¡Ah, la fidelidad!
¿Es un
principio? ¿es una imposición? ¿es natural?
¿cómo saber
qué es lo que quiero yo y qué es lo quiere mi ego?
Antonio es
tan distinguido, tan atractivo, de gustos exquisitos. Su aroma es tan
suyo. Tiene un aura especial. Su sola presencia llena cualquier espacio.
Las mujeres lo miran mucho y de distintas maneras, a veces de reojo, otras tan
frontalmente que logran ponerme incómoda. Pero, a la vez, me hacen sentir muy
orgullosa de él, de mi Antonio. Es inteligente, gran empresario y con un
futuro sin límites. Amante delicioso. Lo adoro.
Como novios
somos una yunta. Nos dicen, repetidamente, que formamos una pareja envidiable.
Antonio es perfecto.
–Entonces,
Carmen, ¿dónde está el problema?
–Antonio es
tan perfecto que... me aburro.
Carmen está
loca, pienso, pero no más loca que la media de la gente que frecuento. Para
salir a cualquier reunión, de cualquier índole que esta fuera, realiza un
proceso de producción, casi espectacular, de sí misma, con el objetivo claro y
específico de gustar. Ya es muy bella con solo lavarse la cara. Elaborada al
detalle es una bomba.
Ha
desarrollado una serie de técnicas de seducción dignas de encomio, muy
equilibradas, nunca frontales pero tampoco hipócritas. Es encantadora y su
oficio es embrujar a los hombres, a las mujeres y a quien fuese. Ellos siempre,
inevitablemente, tiemblan exudando deseo. Ellas, nerviosamente fascinadas. Carmen
va por el mundo con la bestia puesta pero encadenada a su perfecto control y a
su inextinguible deseo de gustar más, más, cada vez más.
Carmen no ha
ido jamás a la cama con otro que no sea Antonio. Pero –me pregunto–, ¿le es
fiel? ¿Dónde termina la fidelidad y dónde comienza la infidelidad? ¿Para qué
nos ponemos tan provocativos con lo que vestimos, con nuestras maneras de hacer
y de decir? Seguramente el ego nos pide ciertas reconfirmaciones. Para estar
presentables nos bastaría estar bien bañados y planchaditos, pero... vamos más
allá. Hay una intención, conciente o no, de provocar a la bestia suelta que
lleva adentro el que está parado allá, al otro lado del salón, y que me mira de
rato en rato con evidentes ganas. Si la noche es favorable, no está nada
mal que se despierte el animal de todo ser de nuestra misma especie (o de otra,
no importa). Pero a la hora del té, cuando hemos sido abordadas o hemos
abordado al preciso, frenamos a raya, terminamos el juego y recordamos a
Antonio que es tan perfecto. Aunque nos aburra.
¡Ah, la nunca
bien ponderada fidelidad! ¿Es un principio? ¿Es una imposición? ¿Es algo que
hay aún que conquistar? ¿Es natural? Subsiste en condiciones de un equilibrio
tan inestable que nos asusta.
Leo, con el
cromosoma medioriental constitutivo y el gen de jeque que intencionalmente se
ha inyectado, lo tiene resuelto todo. Cero conflictos. Leo es fiel... El lunes
es fiel a la del lunes, el martes a la del martes y así, sucesivamente, hasta
el sábado (el domingo es familiar y le corresponde el mimo de su señora
mamacita). El inconveniente está en que la del lunes quiera horas extras el
miércoles. Cuando alguna indisciplinada invade horarios preestablecidos o los
espacios de las damitas de otros días, procede a un cambio drástico de estrategia:
evita problemas y se dedica a seducir solamente a las desconocidas. Leo es y
será eternamente fiel.
Alguna vez me
preguntó Helen Showers cuál es mi ideal de hombre. Contesté: que sea
bueno, que sea fiel, que sea un buen compañero. –Sólo falta que te lama’ff, me
respondió incisiva. –Lo que necesitas tú no es un hombre, es un perro.
¿Quién sabe
qué es lo que quiere? ¿Cómo saber qué es lo que quiero yo y qué es lo que
quiere mi ego? Yo estoy un poco confundida entre mi ego y yo. En cuanto a
Carmen, y no sé si esto sea una virtud o un defecto, quiere a todos. Ella dice:
existen algunos seres que han alcanzado ya el nirvana y que sabiamente son
felices con lo que tienen. Que me los presenten, por favor, porque estoy muy
abierta a los buenos consejos.
¡Ah la nunca
bien ponderada fidelidad! Está en el centro del paradigma de dos codiciados
dones: El amor y la libertad.
Entre tanta
interrogante, Carmen y yo proseguimos camino. Nos perdemos en la ciudad que ha
impregnado de invierno el asfalto. De repente, timbra su celular. Fija con
ansia su vista en la pantallita. De los puros nervios, no puede leer bien. Nos
miramos, sonreímos. Allí va de nuevo... Es otra maldita tentación. Otro
reto a la fidelidad.
-- o --
El lobo hombre en Quito
Por sobre el
terraplén de la curva más sinuosa de la vía a La Merced hay una cueva
desconocida para todos. La habita Boris. Boris es un lobo metódico. Se ha
forjado un espacio habitacional insólito. Acompañan su soledad, las bazofias
que provocan los accidentes de tránsito, que casi a diario, ocurren como fruto
de un error de cálculo en el diseño del peralte del “festón de la muerte”.
El
atiborramiento deja asfixia en el espacio empachado de: Llantas, espejos
retrovisores, asientos tanto traseros como delanteros, luces direccionales,
faros, alógenos, triángulos, linternas , latas, tuercas, tornillos, alambres,
todo tipo de piezas automotrices, maletas, ropa de distintos estilos para todos
los sexos y para todas las edades, afeitadoras, cascos, kits de higiene, de
primeros auxilios, maquillajes, herramientas, teléfonos celulares, extintores,
radios, cassettes, CDs, equipos de montaña, bicicletas, botes, joyas, plata,
libros, revistas, juguetes y n cosas más que, serían de interminable
enumeración. Boris es un coleccionista incurable.
Cada vez que
escucha un frenazo, la excitante fricción instantánea de los neumáticos que
desesperados pretenden asirse al pavimento, y el posterior previsible y
estruendoso “crash” le petrifica en una orgásmica descarga de adrenalina. Todo
su ser entra en un estado de alerta. Ensordece, el mundo hace silencio. El
fragor de su sangre que danza al ritmo frenético de su corazón bajo su piel
erizada, es el único universo perceptible. Con la lentitud de los siglos,
vuelve en sí y retoma torpe el movimiento. Avanza etéreo hacia el borde de la
carretera. Las pupilas dilatadas sorben el éxtasis del reguero de los dones que
el destino le regala. Respira y mira bien la escena. ¿Hay sobrevivientes o no?
Permanece en asecho pendiente del más mínimo movimiento, del más inaudible de
los sonidos. Mira, escucha. Espera eninquieta paciencia. El tiempo se congela.
