Alexis Oviedo / El viejo Alexei, la más querida oveja negra de nuestra familia.








(fragmento)

Una de las ventajas de que se hubiera casado mi tío fue la duplicación de su biblioteca. En mi labor de metiche, encontré en su anaquel un librito negro, sus hojas de papel periódico barato no tenían ninguna ilustración y solo en la portada  podía verse un gallo pequeño, logotipo de la editorial y una A mayúscula roja encerrada en un círculo del mismo color. Su título era “El Anarquismo en el Ecuador”, tema atrayente, tanto por las constantes opiniones negativas que mi abuelo, buen miembro del ARNE de Riobamba, lanzaba sobre el tema; como  por los positivos comentarios que daban un par de chicos de quinto curso, acusados por todo el barrio de marihuaneros comunistas.
Devoré el libro en dos tardes y al terminarlo pensé que su autor sería un tipo simpático. El librito fue una puerta hacia a Errico Malatesta y las Cruces Sobre el Agua de Gallegos Lara.
Años después visitamos con O un consultorio jurídico por un asunto laboral, llegó un individuo pequeño, con gruesos y grandes lentes, dueño de una prominente nariz semítica y de una calvicie incipiente que crecía a pasos agigantados y  O me presentó a Alexéi Páez, el autor del librito del anarquismo. Luego de pocas palabras y bromas cargosas se retiró, haciendo rechinar en las baldosas sus zapatos de caucho color morado.
Definitivamente, el docto (o drogadocto como se autodenominaba) Alexéi Paéz fue muy influyente en mi formación académica y en no dejar de buscar becas de postgrado. En uno de mis escasos y breves retornos de la misma, lo vi junto a los amigotes. La calvicie  prominente, contrastando con la barba profética, la delgadez terca y un leve tono verde-grisáceo en la piel. Luego de pocos tragos dejaba caer palabras incomprensibles y no bien pronunciadas. La  mirada larga, retadora o perdida y cuando parecía que se quedaba dormido, se levantó  y salió sin despedirse.
Lo vi tres veces más. La primera acompañando con su aplauso fervoroso las melodías entonadas por mi hermano. Noche donde traté de calmar su acceso de claustrofobia, cuya víctima fue la portería del edificio donde libáramos.
La siguiente vez no bebió nada y nos acompañó casi silente.
La tercera, lo vi dentro de una caja de madera. Aquella tarde de diciembre, luego de la ceremonia masónica en su honor, amigos, conocidos, alumnos, camaradas, sus ex novias,  admiradores e incluso algunos detractores nos dimos cita en las afueras del edificio y apuramos un vodka en su honor. Todos supimos que descargar nuestro dolor y a la vez rendirle homenaje significaba libar juntos como siempre, como si continuara con nosotros. Casi 30 tipos nos reunimos en la última cantina por él frecuentada. Bebimos, reímos, evocamos y puteamos al hermano que se nos adelantaba. Cantamos canciones anarquistas y revivimos las aventuras y desventuras que van formando la Saga del Gran Encamador.