección (un arma tan extraña y sofisticada que es incatalogable hasta el momento), no tenga, en apariencia, ninguna relación con sus doce predecesoras; sin embargo, estoy convencido que viene a representar la evolución (y colofón) del resto y que, de algún modo, conserva algo de cada una.
Pero antes, traeré el segundo y más preciado tesoro, un obsequio de mi desaparecido, pero muy entrañable amigo, James Short: un telescopio reflector. Pieza única en su especie. El primero en ser fabricado con metal. No lo he ensamblado desde que mi primer nieto me pidió ver las estrellas. Se mantiene intacto y tan pulcro como lo dejé. Tengo planeado introducirlo junto con las armas en esta caja de hierro, para que ninguna colisión pueda destruirlos y perduren mucho tiempo después de mi deceso. Ajusto el enfocador para probarlo. Todo se ve nítido y esplendoroso. Los libros que guardo en la biblioteca, si bien me dieron instantes placenteros, sus historias de angustia y dolor me resultan repulsivas y ahora espero que sean lo primero en incinerarse cuando esta casa —que tampoco es imperecedera— comience a arder. Con este folletín de Laurence Sterne, que me ha conmovido profundamente, cierro, para siempre, el último libro que leeré en mi vida. He reservado la hora de volver a desplegar la colección de armas para los días que precedan al fin y, no habiendo nada que me lo impida, creo que ha llegado el momento. Las extraigo con sumo cuidado, preparo cera y una franela. Las coloco en fila sobre un sayo especial, me arremango el suéter y me dispongo a limpiarlas y encerarlas. Me tardo horas en cada pieza. Llegada la noche se me hace difícil continuar sin luz suficiente. Suspendo mi labor por ahora. Mañana habré de continuar. Estos días opacos se ven subyugados por un hálito lúgubre, que vaticina la llegada de un suceso abominable. Sin más que hacer, me dispongo a tomar mi breakfast, té negro con pan de trigo. Cargo la pipa. La miro con devoción (ella no pertenece a mis tesoros porque es la compañera de mi vida) y aspiro una fuerte bocanada. Tardo en expulsar el humo. Me siento mareado. Es delicioso. Despliego otra vez las armas y continúo puliéndolas. He terminado. No importa, me apetece limpiarlas de nuevo y después lo volveré a hacer y luego otra vez y otra hasta que, así, me vea sorprendido por la muerte.
Varios días han transcurrido. Me siento extenuado, pero feliz. Mis armas brillan con la luminosidad del zafiro. La ballesta es la pieza que más trabajo me da y por eso la dejo al final; y, también debo admitir, es mi favorita. Ahora echaré un vistazo por el lente del telescopio para avizorar el muelle y su alrededor. Debo confesar que nunca se me abrió más curiosa perspectiva.
Sobre el Puente Essex vislumbro un nuevo edificio, de tan mal gusto que sus apartamentos parecen celdas y su distribución es inextricable. No obstante, percibo mucha vida allí, al contrario de lo que aquí sucede. Espío sus ventanales. ¡Vaya! Avizoro a una mujer. ¡Con un telescopio idéntico al mío! ¿Cómo es posible que una muchacha insignificante posea otro modelo Equateral Telescope de la línea de James Short? Esto sobrepasa lo extraño. Su estancia se ve desordenada. Únicamente distingo un promontorio de cajas y un canapé roído. Sin embargo, es preciosa. Tiene un lunar oval junto a su boca, ojiazul y una actitud inquisidora. Me resulta familiar. Espía hacia acá buscando algo. Recorre con su lente puntos periféricos del condominio como si estuviese esquivando mi atisbo. Sabe que la observo. Su lente se posa sobre el mío. Miro el reflejo de mis ojos negros en su lente. Qué momento inconmensurable. A pesar de no ser tan joven, mantiene la inocencia y candidez de una criatura. No obstante, demuestra temor. Cuánta ternura y nostalgia me ha provocado. Siento que con su lente cuida y vela mi parcela. La llamaré Alejandrina, por ser la protectora de mis días postreros.
Apenas hubo de sentirme se agazapó precipitándose al interior del apartamento. Esa actitud también me resulta familiar. ¿Qué representa, precisamente en estos días luctuosos, la presencia de ese edificio, esa mujer solitaria y su instrumento? De vuelta al misterio, ella ya no está. Se ha llevado el telescopio consigo. Antes de que todo termine me gustaría desentrañar la naturaleza de este fenómeno. Han transcurrido varios días. Uno más funesto que el anterior. De cuando en cuando, oteo el apartamento de Alejandrina. Ya no he vuelto a verla. No obstante, el edificio sigue ahí, para afirmar que no es irreal. Pero tal vez, sí imaginé, cegado por mi apego, que esa mujer tiene en su poder un Equateral Telescope. Esta misma noche haré el último intento de inquirir. Sé que mañana vendrán por mí. Observo. El panorama sigue siendo el mismo. Finalmente, Alejandrina ha vuelto a aparecer. Se ve demacrada y su semblante es de angustia. No deja de moverse y sus desplazamientos son atolondrados. El telescopio está próximo a ella. Corre hacia adentro. Está regresando con un hacha. Ha Enloquecido. No, ¡el telescopio no!
Todo ha desaparecido, incluyendo el edificio. Sin quitar la vista del lente, apenas puedo contemplar el muelle y el piélago tras de sí. El piso empieza a temblar. La masacre en contra de los católicos ha empezado. La pólvora estalla bajo mis pies. Este es el fin. La reciente y más mortífera arma de los protestantes, Wide Streets Commission, ha cumplido su amenaza de demoler esta residencia esté o no yo en su interior.
Miro la fecha y hora de mi aniquilamiento: Lunes 7 de noviembre de 1757, 9pm.
Padre, pronto nos reuniremos.