No hay vestigios de vida. La muerte corre libre en el viento. Mira en las dos
direcciones del camino, se asegura de que él, es el amo de la inmensidad. Se aproxima
cauteloso al borde del pavimento. Su hocico apunta a sus tesoros, su cola,
marca derecho el sendero de retorno a su guarida. Arranca desaforado en la
carrera hacia los territorios de la muerte. Ha llegado con las fauces abiertas
para asirse feroz de lo primero que encuentra; pero se detiene una vez más.
Aguza sus orejas puntiagudas que, a modo de radares, cada una gira en dirección
contraria e independiente de la otra. No vienen carros. No hay lamentos. Un
zarpazo sobre el objeto más próximo. Descuartiza descomunal su hocico. Clava
los caninos de predador ancestral. Aprisiona feroz su nueva pieza del botín. La
arrastra con la fuerza de la rabia. No se entera de la alternada tensión y
distensión de sus extremidades, en las que se apalanca para arrastrar cuesta
arriba aquello que ha tomado. No importa cuánto pese, los músculos del cuello
hinchados de poder resisten. Babea. Jadea. El corazón le va explotar. Nada
importa. Sólo llegar de vuelta a la cueva. Deposita allí dentro la invalorable
carga. Sin ningún alivio, emprende la carrera hasta el límite del terraplén,
donde se frena de golpe, para comenzar de nuevo.
Su ambiciosa
proeza puede durar horas, minutos, no sabe cuánto. Se aproxima un auto y Boris
se vuelve incorpóreo, invisible, ha desaparecido. Debe esperar a que termine el
gran caos de luces, sirenas, voces, gritos, quejas. En aliento etéreo aguarda
que termine el irritante bullicio con el que suelen rituar los humanos. Los
conoce. Ellos deben comprimir el tiempo desaforado. Sin anuncio, regresa la
ausencia. Un aroma a sangre aún caliente, despierta en su bajo vientre, todos
los fantasmas del instinto que, yacían somnolientos en el limbo de sus
vísceras. Se reempodera del espacio. Da una vuelta sobre el legado de la noche
que ha desposado el destino. Ahora sí, puede embeberse en lo que es suyo. Se
regodea en la ambición, en el sabor de la codicia. Sin más, arremete. Un lobo
de monte, desconoce el cansancio. Su obra concluida: el indescriptible paisaje
que forma la suma de objetos que reposan en el lugar donde siempre debieron
estar. Ah, la contemplación. El sagrado y prolongado placer de saberlos suyos,
tan sólo suyos. Cede ante el rebelde peso de sus párpados. Duerme. Sueña sueños
antiguos en lugares confusos, olvidados. Boris se despierta, congestionado de
emociones, a la conciencia de que está solo, absolutamente solo. Sabe bien, que
no existen más lobos en kilómetros a la redonda. Cómo fue a parar cerca de La
Merced, no lo sabe, no lo recuerda. Ha vivido desde siempre ahí, aunque escarbe
profundamente en su memoria, no hay nada más que las paredes oscuras de la
cueva. Antes de la cueva, el vacío.
La
supervivencia, hecha de asaltos a las fincas circundantes, le enseñó a correr a
mayor velocidad que la del tiempo. Las variedades del menú: roedores, algún
escaso animalito salvaje y aves de rapiña, de las que puede disfrutar, también,
cada vez menos. Desconocía su aspecto, hasta que se reflejó en un retrovisor.
Se miró intenso, una vez superado el primer impacto. Lo más parecido que había
visto, era un perro; pero sabe que no es un perro. Menos mal no lo es. Los
perros le resultan antipáticos, los encuentra degradados. Lo que tienen en
común, son los aullidos a la luna; aunque tampoco, no lo hacen de la misma
forma. Optó por declararse un ser especial, único; tan especial, como cada uno
de los “objetos únicos” de su colección.
Podría
parecer una vida monótona la de Boris, pero no, es todo lo contrario, la pasión
del coleccionista no deja espacio al aburrimiento. Su existencia está hecha de
la suma de momentos irrepetibles para alcanzar sus objetos irrepetibles. Los
objetos y los momentos lo llenan todo.
Los fines de
semana traen mayores posibilidades de cosecha. Boris espía, analiza. Por
excepción, los conductores, en días laborables, manejan vehementes con esa
expresión de ausentes. Entre semana ellos, tienden a reír menos y a acertar
más. Para eso, fruncen el ceño. Obviamente, está por acaecer el hecho
incidental debe cambiar el decurso de la vida de Boris, si no, no habría
historia.
Se produjo un
accidente más. Éste, en medio de la semana, es decir, con menos tráfico y por
ende con menos interrupciones. Si no hay intrusos, usualmente, no hay sirenas
ni luces y todo ese bullicio, hasta después de un buen rato. La cosecha es más
serena. Era un accidente ideal. Un solo fortísimo “crash”, y luego, el
silencio. Como ya se sabe, vino lo de rigor: la adrenalina, la sordera y la
sensación de volar incorpóreo hasta el objetivo. Pero, una vez allí, cuando los
caninos ya se habían incrustado en una preciosa y lanuda manta a cuadros, Boris
escucha un sutil quejido, un lamento casi inaudible. Luego, más silencio. Sabe
que no inventó nada. Y aún, el silencio. Muerde de nuevo la manta. Intenta
llevársela, pero no puede. Está atorada. A arranchones, será suya. Brama su ansia.
Detrás de su bramido, se deja escuchar, otra vez, ese espeluznante gemido.
Suelta la manta. Quiere escapar atendiendo a su instinto, pero no puede. Algo
feroz, un algo mucho más fuerte que él, lo atrae hacia ella.
Ella está
allí, al final de la manta. Respira un vaho efímero. Tiene el cuerpo muy quieto
y los ojos perdidos en Boris. Se miran sin gesto. El, sin remedio, se aproxima
dócil. La olfatea de cerca, muy cerca. Oye, en el pecho de la niña, un latir
lerdo, vencido. Se detiene en el cuello. Advierte el fluir hipnótico de la
sangre que vierte generoso un enorme tajo. En la sangre, se refleja la luna que
se ha desenmascarado entre las nubes, sin previo aviso. El lobo y la luna se
espejan embriagados en el plasma de ardientes carmines. Vuelve a ella, a sus
ojos húmedos, y allá adentro, también están él y la luna. Se desbordan
taciturnos. Boris se embelesa en las ignotas lágrimas. No se pueden malgastar.
Bebe de sus sales amables. Bebe del sudor que expele el dolor. En cuanto más
bebe, más sed le atormenta. No se apaga su flagelo. Busca más allá, más abajo.
Y reencuentra la yugular en los estertores de un petirrojo agonizante. Boris
lame, desde su vientre, el carmesí tórrido de su deseo perdido. Ah, placer,
placer presentido. Pero no quiere dañar a quien se inmolado para su extasío.
Reprime el mordisco, agarrota los colmillos advertidos de laceración, en tanto,
ese elixir ajeno ocupa ya todos los rincones de su ser. En sí, la alquimia de
los siglos. Fusión de genes arcaicos. Boris aúlla a la luna totalmente perdido.
