Sheyla Bravo



De
Estaciones en el peregrinaje de un alma 1
Manthra editores
2009

Peregrina por mundos que se me brindaban
o que me escupían de su faz

por tierras suplicantes
agrestes
duras
muriéndome de inanición

también por paraísos
y valles generosos
nieves eternas
y mares muertos

¿Dónde no fui a ofrendarte
con las manos carcomidas
de tanto arar en las rocas
entre los espacios vacíos de las nubes
en los oasis aparentes de los desiertos?

¿dónde no te busqué
y no fuiste inspiración para mi canto?

¿Quién eres
Señor de los misterios nunca descifrables
en cuya búsqueda
el hombre apuesta hasta su vida
esperando encontrarte en un más allá intangible
o en  un acá
poblado de diocesillos y de noches oscuras
actos de fe
interceptores, castigos y milagros
siempre bajo un cielo que esquiva las respuestas?

¿Cuál es tu nombre
el que de verdad te invoca
si en cada templo
cada pueblo te cree exclusivamente suyo
y en dioses de piedra
de papel
de arcilla
de jade
de espíritu jamás visible para estos ojos
que solo son hechos de tierra vil
supuestamente estás
representado como lo quisieran ver
nuestros ojos del alma?

¿Quién eres
padre creador de esta criatura ciega
en cuya más íntima razón de ser
está escrita la necesidad de descifrarte
y de tenerte a toda costa?

¿Cuál es tu  propósito al mantenernos extraviados
en una irrazonable y obsesiva búsqueda
de este misterio que nunca se devela
impidiéndonos  saber quien mismo eres
y a donde hemos de ir para realmente hallarte?


De
Fábula de amores
Manthra editores
2009

Para amarte
mojaré mi pelo en la lluvia
bailando para ti por nueve amaneceres
bajo las espirales del círculo sagrado

me purificarán las vertientes escondidas
y el sahumerio de las siete hierbas santas

hechicera soy
te he mirado con idéntico poder
en el ojo cristalino de los brujos de mi tierra

Disipada la energía de los múltiples pasados
desnudándonos la luna llena
nos bendecirá con el bautizo de unos  nuevos nombres

así podremos encontrarnos en las fronteras del espacio-tiempo
o en el corazón sin límites del infinito
con la libertad de los guerreros impecables


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Borracho y huérfano de todo
mendigando por la calle de los mundos
como si no fueses quien eres
ni tu belleza no valiera el diamante que yo miro
te encontré
y te traje al fuego de mis hogares
para entibiar tu médula fría
tus huesos congelados
por la frustración y la desconfianza

Como una madre loba
que lame hasta sanar a su cachorro herido
te bañaré con mi leche
con las lágrimas de ternura
que me produce  mirarte

Apuesto por ti a los dioses
y a la locura que hasta hoy te ha dominado
pues también como tú
yo he sido mendiga y huérfana en muchos mundos


De
Fábula de eros y pasiones
Manthra editores
2009 

Eros despierta en la madrugada
tras un brevísimo reposo

viajando a través del éter
incita a las criaturas
expande el olor que hará encontrarse
a los machos con las hembras

lame con su bramido
con su aliento
la piel del mundo
el ansia de los cuerpos de ser magnetizados

Todos buscan
esperan
llaman

envían mensajes que piden sensaciones intensas
queriendo ser devorados por el placer

¡Todo exige la consumación del deseo de los amantes!


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Que vengan los pretendientes
y adoradores
los amantes que serán tomados como una ambrosía
que halague mi paladar

también el elegido y las doncellas
los efebos que con sus danzas y sus masajes
nos recrearán en los momentos de insomnio
entre el amor y el amor

Que venga el príncipe consorte conmigo al trono por un instante
y que se sienta mi dueño

todo será solo el teatro
de las pasiones que inspiran a mis sentidos
porque nunca nadie tendrá ni mi alma
ni mi voluntad

Sandino Burbano



El punto y la forma

Prisionero
En el centro estaba una cartera ocupada parcialmente por un trozo de vidrio que remeda el sitio con labrados íntimos al detalle: huellas digitales, manchas pequeñas... Un perro, que por alguna razón se encuentra oculto dentro de las paredes, animado, va hacia la cartera y con el hocico se adueña del fragmento.

Rasgaba el aire por donde se moviera.

Suelta el vidrio para acariciar con la lengua los rasguños, sin embargo se tragó uno.

Con ese añadido ya no podrá volver a la pared.

Queda prisionero del verbo:

MOVER.

Acto de magia
Con cuidado despega la manzana que brotó de un árbol: era de papel arrugado... Introduce un dedo en su bolsillo, para tomar el lazo brillante comprado en una tienda de la avenida que circunvala repetidamente...: hasta adquirir forma de lazo.

Fuera del bolsillo parece una mosca en vuelo.

Adhiere la mosca, o lo que fuere, a su fruta.

Que deja sobre una banca pública.

Eligió aquella, porque desde todos los ángulos es visible. Por cierto, miran con atención..., tanta, que el papel de la manzana, quizá, se alisa.

Luego, despacio, muy lento, la contemplación se constituirá en APLAUSO.

Exilio
Desde su ventana, observando la banca de papel que está en la calle.

Sobre la mesa se hallan algunos trozos, de ahí, ¿salió la banca?

Qué bonito aquel paisaje.

Al final, la expansión de su cuarto.

No sabe cómo se hizo; tal vez el silencio de los días.

Cosa grande: la falta de ruido.

Esta vez, él, unido a paisaje y habitación, reales e imaginados.

Es el exilio, vagamente intuido.

Convergencia
Aunque el avión consiguiera aterrizar sobre la mitad de una mañana hermosa, la hundiría un poco. El único pasajero ha podido llegar imaginando que gateaba en la nave.

Ahora, tiene que salir para ingresar en la sección de arribos que no era un área de concepción normal.

Él, ¿por qué lo hizo...? Más todavía: ¿por qué se encontraba ella delante con ese vestido apretado? Tanto la ciñe, que la pintura de labios empieza a chorrear y correr... ¡Se integra al diseño del vestido!

El pasajero quisiera ir hacia ella pero la emoción lo empoza en sí mismo.

Resuelve cerrar los ojos, descansar un poco..., cuando los abre: nada hay.

Solo gateando pudo comprender que esa mañana era zona de convergencia.

Propiedad
¡La casa dándose a conocer en la soledad de un medio día!

Cada paso del hombre arrastra su morada..., en una elástica, que se agranda y retuerce según como camine.

Lo restante de ese paisaje, campestre: amaneceres y anocheceres, de espaldas al personaje no pueden descubrir el suceso.

Por eso, aprovecha esa hora para mostrar la casa.
¡SU CASA!

Unidad de Medida
La piel de una muchacha, aliento callado, entró sola. En el restaurante comen dándose una relación especial con el plato: ¿es que intentan para siempre unir loza y cubierto?

La piel observa erizada.

Donde está la muchacha se esparce el silencio.

Entre este y los platos brilla una rama.

Es decir, LA DISTANCIA

Fuga
Una anciana se desplazaba manteniendo el equilibrio sobre todos sus años de la misma forma en que alguien lo haría sobre una cuerda. Siempre lo procuró y, por fin, había triunfado.

Cuando no lo hace, se sienta y juega a pasar su edad de mano en mano...; su cuerpo: inerte; palmas y tiempo: cadena interminable de saltos.

Con eslabones distintos.

Números nuevos.
Sin nombre.

¿El vacío extendido?

¿Vía fresca?

Lo azul
Como la acera de la esquina se introdujo en su vuelo, frenó bruscamente… Transpirando, pugnaba por continuar. Intolerable la situación de su marcha, así..., entrampada; ella, ave libre, resulta que solo fue la apariencia. Empieza el ahogo y da marcha atrás procurando el lugar del estancamiento: de modo que picotea los puntos de la línea de acera buscando liberar su trayecto... ¡Desgracia! El pico, harto, se confunde con la línea aquella.

PASAN LAS HORAS. EL LUGAR, IMPÁVIDO,
ESPERA EL VUELO DE OTRAS AVES
PARA CONTINUAR LIBERANDO EL CIELO.

La clave
El propietario estiraba a lo alto sus sentidos un tanto más de lo tolerable... Y, de repente, ¡saltaron! ¿Hacia dónde? A relieve.

Camina tras ellos pero tropieza con un recipiente de leche que, volteada, se acumula verticalmente... Forma, ¡qué cosa!, las paredes del envase que la contuvo.

Esto sucede —expresión hacia la cumbre de la ley “Causa efecto”— cuando los sentidos se desbordan más arriba de lo permitido.

