Wide Streets
Commission, el cuerpo arquitectónico creado en 1757 (y abolido tiempo después,
en reivindicación de la dignidad humana) por la protestante Dublin Corporation,
no solo llevó a cabo la reforma y remodelación de la vieja ciudad medieval para
convertirla en el moderno Dublín Georgiano, sino que también encerró historias
de dolor y de muerte.
Dublin
Corporation apuntaba a los condados católicos. A mi familia y a mí nos
expulsaron de nuestro hogar para demolerlo y construir un lujoso edificio de
apartamentos. Mi gente huyó a Reino Unido, yo preferí quedarme. Monté una
despensa de víveres, para lo cual, tuve que cambiar de identidad, de apariencia
y, lo más doloroso, de credo. Ahora soy una protestante ante la sociedad. La
persecución de la que hemos sido víctimas ha terminado al precio de negar mis
principios y separarme de mi familia. Cuándo habré de volver a tenerlos cerca.
Por fortuna, a
inicios de 1770, un nuevo orden se implantó en el Reino de Irlanda, decayendo
el hostigamiento al catolicismo, Wide Streets Commission fue cancelada y un
aire de paz, como en muchos años no se respiraba, había llegado. Pude rentar un
apartamento en un edificio junto al Puente Essex a orillas del río Liffey. Esta
torre se erigió frente a un terreno donde, no hace mucho, existía un condominio
—católico también— semejante al que yo crecí. La mudanza ha sido agotadora,
pero aquí, envuelta en esta pila de cajas y tomando este delicioso té negro,
siento que vuelvo a tener un hogar. Descanso en el adorable panorama del muelle
a través de la ventana de mi recámara y, tras de sí, la anchura del río. Aquí
empieza una nueva vida.
Antes del
anochecer, vuelvo a dar un vistazo al muelle y me percato de un peculiar
detalle que no hube notado con anterioridad. Junto al contenedor yace una pila de cajas más abultada y ordenada que la mía.
Parecen objetos rescatados de alguna demolición. Voy a revisar, quizás
encuentre algo útil. De todas ellas me llama la atención una de hierro. Sugiere
ser pesada, pero al levantarla la siento algo ligera. Al abrirla, ya en el
apartamento, encuentro rasposos objetos con hedor a óxido envueltos en trapos,
los que prefiero no abrir. Con decepción pienso volver a depositarlos en la
basura hasta que, escarbando hasta el fondo, descubro un largo tubo metálico,
de extraño aspecto y cristales en sus extremos.
Ojeando a través de este
artefacto, los objetos parecen acercarse hasta mi nariz. Es como si se riera de
la distancia. Lo llevo a la ventana, vuelvo la mirada al cristal y, tras el
muelle, descubro un conjunto residencial de similar estilo a aquellos que han
sido derrumbados. Las azoteas de cada residencia están muy juntas, apenas
divididas por muros lindantes de baja altitud. Me recuerdan mi niñez cuando, acompañada
de mi hermano, jugábamos a brincar de terraza en terraza hasta dar la vuelta al
condominio y regresar rendidos a nuestro hogar, justo a tiempo para la hora del
muttan. Parece encontrarse bastante lejos porque cuando dejo de ver por el
lente, desaparece. Me inquieta. Pongo la vista de nuevo en el instrumento. Esto
sí es extraño, el lugar se percibe fantasmagórico, parece que nadie vive allí.
Mejor olvido este asunto antes de perder la cordura.