Boris se ha perdido.
Despierta a
la realidad con el fogonazo de un tiro esquivo. Ya estaban allí las luces, las
gentes, las sirenas y la confusión del griterío. Un disparo más, lo entera de
que él es la presa. Boris corre, como nunca había corrido. Corre hasta
confundirse con la maleza que la luna maléfica deja entrever. Quiere correr sin
fin y sin rumbo. El imperativo de saber qué será de ella, lo detiene. Se ubica
en lo alto y a resguardo, mira. Se la llevan. Ella, lo que más ha querido, se va
en una fría, blanca y escandalosa ambulancia en dirección de ese sitio, ése, de
donde vienen todos, y a donde todos van, por este camino, el de Boris.
Nunca le
intereso conocer dónde termina su camino. No quiso saber, jamás, qué hay más
allá. Ni siquiera se lo preguntó. Ese cielo nocturno encapotado y enceguecido
de las luces de las que escapa la luna, no lo atrajo. Hoy lo mira entre
interrogantes, nostálgico. Reclama para sí, a ella. Y ella, está fuera de su
colección. Nada huele a ella. Nada sabe como ella. Nada late.
Se anuncia el
sol y es hora de ampararse. Han pasado horas intensas. Boris se allana al
letargo. Duerme con ella clavada muy adentro. Un tremor interno lo despierta.
Crece hasta volverse una convulsión que no termina. Boris impotente, amedrentado,
siente que su cuerpo crece en descontrol. Se expanden sus extremidades, al
ritmo que se le reduce su hocico. Son los huesos que crecen sonoros a la par de
su carne. Las vértebras truenan dentro, al son en que se multiplican y
reubican. La osamenta de su cabeza, hace un “crash” mucho más fuerte y próximo
que el de los choques. El “crash”, es él, está dentro de él. Antes de perder el
sentido, observa, como puede, el cisma de su descomunal cuerpo. Hay piel, entre
sus ingentes pelos, que caen por mechones. Black out.
El frío. El
nunca antes sentido frío, le repatría el juicio. Brusca desnudez que requiere
cobijo. Se enrosca en defensa de los tiritares violetas. Se pone en cuatro para
buscar abrigo. Va a por una manta. Al dar el sólito zarpazo para asirla, mira
incrédulo sus dedos, la mano que se abre y toma hábil lo deseado. Se envuelve
en la manta en una gran apertura de brazos, ya en cuclillas. Así, busca el
calor y reposa. Repuesto, en algo, de la algidez inexperta, tiene la necesidad
de pararse. No sabe lo que quiere, sola, se impone la condición de eréctil.
Esta ya enhiesto sin dificultades. Mira lejano el piso de la cueva y opresivo
el techo, por demás cercano.
Qué le ha
sucedido, comienza a preguntase. Se observa. No se reconoce. Es todo tan
extraño. Es él, pero no lo es. Sin proponérselo da algunos pasos. De inmediato,
encuentra placer al moverse de un modo tan nuevo. Se pone a prueba. Domina, sin
obstáculos, su nueva condición de bípedo. Experimenta y se emociona.
Peripatético, pasa y repasa las estrechas sendas de la cueva. Abrupto se
detiene ante la imagen que le muestra la serie de espejos fragmentados. Mira
más. Absorto descubre que es uno de ellos. Uno más de los que ritúan en el
bullicio. Uno de los que se llevaron a ella. Otro más de los que invaden su
camino. El suyo, el de ir y venir desde y hasta, no sé dónde. El que le ha
regalado todo lo que es y lo que tiene. Es uno de ellos y está desnudo. Siente
frío. Es también esa otra experiencia nueva. Se intensifica hasta el tremor.
Entiende, entonces, por qué los humanos cubren sus cuerpos pelados.
Se viste con
los pantalones de un calentador. No es suficiente. Un saco de un traje. Busca
entre los zapatos, con los que crea mucho desorden. Finalmente, se pone zapatos
desiguales. Con mucho cuidado reubica lo que ha movido. Constata que haya
quedado todo en su lugar. Se agazapa buscando calor y se duerme por un rato. Ha
soñado en ella. Se despierta calmo con la confirmación de que nada en el mundo,
en su mundo, es más bello que esa mujer de aromas excitantes. Nunca vio nada
como esos ojos que lo reflejaron junto con la luna. Toma, sin reflexión alguna,
la decisión de ir en busca de ella. Se dirige al terraplén. Hace lo de siempre.
Mira de lado y lado de la vía para constatar que no hay automóviles. Emprende
el camino en dirección de la luz nocturnal. La luna lo acompaña. Boris la
aúlla.
Qué agitado
es desplazarse con tan sólo un par dos extremidades. Se entera de que el camino
no avanza. Cree estar corriendo en el mismo lugar por mucho tiempo. Hace
conciencia del novel cansancio. Liado en su extenuación, le sorprende un auto
de fanales y de claxon histéricos, que lo lanza hacia el borde del camino. Se
ahoga en el espanto. Retoma el camino de regreso a la cueva. Se recuesta
despacio. El corazón vuelve a su latido. Cómo ir hasta ella, si está tan lejos.
Frente a sus ojos, se revela seductora una bicicleta. La carga y reemprende la
empresa ya iniciada. Una silueta zigzagueante, pedalea impetuosa la calzada que
multiplica los carriles a su paso. Cada vez hay más claror. Encuentra cientos
de lunas que lo esperan abriéndole paso. Boris aúlla a todas las lunas.
Varios
destemplados claxonazos le han obligado a tomar el borde que marcan las
luminarias. Se siente, más de una vez, observado por ellos que, tras los
cristales de los coches, descuartizan ojos y mandíbulas al unísono. Su pedalear
es ya derecho. Goza ya de la brisa, del desplazarse veloz y de sus aullidos
desaforados.
Tras unos
distraídos minutos en su desplazamiento unidireccional, se encuentra
obstaculizado por un mar de autos que lentos van en busca de ella. Está ya por
alunizar en la matriz de su madre Diana. La aúlla con aún más insistencia.
Evade el tránsito como puede. Un semáforo en rojo no significa nada para Boris.
Cruza el paso prohibido. Un auto para a raya para evitar embestirlo. Boris cae
de la bicicleta. Se arma el sólito bullicio. Boris aúlla en defensa propia
mientras se reincorpora, ante el griterío cesa de golpe. Todo se congela. Boris
es el único que se aleja en su bicicleta. Sabe adonde ir, porque el tumulto
tiene olor y sonido. Pronto se encuentra en la zona roja, en plena Mariscal.
Entre los peatones encuentra muchas mujeres, algunas se asemejan a ella. Las
observa, las aúlla inquieto. La gente lo mira extrañada. Unos huyen, otros
ríen. Boris se aproxima para olfatear a las desconocidas. Una lo abofetean,
otra grita y huye, otra más se paraliza y luego pierde el sentido. Se aglutinan
los machos en torno a Boris que intentan agredirlo en masa. Boris se escabulle,
agarra su bicicleta y huye.