Y ahí está, La Llave, en alto relieve, o, si se prefiere, La Clave.

Clave, amontonada hacia arriba.

Vanguardia
Hacía mucho tiempo que sobre la mesita de centro reposaba la taza que contiene cien años. La presión de unos dedos arruga un poco el recipiente... Más tarde, está ajado por completo.

Desde la esquina, una persona desnuda observa la taza que ya dejó en paz... Su piel se halla removida por el esfuerzo.

Todo, es el reflejo del cuadro que dejó de pintar.

Para conseguir, el presente.

Avistamiento
Un ladrillo estrujado se lanzó contra la copa de un árbol y el impulso, no el impacto, derribó varias hojas que, al caer, hundieron el pavimento.

El ladrillo no resiste estar pegado al árbol.

Cuando sopla fuerte, el viento lleva las hojas caídas de un lado para otro y quedan al reverso. Entonces se hace visible su hueco interior:
LO INFINITO.

—Por fin, ¡se divisa el borde de lo NORMAL...! —dijo

EL EXTRAÑO

que lanzó el ladrillo.

Verdadera hipótesis
Dormía. Poco a poco los ojos abandonaban su sitio para formar con la mente un solo cuerpo... ¡Qué singular!
Cuando despertó se ahogaba.

Extraño que consiguiera pararse, tal vez ocurrió por el grado de intimidad que mantiene consigo, pero se hunde un tanto, no en el suelo sino dentro de sí.

Es otro día. Duro permanecer de tal manera. Le sobrevive la esperanza de soñar nuevamente... “Quizás ahí pueda sacar esta porción de mí.”
Más, se ahoga, solo una conjetura.

¡Certeza: dormía de aquel otro lado!

Encierro
Para no eludir su destino el hombre entró a comer en el mismo lugar; cuando no lo hace el relieve del sitio empequeñece. Se sienta y ordena LO HABITUAL... Entonces, aparece revoloteando UNA COSA que, en instantes, se apoya en su silla.

Se miran, sin embargo almuerza y se va.

Sola, LA COSA, volviendo a ser cualquier cosa.

AbEcEdAriO
Parecía no tener fin. Se ensanchaba a izquierda y derecha de forma inacabable;

también inflándose para arriba y para abajo. ¡Qué suceso! Un observador curioso se acerca dispuesto a contemplar con más ACENTO... Y percibe una LETRA al interior.

“Puedo detener esta cosa”, piensa y con firmeza apoya las manos sobre ella.

¡Pero lo derribA!

Vuelve a intentarlo: ¡caE!

¿Y qué?

Si el hombre no es lEtrAdO.



Sandra Araya / La Caverna



Éramos cinco cuando entramos aquí. Iba yo adelante, dos más detrás de mí, dos más detrás de ellos.
Al principio, reían, tropezábamos, nos empujábamos hacia adelante, hacia atrás, reíamos, tropezábamos, jugábamos a buscar la salida. Al principio. Yo llevaba una linterna, que prendía y apagaba, como una concesión, para permitirles a mis amigos que rozaran con sus manos los cuerpos esquivos y cálidos de las chicas. Ellas, risueñas, dispuestas, me empujaban, se dejaban tocar, me tocaban a mí, incluso, la espalda, el pelo, me acariciaban desde atrás las mejillas. Molesto, entonces, me libraba de sus manos.
No sé cuánto tramo habíamos recorrido, caminamos mucho, en algún momento todos quisieron descansar. Yo no quería, no, quería seguir, adentrarme más en la caverna, en sus túneles, pero no quería seguir solo, no aún, necesitaba de acólitos a quienes preceder. Accedí a sus demandas y nos sentamos, en círculo, en una oquedad, con la linterna como centro.
Hacían chistes, ellos, comimos un par de manzanas, todos, bebimos agua, y sí, lo admito, algo de licor, bebieron licor los otros, yo bebí agua, quería continuar. Los miraba, a través de mi botella, difusos, absurdos, se reían, bebían, se tocaban.
Seguimos caminando. ¿Adónde quería yo llegar?
Sin saberlo con certeza, quería llegar a un punto distante del que habíamos partido, quería llegar lejos, a un paraje desconocido, nuevo, un sitio en el que no hubiese estado jamás. Un descubridor en ciernes, yo, no debía detenerse a pesar de las protestas de sus acólitos, pues entonces, ya después de una media hora de camino luego del receso, resonó contra las paredes la primera protesta.
Femenina, la voz puso objeción a la caminata: —Ya demostramos que podíamos llegar lejos. Estoy cansada.
Nadie respondió, sino un eco ahogado, carrasposo.
Unos metros más adelante, otra voz femenina dijo:
—Yo también estoy cansada, y la verdad me está dando un poco de miedo. No puedo respirar bien.
Una de las voces masculinas hizo un chiste sobre cómo podría respirar bien. Hastiado, me detuve de golpe y apagué la linterna: oscuridad. Gritos. Chillidos. Empujones.
—Si no se callan, nos quedamos a oscuras —dije— y de aquí no me muevo.
Oscuridad. Respiración.
Prendí la linterna, pero entonces fueron los otros quienes no quisieron seguir. Estáticos, agachados, pues el túnel había ido estrechándose, me miraban, con fiebre; furiosas, ellas; confundidos, desconfiados, ellos. Quietos, los cuatro esperaban.
—¿Qué?
Me pregunté, en silencio, mirando las paredes, no a ellos, moviendo mis pies sobre la tierra, sin mirarlos a ellos, si aquella que había sonado hacía unos instantes había sido realmente mi voz. Dudaba, entre esas paredes, pero para mí, la única alternativa era seguir hacia adelante, no hacia atrás, habíamos dejado la salida muy atrás.
Lo dije con mi voz, con otra voz, con alguna:
—Ya no podemos volver. Es muy lejos. Tenemos que seguir hasta encontrar una salida adelante.
—¡Estás loco! —dijeron ellos.
—¡Desgraciado! —dijeron ellas.
Apagué la linterna: oscuridad, empujones, gruñidos. Dolor. Silencio.
Después de un tiempo, uno segundos, un minuto, una hora, un día, no lo sé bien, volví a una vigilia a ciegas, a oscuras. La garganta se me había secado mientras estaba inconsciente, me levanté en mitad de la oscuridad y el polvo. No escuchaba a nadie a mi alrededor, no veía nada a mi alrededor. Dónde estaba el atrás, el después, la salida, el camino por seguir, no lo sabía. En mi mano, la linterna que habían tratado de arrebatarme yacía fría y muerta, con el pequeño bombillo roto. Aunque inservible, seguí aferrándola.
Sonreí. Ellos también andarían a tientas.
Con mi mano libre me acaricié la garganta, consciente de que sí se habían llevado mi botella de agua, el único nexo con la vida, con la claridad fuera de ese lugar.
Podría haberme quedado ahí, a oscuras, quieto, esperando que mi respiración, en algún momento, cesara, se detuviera en silencio. Pero quería seguir. Y seguí.
No recordaba el camino, no sabía de una ruta a continuación, avanzaba a tropezones, rozando las paredes, soportando sobre los ojos ciegos las tinieblas. ¿Para qué mantener abiertos mis ojos? Los cerré. Para siempre, quizá, pensé.
Comencé mi verdadero camino, proseguí mi senda a ciegas, cobrando un poco de soltura en cada paso, adivinando los obstáculos como los seres que han vivido durante años, siglos, bajo tierra, en las profundidades del mar, en medio de una apacible oscuridad. Y sin embargo, algo rompía, de vez en cuando, con mi tranquilo recorrido.
Murmullos, risas, jadeos.
Escuchaba ruidos, y aunque la primera vez abrí los ojos para intentar ver a los traidores, no pude localizarlos en la oscuridad de la caverna.
Murmullos de preocupación, risas nerviosas, jadeos por la falta de oxígeno.
Ellos me temían más que yo a ellos y supongo que estábamos en la misma situación: en medio de aquella negrura, no sabíamos quién seguía a quién. Caminaba, entonces, el único sino era caminar, esperando a tropezar con algo o alguien, cualquier escollo que fuera una señal de muerte o de vida. A veces, cansado, me dejaba caer en el sitio, con los ojos cerrados siempre. Entonces entraba en la inconsciencia, no oía más, no sentía ya nada. Despertaba, no sabía cuánto tiempo después, y con los ojos cerrados, siempre, siempre, me incorporaba para seguir mi camino.
Comenzaba a sentir sed. Quizá el polvo de aquella caverna se me había colado por la boca, por la nariz, convirtiendo mi cuerpo, en el interior, en un territorio árido como los pasajes de aquel laberinto. Terminaría mudando mi condición de carne en tierra, me secaría, ni siquiera se pudriría mi cuerpo cuando muriera, sino que se desharía como una estatua de barro que pierde toda su humedad cuando el sol la toca. ¿Acaso recordaba la luz del sol? Su imagen, en mi mente, lastimó mis ojos, así que los cubrí, como si me hubiesen enfrentado súbitamente con su resplandor. Al mismo tiempo, algo hirió mis oídos, me detuve, puse atención a los sonidos. Jadeos, sollozos, jadeos, gruñidos. Un olor penetrante llegó a mi nariz, fluidos corporales, podía imaginar lo que sucedía en algún recodo de la caverna, sentí asco, y morbo, lo admito, quise ver, abrí los ojos para encontrarme con la absoluta oscuridad del corredor.
Por primera vez desde que entramos en la caverna, dudé, sentí miedo. Ciego, ciego absoluto, no por voluntad, sino porque a mi alrededor no había más que tinieblas, sentí que jamás encontraría una salida, que me consumiría en ese mismo sitio, que así como ya no veía, poco a poco dejaría de respirar. El aire se tornó pesado, me costaba respirar, quería respirar, me desesperaba por respirar y pensé, en mi ahogo, que aquellos que jadeaban como animales en algún sitio me arrebataban el poco oxígeno que quedaba en nuestro encierro.
Grité. Ellos me escucharon, gruñeron, gimieron un poco más, pero entonces escuché un gemido último, como el de un animal que se ahoga en un estanque de aguas espesas y negras. Silencio, oscuridad. Al poco tiempo, un roce cercano me indicó que alguien estaba cerca de mí, una lengua acarició los dedos de una de mis manos.
Retrocedí, choqué contra una pared de roca, me dejé caer y cerré los ojos. En la oscuridad voluntaria, me sentí mejor. Me negaría, desde entonces, a abrir los ojos, moriría ahí, me quedaría dormido y no despertaría, el fin sería bello, suave.
Soñaría, pensé antes de dormir. Soñé: había llegado al fin del recorrido. La luz no invadía mis ojos, no los hería. Percibía un resplandor suave, como el de la noche temprana, quizá como la del amanecer precipitado, una luz violeta, mansa. Salía del túnel, de la caverna, posaba mis pies en un lugar que estaba cobijado bajo el cielo. Estaba en un parque. La fría luz se posaba sobre unos graderíos de cemento, había vuelto al sitio donde alguna vez había encontrado a una mujer muerta, desnuda, aterida bajo el cielo recién amanecido, a la vista de las calles que bordeaban el parque. Había vuelto. Había fracasado, entonces. O quizá también había soñado aquello.
Desperté en mitad de voces, susurros, gritos, al final, una luz que chocó contra mis ojos, unas manos me agarraron fuertemente y me arrastraron. No me resistí, estaba demasiado débil para ello, y pude darme cuenta, por la velocidad de los movimientos, por el frío que me calaba, que me encontraba desnudo, a medias, mi pantalón estaba desabotonado y me estorbaba en las piernas, aunque no las usara, así como mi ropa interior estaba enganchada con los pantalones.
Sentí que la textura del ambiente había cambiado: podía respirar mejor, la garganta no me ardía, era solo aire lo que estaba recibiendo, nada de polvo, nada de oscuridad. Sin embargo, mantuve los ojos cerrados; aun así podía sentir la luz del sol sobre mis párpados.
Me dolía, me dolía, me dolía, el dolor iba de mi cara al resto del cuerpo, el dolor se movía hacia mis manos. En la derecha, sostenía aún, inservible, pegada dolorosamente a mi piel, la linterna muerta. A mi mano izquierda le faltaban dos dedos.
Torpemente, cuando me depositaron en el césped, acomodé mis ropas.
Escuché, entonces, algo, alarmado. Volví mi rostro en esa dirección. De la cueva, salían unos gruñidos. Me atreví a abrir los ojos. Miré hacia dentro, anhelando la oscuridad. Algo se movía, en el fondo.
El polvo, movido por el viento, se pegaba a mi mano ensangrentada, el polvo que aún salía de la caverna.
Aquellos que me habían sacado me apartaron de la boca de la cueva, me rompieron los oídos con sus gritos, estertores, maquinaria que dejaba caer tierra, más tierra sobre aquel hueco.
Yo estaba afuera, pero los otros, no. Los de la caverna no habrían de salir nunca más. Aquella era su paga por no buscar una salida más adelante. Yo se los había dicho, era mejor no volver, pero no quisieron escucharme.
Cerré los ojos, aunque la luz del sol ya no me hacía tanto daño.