Luego de un par de días,
vuelvo a curiosear. Ese lugar continúa viéndose desamparado, a excepción,
dentro de una de las casas limítrofes del conjunto, de la presencia de un
hombre mayor, canoso, delgado, enano y con grandes ojos negros. Está leyendo
vivamente y parece sentir que lo observo porque de pronto ha adoptado una pose
engreída. El lunes retomé mis quehaceres. Durante tres días que me parecieron
agotadores, al regresar, poco avanzaba con el desempaque y me sentía tan
rendida que, inclusive, me acostaba sin cenar. Para el cuarto día ya no resistí
y, en la primera oportunidad, volví a espiar por el amplificador de objetos. El
cielo sobre aquella zona residencial se percibe gris y sombrío, el sol ha
desaparecido y sigue apreciándose desolada. No hay movimiento, excepto en la
residencia de Mr. Lonely, como he decidido llamarlo. Con el afán de aclarar
este misterio, a partir de ahora, únicamente habré de poner la mira del lente
sobre su vivienda. Se trata de una típica casa dublinesa, con estantes llenos
de porcelana, anaqueles saturados de libros, muebles de fino acabado y objetos
de cristal de todas las formas y tamaños. Ahora mismo, Mr. Lonely contempla
extasiado su cristalería como si estuviera, más que orgulloso, enamorado de
ella. Todas las tardes espío lo que sucede en aquella casa. Estoy segura que él
es su único ocupante y, al parecer, jamás la abandona. Gustaba pasar mucho
tiempo en la sala y en el cuarto de estudio. Leía, fumaba pipa y tomaba té muy
a menudo.
Un día esa rutina cambió. Se
le ha ocurrido sacar una completísima colección de armas de distintas clases y
épocas. Veo puñales, masas de tres bolas, hachas, espadas, alabardas, un arco
con flecha, inclusive una especie de cañón diminuto que puede agarrar con la
mano y una ballesta medieval. Las limpia, pule y da mantenimiento. Tengo la sensación
de que está preparándose para usarlas. Por primera vez se arremanga el saco
para colocarlas sobre una franela y contemplarlas; entonces pude notar, tal
como si fuera sangre, una gran mancha rojiza en su muñeca izquierda. Parece
avergonzarse de ella, de ahí que procura siempre ocultarla. ¡Qué es esto! De un
cajón apartado ha sacado un tubo idéntico al mío. Lo arma, prueba su visión, lo
desarma y lo vuelve a guardar.
Me pregunto para qué está
preparando las armas y el origen de su artefacto. No es descabellado suponer
que, dada su cualidad de lector, Mr. Lonely haya adquirido ciertos rasgos de
locura, que son inevitables en las personas que se envician con los libros.
Ahora ya lo acecho. Apenas y voy a la despensa. Ha sacado de nuevo el
amplificador y las armas, a las que no deja de limpiar, pulir, contemplar y
acariciar. Ya no me cabe duda, este hombre está trastornado y piensa utilizar
su arsenal en cualquier momento. Esta tarde realizaré una vigilancia más
exhaustiva. ¡Qué es lo que veo! Mr. Lonely inspecciona el Puente Essex con su
tubo y sostiene la ballesta con la otra mano. ¡Su ataque es inminente! Nada
puedo hacer más que seguirlo con mi artefacto. De pronto hace un súbito giro y
coloca su mira hacia mi edificio. Dios Santo, siente que lo observo y me busca
denodadamente. No puedo soltar el instrumento, es como si su presencia me lo
impidiera. ¡Oh no! Puedo ver el reflejo de mis azules ojos en su lente, me está
viendo. ¡Me ha encontrado! Sabe que lo vigilo y que conozco sus planes. En
razón de que este pudiera ser el fin, he decidido llevar un diario de los
próximos acontecimientos:
Martes 5 de marzo de 1771. En
los últimos días he tratado de mantener cierta calma. Con esfuerzo, he vuelto a
atender el almacén, salgo a la calle como cualquiera, me alimento a mis horas;
y, estoy tomando medidas más cautelosas para espiarlo. Por ejemplo, he puesto
el amplificador de objetos en un buen escondite sin perder la perspectiva.
Tampoco lo vigilo a las mismas horas sino aleatoriamente. Cada vez que curioseo
él está ahí, unas veces espiando hacia acá y otras preparando la artillería
contra su blanco que, ahora pienso, soy yo.
Miércoles 6 de marzo. El sol
no ha vuelto a aparecer. Estoy convencida de que no deja de mirarme y cuando se
percata que yo también lo hago, cambia de comportamiento. Es muy difícil
sentirme tranquila y fingir que nada ocurre. Ya no voy a la despensa, saco
víveres a escondidas y no voy a ninguna otra parte. Llegada la noche, aseguro
puertas y ventanas con sendas barricadas y duermo tras una pared para no ser
atravesada por ningún proyectil. Si no fuera por el hambre, nunca saldría del
apartamento. Sé que Mr. Lonely está al acecho, esperando la oportunidad
propicia para atacarme.
