Tomado de: Dali en la periferia del Gran Faro (no
publicado)
“Entre las muchas cosas que aún no están
bastante aclaradas en filosofía, una de las más difíciles y oscuras -como sabes
bien, oh Bruto- es la cuestión de la naturaleza de los dioses, lo cual importa
mucho para conocimiento de nuestra alma, y es necesaria para moderar la
religión.” (Marco Tulio Cicerón, Obras Completas. Sobre
la naturaleza de los dioses.
Traducción por D. Marcelino Menéndez Pelayo, Madrid - 1883)
El templo perdura precariamente
en el tiempo. Luce señorial y altivo en el empobrecido desierto poblado de Kalisaya. Resiste estoico el persistente
embate de los implacables agentes erosivos que van marcando su huella con el
pasar de los días, meses, años, décadas: el viento, la lluvia, el sol, el frío,
si aquel frío que cala profundo en los huesos y tiene la fuerza para partir
rocas, van mermando, erosionando, debilitando, silenciosamente, día a día, su
estabilidad. Construido con ladrillo cocido pero también con adobes, aquella
masa de barro mezclada con paja brava de la puna, moldeado y secado al aire. La
entrada al amplio patio interior se levanta sobre un muro de piedras
delicadamente ordenadas sin ningún cemento que las mantenga firmes, como
aquellos muros que sirven para dividir parcelas, como aquellos muros
intelectuales que sirven para dividir sociedades. Ocho arcos, como los del
coliseo o de los viaductos romanos, integran el frontis del acceso principal.
La sequedad, aridez y soledad de aquellos parajes impiden que la floresta
invada los terrenos.
Su permanencia refleja la
solidez pero a la vez la fragilidad de los materiales con los que fue edificado
hace mucho tiempo ya, quizá desde siempre, según se cree. Como también
representa la fortaleza y debilidad del concepto mismo de la Iglesia.
Lentamente se desmoronan sus paredes, los tejados, sus principios y fundamentos.
La entrada principal, de madera, va perdiendo el soporte de sus cansadas y
oxidadas bisagras. Una vieja campana, en uno de los torreones, precariamente se
sostiene en una envejecida viga.
Erguido e inamovible, allí está,
pero no es posible ingresar en ella, un tosco candado asegura el desvencijado
portón de la entrada a la nave principal. Dicen que el cura la abandonó por que
no resultaba rentable. Administrar la iglesia es negocio de curas cuando se
cosechan las almas de los crédulos y los arrepentidos, cuando hay de quien
cosechar dinero y materiales para el buen vivir, forma y estilo histórico de
acumular riqueza de quienes representan a la Santa Madre. Pero en una comunidad
tan pobre, los diezmos y los materiales son exiguos. La voluntaria dádiva no
permite vegetar al sacerdote. La cosecha espiritual es cada vez más precaria,
dado que muchos de los feligreses migraron por que se cansaron de arrancar a la
tierra cuatro mendrugos o murieron a fuerza de dar y no recibir. Declina cada
día la clientela de inocentes o de los arrepentidos pobladores para la
cotidiana misa de las seis.
No!, no existen condiciones para
iniciar una santa cruzada en busca de infieles, de impíos, de impenitentes para
convertirlos o aterrarlos en el nombre de la Cruz. Con aquella que utilizaron
los romanos para castigar a los delincuentes, a los proscritos, a los
malhechores, a los maleantes, pero también a los irreverentes. La misma que
luego sirvió a los católicos para espantar demonios. Para en nombre de ella,
durante la “Santa Inquisición”, avivar la hoguera y abrasar a las brujas. La
que sirvió y sirve para justificar conquistas sicológicas, invasiones y
guerras. La que se utiliza para gritar vade
retro Satanás cuando las tentaciones llegan. Sí!, en el nombre de aquella
para aterrar, intimidar, amilanar con la amenaza de que su residencia eterna tendrá
lugar en los cálidos dominios de Lucifer! de no aceptar ser convertidos,
cristianizados, catequizados, evangelizados, reconciliados con la santificada
cruz. Este escenario no le permitía al cura ni comer, ni beber, ni convertir,
ni incrementar su hacienda, peor aun el buen dormir.
