Sandra Araya / La Caverna



Éramos cinco cuando entramos aquí. Iba yo adelante, dos más detrás de mí, dos más detrás de ellos.
Al principio, reían, tropezábamos, nos empujábamos hacia adelante, hacia atrás, reíamos, tropezábamos, jugábamos a buscar la salida. Al principio. Yo llevaba una linterna, que prendía y apagaba, como una concesión, para permitirles a mis amigos que rozaran con sus manos los cuerpos esquivos y cálidos de las chicas. Ellas, risueñas, dispuestas, me empujaban, se dejaban tocar, me tocaban a mí, incluso, la espalda, el pelo, me acariciaban desde atrás las mejillas. Molesto, entonces, me libraba de sus manos.
No sé cuánto tramo habíamos recorrido, caminamos mucho, en algún momento todos quisieron descansar. Yo no quería, no, quería seguir, adentrarme más en la caverna, en sus túneles, pero no quería seguir solo, no aún, necesitaba de acólitos a quienes preceder. Accedí a sus demandas y nos sentamos, en círculo, en una oquedad, con la linterna como centro.
Hacían chistes, ellos, comimos un par de manzanas, todos, bebimos agua, y sí, lo admito, algo de licor, bebieron licor los otros, yo bebí agua, quería continuar. Los miraba, a través de mi botella, difusos, absurdos, se reían, bebían, se tocaban.
Seguimos caminando. ¿Adónde quería yo llegar?
Sin saberlo con certeza, quería llegar a un punto distante del que habíamos partido, quería llegar lejos, a un paraje desconocido, nuevo, un sitio en el que no hubiese estado jamás. Un descubridor en ciernes, yo, no debía detenerse a pesar de las protestas de sus acólitos, pues entonces, ya después de una media hora de camino luego del receso, resonó contra las paredes la primera protesta.
Femenina, la voz puso objeción a la caminata: —Ya demostramos que podíamos llegar lejos. Estoy cansada.
Nadie respondió, sino un eco ahogado, carrasposo.
Unos metros más adelante, otra voz femenina dijo:
—Yo también estoy cansada, y la verdad me está dando un poco de miedo. No puedo respirar bien.
Una de las voces masculinas hizo un chiste sobre cómo podría respirar bien. Hastiado, me detuve de golpe y apagué la linterna: oscuridad. Gritos. Chillidos. Empujones.
—Si no se callan, nos quedamos a oscuras —dije— y de aquí no me muevo.
Oscuridad. Respiración.
Prendí la linterna, pero entonces fueron los otros quienes no quisieron seguir. Estáticos, agachados, pues el túnel había ido estrechándose, me miraban, con fiebre; furiosas, ellas; confundidos, desconfiados, ellos. Quietos, los cuatro esperaban.
—¿Qué?
Me pregunté, en silencio, mirando las paredes, no a ellos, moviendo mis pies sobre la tierra, sin mirarlos a ellos, si aquella que había sonado hacía unos instantes había sido realmente mi voz. Dudaba, entre esas paredes, pero para mí, la única alternativa era seguir hacia adelante, no hacia atrás, habíamos dejado la salida muy atrás.
Lo dije con mi voz, con otra voz, con alguna:
—Ya no podemos volver. Es muy lejos. Tenemos que seguir hasta encontrar una salida adelante.
—¡Estás loco! —dijeron ellos.
—¡Desgraciado! —dijeron ellas.
Apagué la linterna: oscuridad, empujones, gruñidos. Dolor. Silencio.
Después de un tiempo, uno segundos, un minuto, una hora, un día, no lo sé bien, volví a una vigilia a ciegas, a oscuras. La garganta se me había secado mientras estaba inconsciente, me levanté en mitad de la oscuridad y el polvo. No escuchaba a nadie a mi alrededor, no veía nada a mi alrededor. Dónde estaba el atrás, el después, la salida, el camino por seguir, no lo sabía. En mi mano, la linterna que habían tratado de arrebatarme yacía fría y muerta, con el pequeño bombillo roto. Aunque inservible, seguí aferrándola.
Sonreí. Ellos también andarían a tientas.
Con mi mano libre me acaricié la garganta, consciente de que sí se habían llevado mi botella de agua, el único nexo con la vida, con la claridad fuera de ese lugar.
Podría haberme quedado ahí, a oscuras, quieto, esperando que mi respiración, en algún momento, cesara, se detuviera en silencio. Pero quería seguir. Y seguí.
No recordaba el camino, no sabía de una ruta a continuación, avanzaba a tropezones, rozando las paredes, soportando sobre los ojos ciegos las tinieblas. ¿Para qué mantener abiertos mis ojos? Los cerré. Para siempre, quizá, pensé.
Comencé mi verdadero camino, proseguí mi senda a ciegas, cobrando un poco de soltura en cada paso, adivinando los obstáculos como los seres que han vivido durante años, siglos, bajo tierra, en las profundidades del mar, en medio de una apacible oscuridad. Y sin embargo, algo rompía, de vez en cuando, con mi tranquilo recorrido.
Murmullos, risas, jadeos.
Escuchaba ruidos, y aunque la primera vez abrí los ojos para intentar ver a los traidores, no pude localizarlos en la oscuridad de la caverna.
Murmullos de preocupación, risas nerviosas, jadeos por la falta de oxígeno.