Pasa despacio
con su mirada por los clientes que ocupan las mesas del bulevar. No, ninguna es
ella. Allí los humanos beben y esos sorbidos le recuerdan que desde hace rato
ha hecho caso omiso de la sed. Apoya la bicicleta en un poste cercano y se
sienta en el primer lugar que encuentra. La mesa está ocupada por dos jóvenes
que conversan amenos. Regresan extrañados a mirar a Boris, que también los
mira. Se miran entre ellos y regresan sus ojos a Boris que continúa allí
inexpresivo. Se lazan de hombros y le invitan a seguir en la mesa. Boris no
hace nada. Le invade la sed y saca su lengua lobezna que se agita deshidratada.
Los chicos llaman un mesero. Éste le pregunta a Boris qué cosa va a tomar.
Boris sigue mudo. Uno de los muchachos toma la decisión de pedir para Boris, lo
mismo que beben ellos, cerveza. Boris se bebe la cerveza en un solo gran
bocado. Aúlla emocionado. Los muchachos ríen y piden una ronda más. Boris toma
la segunda cerveza del mismo modo en que dio por terminada la primera. Aúlla
más frenético Los compañeros de mesa optan por pagar lo consumido por todos y
con un golpecillo amigable en la espalda se despiden de Boris que sigue
aullando para hacerse servir más cervezas, frente a la mirada atónita de los
clientes del bar. Bajo los efectos del alcohol, Boris aúlla desenfrenado. Se
acerca el mesero y le pasa la cuenta. Boris no se entera de nada. El mesero
insiste en el pago y en que se salga del bar. Boris no entiende. Se acalora el
mesero y le mete la mano en los bolsillos, de uno de ellos saca un buen fajo de
billetes. De inmediato una mujer, que ha estado sola en una mesa contigua
interviene. Arrancha el dinero de las manos del mesero. Lee la cuenta y la
paga, con una arenga al mesero. El resto del fajo lo mete al bolsillo del que
salió. Toma a Boris de la mano y se lo lleva gentil consigo.
Caminan los
tres en silencio. La mujer, Boris y la bicicleta. Pasean como lo hace quien
está en agradable compañía. Ésta no huele como ella, pero huele bien.
Llegan hasta
un bar. La mujer pide al portero que se haga cargo de la bicicleta. En la barra
beben un par de tragos más fuertes. Boris aúlla entusiasmado con la música. Se
van de allí contentos. Ella vuelve a pagar lo justo por lo que han consumido y
el dinero retoma su lugar.
Es noche de
bares y de copas. Se ha devorado dos pollos sin dejar en el plato el más mínimo
desperdicio. En una salsoteca bailan sin límites. Boris es feliz entre los
efectos de la iluminación y de la percusión tropical. Ha olvidado para lo que
ha venido. El nivel alcohólico aumenta en su sangre inexperta de toxicidades.
Le queda algo
de conciencia cuando la ex desconocida paga por adelantado en el mostrador de
un hotel, el precio de una habitación no muy bien reputada. El conserje se hace
cargo de la bicicleta y suben un par de pisos por escaleras vetustas de
olvidado señorío. Boris va sumiso de su mano. Entran en la habitación, cuyo
barroco entusiasma a Boris que empieza a recorrerla peripatético, irrefrenable.
En medio de
la intensidad del rojo en tono burdel clásico, aparece sobre la gran cama, otro
color que rompe con todo. El color de la carne viva. Es el cuerpo desprovisto
de pelo, desnudo, que impúdica y de pie le muestra la ex desconocida. Boris,
con toda naturalidad salta hasta quedar junto a ella, que para no caer se
agarra de él quedando en un abrazo. Boris aúlla. Ella le tapa la boca con la
mano y luego con beso. Boris cae de rodillas extraviado ante lo que ha sentido.
Vuelve a intentar aullar, pero él mismo se contiene tapándose la boca ante el
descenso sutil que hace ella para quedar también de rodillas frente a él, muy
cerca de él. Se miran a los ojos. Boris se refleja en ella y se pierde en ella.
Aullidos se
escucharon hasta algunas cuadras a la redonda del hotel donde sólo una
desconocida, un lobo hombre y las cuatro paredes rojas de una profusa
habitación, saben aquello que sucedió. Lo que se sabe es que la luna, después
de mucho tiempo, se abrió paso entre luminarias, letreros, alógenos, torres
fosforescentes y entre las encapotadas nubes; y brilló con descarada impudicia.
Morfeo los
acurrucó delicado, cuando cesaron los golpes en la puerta y el ir y venir de
advertencias y ruegos de los empleados, y de los improperios de los huéspedes
del hotel.
Boris conoce
bien el tiempo, pero por primera vez, cuando despierta se encuentra con su
reloj interior averiado. Está sediento. Mira el lugar y recuerda casi todo.
Recuerda lo más importante y se regresa para mirar el lugar vacío que ha dejado
la desconocida. No sabe qué pensar ni qué hacer. Toca alguien a la puerta.
Escucha un grito que lo conmina a ponerse de pie. Trata de abrir la puerta.
Forcejea torpe y tembloroso el manubrio. Abre desnudo. Llegan hasta la
habitación otros empleados del hotel, que lo obligan a vestirse entre aullidos
temerosos. Lo bajan a empujones y lo lanzan a la calle junto con su bicicleta.
Son horas ya
vespertinas y siente hambre y sed. Busca su dinero y no lo encuentra. La
desconocida ha cobrado bien por brindarle una noche irrepetible. No sabe qué
hacer da vueltas por el mismo bulevar que tiene otras formas bajo el sol
hiriente. Él vuelve a sentarse donde lo hizo la noche anterior. El mesero,
también el mismo de la noche anterior, después de dirigirle algunas palabras
seudo comedidas, lo levanta de un brazo e intenta sacarlo a empujones. Boris le
responde con los sonidos ferocidad y de un zarpazo lo tumba malherido. Todos
los comensales se para. Llegan los otros,
los que
visten igual que el yace ensangrentado en el piso. Instintivamente lame la
sangre de su presa, contra la que arremete intentando sacarle un mordisco de
carne. Pero no puede. Sus dientes ya no cumplen la función de hacer retazos la
carne del que ha sucumbido. Se siente amenazado. Huye despavorido. Monta en su
bicicleta y desparece dejando atrás a sus cazadores.
Retoma el
camino por donde vino. Está muy torpe y asustado. Con una fatiga sin
precedentes, hambriento, sediento y vencido, llega a la cueva en la que se
refugia abatido. Aún le queda en la boca el sabor a veneno de la humanidad del
que ha mordido. Se saca de entre los dientes hilos y pedacillos de carne que
escupe asqueado.
En quietud ha
vuelto la noche y con ella la luna. Sale para aullarla, pero se le atora el
aullido en la garganta que ha comenzado a cambiar con una potencia ya conocida.