Los pobladores con sus
postergaciones materiales y espirituales no tienen para pagar por la misa para
la buena siembra, por el servicio para que el párroco autorice a los santos a
que salgan a corretear por los campos recién labrados y, jugando a la ronda,
santifiquen la siembra en las chacras recién sembradas, para que consagren la
cosecha y que esta sea productiva. No alcanza para solventar los gastos por la
oración para los muertos, por la ceremonia del bautizo, por las indulgencias
por los pecados, por el católico curso para ser buena pareja y por la bendecida
autorización para el casamiento. Por los sacramentos para el buen nacer, para
el buen vivir y para el buen morir. Por las hostias y por el vino, sí por
aquellas santas obleas y por la bebida noble para la eucaristía, también. El
pueblo, en los días que conmemoran las santas fiestas, ya no huele a flores
frescas recién recogidas, a incienso, tabaco y licor. Huele a pobreza y
desamparo.
“Hace más de un año que ya no viene
el padrecito”, comenta desolada una señora entrada en años, piel cobriza,
arrugada y curtida por el frío, al tiempo que calma el hambre de un mal nutrido
niño con un pedazo de pan humedecido con el oscuro líquido de una “Coca Cola”. Los feligreses ya no
escuchan los dominicales y admonitorios sermones, no pueden al amparo de la
Santa Iglesia confesar sus pecados, ni cumplir las penitencias por que no hay
quién las sentencie. No puede santificadamente el hombre tomar mujer ni esta
yacer con hombre. No hay quién bautice a sus hijos ni quien santifique el
cristiano nombre. No hay quien consagre la tierra con el agua santa para
enterrar a los muertos. Ya no está a quién pagar los nimios diezmos. Las
cosechas son cada vez más pobres “No tenemos a quién rezar. Ni santos y ni
santas a quienes pedir que intercedan ante diosito. La casa del Jesusito santo
y la virgencita pura y encomendada, está cerrada” finaliza con la mirada fija
en los clausurados portones de la iglesia.
En el poblado los santos y las
vírgenes que reposan en la Iglesia están de vacaciones, no hay quien les pida
favores para que intercedan ante Dios. Para que le soliciten que la lluvia
caiga, que caliente el sol; que crezca sano y fuerte el trigo, el maíz, la papa
y la quinua. Para que no se enfermen ni el padre ni la madre, ni el abuelo ni
la abuela, ni el hijo ni la hija, ni el nieto ni la nieta, ni el hermano ni la
hermana, ni el borrego, tampoco la borrega, el toro la vaca, el caballo y la
yegua, el burro y la burra, el gallo la gallina, la gata el gato, el perro y la
perra. Rezar para que cuando llueva no caigan los granizos del tamaño de un
huevo de gallina y arruine las siembras, los tejados y las cabezas. Y, cuando
el día llegue, pedir para que la muerte arribe de manera natural. Sí! el diablo
también perdió su oficio por que en ese escenario de soledad y tristeza resulta
un mal negocio tentar, seducir, excitar a las almas de los postergados
pobladores, por que en el fondo ellos no tienen que ofrecer ni el anticristo
que comprar.
El cura juega con la inocencia
de los pobladores – las huellas de la indeferencia santa son cada vez más
evidentes -. Los propios jerarcas de la Iglesia se encargan de la lenta
destrucción de la imagen que aquella representaba para la comunidad: la
respetada categoría de antaño ya no la reconocen. Se desgasta al mismo ritmo
que se deteriora el edificio que en el poblado la simboliza. A esta iglesia le
sonó la hora de la destrucción y de la ruina, lentamente las piedras que
sirvieron para levantarla están retornando al sitio al que corresponden y de
dónde fueron recogidas!
“..que el cielo mire con su ojo puro a través de sus
derruidos techos..”[1].
La decadente desolación de las
imágenes que se encuentran en el interior de la capilla y que representan algo
en el imaginario católico de la comunidad, refleja el proceso de destrucción de
una jerarquía ignorada ya por los comunarios. Jerarquía de aquella Iglesia que
incrementó la distancia habitual entre sacerdotes y humanos, establecida desde
cuando llegaron. Alejamiento que está a la vista de todos rige por doquier. La
expresión de su permanencia ¡Su fortaleza! Presente desde hace tiempo, mucho
tiempo, desde siempre según se cree, según dicen, erguida e inamovible pero
imposible de aproximarse a ella, está ahora en proceso de desmoronamiento, de
transformarse en escombros, de vivir de recuerdos en derruidas iglesias.
En estos escenarios, en dónde
los escombros predominan, no se encontrará la resplandeciente copa de oro de la
que el cura bebe el vino santificado, tampoco aparecerán el inalterable
diamante que ennoblece a la Custodia o la diadema de esmeraldas o de piedras de
fantasía de la corona de la Virgen. ¡No! Solo la orfandad religiosa prevalece.
