Publicado
en el número 22 de la revista “Realidad Aparte”, en Nueva York.
A
Gabriel Jaime Caro A León Felipe Larrea
Era un
verano grisáceo, de cielo y ciudad brumosos. San Petersburgo reposaba en la
tarde respirando los vientos del Neva. Por los canales flotaban las barcas
solas, mientras los barqueros dormían en las gradas de los muelles de piedras
gastadas por el agua. Un abrigo sin cuerpo avanzaba por la avenida Nevsky, con
su perro de nube encadenado, y un ataúd desde el aire me guiaba al cementerio.
Entré al panteón de los hombres ilustres, de los nobles, de los escritores y
músicos. Sarcófagos de piedra tallada, escultores de héroes y musas, de ángeles
y arcángeles, habitaban el jardín laberinto que, a medida que yo avanzaba me
invitaba a una siesta sin fin, abriéndome sus baúles de ceniza, de tulipanes
marchitos. El cementerio respiraba, bostezaban sus muertos al ritmo de las
nubes que llegaban del Báltico. Escuché una melodía conocida que venía desde el
fondo. Busqué su origen atravesando las lápidas, hasta encontrarme con la tumba
sonora de Tchaikovsky. Era Septiembre la pieza que fluía del ataúd, como un
preludio del otoño que se avecinaba. Luego, el rostro de su escultura me sonrió
y un cuervo se posó en su cabeza, con una estrella roja sangrante en el pico.
La melodía fue interrumpida por cierta respiración pesada y quejumbrosa que
venía desde una esquina. Me acerqué algo temeroso, pero al ver que se trataba
de mi antiguo maestro Fiodor Dostoyevsky, mis temores se transformaron en una
alegría alucinada. Comprendí que el abrigo que se paseaba por la Nevsky
pertenecía a Raskólnikov y que el perro de nube era su alma encadenada al
suplicio de la eternidad. Fiodor Mijailovich lucía tenso, su rostro de piedra
reflejaba la insatisfacción de su alma. La tumba estaba encerrada por barrotes
de hierro, semejantes a los de una prisión. Y a pesar de que al pie del busto
sus admiradores habían colocado nutridos arreglos florales, Dostoyevsky
expresaba angustia y dolor, los mismos sentimientos que habitaban su obra, los
mismos sentimientos que lo motivaron a vivir y a morir como un guerrero,
estremecido entre las laderas punzantes de su conciencia y de su existencia
coronada de deslaves. Él, conocedor de mis manos audaces, con voz grave me
contó que había pedido a Raskólnikov que me buscara, porque sus despojos no
merecían estar enjaulados entre esos hierros hirientes. Solicitó que tome sus
cenizas y las arroje al fuego, pues los gusanos del tiempo seguían devorando su
espíritu. Me cargué de valor, abrí el ataúd y deposité en una bolsa el polvo
latiente de su ser. Al alejarme, los ojos de la estatua reflejaban una agotada
pero satisfecha calma, parecida a la que él experimentaba después de las crisis
epilépticas. Salí del cementerio cuando las primeras hojas de Septiembre
silbaban por la ciudad. Comencé a sentir frío; en un basurero encontré el
abrigo de Raskólnikov y me lo puse. Al atardecer, volando hacia Bakú, escuché
las explosiones de la guerra del Cáucaso. Desde el avión contemplé cómo la
tierra ardía, con las llamas de rodillas implorando al cielo. Salté a la tarde
y mientras descendía suspendido en mi aliento, esparcí sus cenizas sobre la
alquimia ardiente de la guerra, entre el quejido de amapolas desangrándose y
adormeciendo con su polen la agonía de las madres soldados. Después, bajo una
tormenta, caminando en silencio por las negras y rojas hogueras, note que
cuando más llovía, más crecían y se retorcían las llamas donde habían caído las
cenizas… En la cabeza de águila que dibuja la costa oeste del mar Caspio,
florecen hogueras inextinguibles, donde los antiguos peregrinos acudían al
llamado de la muerte, hilando y deshilando sus gusanos de seda…