Mira como sus brazos se van llenando de pelo. Corre a la cueva donde pierde el
sentido.
Al despertar
se mira de inmediato. Ve que es él de nuevo, Boris, el lobo de siempre.
Despacio se dirige hacia sus espejos fragmentados. Comprueba que es verdad, que
es él de nuevo. Sale en carrera de la cueva y lo lejos se escucha el cacareo
desesperado de un gran gallinero.
Pasan días y
noches. Boris escucha los frenazos y los impactos de los accidentes de siempre.
Los mira solo desde lo alto pero ya no se acerca. Ya los objetos perdieron su
importancia. Su colección y todo lo que suceda allá afuera le da lo mismo. Pero
una noches escucha a un auto detenerse y, a paso seguido, el motor que se
apaga. No puede evitar acercarse. Corre y mira desde lo alto, como ella
desciende del auto y recorre el territorio donde todo ha ocurrido. Boris baja
del terraplén hasta el límite de la calzada. Se planta frente a ella y la mira.
Ella lo descubre y lo ve con el amor con que sólo esos ojos expresan. Ella lo
recuerda y lo llama. Boris está por acercase, pero entre ella y él se interpone
un coche que incendiado de velocidad y de luces, les roba el aliento. Boris la
mira una vez más y regresa a toda prisa al terraplén donde lanza un aullido.
Ella se marcha y se pierde al final del pavimento en tanto Boris danza para la
luna.
-- o --
ENTREVISTA A MARTHA ORMAZA
Por: Milagros Aguirre
La casa roja
en La Floresta. Ahí es el nido de Martha Ormaza, la Mona de las Marujas, que,
por cierto, ni vive en la Costa ni es de Guayaquil. La Mona es bien quiteña y,
como buena quiteña, conserva en su casa algunas de las herencias de la familia,
esas antigüedades que han sobrevivido por generaciones, pero repartidas entre
hermanas, tías, parientes lejanas. Una mecedora de mimbre, un banquito de
shamán bien pulido, otra banca rústica, son parte de la decoración de su casa,
que es una de las que se han salvado de los derrocamientos en el barrio
quiteño. También tiene en la sala un Kingman de esos raros —un retrato de una
niña—, comprado en una subasta que le salió barato porque lo pagó a plazos. Y
un cuadro de Luigi Stornaiolo de esos últimos, pintados “con la zurda”.
“Las Marujas”
van para los años. Han durado más que matrimonio y han sobrevivido a las buenas
y a las malas del teatro ecuatoriano. Y también a las buenas y a las malas
épocas de las actrices Martha Ormaza, Elena Torres y Juana Guarderas, a quienes
ni el cáncer ni el romperse una pata ni los mil proyectos de cada día han
logrado separar, más bien todo lo contrario, han estado ahí pese a la
adversidad porque cada día “la función debe continuar”.
Las Marujas
—la mona, la quiteña y la cuencana— nacieron de la pluma de Luis Miguel Campos
(La Marujita se ha muerto con leucemia) y luego fueron corregidas y aumentadas
en las Memorias y efemérides, ya con dramaturgia propia, en un trabajo
colectivo en el que las actrices que las encarnan se han encargado de
perfeccionar.
Doña Aurelia,
doña Encarna y doña Cleta han hecho reír a muchos, han sido aplaudidas y
admiradas, han pasado por las tablas —y también por las ferias en los pueblos—
haciendo gozar al público en cada función. Los entremeses de las Marujas en
algo recuerdan a las estampas del teatro de Ernesto Albán: ese humor socarrón
salpimentado con temas de la coyuntura, esos personajes que no mueren sino que
crecen con el público.
Martha
Ormaza, aunque tiene todavía pánico escénico y cada vez que está en el
escenario se le vienen preguntas metafísicas como ¿qué hago yo aquí? O ¿por qué
soy lo que soy y no soy otra cosa? Y, ¿por qué el público compra entradas para
el teatro?, posa para las fotos, como toda actriz que se precie; deja ver su
sonrisa, busca su mejor ángulo para mostrar al fotógrafo y, lo principal, se
divierte. Porque de eso se trata la vida: de no perder el tiempo, de aprovechar
cada segundo, de divertirse, dando guerra a la adversidad. En eso Martha Ormaza
ya es una artista consagrada: ha sobrellevado las quimios como toda una “mujer
superpoderosa” y ha vuelto a las tablas con la frente en alto y con mucha
energía.
Martha es
alegre y fiestera, siempre le gustó ponerle sal a la vida. Tiene una hija,
Paloma, que es quien le lleva sus cosas, sobre todo, las que tienen que ver con
la tecnología… la cuenta de Facebook, los correos… esas cosas para las que los
jóvenes son más habilidosos…
Luego de la
sesión de fotos, del café pasado en cafetera italiana, arranca la entrevista.
Martha Ormaza vuelve, por unos momentos, al salón de su casa, a imaginar a sus
padres, primos, tíos, alrededor y ella, en el centro del escenario.
—¿Naciste
actriz?
—Sí. Nací
actriz. Desde chiquita adoré la máscara, el disfraz, el escenario, el público.
Creo que el teatro estuvo siempre en mi necesidad de expresión.
—¿Tenías
público?
—¡Claro!
Recuerdo que me disfrazaba y mis papás fingían que no me reconocían. Me
disfrazaba de mendigo, les pedía caridad y ¡me daban monedas! Era fantástico.
Vengo de una familia grande, es decir, un buen público: hermanas, primos, tíos.
Luego mis compañeros de escuela, de colegio. En los festejos siempre hemos
estado juntos. Y han sido, desde que yo era niña, mi público.
—¿Tu primer
personaje?
—Manola….
Bailaba flamenco, tenía vestido español, castañuelas y zapatos rojos. Alguna
vez vi entre las fotos familiares una en la que estoy bravísima, con el vestido
de Manola. Mi madre era responsable de esos disfraces, los vestidos y peinados.
Aún recuerdo el amor que le tenía a Manola… el enojo cada vez que se iba
haciendo más pequeño el vestido y ¡los zapatos! ¡Adoraba los zapatos rojos que
usaba la Manola! Me los puse hasta cuando me ajustaban… hasta que se perdió el
uno. El otro zapato rojo, el chulla, se quedó en mi armario por años y cada vez
que lo veía recordaba a Manola, pandereta, castañuelas y flamenco.
—En la
escuela… ¿también actuabas?
—Por
supuesto. Tuve la suerte de estar en la escuela Claret, una escuela bien
abierta, bien experimental. Quedaba por la Miraflores y nos incentivaban mucho
a las artes, a la pintura, a la música. De ahí salieron algunos de mis amigos
artistas. Nos hacían tocar el piano, cantar, bailar, pintar, hacer obras de
teatro. Recuerdo a una profesora, María de los Ángeles, que era durísima y con
el puntero nos tenía rectitas… era una escuela de monjas claretianas y era bien
interesante su pedagogía. Una educación libre, de esas que ya no hay ahora.
—¿El primer
personaje que interpretaste en la escuela?