Salomón Cuesta / El seis, el número perfecto





Seis personas tres hombres y tres mujeres fueron a un retiro infinito para discernir sobre un tema que agobia al universo conocido: el amor. La pregunta central era ¿qué es el amor?

Las tres parejas discutieron sobre el tema desde la manera más erudita hasta la forma más basta, el amor expresado en la lascivia, enunciada en burdas frases sin sentido, con la pretensión de metaforizar la vagina y pene, el ano, la boca, los dedos, el puño y todo lo que podía ser un vehículo del amor.

Discutieron con los argumentos más eruditos, desde la retórica del amor descrita por Platón, pasando por los textos corporales de la india o por la pertinencia del amor divino o la insolvencia de la razón mimetizada en el poder, hasta quisieron experimentar la emasculación en uno de los participantes escogidos al azar, pero después del sorteo uno de ellos, se opuso, pues dijo estar enamorado de él, de su pene. Así que no pudieron castrarle y se privaron de discutir sobre el amor casto, tampoco pudieron privarle de alimento para que viva la experiencia de las santas apasionadas por Cristo, por sus virtudes y por sus galas testiculares.

Experimentaron el amor carnal, llegaron a poseerse mutuamente, sin distinción de sexos, utilizaron todos los instrumentos posibles para satisfacer su deseo, todo en nombre de buscar el amor.

Una de ellas después de 500 días de retiro dijo que el amor es una idea falsa y que todos los datos objetivos contradicen su existencia, y que lo que está atrás de esa idea es solo una burda sensación que oculta la esencia del fenómeno, el cual es el placer, solo el placer y nada más que el placer. La estimulación del pene, la vagina o cualquier orificio que conduzca al placer es y que lo más cercano al amor es el fetiche que utilizan para penetrarse o la bestia que utilizan para eyacular.

Los cinco restantes quedaron petrificados, los hombres lloraron, no sabían por qué, si el llanto era por vergüenza o por indignación. Ellos salieron del salón del amor, en donde discutían sobre el tema y volvieron al día siguiente extenuados por el llanto para recalar en el calor del lecho y rogar por amor a sus compañías.

El seis se había roto, el número perfecto, cuando dios creo al hombre se había destrozado por buscar el amos, ellos se sintieron pecadores y ellas culpables del exceso de su compañera.

Las mujeres quedaron solas, sin embargo, las dos restantes no lloraron, tampoco se indignaron, solo rasgaron la túnica con que estaba vestida la descreída del amor, la azotaron en las nalgas hasta hacerla sangrar, en la espalda nada, porque consideraban que lo más bello de ella era su talle, mientras le azotaban le hicieron morder un falo tallado de madera para ahogar sus gritos, luego la sodomizaron con el cabo del hacha, el cual lo utilizaron como símbolo de las virtudes del amor.

Ella nunca más volvió a pronunciar palabra en contra del amor.

No sabían que más decir y pasaron casi mil días de discusiones, solos en su retiro, sin saber cómo más experimentar. Hasta que un día sin hablar previamente sobre el tema decidieron salir de los aposentos de la discusión, abandonar el salón del amor y todo lo vivido en los tres años que duró su retiro.

Se despidieron sin mostrar ningún afecto, no dijeron nada al partir, cada quien tomó un camino distinto, no llegaron ni a concluir ni sintetizar nada sobre lo discutido, la única certeza que tenían es que el odio existe y que todos se despreciaban mutuamente.

