Adolfo Macías / Precipicio portátil para damas (fragmento)




El doctor Meneses respiró profundamente ante esta perspectiva, cuando la señorita Tuma, su recepcionista, le dijo que el joven había llegado. Removiendo la flema con un breve acceso de tos, el doctor aclaró su garganta y pidió a la señorita que dejase entrar al paciente. La puerta se abrió y Meneses vio a Delfín avanzar con los pantalones caídos a mitad de las nalgas, moda merced a la cual mostraba sus enormes calzoncillos bóxer con elástico, sujetados a la cadera. Se veía como siempre enrojecido y purulento, como si un  misterioso fuego interno, digno de estudio para un acupunturista, lo consumiese por dentro; seguramente el exceso de alcohol, pues era martes y Delfín solía beber los lunes con especial ahínco, a causa de su rechazo ideológico al productivismo. Nuevamente aquella cabeza de nariz ganchuda y ojos vacuos, verdosos, hundida en el torso mediante un cuello casi inexistente, le hicieron creer que se hallaba ante un raro animal —tal vez un tapir—, metamorfoseado en persona por el artificio de un mago.
—¿Cómo te va?
—Nada, cagado de risa.
—Qué bueno, empezar el día con humor —dijo zalamero el doctor Meneses.
—Un idiota en una moto se chocó en la Occidental cuando venía. Quedó despatarrado por el asfalto, la cabeza miraba hacia la espalda y pestañeaba todavía, jajajá.
El psiquiatra sintió a su sonrisa congelarse en el rostro y nuevamente se vio enfrentado a la misma tensión que había vivido ya las veces anteriores. Todo su aplomo desapareció en un instante: el muchacho hablaba sin tono emocional de cosas espantosas, y se reía. Decidido a sostener una actitud profesional, Meneses se decidió a preguntarle sobre su época escolar. Quería avanzar lentamente hacia el pasado, hacia aquellos eventos en los que se definió su personalidad.
—¿Te reías siempre, desde niño?
—No. Ni siquiera ahora me río de veras. Solo grazno, jajá.
—¿Y con tus compañeros de clase, hacías lo mismo?
—Sí. Ellos me perseguían y me hacían trastadas, me encerraban en el armario del museo de ciencias del colegio y esas cosas. Una vez embadurnaron mis pies de mierda y me arrastraron por un servicio higiénico municipal durante el paseo de fin de año, jajá. También me bajaban el pantalón para joderme en Educación Física, tal vez por eso lo llevo bajo ahora, pero así es. En mi fiesta de cumpleaños todo lucía sospechosamente bonito, una vez, hasta que me di cuenta de que habían matado a mis peces.
—¿Te mataron los peces? —preguntó Meneses, súbitamente conmovido—¿Y cómo te sentiste?
—Nada, me aguanté hasta tener una oportunidad, y me meé dentro de sus mochilas en el colegio, jajá.
El doctor Meneses asintió gravemente y dulcificó su expresión.
—Debe de haber sido duro, ¿verdad?
—Nada que ver, estaba bien. No esperaba usted que el mundo fuera un pie de fresa, ¿no es cierto?
—¿Tú crees?
—Te dan y das, ojo por ojo, es lo divertido.
—¿Qué es lo divertido?
—Ver a un idiota llorar con la cabeza llena de picaduras de abeja.
—¿Desquitarte?
—No necesariamente, a veces basta con mirar. Si yo fuera voyerista, pagaría a un criminal para que abriese tipos delante de mí. ¿No le parece inquietante? Digo, vivir sin pendejadas morales, ver a la carne sangrar y vomitar, estremecerse y parar. La vida es una necedad, seguir jodiendo, comiendo y pedorreándose, eyaculando; va en contra de la belleza espiritual y serena de la muerte. Después de todo, el Cosmos es una cosa fría e infinita.
—¿De veras? ¿Y qué hay de bueno, entonces? ¿Qué te hace seguir adelante?
—El asco.
El doctor Meneses se revolvió en su silla. La ciencia había abandonado su mente y la ternura se había secado en su corazón. Aquel pedazo de gente tenía el poder de paralizarlo y de arruinar todas sus buenas intenciones. Respiró y lo miró. Mientras sus oídos se anestesiaban lentamente, dejó de atender al muchacho. Sus ojos brotaban como dos bolas de letargo y su lengua se movía en la boca, obscenamente, como la de un íncubo. Imaginó las tentaciones de San Antonio en el desierto y decidió que si algún día debía enfrentar un castigo infernal, sería convivir con un demonio de estas características. Vio su cabeza roja como el fuego y su postura encorvada, como la de un raro animal antropomorfizado, que tratase de penetrar en su mente para desintegrarla, susurrando en sus oídos frases odiosas, desquiciantes como uñas:
—El odio es la leche, dice un amigo. Pero la ternura se agita en la saliva de un mono agonizante… ¿Ha leído usted a Bataille?
—¿Ah?
—Si ha leído usted a Bataille… ¿Me escucha usted, doctor?
—Claro, perfectamente; pero no, no he leído a ese autor.
—Debería. La locura es una actitud ante la muerte, digo yo. El tipo tenía asco, precisamente. Vomitaba la belleza para tragarla y digerirla de nuevo, como un animal con dos estómagos, jajá. Eso me gustaría ver también: ir al camal y ver los dos estómagos de la vaca. Cague de risa.
Meneses sintió que sus oídos se tapaban por completo y cerró los ojos. Había empezado a sentir un raro tirón en su espalda. Se sujetó de la silla para no caer al piso. Probablemente su presión arterial descendía o se estaba produciendo una baja de glucosa en su metabolismo. Su mente colapsaba ante aquel fárrago de palabras. En el fondo, pensó, siempre había detestado a los locos. Nunca había sentido la más mínima simpatía por ellos. Eran unos envenenadores consumados cuya vida estaba destinada a mermar la de su prójimo y sus familiares. Verdaderos vampiros, como los demonios que tiraban de las barbas de San Antonio. Solo necesitaba que se terminase aquella tortura.
—Por eso la mujer tiene diafragma —decía por ahí el chico—, para capturar y decapitar glandes, como flores fofas, succionar la energía masculina y convertir al paladín en animal doméstico. Pero mi padre no se dejó, jajá, puso los pies en polvorosa, o en polvo rosa, mejor dicho. Vive con una moza tetona que lo acuesta cuando está borracho y le hace la paja…