Viernes 8 de marzo. Hoy he
tenido que salir para traer alimentos y, a mi regreso, he comprobado que todos
los objetos de mi apartamento fueron reemplazados por perfectas réplicas. ¡Él
estuvo aquí! Ha dejado pasar unos días y ahora me hostiga, corroborando lo
absurdo del pensamiento humano que siente zozobra inmediatamente después de un
espeluznante suceso, siendo muy poco probable que algo ocurra; pero, luego de
un tiempo, nos sentimos tranquilos y confiados, cuando es entonces que nos
encontramos en verdadero peligro.
Sábado 9 de marzo. No puedo
conciliar el sueño. Ha descubierto que soy católica y vendrá para matarme. Creo
que no hay nada peor que puede ocurrirle a un ser humano que ser asesinado por
un semejante. ¡Dios mío ayúdame! No quiero morir. Lo espío y Mr. Lonely
continúa viendo hacia acá mientras afila las flechas de su ballesta. Lo miro a
toda hora y él sigue ahí, en la misma perturbadora actitud.
Lunes 11 de marzo. Como última
medida he traído todos los víveres del almacén y he conseguido una piedra de
arsénico en fase inicial. No volveré a salir. Pongo la vista en el tubo. Lo
rastreo por toda su casa, ¡ya no está! Viene hacia acá. ¡Jesucristo, voy a
morir hoy! Hago añicos el amplificador. Trato de gritar y solo puedo emitir
sonidos sordos. La claridad ha desaparecido por completo. En las tinieblas, mis
oídos han cobrado agudeza. Escucho sus pasos subiendo las escaleras del
edificio, arrastrando la ballesta. Está decidido a aniquilarme. No tengo a
dónde huir. ¡Ya sé! Me arrojaré por la ventana —no habiendo escapatoria a la
muerte, lo único que anhelo es no ser asesinada. ¡No! Sería muy doloroso,
tampoco quiero sufrir. Sus pisadas se escuchan ya en mi puerta. ¡Está aquí!
¿Qué hago Señor? ¡El arsénico! Iré por él. Trata de zafar la barricada, lo
conseguirá pronto. No lo puedo encontrar. Ha hecho pausa de silencio. Al fin he
encontrado el veneno al fondo de la canasta. La puerta se estremece, sus
jalones son muy violentos. Sin dejar de temblar saco la piedrecilla ¡Ha roto la
puerta, está aquí! ¡No me atrevo pero tengo que tragarla! Me encomiendo a ti mi
Dios. Espero que pronto haga efecto.
Después de la pérdida de mi
padre no he experimentado un dolor semejante, hasta hoy. No puedo evitar
recordarlo, agonizante y sin poder reconocerme, ahora que, asimismo, estoy
cerca de sucumbir y perder todo lo que he forjado. Ya no tengo familia, tampoco
salud y, mi última ancla a este mundo, mi hogar, está por desaparecer. Qué
lejos están los días que, cuando niño, en pleno corazón del Dublín Antiguo, los
católicos andábamos a nuestro antojo, mientras los protestantes apenas
respondían a la categoría de una secta incipiente. Por desgracia, las cosas han
cambiado. Con la llegada de la “modernidad”, la persecución a la que hemos sido
sometidos por el protestantismo fue inclemente. Miles de familias han sido
desalojadas de sus domicilios por parte de la demoníaca Dublin Corporation.