Max I. Vega / REFRACCIÓN



Wide Streets Commission, el cuerpo arquitectónico creado en 1757 (y abolido tiempo después, en reivindicación de la dignidad humana) por la protestante Dublin Corporation, no solo llevó a cabo la reforma y remodelación de la vieja ciudad medieval para convertirla en el moderno Dublín Georgiano, sino que también encerró historias de dolor y de muerte.
Dublin Corporation apuntaba a los condados católicos. A mi familia y a mí nos expulsaron de nuestro hogar para demolerlo y construir un lujoso edificio de apartamentos. Mi gente huyó a Reino Unido, yo preferí quedarme. Monté una despensa de víveres, para lo cual, tuve que cambiar de identidad, de apariencia y, lo más doloroso, de credo. Ahora soy una protestante ante la sociedad. La persecución de la que hemos sido víctimas ha terminado al precio de negar mis principios y separarme de mi familia. Cuándo habré de volver a tenerlos cerca.
Por fortuna, a inicios de 1770, un nuevo orden se implantó en el Reino de Irlanda, decayendo el hostigamiento al catolicismo, Wide Streets Commission fue cancelada y un aire de paz, como en muchos años no se respiraba, había llegado. Pude rentar un apartamento en un edificio junto al Puente Essex a orillas del río Liffey. Esta torre se erigió frente a un terreno donde, no hace mucho, existía un condominio —católico también— semejante al que yo crecí. La mudanza ha sido agotadora, pero aquí, envuelta en esta pila de cajas y tomando este delicioso té negro, siento que vuelvo a tener un hogar. Descanso en el adorable panorama del muelle a través de la ventana de mi recámara y, tras de sí, la anchura del río. Aquí empieza una nueva vida.
Antes del anochecer, vuelvo a dar un vistazo al muelle y me percato de un peculiar detalle que no hube notado con anterioridad. Junto al contenedor yace una pila de cajas más abultada y ordenada que la mía. Parecen objetos rescatados de alguna demolición. Voy a revisar, quizás encuentre algo útil. De todas ellas me llama la atención una de hierro. Sugiere ser pesada, pero al levantarla la siento algo ligera. Al abrirla, ya en el apartamento, encuentro rasposos objetos con hedor a óxido envueltos en trapos, los que prefiero no abrir. Con decepción pienso volver a depositarlos en la basura hasta que, escarbando hasta el fondo, descubro un largo tubo metálico, de extraño aspecto y cristales en sus extremos.
Ojeando a través de este artefacto, los objetos parecen acercarse hasta mi nariz. Es como si se riera de la distancia. Lo llevo a la ventana, vuelvo la mirada al cristal y, tras el muelle, descubro un conjunto residencial de similar estilo a aquellos que han sido derrumbados. Las azoteas de cada residencia están muy juntas, apenas divididas por muros lindantes de baja altitud. Me recuerdan mi niñez cuando, acompañada de mi hermano, jugábamos a brincar de terraza en terraza hasta dar la vuelta al condominio y regresar rendidos a nuestro hogar, justo a tiempo para la hora del muttan. Parece encontrarse bastante lejos porque cuando dejo de ver por el lente, desaparece. Me inquieta. Pongo la vista de nuevo en el instrumento. Esto sí es extraño, el lugar se percibe fantasmagórico, parece que nadie vive allí. Mejor olvido este asunto antes de perder la cordura.
Luego de un par de días, vuelvo a curiosear. Ese lugar continúa viéndose desamparado, a excepción, dentro de una de las casas limítrofes del conjunto, de la presencia de un hombre mayor, canoso, delgado, enano y con grandes ojos negros. Está leyendo vivamente y parece sentir que lo observo porque de pronto ha adoptado una pose engreída. El lunes retomé mis quehaceres. Durante tres días que me parecieron agotadores, al regresar, poco avanzaba con el desempaque y me sentía tan rendida que, inclusive, me acostaba sin cenar. Para el cuarto día ya no resistí y, en la primera oportunidad, volví a espiar por el amplificador de objetos. El cielo sobre aquella zona residencial se percibe gris y sombrío, el sol ha desaparecido y sigue apreciándose desolada. No hay movimiento, excepto en la residencia de Mr. Lonely, como he decidido llamarlo. Con el afán de aclarar este misterio, a partir de ahora, únicamente habré de poner la mira del lente sobre su vivienda. Se trata de una típica casa dublinesa, con estantes llenos de porcelana, anaqueles saturados de libros, muebles de fino acabado y objetos de cristal de todas las formas y tamaños. Ahora mismo, Mr. Lonely contempla extasiado su cristalería como si estuviera, más que orgulloso, enamorado de ella. Todas las tardes espío lo que sucede en aquella casa. Estoy segura que él es su único ocupante y, al parecer, jamás la abandona. Gustaba pasar mucho tiempo en la sala y en el cuarto de estudio. Leía, fumaba pipa y tomaba té muy a menudo.
Un día esa rutina cambió. Se le ha ocurrido sacar una completísima colección de armas de distintas clases y épocas. Veo puñales, masas de tres bolas, hachas, espadas, alabardas, un arco con flecha, inclusive una especie de cañón diminuto que puede agarrar con la mano y una ballesta medieval. Las limpia, pule y da mantenimiento. Tengo la sensación de que está preparándose para usarlas. Por primera vez se arremanga el saco para colocarlas sobre una franela y contemplarlas; entonces pude notar, tal como si fuera sangre, una gran mancha rojiza en su muñeca izquierda. Parece avergonzarse de ella, de ahí que procura siempre ocultarla. ¡Qué es esto! De un cajón apartado ha sacado un tubo idéntico al mío. Lo arma, prueba su visión, lo desarma y lo vuelve a guardar.
Me pregunto para qué está preparando las armas y el origen de su artefacto. No es descabellado suponer que, dada su cualidad de lector, Mr. Lonely haya adquirido ciertos rasgos de locura, que son inevitables en las personas que se envician con los libros. Ahora ya lo acecho. Apenas y voy a la despensa. Ha sacado de nuevo el amplificador y las armas, a las que no deja de limpiar, pulir, contemplar y acariciar. Ya no me cabe duda, este hombre está trastornado y piensa utilizar su arsenal en cualquier momento. Esta tarde realizaré una vigilancia más exhaustiva. ¡Qué es lo que veo! Mr. Lonely inspecciona el Puente Essex con su tubo y sostiene la ballesta con la otra mano. ¡Su ataque es inminente! Nada puedo hacer más que seguirlo con mi artefacto. De pronto hace un súbito giro y coloca su mira hacia mi edificio. Dios Santo, siente que lo observo y me busca denodadamente. No puedo soltar el instrumento, es como si su presencia me lo impidiera. ¡Oh no! Puedo ver el reflejo de mis azules ojos en su lente, me está viendo. ¡Me ha encontrado! Sabe que lo vigilo y que conozco sus planes. En razón de que este pudiera ser el fin, he decidido llevar un diario de los próximos acontecimientos:
Martes 5 de marzo de 1771. En los últimos días he tratado de mantener cierta calma. Con esfuerzo, he vuelto a atender el almacén, salgo a la calle como cualquiera, me alimento a mis horas; y, estoy tomando medidas más cautelosas para espiarlo. Por ejemplo, he puesto el amplificador de objetos en un buen escondite sin perder la perspectiva. Tampoco lo vigilo a las mismas horas sino aleatoriamente. Cada vez que curioseo él está ahí, unas veces espiando hacia acá y otras preparando la artillería contra su blanco que, ahora pienso, soy yo.
Miércoles 6 de marzo. El sol no ha vuelto a aparecer. Estoy convencida de que no deja de mirarme y cuando se percata que yo también lo hago, cambia de comportamiento. Es muy difícil sentirme tranquila y fingir que nada ocurre. Ya no voy a la despensa, saco víveres a escondidas y no voy a ninguna otra parte. Llegada la noche, aseguro puertas y ventanas con sendas barricadas y duermo tras una pared para no ser atravesada por ningún proyectil. Si no fuera por el hambre, nunca saldría del apartamento. Sé que Mr. Lonely está al acecho, esperando la oportunidad propicia para atacarme.
Viernes 8 de marzo. Hoy he tenido que salir para traer alimentos y, a mi regreso, he comprobado que todos los objetos de mi apartamento fueron reemplazados por perfectas réplicas. ¡Él estuvo aquí! Ha dejado pasar unos días y ahora me hostiga, corroborando lo absurdo del pensamiento humano que siente zozobra inmediatamente después de un espeluznante suceso, siendo muy poco probable que algo ocurra; pero, luego de un tiempo, nos sentimos tranquilos y confiados, cuando es entonces que nos encontramos en verdadero peligro.
Sábado 9 de marzo. No puedo conciliar el sueño. Ha descubierto que soy católica y vendrá para matarme. Creo que no hay nada peor que puede ocurrirle a un ser humano que ser asesinado por un semejante. ¡Dios mío ayúdame! No quiero morir. Lo espío y Mr. Lonely continúa viendo hacia acá mientras afila las flechas de su ballesta. Lo miro a toda hora y él sigue ahí, en la misma perturbadora actitud.
Lunes 11 de marzo. Como última medida he traído todos los víveres del almacén y he conseguido una piedra de arsénico en fase inicial. No volveré a salir. Pongo la vista en el tubo. Lo rastreo por toda su casa, ¡ya no está! Viene hacia acá. ¡Jesucristo, voy a morir hoy! Hago añicos el amplificador. Trato de gritar y solo puedo emitir sonidos sordos. La claridad ha desaparecido por completo. En las tinieblas, mis oídos han cobrado agudeza. Escucho sus pasos subiendo las escaleras del edificio, arrastrando la ballesta. Está decidido a aniquilarme. No tengo a dónde huir. ¡Ya sé! Me arrojaré por la ventana —no habiendo escapatoria a la muerte, lo único que anhelo es no ser asesinada. ¡No! Sería muy doloroso, tampoco quiero sufrir. Sus pisadas se escuchan ya en mi puerta. ¡Está aquí! ¿Qué hago Señor? ¡El arsénico! Iré por él. Trata de zafar la barricada, lo conseguirá pronto. No lo puedo encontrar. Ha hecho pausa de silencio. Al fin he encontrado el veneno al fondo de la canasta. La puerta se estremece, sus jalones son muy violentos. Sin dejar de temblar saco la piedrecilla ¡Ha roto la puerta, está aquí! ¡No me atrevo pero tengo que tragarla! Me encomiendo a ti mi Dios. Espero que pronto haga efecto.