—Salí de
pájaro y fue horrible. Estaba incómoda con el disfraz, no me quedaba bien. No
me pude expresar. Lo odié.
—Estuviste en
Los Pinos… un colegio más tradicional… ¿lo soportaste?, ¿te soportaron?
—Me gustaba
el colegio. Hasta ahora me llevo bien con mis compañeras. Ellas me dicen que
les debería pagar pues han sido mi público fiel. Era un colegio lleno de
contradicciones. No hice nunca nada terrible aunque siempre me quedé en
disciplina, me sorteaban una o dos materias, pero no por eso me quitaron mi
libertad. Estuve seis años en el colegio, me gradué. Recuerdo a una profesora
fantástica, María del Carmen Jijón. Sus clases eran muy estimulantes. ¡Hacíamos
tremendos montajes escénicos! Mi experiencia en el Colegio Los Pinos fue buena.
Tengo grandes amigas con quienes compartimos las clases y la vida.
—Ya en plan
más serio… ¿tus primeros pasos en la escena local?
—Actuar es
complicado. En el Ecuador es complicado y en español es complicado. En otros
idiomas actuar es jugar (play…). Creo que dejamos de jugar al teatro para
actuar en serio en el Patio de Comedias, en una obra de Paco Tobar García, En
los ojos vacíos de la gente, con Jaime Bonelli, que era un actorazo, y con Raúl
Guarderas. Estábamos aterrorizados porque venía de París el autor a ver la
obra… la obra debía salir impecable. Desde ahí sentí la obligación de seguir en
las tablas. Raúl Guarderas me dijo algo que me mató: “Los artistas nacen o se
hacen y tú eres del primer grupo, eres la cera lista para ser moldeada por las
manos del director”. Ahí decidí que esa sería mi vida. No sé si agradecerle o
echarle la culpa… pero desde ahí sentí una obligación que me ha mantenido en el
escenario.
—¿Te
arrepentiste alguna vez?
—Estudié
Derecho. No me arrepentí de estudiarlo, pero no ejercería nunca. Es más,
volvería a estudiar Derecho y volvería a dejarlo. Estuve a punto de graduarme.
Mis padres casi mueren. Mi papá tenía tanta ilusión de que yo fuera abogada.
¡Toda la familia ha sido de abogados! Y yo lo dejé al final de la carrera de la
U. Central. Pensé en que todo eso era mentira, en que lo mío no estaba ahí.
Pero tampoco me arrepentí de la decisión. Hice lo correcto.
—¿Y no
quisiste ser otra cosa?
—Bueno… sí…
he pensado que pude ser secretaria o contadora, o mejor madre de lo que he
sido… Muchas veces se vienen esas preguntas existenciales poco antes de salir
al escenario…
—Entonces no
estudiaste actuación ni artes….
—No en lo
formal pero he estado en muchos talleres. Guido Navarro me dio muchas
herramientas para usar el cuerpo, la voz, la mente. Bonelli, Guarderas, en fin,
el público. El público finalmente es el que te enseña. Te vuelves un espejo del
público. Tienes un compromiso con ellos. Y una vocación.
—¿Cómo llevas
la crítica?
—Bien, pero
entiendo que es complicado. No hay escuela de apreciación estética en el país.
Creo que los periodistas y los críticos tienen la obligación de construir un
público, de ayudar a que la gente consuma lo mejor de su arte, de su cultura.
En países donde funciona la prensa y funciona la crítica hay un mejor público,
un público más exigente, que no come cuento. Aunque sí… sé de las
susceptibilidades de los artistas ecuatorianos… La prensa ayuda a la comprensión
del rol del artista en la sociedad.
—Donde estás
más cómoda, ¿en la tragedia o en la comedia?
—¡Me fascina
la tragedia!, soy gritona, llorona, dramática… en lugar de cortarme las venas
las dejaría para verlas crecer… creo que la tragedia es la mitad del camino de
la comedia. Todos los personajes cómicos tienen una carga de tragedia muy
fuerte, sin ella, sería solo el vacío. Las dos caras de la moneda. La tragedia
como herramienta del dolor.
—¿Te
identificas con tus personajes? ¿Ellos se apoderan de ti? ¿Sueñas con ellos o
como ellos?
—Todos los
personajes que he interpretado han sido un poco yo. No hay distanciamiento…
somos un universo tan amplio que es como si tuviéramos cada uno dentro vidas
infinitas, imaginación sin límites.
La Mona, de
las Marujitas, sueña… sueña en los muebles franceses de su abuelita.. En serio,
ella sueña dentro de mis sueños, se apodera y cree que es de una amplia
cultura.
—A propósito
de Las Marujas… cumplen veintiséis años. ¿Cómo lo llevan?
—Estupendamente
bien. Las Marujas han durado más que un matrimonio. Creo que mucho más… hemos
sobrevivido a muchas cosas, somos un equipo, nuestro trabajo ha sido el
resultado de un montón de esfuerzos, de ilusiones, de construcción permanente
de personajes. Ahora hemos estado haciendo funciones, a pesar de que la una
tiene un montón de proyectos, la otra se rompió la pata y la otra termina las
quimios… Nos llevamos bien. A veces peleamos, claro, discutimos o tenemos
malentendidos, pero al subir al escenario nuestras pobrezas y miserias humanas
se quedan a un lado y somos grandes. Estar juntas y hacer cada función es
magia.
—¿A qué le
atribuyes el éxito cuando apenas montaban La Marujita se ha muerto con
leucemia?
—Realmente
fue algo que nos sorprendió a todos en ese momento. Nunca nos planteamos que el
público fuera a aceptar nuestro trabajo como aceptó a Las Marujas. Cuando se
volcó a la platea para nosotros fue sorprendente. No habíamos visto que un
espectáculo teatral ecuatoriano estimule a que el público vaya masivamente como
fue con La Marujita se ha muerto con leucemia. Recuerdo que planteamos una
temporada de tres semanas y siempre estuvo lleno. Hicimos dos semanas más y el
público seguía llegando y seguíamos haciendo funciones, al punto que hicimos
una temporada permanente. Creo que cambió, de alguna manera, la historia de las
tablas, si no la historia del espectador ecuatoriano. Creo que en el teatro
ecuatoriano se puede hablar de un antes y un después de La Marujita se ha
muerto con leucemia…
—Sorprendente
pero… ¿por qué?, ¿por qué fue tan exitosa?
—Creo que
tuvimos la suerte de que nos haya dirigido Guido Navarro que venía de Italia,
con propuestas frescas, novedosas para el teatro ecuatoriano de entonces. Él
venía con técnicas que hicieron posible recrear los personajes locales creados
por Luis Miguel Campos. A mi modo de ver, se juntaron estas dos genialidades:
la de Guido Navarro en la dirección y la pluma de Luis Miguel Campos, logrando
una fórmula única. Guido Navarro intuía que la obra iba a ser exitosa. Guido
nos repetía que el público se iba a reflejar en las tablas.
—¿Y ustedes,
las actrices?