Ellos me temían más que yo a ellos y supongo que estábamos en la misma situación: en medio de aquella negrura, no sabíamos quién seguía a quién. Caminaba, entonces, el único sino era caminar, esperando a tropezar con algo o alguien, cualquier escollo que fuera una señal de muerte o de vida. A veces, cansado, me dejaba caer en el sitio, con los ojos cerrados siempre. Entonces entraba en la inconsciencia, no oía más, no sentía ya nada. Despertaba, no sabía cuánto tiempo después, y con los ojos cerrados, siempre, siempre, me incorporaba para seguir mi camino.
Comenzaba a sentir sed. Quizá el polvo de aquella caverna se me había colado por la boca, por la nariz, convirtiendo mi cuerpo, en el interior, en un territorio árido como los pasajes de aquel laberinto. Terminaría mudando mi condición de carne en tierra, me secaría, ni siquiera se pudriría mi cuerpo cuando muriera, sino que se desharía como una estatua de barro que pierde toda su humedad cuando el sol la toca. ¿Acaso recordaba la luz del sol? Su imagen, en mi mente, lastimó mis ojos, así que los cubrí, como si me hubiesen enfrentado súbitamente con su resplandor. Al mismo tiempo, algo hirió mis oídos, me detuve, puse atención a los sonidos. Jadeos, sollozos, jadeos, gruñidos. Un olor penetrante llegó a mi nariz, fluidos corporales, podía imaginar lo que sucedía en algún recodo de la caverna, sentí asco, y morbo, lo admito, quise ver, abrí los ojos para encontrarme con la absoluta oscuridad del corredor.
Por primera vez desde que entramos en la caverna, dudé, sentí miedo. Ciego, ciego absoluto, no por voluntad, sino porque a mi alrededor no había más que tinieblas, sentí que jamás encontraría una salida, que me consumiría en ese mismo sitio, que así como ya no veía, poco a poco dejaría de respirar. El aire se tornó pesado, me costaba respirar, quería respirar, me desesperaba por respirar y pensé, en mi ahogo, que aquellos que jadeaban como animales en algún sitio me arrebataban el poco oxígeno que quedaba en nuestro encierro.
Grité. Ellos me escucharon, gruñeron, gimieron un poco más, pero entonces escuché un gemido último, como el de un animal que se ahoga en un estanque de aguas espesas y negras. Silencio, oscuridad. Al poco tiempo, un roce cercano me indicó que alguien estaba cerca de mí, una lengua acarició los dedos de una de mis manos.
Retrocedí, choqué contra una pared de roca, me dejé caer y cerré los ojos. En la oscuridad voluntaria, me sentí mejor. Me negaría, desde entonces, a abrir los ojos, moriría ahí, me quedaría dormido y no despertaría, el fin sería bello, suave.
Soñaría, pensé antes de dormir. Soñé: había llegado al fin del recorrido. La luz no invadía mis ojos, no los hería. Percibía un resplandor suave, como el de la noche temprana, quizá como la del amanecer precipitado, una luz violeta, mansa. Salía del túnel, de la caverna, posaba mis pies en un lugar que estaba cobijado bajo el cielo. Estaba en un parque. La fría luz se posaba sobre unos graderíos de cemento, había vuelto al sitio donde alguna vez había encontrado a una mujer muerta, desnuda, aterida bajo el cielo recién amanecido, a la vista de las calles que bordeaban el parque. Había vuelto. Había fracasado, entonces. O quizá también había soñado aquello.
Desperté en mitad de voces, susurros, gritos, al final, una luz que chocó contra mis ojos, unas manos me agarraron fuertemente y me arrastraron. No me resistí, estaba demasiado débil para ello, y pude darme cuenta, por la velocidad de los movimientos, por el frío que me calaba, que me encontraba desnudo, a medias, mi pantalón estaba desabotonado y me estorbaba en las piernas, aunque no las usara, así como mi ropa interior estaba enganchada con los pantalones.
Sentí que la textura del ambiente había cambiado: podía respirar mejor, la garganta no me ardía, era solo aire lo que estaba recibiendo, nada de polvo, nada de oscuridad. Sin embargo, mantuve los ojos cerrados; aun así podía sentir la luz del sol sobre mis párpados.
Me dolía, me dolía, me dolía, el dolor iba de mi cara al resto del cuerpo, el dolor se movía hacia mis manos. En la derecha, sostenía aún, inservible, pegada dolorosamente a mi piel, la linterna muerta. A mi mano izquierda le faltaban dos dedos.
Torpemente, cuando me depositaron en el césped, acomodé mis ropas.
Escuché, entonces, algo, alarmado. Volví mi rostro en esa dirección. De la cueva, salían unos gruñidos. Me atreví a abrir los ojos. Miré hacia dentro, anhelando la oscuridad. Algo se movía, en el fondo.
El polvo, movido por el viento, se pegaba a mi mano ensangrentada, el polvo que aún salía de la caverna.
Aquellos que me habían sacado me apartaron de la boca de la cueva, me rompieron los oídos con sus gritos, estertores, maquinaria que dejaba caer tierra, más tierra sobre aquel hueco.
Yo estaba afuera, pero los otros, no. Los de la caverna no habrían de salir nunca más. Aquella era su paga por no buscar una salida más adelante. Yo se los había dicho, era mejor no volver, pero no quisieron escucharme.
Cerré los ojos, aunque la luz del sol ya no me hacía tanto daño.