Después de la pérdida de mi padre no he experimentado un dolor semejante, hasta hoy. No puedo evitar recordarlo, agonizante y sin poder reconocerme, ahora que, asimismo, estoy cerca de sucumbir y perder todo lo que he forjado. Ya no tengo familia, tampoco salud y, mi última ancla a este mundo, mi hogar, está por desaparecer. Qué lejos están los días que, cuando niño, en pleno corazón del Dublín Antiguo, los católicos andábamos a nuestro antojo, mientras los protestantes apenas respondían a la categoría de una secta incipiente. Por desgracia, las cosas han cambiado. Con la llegada de la “modernidad”, la persecución a la que hemos sido sometidos por el protestantismo fue inclemente. Miles de familias han sido desalojadas de sus domicilios por parte de la demoníaca Dublin Corporation.
Para inicios del siglo XVIII, la ciudad empezaba a pagar el tributo de transformarse en una de las economías más prósperas de Europa. La creciente expansión poblacional obligó a la construcción de grandes edificios periféricos. En algunos sectores, edificaciones ancestrales cayeron para dar paso a la apertura de vías; y, en otros, se derrumbaron ciudadelas enteras de considerable extensión para levantar torres allí. Eso fue lo que sucedió, por citar un caso, en Henrietta Strett, el primer reducto en ser demolido. Desalojaron a los moradores y destruyeron sus hogares para levantar ostentosos edificios como el King´s inn, icónico símbolo de la prosperidad protestante. El sector se volvió de prestigio y muchas figuras de la élite dublinesa se mudaron para allá. El cuerpo arquitectónico Wide Streets Commission se hizo cargo de este proyecto derrumbando, hasta cierto punto con saña, aquel conjunto habitacional so pretexto de la modernidad. Pero, en realidad, esa zona residencial y varios otros condados (donde muchos prefirieron entregar sus vidas antes que ser expulsados) fueron bastiones de resistencia Católica en Dublín. Toda la gente se vio forzada a dejar sus hogares y escapar a otras regiones. Este conjunto habitacional es el último de estilo medieval en el Reino de Irlanda. Adquirí esta residencia junto con mi esposa, que Dios tenga en su gloria, aquí hemos criado y protegido a cinco hijos. Y, a pesar del aire tétrico que últimamente recorre sus estancias, la sigo sintiendo candorosa y febril. Este ha sido mi hogar por más de cuarenta años y no habré de conocer otro.
Lo cierto es que no he resultado intacto de la crueldad hacia mi credo. Esta propiedad será la próxima en ser demolida. Mi descendencia entera ha escapado de Dublín dejándome íngrimo. Yo no abandonaré la ciudad que me vio nacer, me crió y arrulló. Si he de tener que morir solo, que esa sea la voluntad del Señor. Pronto voy a morir. Ellos vendrán por mí y nadie velará ni enterrará mis restos. Es entonces, bajo la sombra de este entendimiento, que no hallo otro consuelo más que el apego a las más preciadas posesiones reunidas en el transcurso de mis andadas. Las que, por cierto, guardo ocultas tras la cristalería de la sala, la que aún se conserva preciosa, férrea y elegante.
La primera, es mi colección de armas, tan variadas como únicas en su especie. Poseo desde cuchillos, alabardas, ballestas, hasta un modelo de prueba de un arma a base de pólvora. Trece piezas en total. Dispuestas en orden cronológico, según las he ido adquiriendo. Cada una conectada a la otra por algún punto en común (por lo general emotivo). La obtención de la primera dio como consecuencia el hurto (o lo que fuere) de la segunda; la tercera de la cuarta; la quinta de la sexta, etcétera. Es posible también que la última pieza de la colección (un arma tan extraña y sofisticada que es incatalogable hasta el momento), no tenga, en apariencia, ninguna relación con sus doce predecesoras; sin embargo, estoy convencido que viene a representar la evolución (y colofón) del resto y que, de algún modo, conserva algo de cada una.
Pero antes, traeré el segundo y más preciado tesoro, un obsequio de mi desaparecido, pero muy entrañable amigo, James Short: un telescopio reflector. Pieza única en su especie. El primero en ser fabricado con metal. No lo he ensamblado desde que mi primer nieto me pidió ver las estrellas. Se mantiene intacto y tan pulcro como lo dejé. Tengo planeado introducirlo junto con las armas en esta caja de hierro, para que ninguna colisión pueda destruirlos y perduren mucho tiempo después de mi deceso. Ajusto el enfocador para probarlo. Todo se ve nítido y esplendoroso. Los libros que guardo en la biblioteca, si bien me dieron instantes placenteros, sus historias de angustia y dolor me resultan repulsivas y ahora espero que sean lo primero en incinerarse cuando esta casa —que tampoco es imperecedera— comience a arder. Con este folletín de Laurence Sterne, que me ha conmovido profundamente, cierro, para siempre, el último libro que leeré en mi vida. He reservado la hora de volver a desplegar la colección de armas para los días que precedan al fin y, no habiendo nada que me lo impida, creo que ha llegado el momento. Las extraigo con sumo cuidado, preparo cera y una franela. Las coloco en fila sobre un sayo especial, me arremango el suéter y me dispongo a limpiarlas y encerarlas. Me tardo horas en cada pieza. Llegada la noche se me hace difícil continuar sin luz suficiente. Suspendo mi labor por ahora. Mañana habré de continuar. Estos días opacos se ven subyugados por un hálito lúgubre, que vaticina la llegada de un suceso abominable. Sin más que hacer, me dispongo a tomar mi breakfast, té negro con pan de trigo. Cargo la pipa. La miro con devoción (ella no pertenece a mis tesoros porque es la compañera de mi vida) y aspiro una fuerte bocanada. Tardo en expulsar el humo. Me siento mareado. Es delicioso. Despliego otra vez las armas y continúo puliéndolas. He terminado. No importa, me apetece limpiarlas de nuevo y después lo volveré a hacer y luego otra vez y otra hasta que, así, me vea sorprendido por la muerte.
Varios días han transcurrido. Me siento extenuado, pero feliz. Mis armas brillan con la luminosidad del zafiro. La ballesta es la pieza que más trabajo me da y por eso la dejo al final; y, también debo admitir, es mi favorita. Ahora echaré un vistazo por el lente del telescopio para avizorar el muelle y su alrededor. Debo confesar que nunca se me abrió más curiosa perspectiva.
Sobre el Puente Essex vislumbro un nuevo edificio, de tan mal gusto que sus apartamentos parecen celdas y su distribución es inextricable. No obstante, percibo mucha vida allí, al contrario de lo que aquí sucede. Espío sus ventanales. ¡Vaya! Avizoro a una mujer. ¡Con un telescopio idéntico al mío! ¿Cómo es posible que una muchacha insignificante posea otro modelo Equateral Telescope de la línea de James Short? Esto sobrepasa lo extraño. Su estancia se ve desordenada. Únicamente distingo un promontorio de cajas y un canapé roído. Sin embargo, es preciosa. Tiene un lunar oval junto a su boca, ojiazul y una actitud inquisidora. Me resulta familiar. Espía hacia acá buscando algo. Recorre con su lente puntos periféricos del condominio como si estuviese esquivando mi atisbo. Sabe que la observo. Su lente se posa sobre el mío. Miro el reflejo de mis ojos negros en su lente. Qué momento inconmensurable. A pesar de no ser tan joven, mantiene la inocencia y candidez de una criatura. No obstante, demuestra temor. Cuánta ternura y nostalgia me ha provocado. Siento que con su lente cuida y vela mi parcela. La llamaré Alejandrina, por ser la protectora de mis días postreros.
Apenas hubo de sentirme se agazapó precipitándose al interior del apartamento. Esa actitud también me resulta familiar. ¿Qué representa, precisamente en estos días luctuosos, la presencia de ese edificio, esa mujer solitaria y su instrumento? De vuelta al misterio, ella ya no está. Se ha llevado el telescopio consigo. Antes de que todo termine me gustaría desentrañar la naturaleza de este fenómeno. Han transcurrido varios días. Uno más funesto que el anterior. De cuando en cuando, oteo el apartamento de Alejandrina. Ya no he vuelto a verla. No obstante, el edificio sigue ahí, para afirmar que no es irreal. Pero tal vez, sí imaginé, cegado por mi apego, que esa mujer tiene en su poder un Equateral Telescope. Esta misma noche haré el último intento de inquirir. Sé que mañana vendrán por mí. Observo. El panorama sigue siendo el mismo. Finalmente, Alejandrina ha vuelto a aparecer. Se ve demacrada y su semblante es de angustia. No deja de moverse y sus desplazamientos son atolondrados. El telescopio está próximo a ella. Corre hacia adentro. Está regresando con un hacha. Ha Enloquecido. No, ¡el telescopio no!
Todo ha desaparecido, incluyendo el edificio. Sin quitar la vista del lente, apenas puedo contemplar el muelle y el piélago tras de sí. El piso empieza a temblar. La masacre en contra de los católicos ha empezado. La pólvora estalla bajo mis pies. Este es el fin. La reciente y más mortífera arma de los protestantes, Wide Streets Commission, ha cumplido su amenaza de demoler esta residencia esté o no yo en su interior.
Miro la fecha y hora de mi aniquilamiento: Lunes 7 de noviembre de 1757, 9pm.
Padre, pronto nos reuniremos.