Nosotras
intentábamos hacer una obra más y persistir en nuestra necedad de ser actrices.
Persistir. Eso es lo que hemos hecho en estos casi veintiséis años. Trabajamos
en cómo conectarse con el público, cómo perfeccionar los personajes planteados.
Fuimos construyendo un público.
—Se piensa
que la comedia ha sido un género fácil en el teatro ecuatoriano…
—Nunca le
pusimos a la obra en el casillero de comedia. Nunca la hemos anunciado como
comedia. Usamos un término que era nuevo en ese momento: el juguete escénico.
La obra ha tenido una particularidad: la protagonista no están en escena: se ha
muerto con leucemia… La Marujita no está en la obra. No creo que entremos dentro
de la rama comedia y pensar que la obra está dentro de comedia del arte sería
un atrevimiento. Creo que es una obra de un humor particular nuestro y con
nuestro lenguaje local. A eso se le suma la mezcla de técnicas a la hora de
trabajar los personajes. Por otro lado, hay mucha teoría en torno a la puesta
en escena que hemos hecho todo este tiempo. Todo el tiempo nos preguntamos qué
hacemos y cómo seguimos construyendo nuestro quehacer. Desde el punto de vista
teatral no creo que hagamos comedia. No es comedia desde los personajes. Es
otro estilo que se volvió muy ecuatoriano. Lo asombroso de las Marujas, y no ha
sido fácil, es que el público se identifique con los personajes y que de alguna
manera se ve reflejado en la obra. Ese es uno de los éxitos de la propuesta.
—¿No hay una
tendencia a pretender que el público ría con base de un humor fácil?
—Creo que esa
tendencia hay en el teatro ecuatoriano y latinoamericano desde tiempos
inmemoriales. Es decir, las comedias burdas abundan en el teatro y más en la
televisión, y creo que han existido desde siempre. Creo que el público
ecuatoriano sí es exigente y no come cualquier cosa.
—¿Qué pasaba
y qué pasa hoy con las salas de teatro?
—Hoy hay
muchos más espacios escénicos independientes y una red de espacios independientes
que, con políticas conjuntas, son bastante sanas para el quehacer teatral
ecuatoriano. Creo que, al no poder agremiarnos como actores y actrices de
teatro, de cine y de TV, de forma eficiente, que nos represente, que nos cuide
y auspicie nuestro trabajo, hemos tenido más dificultades. Sin embargo, la red
de salas ha sido factible. Seguimos siendo actores y grupos aislados del teatro
que nos juntamos alrededor de los espacios en los que podemos montar nuestras
obras. Como no hemos podido lograr un tipo de agremiación al menos hemos
logrado eso. Los espacios independientes siguen siendo fruto de una gestión muy
fuerte y luchadora de parte de quienes sostienen estos espacios. No hay
auspicios del Estado, no hay auspicios de organismos de ningún tipo ni de
gobiernos locales, no hay partidas presupuestarias para las artes escénicas. Es
una gestión independiente, pues no estamos dentro de ninguna política cultural.
A diferencia de otros países que creen que la cultura es un centro de
desarrollo de industria y de progreso, acá no hemos creído en ello.
—¿Y los
espacios públicos? ¿Y los fondos concursables?
—Las salas
públicas están siendo administradas con criterios del administrador de turno y
no son espacios de fácil acceso para los grupos independientes. Estamos siendo
programados y filtrados, de preferencia por sus propias producciones o
producciones extranjeras. Me da la sensación de que, cuando algunos
administradores estaban aprendiendo a ser administradores de espacios públicos,
seguramente se preparaban para hacerlo técnicamente bien, y hacíamos temporadas
en teatros públicos y asistía gente de todas las clases sociales y todas las
economías al espacio al cual tenía acceso. Desde el palco principal hasta el
último de la galería tenía acceso al teatro. Y eso se queda en nuestra
historia, aunque se sienta ahora que de alguna manera que no hay una
legitimidad de ocupar esos espacios. Hay muchas contradicciones en los manejos
de las salas con administración pública y de los fondos concursables. No hay que
confundir fondos con políticas. En un momento había fondos pero seguimos sin
políticas.
—Sabemos que
los artistas son víctimas de la llamada tercerización laboral…
—Pues sí. Hay
cantidad de empresas que se llaman productoras, coordinadoras, que son las que
contratan a los artistas. Es decir, el Estado contrata a una empresa para que
haga sus eventos y contrate a los grupos porque el Estado (y no me refiero a
las entidades del Gobierno central sino también a las de los distintos
municipios del país) no puede, o aparentemente no puede, contratar directamente
o por concurso a los artistas. Entonces hay grupos que son llamados y otros que
no. Y hay grupos que no quieren dar su imagen y prestar su imagen a la
promoción del Estado. El Estado es un competidor muy fuerte del quehacer
independiente. Esto de contratar a los artistas para subirlos a los escenarios
del poder es muy debatido.
—Debatido,
¿en serio? ¿O los artistas se han acomodado?
—Hay mucha
discusión sobre ese tema. En los espacios escénicos es un tema ético, político
y de reflexión. La gente, por un lado, necesita comer y, por otro lado,
necesita decir lo que tiene que decir, tener una opinión, una posición, la
libertad para hablar de lo que cree. Creo que es muy difícil para un actor o
actriz hacer un oficio totalmente independiente con sus criterios éticos de por
medio, respetados a rajatabla. Somos vulnerables ante la estructura del poder.
Nos estamos protegiendo con razonamientos, reflexiones y ese es, por ejemplo,
un quehacer de la red de artes escénicas. En las reuniones a las que he
asistido la reflexión del artista al frente del poder es una cosa de continua
discusión.
—¿Cómo es la
situación laboral del trabajador del teatro?
—Es un sector
invisible en el sentido laboral, no hay leyes que nos protejan. No tenemos
patrono, fomento, seguro social, no estamos afiliados ni tenemos garantías en
nuestra salud… somos inexistentes desde el punto de vista social. Es una
supervivencia casi ilícita la que nos toca hacer. Presentamos factura, pagamos
nuestros impuestos como cualquier otro ciudadano, pero no recibimos nada como
sector social. La sociedad misma, la industria, los empresarios del país no
tienen conciencia de nuestra tarea y de nuestros derechos. La concepción del
mecenazgo no existe.
—¿Por qué ha
tenido el teatro tanta dificultad de agremiarse?
—Creo que es
una herencia que hemos de cargar por generaciones. Hemos estado en reuniones
eternas, pero no hay resultados por falta de una estructuración profesional y
técnica. Hace muchos años fui a un encuentro de mujeres del teatro en Paraguay
alrededor del trabajo y del género. La Federación Nacional de Artistas del
Ecuador (Fenarpre) me escogió a dedo y me sorprendió. Y fui. Tenía que llevar
una ponencia sobre la agremiación, y era la cerrazón de los grupos y no se
sentían copartícipes de un estrato o grupo social, parte de la sociedad
necesaria para la vida de los ciudadanos. Falta de conciencia interna de qué
representamos, qué somos y qué derechos tenemos. No hay norma, no hay ley. Años
de años nos mantienen en esa permanente espera de cómo nos vamos a agremiar, de
cómo estructurarnos. Y todos los esfuerzos aislados han sido ineficientes.
