Éramos cinco
cuando entramos aquí. Iba yo adelante, dos más detrás de mí, dos más detrás de
ellos.
Al principio,
reían, tropezábamos, nos empujábamos hacia adelante, hacia atrás, reíamos,
tropezábamos, jugábamos a buscar la salida. Al principio. Yo llevaba una
linterna, que prendía y apagaba, como una concesión, para permitirles a mis
amigos que rozaran con sus manos los cuerpos esquivos y cálidos de las chicas.
Ellas, risueñas, dispuestas, me empujaban, se dejaban tocar, me tocaban a mí,
incluso, la espalda, el pelo, me acariciaban desde atrás las mejillas. Molesto,
entonces, me libraba de sus manos.
No sé cuánto
tramo habíamos recorrido, caminamos mucho, en algún momento todos quisieron
descansar. Yo no quería, no, quería seguir, adentrarme más en la caverna, en
sus túneles, pero no quería seguir solo, no aún, necesitaba de acólitos a
quienes preceder. Accedí a sus demandas y nos sentamos, en círculo, en una
oquedad, con la linterna como centro.
Hacían chistes,
ellos, comimos un par de manzanas, todos, bebimos agua, y sí, lo admito, algo
de licor, bebieron licor los otros, yo bebí agua, quería continuar. Los miraba,
a través de mi botella, difusos, absurdos, se reían, bebían, se tocaban.
Seguimos
caminando. ¿Adónde quería yo llegar?
Sin saberlo
con certeza, quería llegar a un punto distante del que habíamos partido, quería
llegar lejos, a un paraje desconocido, nuevo, un sitio en el que no hubiese
estado jamás. Un descubridor en ciernes, yo, no debía detenerse a pesar de las
protestas de sus acólitos, pues entonces, ya después de una media hora de
camino luego del receso, resonó contra las paredes la primera protesta.
Femenina, la
voz puso objeción a la caminata: —Ya demostramos que podíamos
llegar lejos. Estoy cansada.
Nadie respondió, sino un eco
ahogado, carrasposo.
Unos metros más adelante, otra
voz femenina dijo:
—Yo también estoy cansada, y
la verdad me está dando un poco de miedo. No puedo respirar bien.
Una de las voces masculinas
hizo un chiste sobre cómo podría respirar bien. Hastiado, me detuve de golpe y
apagué la linterna: oscuridad. Gritos. Chillidos. Empujones.
—Si no se callan, nos quedamos
a oscuras —dije— y de aquí no me muevo.
Oscuridad. Respiración.
Prendí la linterna, pero entonces
fueron los otros quienes no quisieron seguir. Estáticos, agachados, pues el
túnel había ido estrechándose, me miraban, con fiebre; furiosas, ellas;
confundidos, desconfiados, ellos. Quietos, los cuatro esperaban.
—¿Qué?
Me pregunté, en silencio, mirando
las paredes, no a ellos, moviendo mis pies sobre la tierra, sin mirarlos a
ellos, si aquella que había sonado hacía unos instantes había sido realmente mi
voz. Dudaba, entre esas paredes, pero para mí, la única alternativa era seguir
hacia adelante, no hacia atrás, habíamos dejado la salida muy atrás.
Lo dije con mi voz, con otra
voz, con alguna:
—Ya no podemos volver. Es muy
lejos. Tenemos que seguir hasta encontrar una salida adelante.
—¡Estás loco! —dijeron ellos.
—¡Desgraciado! —dijeron ellas.
Apagué la linterna: oscuridad,
empujones, gruñidos. Dolor. Silencio.
Después de un tiempo, uno
segundos, un minuto, una hora, un día, no lo sé bien, volví a una vigilia a
ciegas, a oscuras. La garganta se me había secado mientras estaba inconsciente,
me levanté en mitad de la oscuridad y el polvo. No escuchaba a nadie a mi
alrededor, no veía nada a mi alrededor. Dónde estaba el atrás, el después, la
salida, el camino por seguir, no lo sabía. En mi mano, la linterna que habían
tratado de arrebatarme yacía fría y muerta, con el pequeño bombillo roto.
Aunque inservible, seguí aferrándola.
Sonreí. Ellos también andarían
a tientas.
Con mi mano libre me acaricié
la garganta, consciente de que sí se habían llevado mi botella de agua, el
único nexo con la vida, con la claridad fuera de ese lugar.
Podría haberme quedado ahí, a
oscuras, quieto, esperando que mi respiración, en algún momento, cesara, se
detuviera en silencio. Pero quería seguir. Y seguí.
No recordaba el camino, no
sabía de una ruta a continuación, avanzaba a tropezones, rozando las paredes,
soportando sobre los ojos ciegos las tinieblas. ¿Para qué mantener abiertos mis
ojos? Los cerré. Para siempre, quizá, pensé.
Comencé mi verdadero camino,
proseguí mi senda a ciegas, cobrando un poco de soltura en cada paso,
adivinando los obstáculos como los seres que han vivido durante años, siglos,
bajo tierra, en las profundidades del mar, en medio de una apacible oscuridad.
Y sin embargo, algo rompía, de vez en cuando, con mi tranquilo recorrido.
Murmullos, risas, jadeos.
Escuchaba ruidos, y aunque la
primera vez abrí los ojos para intentar ver a los traidores, no pude
localizarlos en la oscuridad de la caverna.
Murmullos de preocupación,
risas nerviosas, jadeos por la falta de oxígeno.