Martha Ormaza / El lobo hombre en Quito



Por sobre el terraplén de la curva más sinuosa de la vía a La Merced hay una cueva desconocida para todos. La habita Boris. Boris es un lobo metódico. Se ha forjado un espacio habitacional insólito. Acompañan su soledad, las bazofias que provocan los accidentes de tránsito, que casi a diario, ocurren como fruto de un error de cálculo en el diseño del peralte del “festón de la muerte”.
El atiborramiento deja asfixia en el espacio empachado de: Llantas, espejos retrovisores, asientos tanto traseros como delanteros, luces direccionales, faros, alógenos, triángulos, linternas , latas, tuercas, tornillos, alambres, todo tipo de piezas automotrices, maletas, ropa de distintos estilos para todos los sexos y para todas las edades, afeitadoras, cascos, kits de higiene, de primeros auxilios, maquillajes, herramientas, teléfonos celulares, extintores, radios, cassettes, CDs, equipos de montaña, bicicletas, botes, joyas, plata, libros, revistas, juguetes y n cosas más que, serían de interminable enumeración. Boris es un coleccionista incurable.
Cada vez que escucha un frenazo, la excitante fricción instantánea de los neumáticos que desesperados pretenden asirse al pavimento, y el posterior previsible y estruendoso “crash” le petrifica en una orgásmica descarga de adrenalina. Todo su ser entra en un estado de alerta. Ensordece, el mundo hace silencio. El fragor de su sangre que danza al ritmo frenético de su corazón bajo su piel erizada, es el único universo perceptible. Con la lentitud de los siglos, vuelve en sí y retoma torpe el movimiento. Avanza etéreo hacia el borde de la carretera. Las pupilas dilatadas sorben el éxtasis del reguero de los dones que el destino le regala. Respira y mira bien la escena. ¿Hay sobrevivientes o no? Permanece en asecho pendiente del más mínimo movimiento, del más inaudible de los sonidos. Mira, escucha. Espera en inquieta paciencia. El tiempo se congela. No hay vestigios de vida. La muerte corre libre en el viento. Mira en las dos direcciones del camino, se asegura de que él, es el amo de la inmensidad. Se aproxima cauteloso al borde del pavimento. Su hocico apunta a sus tesoros, su cola, marca derecho el sendero de retorno a su guarida. Arranca desaforado en la carrera hacia los territorios de la muerte. Ha llegado con las fauces abiertas para asirse feroz de lo primero que encuentra; pero se detiene una vez más. Aguza sus orejas puntiagudas que, a modo de radares, cada una gira en dirección contraria e independiente de la otra. No vienen carros. No hay lamentos. Un zarpazo sobre el objeto más próximo. Descuartiza descomunal su hocico. Clava los caninos de predador ancestral. Aprisiona feroz su nueva pieza del botín. La arrastra con la fuerza de la rabia. No se entera de la alternada tensión y distensión de sus extremidades, en las que se apalanca para arrastrar cuesta arriba aquello que ha tomado. No importa cuánto pese, los músculos del cuello hinchados de poder resisten. Babea. Jadea. El corazón le va explotar. Nada importa. Sólo llegar de vuelta a la cueva. Deposita allí dentro la invalorable carga. Sin ningún alivio, emprende la carrera hasta el límite del terraplén, donde se frena de golpe, para comenzar de nuevo.
Su ambiciosa proeza puede durar horas, minutos, no sabe cuánto. Se aproxima un auto y Boris se vuelve incorpóreo, invisible, ha desaparecido. Debe esperar a que termine el gran caos de luces, sirenas, voces, gritos, quejas. En aliento etéreo aguarda que termine el irritante bullicio con el que suelen rituar los humanos. Los conoce. Ellos deben comprimir el tiempo desaforado. Sin anuncio, regresa la ausencia. Un aroma a sangre aún caliente, despierta en su bajo vientre, todos los fantasmas del instinto que, yacían somnolientos en el limbo de sus vísceras. Se reempodera del espacio. Da una vuelta sobre el legado de la noche que ha desposado el destino. Ahora sí, puede embeberse en lo que es suyo. Se regodea en la ambición, en el sabor de la codicia. Sin más, arremete. Un lobo de monte, desconoce el cansancio. Su obra concluida: el indescriptible paisaje que forma la suma de objetos que reposan en el lugar donde siempre debieron estar. Ah, la contemplación. El sagrado y prolongado placer de saberlos suyos, tan sólo suyos. Cede ante el rebelde peso de sus párpados. Duerme. Sueña sueños antiguos en lugares confusos, olvidados. Boris se despierta, congestionado de emociones, a la conciencia de que está solo, absolutamente solo. Sabe bien, que no existen más lobos en kilómetros a la redonda. Cómo fue a parar cerca de La Merced, no lo sabe, no lo recuerda. Ha vivido desde siempre ahí, aunque escarbe profundamente en su memoria, no hay nada más que las paredes oscuras de la cueva. Antes de la cueva, el vacío.
La supervivencia, hecha de asaltos a las fincas circundantes, le enseñó a correr a mayor velocidad que la del tiempo. Las variedades del menú: roedores, algún escaso animalito salvaje y aves de rapiña, de las que puede disfrutar, también, cada vez menos. Desconocía su aspecto, hasta que se reflejó en un retrovisor. Se miró intenso, una vez superado el primer impacto. Lo más parecido que había visto, era un perro; pero sabe que no es un perro. Menos mal no lo es. Los perros le resultan antipáticos, los encuentra degradados. Lo que tienen en común, son los aullidos a la luna; aunque tampoco, no lo hacen de la misma forma. Optó por declararse un ser especial, único; tan especial, como cada uno de los “objetos únicos” de su colección.
Podría parecer una vida monótona la de Boris, pero no, es todo lo contrario, la pasión del coleccionista no deja espacio al aburrimiento. Su existencia está hecha de la suma de momentos irrepetibles para alcanzar sus objetos irrepetibles. Los objetos y los momentos lo llenan todo.
Los fines de semana traen mayores posibilidades de cosecha. Boris espía, analiza. Por excepción, los conductores, en días laborables, manejan vehementes con esa expresión de ausentes. Entre semana ellos, tienden a reír menos y a acertar más. Para eso, fruncen el ceño. Obviamente, está por acaecer el hecho incidental debe cambiar el decurso de la vida de Boris, si no, no habría historia.
Se produjo un accidente más. Éste, en medio de la semana, es decir, con menos tráfico y por ende con menos interrupciones. Si no hay intrusos, usualmente, no hay sirenas ni luces y todo ese bullicio, hasta después de un buen rato. La cosecha es más serena. Era un accidente ideal. Un solo fortísimo “crash”, y luego, el silencio. Como ya se sabe, vino lo de rigor: la adrenalina, la sordera y la sensación de volar incorpóreo hasta el objetivo. Pero, una vez allí, cuando los caninos ya se habían incrustado en una preciosa y lanuda manta a cuadros, Boris escucha un sutil quejido, un lamento casi inaudible. Luego, más silencio. Sabe que no inventó nada. Y aún, el silencio. Muerde de nuevo la manta. Intenta llevársela, pero no puede. Está atorada. A arranchones, será suya. Brama su ansia. Detrás de su bramido, se deja escuchar, otra vez, ese espeluznante gemido. Suelta la manta. Quiere escapar atendiendo a su instinto, pero no puede. Algo feroz, un algo mucho más fuerte que él, lo atrae hacia ella.
Ella está allí, al final de la manta. Respira un vaho efímero. Tiene el cuerpo muy quieto y los ojos perdidos en Boris. Se miran sin gesto. El, sin remedio, se aproxima dócil. La olfatea de cerca, muy cerca. Oye, en el pecho de la niña, un latir lerdo, vencido. Se detiene en el cuello. Advierte el fluir hipnótico de la sangre que vierte generoso un enorme tajo. En la sangre, se refleja la luna que se ha desenmascarado entre las nubes, sin previo aviso. El lobo y la luna se espejan embriagados en el plasma de ardientes carmines. Vuelve a ella, a sus ojos húmedos, y allá adentro, también están él y la luna. Se desbordan taciturnos. Boris se embelesa en las ignotas lágrimas. No se pueden malgastar. Bebe de sus sales amables. Bebe del sudor que expele el dolor. En cuanto más bebe, más sed le atormenta. No se apaga su flagelo. Busca más allá, más abajo. Y reencuentra la yugular en los estertores de un petirrojo agonizante. Boris lame, desde su vientre, el carmesí tórrido de su deseo perdido. Ah, placer, placer presentido. Pero no quiere dañar a quien se inmolado para su extasío. Reprime el mordisco, agarrota los colmillos advertidos de laceración, en tanto, ese elixir ajeno ocupa ya todos los rincones de su ser. En sí, la alquimia de los siglos. Fusión de genes arcaicos. Boris aúlla a la luna totalmente perdido. Boris se ha perdido.
Despierta a la realidad con el fogonazo de un tiro esquivo. Ya estaban allí las luces, las gentes, las sirenas y la confusión del griterío. Un disparo más, lo entera de que él es la presa. Boris corre, como nunca había corrido. Corre hasta confundirse con la maleza que la luna maléfica deja entrever. Quiere correr sin fin y sin rumbo. El imperativo de saber qué será de ella, lo detiene. Se ubica en lo alto y a resguardo, mira. Se la llevan. Ella, lo que más ha querido, se va en una fría, blanca y escandalosa ambulancia en dirección de ese sitio, ése, de donde vienen todos, y a donde todos van, por este camino, el de Boris.
Nunca le intereso conocer dónde termina su camino. No quiso saber, jamás, qué hay más allá. Ni siquiera se lo preguntó. Ese cielo nocturno encapotado y enceguecido de las luces de las que escapa la luna, no lo atrajo. Hoy lo mira entre interrogantes, nostálgico. Reclama para sí, a ella. Y ella, está fuera de su colección. Nada huele a ella. Nada sabe como ella. Nada late.
Se anuncia el sol y es hora de ampararse. Han pasado horas intensas. Boris se allana al letargo. Duerme con ella clavada muy adentro. Un tremor interno lo despierta. Crece hasta volverse una convulsión que no termina. Boris impotente, amedrentado, siente que su cuerpo crece en descontrol. Se expanden sus extremidades, al ritmo que se le reduce su hocico. Son los huesos que crecen sonoros a la par de su carne. Las vértebras truenan dentro, al son en que se multiplican y reubican. La osamenta de su cabeza, hace un “crash” mucho más fuerte y próximo que el de los choques. El “crash”, es él, está dentro de él. Antes de perder el sentido, observa, como puede, el cisma de su descomunal cuerpo. Hay piel, entre sus ingentes pelos, que caen por mechones. Black out.