Para inicios del siglo XVIII,
la ciudad empezaba a pagar el tributo de transformarse en una de las economías
más prósperas de Europa. La creciente expansión poblacional obligó a la construcción
de grandes edificios periféricos. En algunos sectores, edificaciones
ancestrales cayeron para dar paso a la apertura de vías; y, en otros, se
derrumbaron ciudadelas enteras de considerable extensión para levantar torres
allí. Eso fue lo que sucedió, por citar un caso, en Henrietta Strett, el primer
reducto en ser demolido. Desalojaron a los moradores y destruyeron sus hogares
para levantar ostentosos edificios como el King´s inn, icónico símbolo de la
prosperidad protestante. El sector se volvió de prestigio y muchas figuras de
la élite dublinesa se mudaron para allá. El cuerpo arquitectónico Wide Streets
Commission se hizo cargo de este proyecto derrumbando, hasta cierto punto con
saña, aquel conjunto habitacional so pretexto de la modernidad. Pero, en
realidad, esa zona residencial y varios otros condados (donde muchos
prefirieron entregar sus vidas antes que ser expulsados) fueron bastiones de
resistencia Católica en Dublín. Toda la gente se vio forzada a dejar sus
hogares y escapar a otras regiones. Este conjunto habitacional es el último de
estilo medieval en el Reino de Irlanda. Adquirí esta residencia junto con mi esposa,
que Dios tenga en su gloria, aquí hemos criado y protegido a cinco hijos. Y, a
pesar del aire tétrico que últimamente recorre sus estancias, la sigo sintiendo
candorosa y febril. Este ha sido mi hogar por más de cuarenta años y no habré
de conocer otro.
Lo cierto es que no he
resultado intacto de la crueldad hacia mi credo. Esta propiedad será la próxima
en ser demolida. Mi descendencia entera ha escapado de Dublín dejándome
íngrimo. Yo no abandonaré la ciudad que me vio nacer, me crió y arrulló. Si he
de tener que morir solo, que esa sea la voluntad del Señor. Pronto voy a morir.
Ellos vendrán por mí y nadie velará ni enterrará mis restos. Es entonces, bajo
la sombra de este entendimiento, que no hallo otro consuelo más que el apego a
las más preciadas posesiones reunidas en el transcurso de mis andadas. Las que,
por cierto, guardo ocultas tras la cristalería de la sala, la que aún se
conserva preciosa, férrea y elegante.
La primera, es mi colección de
armas, tan variadas como únicas en su especie. Poseo desde cuchillos,
alabardas, ballestas, hasta un modelo de prueba de un arma a base de pólvora.
Trece piezas en total. Dispuestas en orden cronológico, según las he ido
adquiriendo. Cada una conectada a la otra por algún punto en común (por lo
general emotivo). La obtención de la primera dio como consecuencia el hurto (o
lo que fuere) de la segunda; la tercera de la cuarta; la quinta de la sexta,
etcétera. Es posible también que la última pieza de la colección (un arma tan
extraña y sofisticada que es incatalogable hasta el momento), no tenga, en
apariencia, ninguna relación con sus doce predecesoras; sin embargo, estoy
convencido que viene a representar la evolución (y colofón) del resto y que, de
algún modo, conserva algo de cada una.
Pero antes, traeré el segundo
y más preciado tesoro, un obsequio de mi desaparecido, pero muy entrañable
amigo, James Short: un telescopio reflector. Pieza única en su especie. El
primero en ser fabricado con metal. No lo he ensamblado desde que mi primer
nieto me pidió ver las estrellas. Se mantiene intacto y tan pulcro como lo
dejé. Tengo planeado introducirlo junto con las armas en esta caja de hierro,
para que ninguna colisión pueda destruirlos y perduren mucho tiempo después de
mi deceso. Ajusto el enfocador para probarlo. Todo se ve nítido y esplendoroso.
Los libros que guardo en la biblioteca, si bien me dieron instantes
placenteros, sus historias de angustia y dolor me resultan repulsivas y ahora
espero que sean lo primero en incinerarse cuando esta casa —que tampoco es
imperecedera— comience a arder. Con este folletín de Laurence Sterne, que me ha
conmovido profundamente, cierro, para siempre, el último libro que leeré en mi
vida. He reservado la hora de volver a desplegar la colección de armas para los
días que precedan al fin y, no habiendo nada que me lo impida, creo que ha
llegado el momento. Las extraigo con sumo cuidado, preparo cera y una franela.