Estamos divididos y de una manera poderosa, porque esta fragmentación nos
vuelve débiles política y socialmente. Si hay la asociación de trabajadoras
sexuales o la asociación de artesanos de cualquier oficio con derechos y
obligaciones, eso no existe en el plano artístico, ni los actores, bailarines o
directores, ni los artistas plásticos.
—¿Es posible
vivir del teatro?
—Sí es
posible. Con muchas dificultades pero es posible. Lo que te garantiza vivir del
teatro es tener buenas obras. La calidad de lo que presentas, el lenguaje, te
permite vivir del teatro. He vivido del teatro y solo se puede hacerlo si
tienes buenas obras. Pero es posible. Todo es posible.
—¿Y el cine?
¿Cómo han sido tus incursiones en el cine?
—Creo que el
cine en el Ecuador es todavía un sueño por realizarse. He participado en esa
construcción que es el cine en distintas cintas. Los cineastas se están
formando. Hasta hace muy pocos años eran realizaciones aisladas y hoy se ha
dado mucho énfasis a todo lo audiovisual. He tenido la suerte de participar en
distintas producciones audiovisuales, en documentales, en argumentales,
cortometrajes, mediometrajes. El cine es un proceso de aprendizaje. He
trabajado mucho con los estudiantes de Incine, me he sentido corresponsable de
su carrera. Necesitaban de actores y actrices profesionales para sus
realizaciones y su proceso académico. Entonces lo hice como un compromiso ético
y lo seguiré haciendo. He participado de varias producciones y creo que ha sido
un privilegio contribuir a ese nacimiento del cine. Participé en Mono con
gallinas, del director Alfredo León León y fue un privilegio. Creo que el
prestigio de Alfredo y lo que tiene por delante es maravilloso. Eso les está
sucediendo a muchos otros cineastas jóvenes que están consiguiendo premios
reconocimientos. Otra película que fue una aventura y toda una experiencia fue
Un titán en el ring, tuve el honor de trabajar con Viviana Cordero y su equipo.
He tenido suerte en pequeñas y grandes participaciones en el cine. Lo que
siempre falta en el cine es tiempo de ensayo para la realización actoral. Pero
he disfrutado como actriz, como persona: el cine ha sido un aprendizaje.
—¿Qué
diferencia hay entre esos dos lenguajes?
—Tengo la
impresión de que en el cine siempre es todo precipitado y es como lanzarse al
vacío. Eso porque no tienes todas las herramientas que te gustaría tener (y que
las tengo en el teatro). Siempre tengo la sensación de que se puede hacer más
para lograr personajes de calidad. Entonces, digamos que el cine es un sueño
realizable todavía, mientras se pueda actuar y aprender.
—¿Cuántas
versiones de Las Marujitas hay?
—No son
versiones sino distintas obras. Una, la escrita por Luis Miguel Campos y con la
que inició este periplo y que se llamó La Marujita se ha muerto con leucemia.
Ahora estamos con Las Marujas entre memorias y efemérides. Las Marujas han
cambiado, crecido, envejecido, apostado por el arte independiente y por lo
ecuatoriano, con casi 300 entremeses para teatro y cuatro obras mayores, además
de programas de radio y televisión, spots y campañas para la educación
ciudadana… Doña Aurelia, doña Cleta, doña Encarna, la costeña, la cuencana y la
quiteña, son una institución.
—¿Cuáles son
los roles de las Marujas en cada puesta en escena?
—Como digo,
somos equipo. A veces una de nosotras escribe para el personaje de otra, la
dramaturgia para los personajes. A veces dirijo yo, Elena Torres se encarga de
los objetos escénicos, Juana Guarderas siempre da las propuestas en medio de la
puesta en escena, sobre la marcha. Somos cómplices, nos reímos… todo ha valido
la pena. ¡Pensar que algún momento creí que no nos íbamos a volver a ver!
—¿Por la
enfermedad?
—Sí… la
enfermedad, el cáncer. Me dijeron que no tenía mucho tiempo. Y aquí estoy.
—¿Te molesta hablar de eso?
—No. La
enfermedad también es una oportunidad, una oportunidad de valorar lo que
tienes, el amor de la gente que te rodea, la vida. Yo solo siento gratitud por
eso. Cuando me dijeron que tenía cáncer me dijeron que tenía, además, muy poco
tiempo. Eso fue en 2013 y comprendí que tenía una oportunidad. Tenía en mi
cuenta 303 dólares… no me voy a olvidar de eso… y la salud y los tratamientos
cuestan y, aunque te digan que no es una enfermedad catastrófica, lo es: con
los estragos de la quimioterapia no puedes trabajar, así que te quedas sin
trabajo, sin ingresos y con las cuentas por pagar. Tanto amor de tanta gente me
ayudó: hubo de todo, gente que me ayudó, gente a la que no conocí que depositó
dinero para ayudarme, mi madre que me daba de comer en la boca, mi padre que se
acostó junto a mí y me contó su historia y la de mis abuelos, mis hermanas se
volvieron las “superpoderosas”, mis amigas me acompañaron… es decir que en esa
obra tuve teatro lleno.
—¿Y el miedo?
—No es miedo
el sentimiento. Miedo, pánico escénico, es lo que he tenido hace unos días,
pero es producto de la medicación… Digamos que sí, que hay un miedo
existencial, pero que a la vez sabes que tienes un regalo: el tiempo, un tiempo
más para aprovechar la vida a todo lo que se pueda dar. Menos mal no tengo
apegos ni necesidad de acumulación, pero igual, lo primero que pensé es en no
dejar problemas a nadie. Creo que me curaron las quimios y todo lo demás: creí
en todo lo que la gente que me quiere me recetó: desde guanábana hasta velas
milagrosas, energías, oraciones, rezos de toda clase a santos de todas partes,
pero sobre todo me curaron el amor y la solidaridad. Y el tener un centro sano,
que creo que lo tengo.
—¿Dónde
estaban tus pensamientos en esos momentos?
—En mi hija y
en mis padres. La condición de madre adquiere una enorme trascendencia. Paloma
tiene veintiséis años y creo que los hijos no dejan nunca de ser esa ternura y
fragilidad con la que vienen al mundo. De acuerdo a la ley de la vida, yo
debería enterrar a mis padres y mi hija a mí. Uno piensa en esos momentos en
quienes quedan, no tanto en uno. La quimio te deja frágil, hipersensible, no
puedes trabajar ni pensar. No quería darles a mis padres el dolor de la muerte.
Mi viejo murió hace un mes… y Paloma… está volando por el mundo que es lo que
debe hacer, así que de alguna manera la ley de la vida se ha respetado. A la
vida hay que sacarle el jugo. Y solo puedo estar agradecida por eso.