Ellos me temían más que yo a
ellos y supongo que estábamos en la misma situación: en medio de aquella
negrura, no sabíamos quién seguía a quién. Caminaba, entonces, el único sino
era caminar, esperando a tropezar con algo o alguien, cualquier escollo que
fuera una señal de muerte o de vida. A veces, cansado, me dejaba caer en el
sitio, con los ojos cerrados siempre. Entonces entraba en la inconsciencia, no
oía más, no sentía ya nada. Despertaba, no sabía cuánto tiempo después, y con
los ojos cerrados, siempre, siempre, me incorporaba para seguir mi camino.
Comenzaba a sentir sed. Quizá
el polvo de aquella caverna se me había colado por la boca, por la nariz,
convirtiendo mi cuerpo, en el interior, en un territorio árido como los pasajes
de aquel laberinto. Terminaría mudando mi condición de carne en tierra, me
secaría, ni siquiera se pudriría mi cuerpo cuando muriera, sino que se desharía
como una estatua de barro que pierde toda su humedad cuando el sol la toca.
¿Acaso recordaba la luz del sol? Su imagen, en mi mente, lastimó mis ojos, así
que los cubrí, como si me hubiesen enfrentado súbitamente con su resplandor. Al
mismo tiempo, algo hirió mis oídos, me detuve, puse atención a los sonidos.
Jadeos, sollozos, jadeos, gruñidos. Un olor penetrante llegó a mi nariz,
fluidos corporales, podía imaginar lo que sucedía en algún recodo de la
caverna, sentí asco, y morbo, lo admito, quise ver, abrí los ojos para
encontrarme con la absoluta oscuridad del corredor.
Por primera vez desde que
entramos en la caverna, dudé, sentí miedo. Ciego, ciego absoluto, no por
voluntad, sino porque a mi alrededor no había más que tinieblas, sentí que
jamás encontraría una salida, que me consumiría en ese mismo sitio, que así
como ya no veía, poco a poco dejaría de respirar. El aire se tornó pesado, me
costaba respirar, quería respirar, me desesperaba por respirar y pensé, en mi
ahogo, que aquellos que jadeaban como animales en algún sitio me arrebataban el
poco oxígeno que quedaba en nuestro encierro.
Grité. Ellos me escucharon,
gruñeron, gimieron un poco más, pero entonces escuché un gemido último, como el
de un animal que se ahoga en un estanque de aguas espesas y negras. Silencio,
oscuridad. Al poco tiempo, un roce cercano me indicó que alguien estaba cerca
de mí, una lengua acarició los dedos de una de mis manos.
Retrocedí, choqué contra una
pared de roca, me dejé caer y cerré los ojos. En la oscuridad voluntaria, me
sentí mejor. Me negaría, desde entonces, a abrir los ojos, moriría ahí, me
quedaría dormido y no despertaría, el fin sería bello, suave.
Soñaría, pensé antes de
dormir. Soñé: había llegado al fin del recorrido. La luz no invadía mis ojos,
no los hería. Percibía un resplandor suave, como el de la noche temprana, quizá
como la del amanecer precipitado, una luz violeta, mansa. Salía del túnel, de
la caverna, posaba mis pies en un lugar que estaba cobijado bajo el cielo.
Estaba en un parque. La fría luz se posaba sobre unos graderíos de cemento,
había vuelto al sitio donde alguna vez había encontrado a una mujer muerta,
desnuda, aterida bajo el cielo recién amanecido, a la vista de las calles que
bordeaban el parque. Había vuelto. Había fracasado, entonces. O quizá también
había soñado aquello.
Desperté en mitad de voces,
susurros, gritos, al final, una luz que chocó contra mis ojos, unas manos me
agarraron fuertemente y me arrastraron. No me resistí, estaba demasiado débil
para ello, y pude darme cuenta, por la velocidad de los movimientos, por el
frío que me calaba, que me encontraba desnudo, a medias, mi pantalón estaba
desabotonado y me estorbaba en las piernas, aunque no las usara, así como mi
ropa interior estaba enganchada con los pantalones.
Sentí que la textura del
ambiente había cambiado: podía respirar mejor, la garganta no me ardía, era
solo aire lo que estaba recibiendo, nada de polvo, nada de oscuridad. Sin
embargo, mantuve los ojos cerrados; aun así podía sentir la luz del sol sobre
mis párpados.
Me dolía, me dolía, me dolía,
el dolor iba de mi cara al resto del cuerpo, el dolor se movía hacia mis manos.
En la derecha, sostenía aún, inservible, pegada dolorosamente a mi piel, la
linterna muerta. A mi mano izquierda le faltaban dos dedos.
Torpemente, cuando me
depositaron en el césped, acomodé mis ropas.
Escuché, entonces, algo, alarmado.
Volví mi rostro en esa dirección. De la cueva, salían unos gruñidos. Me atreví
a abrir los ojos. Miré hacia dentro, anhelando la oscuridad. Algo se movía, en
el fondo.
El polvo, movido por el
viento, se pegaba a mi mano ensangrentada, el polvo que aún salía de la
caverna.
Aquellos que me habían sacado
me apartaron de la boca de la cueva, me rompieron los oídos con sus gritos,
estertores, maquinaria que dejaba caer tierra, más tierra sobre aquel hueco.
Yo estaba afuera, pero los
otros, no. Los de la caverna no habrían de salir nunca más. Aquella era su paga
por no buscar una salida más adelante. Yo se los había dicho, era mejor no
volver, pero no quisieron escucharme.
Cerré los ojos, aunque la luz
del sol ya no me hacía tanto daño.