Las coloco en fila sobre un sayo especial, me arremango el suéter y me dispongo
a limpiarlas y encerarlas. Me tardo horas en cada pieza. Llegada la noche se me
hace difícil continuar sin luz suficiente. Suspendo mi labor por ahora. Mañana
habré de continuar. Estos días opacos se ven subyugados por un hálito lúgubre,
que vaticina la llegada de un suceso abominable. Sin más que hacer, me dispongo
a tomar mi breakfast, té negro con pan de trigo. Cargo la pipa. La miro con
devoción (ella no pertenece a mis tesoros porque es la compañera de mi vida) y
aspiro una fuerte bocanada. Tardo en expulsar el humo. Me siento mareado. Es
delicioso. Despliego otra vez las armas y continúo puliéndolas. He terminado.
No importa, me apetece limpiarlas de nuevo y después lo volveré a hacer y luego
otra vez y otra hasta que, así, me vea sorprendido por la muerte.
Varios días han transcurrido.
Me siento extenuado, pero feliz. Mis armas brillan con la luminosidad del zafiro.
La ballesta es la pieza que más trabajo me da y por eso la dejo al final; y,
también debo admitir, es mi favorita. Ahora echaré un vistazo por el lente del
telescopio para avizorar el muelle y su alrededor. Debo confesar que nunca se
me abrió más curiosa perspectiva.
Sobre el Puente Essex
vislumbro un nuevo edificio, de tan mal gusto que sus apartamentos parecen
celdas y su distribución es inextricable. No obstante, percibo mucha vida allí,
al contrario de lo que aquí sucede. Espío sus ventanales. ¡Vaya! Avizoro a una
mujer. ¡Con un telescopio idéntico al mío! ¿Cómo es posible que una muchacha
insignificante posea otro modelo Equateral Telescope de la línea de James
Short? Esto sobrepasa lo extraño. Su estancia se ve desordenada. Únicamente
distingo un promontorio de cajas y un canapé roído. Sin embargo, es preciosa.
Tiene un lunar oval junto a su boca, ojiazul y una actitud inquisidora. Me
resulta familiar. Espía hacia acá buscando algo. Recorre con su lente puntos
periféricos del condominio como si estuviese esquivando mi atisbo. Sabe que la
observo. Su lente se posa sobre el mío. Miro el reflejo de mis ojos negros en
su lente. Qué momento inconmensurable. A pesar de no ser tan joven, mantiene la
inocencia y candidez de una criatura. No obstante, demuestra temor. Cuánta
ternura y nostalgia me ha provocado. Siento que con su lente cuida y vela mi
parcela. La llamaré Alejandrina, por ser la protectora de mis días postreros.
Apenas hubo de sentirme se
agazapó precipitándose al interior del apartamento. Esa actitud también me
resulta familiar. ¿Qué representa, precisamente en estos días luctuosos, la
presencia de ese edificio, esa mujer solitaria y su instrumento? De vuelta al
misterio, ella ya no está. Se ha llevado el telescopio consigo. Antes de que
todo termine me gustaría desentrañar la naturaleza de este fenómeno. Han
transcurrido varios días. Uno más funesto que el anterior. De cuando en cuando,
oteo el apartamento de Alejandrina. Ya no he vuelto a verla. No obstante, el
edificio sigue ahí, para afirmar que no es irreal. Pero tal vez, sí imaginé,
cegado por mi apego, que esa mujer tiene en su poder un Equateral Telescope.
Esta misma noche haré el último intento de inquirir. Sé que mañana vendrán por
mí. Observo. El panorama sigue siendo el mismo. Finalmente, Alejandrina ha
vuelto a aparecer. Se ve demacrada y su semblante es de angustia. No deja de
moverse y sus desplazamientos son atolondrados. El telescopio está próximo a
ella. Corre hacia adentro. Está regresando con un hacha. Ha Enloquecido. No,
¡el telescopio no!
Todo ha desaparecido,
incluyendo el edificio. Sin quitar la vista del lente, apenas puedo contemplar
el muelle y el piélago tras de sí. El piso empieza a temblar. La masacre en
contra de los católicos ha empezado. La pólvora estalla bajo mis pies. Este es
el fin. La reciente y más mortífera arma de los protestantes, Wide Streets
Commission, ha cumplido su amenaza de demoler esta residencia esté o no yo en
su interior.
Miro la fecha y hora de mi
aniquilamiento: Lunes 7 de noviembre de 1757, 9pm.
Padre, pronto nos reuniremos.