El frío. El nunca antes sentido frío, le repatría el juicio. Brusca desnudez que requiere cobijo. Se enrosca en defensa de los tiritares violetas. Se pone en cuatro para buscar abrigo. Va a por una manta. Al dar el sólito zarpazo para asirla, mira incrédulo sus dedos, la mano que se abre y toma hábil lo deseado. Se envuelve en la manta en una gran apertura de brazos, ya en cuclillas. Así, busca el calor y reposa. Repuesto, en algo, de la algidez inexperta, tiene la necesidad de pararse. No sabe lo que quiere, sola, se impone la condición de eréctil. Esta ya enhiesto sin dificultades. Mira lejano el piso de la cueva y opresivo el techo, por demás cercano.
Qué le ha sucedido, comienza a preguntase. Se observa. No se reconoce. Es todo tan extraño. Es él, pero no lo es. Sin proponérselo da algunos pasos. De inmediato, encuentra placer al moverse de un modo tan nuevo. Se pone a prueba. Domina, sin obstáculos, su nueva condición de bípedo. Experimenta y se emociona. Peripatético, pasa y repasa las estrechas sendas de la cueva. Abrupto se detiene ante la imagen que le muestra la serie de espejos fragmentados. Mira más. Absorto descubre que es uno de ellos. Uno más de los que ritúan en el bullicio. Uno de los que se llevaron a ella. Otro más de los que invaden su camino. El suyo, el de ir y venir desde y hasta, no sé dónde. El que le ha regalado todo lo que es y lo que tiene. Es uno de ellos y está desnudo. Siente frío. Es también esa otra experiencia nueva. Se intensifica hasta el tremor. Entiende, entonces, por qué los humanos cubren sus cuerpos pelados.
Se viste con los pantalones de un calentador. No es suficiente. Un saco de un traje. Busca entre los zapatos, con los que crea mucho desorden. Finalmente, se pone zapatos desiguales. Con mucho cuidado reubica lo que ha movido. Constata que haya quedado todo en su lugar. Se agazapa buscando calor y se duerme por un rato. Ha soñado en ella. Se despierta calmo con la confirmación de que nada en el mundo, en su mundo, es más bello que esa mujer de aromas excitantes. Nunca vio nada como esos ojos que lo reflejaron junto con la luna. Toma, sin reflexión alguna, la decisión de ir en busca de ella. Se dirige al terraplén. Hace lo de siempre. Mira de lado y lado de la vía para constatar que no hay automóviles. Emprende el camino en dirección de la luz nocturnal. La luna lo acompaña. Boris la aúlla.
Qué agitado es desplazarse con tan sólo un par dos extremidades. Se entera de que el camino no avanza. Cree estar corriendo en el mismo lugar por mucho tiempo. Hace conciencia del novel cansancio. Liado en su extenuación, le sorprende un auto de fanales y de claxon histéricos, que lo lanza hacia el borde del camino. Se ahoga en el espanto. Retoma el camino de regreso a la cueva. Se recuesta despacio. El corazón vuelve a su latido. Cómo ir hasta ella, si está tan lejos. Frente a sus ojos, se revela seductora una bicicleta. La carga y reemprende la empresa ya iniciada. Una silueta zigzagueante, pedalea impetuosa la calzada que multiplica los carriles a su paso. Cada vez hay más claror. Encuentra cientos de lunas que lo esperan abriéndole paso. Boris aúlla a todas las lunas.
Varios destemplados claxonazos le han obligado a tomar el borde que marcan las luminarias. Se siente, más de una vez, observado por ellos que, tras los cristales de los coches, descuartizan ojos y mandíbulas al unísono. Su pedalear es ya derecho. Goza ya de la brisa, del desplazarse veloz y de sus aullidos desaforados.
Tras unos distraídos minutos en su desplazamiento unidireccional, se encuentra obstaculizado por un mar de autos que lentos van en busca de ella. Está ya por alunizar en la matriz de su madre Diana. La aúlla con aún más insistencia. Evade el tránsito como puede. Un semáforo en rojo no significa nada para Boris. Cruza el paso prohibido. Un auto para a raya para evitar embestirlo. Boris cae de la bicicleta. Se arma el sólito bullicio. Boris aúlla en defensa propia mientras se reincorpora, ante el griterío cesa de golpe. Todo se congela. Boris es el único que se aleja en su bicicleta. Sabe adonde ir, porque el tumulto tiene olor y sonido. Pronto se encuentra en la zona roja, en plena Mariscal. Entre los peatones encuentra muchas mujeres, algunas se asemejan a ella. Las observa, las aúlla inquieto. La gente lo mira extrañada. Unos huyen, otros ríen. Boris se aproxima para olfatear a las desconocidas. Una lo abofetean, otra grita y huye, otra más se paraliza y luego pierde el sentido. Se aglutinan los machos en torno a Boris que intentan agredirlo en masa. Boris se escabulle, agarra su bicicleta y huye.
Pasa despacio con su mirada por los clientes que ocupan las mesas del bulevar. No, ninguna es ella. Allí los humanos beben y esos sorbidos le recuerdan que desde hace rato ha hecho caso omiso de la sed. Apoya la bicicleta en un poste cercano y se sienta en el primer lugar que encuentra. La mesa está ocupada por dos jóvenes que conversan amenos. Regresan extrañados a mirar a Boris, que también los mira. Se miran entre ellos y regresan sus ojos a Boris que continúa allí inexpresivo. Se lazan de hombros y le invitan a seguir en la mesa. Boris no hace nada. Le invade la sed y saca su lengua lobezna que se agita deshidratada. Los chicos llaman un mesero. Éste le pregunta a Boris qué cosa va a tomar. Boris sigue mudo. Uno de los muchachos toma la decisión de pedir para Boris, lo mismo que beben ellos, cerveza. Boris se bebe la cerveza en un solo gran bocado. Aúlla emocionado. Los muchachos ríen y piden una ronda más. Boris toma la segunda cerveza del mismo modo en que dio por terminada la primera. Aúlla más frenético Los compañeros de mesa optan por pagar lo consumido por todos y con un golpecillo amigable en la espalda se despiden de Boris que sigue aullando para hacerse servir más cervezas, frente a la mirada atónita de los clientes del bar. Bajo los efectos del alcohol, Boris aúlla desenfrenado. Se acerca el mesero y le pasa la cuenta. Boris no se entera de nada. El mesero insiste en el pago y en que se salga del bar. Boris no entiende. Se acalora el mesero y le mete la mano en los bolsillos, de uno de ellos saca un buen fajo de billetes. De inmediato una mujer, que ha estado sola en una mesa contigua interviene. Arrancha el dinero de las manos del mesero. Lee la cuenta y la paga, con una arenga al mesero. El resto del fajo lo mete al bolsillo del que salió. Toma a Boris de la mano y se lo lleva gentil consigo.
Caminan los tres en silencio. La mujer, Boris y la bicicleta. Pasean como lo hace quien está en agradable compañía. Ésta no huele como ella, pero huele bien.
Llegan hasta un bar. La mujer pide al portero que se haga cargo de la bicicleta. En la barra beben un par de tragos más fuertes. Boris aúlla entusiasmado con la música. Se van de allí contentos. Ella vuelve a pagar lo justo por lo que han consumido y el dinero retoma su lugar.
Es noche de bares y de copas. Se ha devorado dos pollos sin dejar en el plato el más mínimo desperdicio. En una salsoteca bailan sin límites. Boris es feliz entre los efectos de la iluminación y de la percusión tropical. Ha olvidado para lo que ha venido. El nivel alcohólico aumenta en su sangre inexperta de toxicidades.
Le queda algo de conciencia cuando la ex desconocida paga por adelantado en el mostrador de un hotel, el precio de una habitación no muy bien reputada. El conserje se hace cargo de la bicicleta y suben un par de pisos por escaleras vetustas de olvidado señorío. Boris va sumiso de su mano. Entran en la habitación, cuyo barroco entusiasma a Boris que empieza a recorrerla peripatético, irrefrenable.
En medio de la intensidad del rojo en tono burdel clásico, aparece sobre la gran cama, otro color que rompe con todo. El color de la carne viva. Es el cuerpo desprovisto de pelo, desnudo, que impúdica y de pie le muestra la ex desconocida. Boris, con toda naturalidad salta hasta quedar junto a ella, que para no caer se agarra de él quedando en un abrazo. Boris aúlla. Ella le tapa la boca con la mano y luego con beso. Boris cae de rodillas extraviado ante lo que ha sentido. Vuelve a intentar aullar, pero él mismo se contiene tapándose la boca ante el descenso sutil que hace ella para quedar también de rodillas frente a él, muy cerca de él. Se miran a los ojos. Boris se refleja en ella y se pierde en ella.
Aullidos se escucharon hasta algunas cuadras a la redonda del hotel donde sólo una desconocida, un lobo hombre y las cuatro paredes rojas de una profusa habitación, saben aquello que sucedió. Lo que se sabe es que la luna, después de mucho tiempo, se abrió paso entre luminarias, letreros, alógenos, torres fosforescentes y entre las encapotadas nubes; y brilló con descarada impudicia.
Morfeo los acurrucó delicado, cuando cesaron los golpes en la puerta y el ir y venir de advertencias y ruegos de los empleados, y de los improperios de los huéspedes del hotel.
Boris conoce bien el tiempo, pero por primera vez, cuando despierta se encuentra con su reloj interior averiado. Está sediento. Mira el lugar y recuerda casi todo. Recuerda lo más importante y se regresa para mirar el lugar vacío que ha dejado la desconocida. No sabe qué pensar ni qué hacer. Toca alguien a la puerta. Escucha un grito que lo conmina a ponerse de pie. Trata de abrir la puerta. Forcejea torpe y tembloroso el manubrio. Abre desnudo. Llegan hasta la habitación otros empleados del hotel, que lo obligan a vestirse entre aullidos temerosos. Lo bajan a empujones y lo lanzan a la calle junto con su bicicleta.
Son horas ya vespertinas y siente hambre y sed. Busca su dinero y no lo encuentra. La desconocida ha cobrado bien por brindarle una noche irrepetible. No sabe qué hacer da vueltas por el mismo bulevar que tiene otras formas bajo el sol hiriente. Él vuelve a sentarse donde lo hizo la noche anterior. El mesero, también el mismo de la noche anterior, después de dirigirle algunas palabras seudo comedidas, lo levanta de un brazo e intenta sacarlo a empujones. Boris le responde con los sonidos ferocidad y de un zarpazo lo tumba malherido. Todos los comensales se para. Llegan los otros,