El reconocimiento espiritual
sobre el bien y el mal, en estas condiciones, comienza a fijarse por otros
parámetros, por que aquel que cristianamente ayudaba a reconocerlos ya no está,
por ya no se sabe si existen o si están vigentes, dado que la existencia o
vigencia del uno depende de que exista o esté vigente el otro.
“El bien no existiría sin el
mal, un bien que tuviese que existir sin el mal sería inconcebible, hasta el
punto que no es imaginable, si el mal se acaba el bien se acaba; para que el
bien persista es necesario que el mal siga siendo tal”[2].
¡Muera el Diablo para que no
exista Dios! Y al Diablo lo vendría bien por que vive aterrado de “tener que existir para siempre” y lo
más grave ¡Sin oficio!.
Y en esa orfandad de la forma
cristiana de ver el bien y el mal, como fantasmas carroñeros de espíritus en
descomposición asoman la pareja de siempre: evangélicos, mormones, testigos de
Jehová, santos y santeros, profetas del holocausto y del juicio final golpeando
en cada portal con el que tropiezan con la esperanza de encontrar, convencer y
reclutar almas descarriadas que demandan con “ansias” conocer la palabra divina
para así obtener la salvación eterna. Pero lo hacen en una tierra en la que hasta
los espíritus cristianos, aquellos reconocidos por el bautizo, la confirmación
y la comunión, se extinguieron por consuncion, excomunión y con ellos también
los fantasmas que ya no están para atemorizar a los trasnochadores ni estos
subsisten para ser asustados.
Pero la comunidad o lo que quedó
de ella, un día como cualquiera, recordó que en otros tiempos aprendió de la
pasión de otras voces, que experimentó con la avidez de otras hambres, que
ensayó con el dolor de otras lágrimas y que sueña con plasmar otros ideales.
Configuró así las condiciones para que retornen con fuerza aquellas prácticas
ancestrales, la de la cosmovisión andina que orienta los patrones de la
convivencia social comunitaria y su relación con el mundo natural, donde las
fuerzas positivas y negativas de la naturaleza cumplen una misión en cada
momento de la vida de ellos.
Invocan a aquellos seres
sobrehumanos: a los Achachilas,
espíritus de los antepasados remotos, para que junto con la Pachamama los protejan, los resguarden, les prevengan
de las fuerzas negativas, de los malos aires. Para que las fuerzas positivas
traigan la prosperidad en las cosechas, traigan la salud para los hijos, que
llegue serena la bien amada lluvia, que el sol caliente para que germinen las
siembras. Para que les libren de las enfermedades y la miseria, para que les
traigan paz y bienestar. Aquellos son los grandes protectores del
pueblo aymara y de la comunidad local. Ellos supervisan la vida de los suyos,
comparten sus sufrimientos y sus penas, y les colman con sus bendiciones. Los
hombres y las mujeres agradecen por todo esto, respetándolos y ofrendándoles
oraciones, sacrificios y compromisos.
Las montañas y cerros, morada de los protectores, abrigan a los hombres, a las mujeres, a los niños y las niñas, a sus ovejas, a sus vicuñas, a sus llamas. Son los Achachilas, unos tan grandes como las elevaciones más altas, Illampu, Illimani, Sajama así los llaman. Ellos, los grandes, protegen a todo el pueblo aymara y a su territorio. Otros, los más pequeños, propios de cada pueblo y comunidad, están en los cerros que los rodean.
Residen en Akapa - esta tierra - el ambiente vital de los hombres, de los
animales y las plantas. El lugar de donde sale la Pacha manq’a (Phampaku), el alimento sagrado que se ofrenda a la Pachamama.
En donde mora junto con los
Achachilas
y todas las otras fuerzas personificadas de la naturaleza. Están en Taypi - el centro del
mundo, el planeta tierra - lugar de encuentro de las fuerzas positivas y
negativas del universo.
Cada fuerza está representada en
el imaginario mágico de las comunidades andinas en forma de montañas, animales
o plantas. Vienen del cielo o son paridas de las profundidades de la mismísima
tierra. Las fuerzas pueden ser positivas, negativas o las dos al mismo tiempo. Amaru, en forma de serpiente, administra
el agua para el riego. Illapu, se
manifiesta como el trueno y relámpago. Katari, monstruo acuático, espíritu maligno, portador de
enfermedades, infecta a las personas que tropiezan con él. Kuntur mamani, el
principal espíritu protector del hogar campesino. Anata, marido de la Pachamama,
fuerza de la naturaleza que vela por el crecimiento de los cultivos. Yapu kamana, vela por las chacras
durante la época del crecimiento. Anchanchu,
fuerza negativa que mora en el fondo de los ríos, en las cuevas y grietas de
las montañas, en las quebradas, bajo tierra en lugares desolados y en casas
deshabitadas.
Pero los ibéricos, en sus
lógicas, indujeron otras fuerzas que no estaban reconocidas ni en la tradición
ni en la cultura indígena. Supaya,
surge como una fuerza maligna por que la religiosidad cristiana la degradó al
identificarla con Satanás. Los europeos no podían llegar solos, traían consigo
sus propios demonios para compartir sus temores con los conquistados, por que
son de esos pavores que se nutre la católica religión para acrecentar su poder.
Para ello identificaron al Ángel de las Tinieblas con una palabra en lengua
nativa. Supay, cuyo significado
vernáculo es alma de los muertos, sombra, fantasma o duende, fue la elegida
para reconocer con ella a Lucifer, aquel que tentó al hijo del Dios cristiano,
pero que también tienta y hace sociedad con los papas, cardenales, obispos,
curas, monjas, políticos, jueces, fiscales, banqueros y otros tantos más cuya
extensa lista fue copilada ya por Dante Aligieri. Al no poder vivir sin su
propio infierno, lo definieron en lengua andina uniendo el vocablo supay con huasi (albergue, vivienda, posada), de esta forma denominaron supayhuasi al averno o a la casa del diablo. Sin embargo, lo que se
olvidaron los de Roma, es que el diablo cristiano no tienta al pueblo llano ni
lo lleva a su infierno, los pobladores no aportan nada más que con su
ingenuidad y con eso Satán no acumula poder. Las tentaciones están en otro
ámbito, en la triada que integran la política, la banca y la iglesia.
Los agradecimientos a la Pachamama, para invocar a las fuerzas
positivas, se realiza con la ceremonia de la ch’alla. Ritual del buen augurio, un día de ofrendas y promesas,
creencias y esperanzas. Lo realizan para agradecer a la Pachamama y pedirle buena fortuna. Serpentinas, globos, confites,
alimentos, en íntimo contacto con el objeto o aquello en el que se deposita las
expectativas presentes y futuras, forman parte de la celebración. La ch’alla ancestral costumbre del
altiplano boliviano, en la que se mezclan los mitos y costumbres de dos
culturas, es una auténtica representación del sincretismo religioso.
Se ch’alla en el último día del carnaval, antes del miércoles de
ceniza, cuando inician un viaje o al pasar popr un apacheta; el homanje lo efectúan al inicio de la construcción de la
casa o cuando esta concluye, o cuando el
corazón mande. Con respeto derraman en el suelo una parte del alcohol que
beberán y incineran el wira q'uwa, arbusto oloroso del
altiplano. Lo esparcen también sobre los implementos a utilizar en la wilancha, el sacrificio de sangre en
honor de la Pachamama y de los Achachilas
para conseguir su favor y su protección, o para agradecerlos por los bienes
recibidos. Se ch’alla en la chacra,
durante siembra de la que esperan los frutos o cuando ya están creciendo las
plantas. Depositan en esta ceremonia las esperanzas y sueños de una buena
cosecha y de un mejor vivir. La ceremonia también sirve para honrar las
herramientas de trabajo o cuando inician los cimientos de la nueva casa.
Durante los viajes, cuando pasan por una cumbre se ch’alla para honrar al Samiri[3] que representa
aquellas elevaciones.
Y, en época del crecimiento de
los cultivos, entrada la noche, cuando la luna domina el horizonte y pinta de
plata los campos y los montes, en los lugares de pastoreo los adolescentes
solteros danzan la Qhachwa. Lo hacen con energía para despertar y fortalecer la
fecundidad humana e influir en la fertilidad de la tierra.
Así, en estas
tierras, se están quedando sin oficio los santos, las santas, los apóstoles,
los profetas, los iluminados, las vírgenes, los ángeles, arcángeles, querubines,
serafines y el mismísimo satanás cristiano acompañado de sus legiones.
[1] Friedrich Nietzsche: Así habló Zaratustra
[2] Saramago. “El evangelio según Jesucristo”.
[3] Samiri: Lugares sagrados que, generalmente, se encuentran en las
líneas que salen de una comunidad hacia los cuatro puntos cardinales. Pueden
ser pequeñas elevaciones naturales o pequeñas construcciones cónicas hechas por
los hombres. Los samiris son protectores de una comunidad y deben garantizar la
buena suerte de sus habitantes. Se los concibe como personajes que dan un
aliento constante y dan las provisiones necesarias para la comunidad. (La traducción literal de la palabra "Samiri" es "proveedor").