los que visten igual que el yace ensangrentado en el piso. Instintivamente lame la sangre de su presa, contra la que arremete intentando sacarle un mordisco de carne. Pero no puede. Sus dientes ya no cumplen la función de hacer retazos la carne del que ha sucumbido. Se siente amenazado. Huye despavorido. Monta en su bicicleta y desparece dejando atrás a sus cazadores.
Retoma el camino por donde vino. Está muy torpe y asustado. Con una fatiga sin precedentes, hambriento, sediento y vencido, llega a la cueva en la que se refugia abatido. Aún le queda en la boca el sabor a veneno de la humanidad del que ha mordido. Se saca de entre los dientes hilos y pedacillos de carne que escupe asqueado.
En quietud ha vuelto la noche y con ella la luna. Sale para aullarla, pero se le atora el aullido en la garganta que ha comenzado a cambiar con una potencia ya conocida. Mira como sus brazos se van llenando de pelo. Corre a la cueva donde pierde el sentido.
Al despertar se mira de inmediato. Ve que es él de nuevo, Boris, el lobo de siempre. Despacio se dirige hacia sus espejos fragmentados. Comprueba que es verdad, que es él de nuevo. Sale en carrera de la cueva y lo lejos se escucha el cacareo desesperado de un gran gallinero.
Pasan días y noches. Boris escucha los frenazos y los impactos de los accidentes de siempre. Los mira solo desde lo alto pero ya no se acerca. Ya los objetos perdieron su importancia. Su colección y todo lo que suceda allá afuera le da lo mismo. Pero una noches escucha a un auto detenerse y, a paso seguido, el motor que se apaga. No puede evitar acercarse. Corre y mira desde lo alto, como ella desciende del auto y recorre el territorio donde todo ha ocurrido. Boris baja del terraplén hasta el límite de la calzada. Se planta frente a ella y la mira. Ella lo descubre y lo ve con el amor con que sólo esos ojos expresan. Ella lo recuerda y lo llama. Boris está por acercase, pero entre ella y él se interpone un coche que incendiado de velocidad y de luces, les roba el aliento. Boris la mira una vez más y regresa a toda prisa al terraplén donde lanza un aullido. Ella se marcha y se pierde al final del pavimento en tanto Boris danza para la luna.