—Queridos amigos —dijo.
Todos saludaron: «Hola, Betty», por aquí
y por allá. Pablo se levantó y leyó el acta:
—Querida Betty. Hemos decidido cumplir
con tu voluntad, expresada en el documento firmado que entregaré en un momento
a nuestro secretario… Betty Morales Velasteguí: ¿Confirmas solemnemente tu
deseo de abandonar esta vida por libre voluntad y en pleno uso de tus
facultades?
—Sí, lo hago.
—¿Juras no estar presionada por ningún
tipo de exigencia, temor o circunstancia externa que perjudique o involucre a
terceras personas?
—Sí, lo hago.
—Si es así, que se haga tu última
voluntad de acuerdo a tus derechos y en estricto apego a la Constitución de la
República del Ecuador —dijo Pablo y volvió a sentarse.
Dos parlantes sonaron junto a la mesa
de café, inundando el patio con el sonido de una pieza de piano que podía ser
de Schumann. Betty dejó caer la toalla y se quedó desnuda. El color cano del
vello del pubis contrastaba con el rojo de su cabello. Su piel, de por sí
blanca, resultaba ya espectral en este momento, surcada por finas y verdes
venas. Sus senos pendían ligeros, con los pezones mustios y oscuros. La sobrina
de vestido rosa dejó escuchar un sollozo apagado en la primera fila. Betty la
miró con tristeza y sonrió.
—No llores, cariño —le dijo—. Es muy
bonita esta vida y el haberla compartido contigo, tu mamá y tus tíos. Gracias
por ser la única de la familia en acompañarme.
Volteó sus ojos y de pronto los fijó por
un momento en mí. Sentí miedo, pero sonreí ante la dulzura que emanaba de ella.
—He escrito un poema, pero creo que lo
he extraviado —continuó Betty encogiéndose de hombros y frotando un pie contra
el otro.
Algunas personas la acompañaron con
una sonrisa.
—Con todo, el poema hablaba de algo que
viví de niña… en Riobamba. Creo que fui feliz, me gustaba ir a un parquecito
donde vendían algodón de azúcar y podía subirme a un tobogán. Me parece que en
el poema que perdí comparaba la vida con ese tobogán, con una curva inocente
que se deslizaba dentro de un tubo de metal con pájaros pintados.
Betty alzó uno de sus brazos. Un tipo
sentado en la primera fila, en quien yo apenas había reparado, se acercó con un
pincel empapado en tinta negra y escribió la palabra «tobogán» sobre la cintura
de Betty.
—He dado a luz un hijo hermoso y he
criado miles de plantas —añadió para luego sumirse en un silencio prolongado,
mientras el artista seguía pintando con su pincel las palabras «hijo» y
«plantas».
Cuando el artista hubo terminado de
escribir aquellas palabras, Betty prosiguió:
—He sido una amante curiosa y una amiga
muy querida, pero ahora ya no tengo nada. Las personas que más me hubiera
gustado ver aquí ya han muerto. A otra la veo sentada frente a mí, amándome con
sus lágrimas. Les agradezco por esto, mis amores, pero debo irme. Estoy
cansada.
Mientras Betty decía todo esto y
durante sus silencios, el artista terminó de escribir otras palabras con su
pincel sobre el pecho, el vientre y los muslos de Betty —«curiosa», «lágrimas»,
«amores»—. Luego se retiró a uno de los asientos, y ella se quedó sola en el
escenario. Sentí que se me encogía el alma de tristeza. La vi vacilar, dar
pasos y titubear, como un ser humano al borde de un acantilado. Luego, acercó
la butaca de terciopelo verde junto a la mesita, se sentó, desenrolló la
franela y extrajo el objeto destellante que contenía. Era un abrecartas
elegante y probablemente afilado. Me sujeté con ansia del asiento y los ojos se
me llenaron de lágrimas. De pronto imaginé que ese objeto tenía una historia,
que había pertenecido a alguien, a su padre, su esposo, a un hijo fallecido.
Betty lo miró en silencio durante largo tiempo.
—No puedo —dijo repentinamente, mientras
colocaba el abrecartas en la mesa. Se levantó de la silla y miró hacia los
lados con un gesto de extravío—. No puedo —repitió y caminó hacia el interior
de la casa, recogiendo la toalla en el camino.
Xavier se levantó e hizo un gesto
tranquilizador con su mano, salió tras Betty y desapareció dentro de la
vivienda. Todos nos miramos desconcertados y lívidos. Algunos se levantaron y
otros empezaron a conversar en voz baja con sus vecinos. Pablo vino a sentarse
a mi lado, en el lugar abandonado por Xavier. Lucía cansado y ojeroso, con el
cabello bien peinado, aunque algo desaliñado se infiltraba en su aspecto. Tomé
tiempo en notarlo: sus uñas estaban sucias, una de ellas se había roto casi
hasta la raíz de donde nacía.
—Fueron viejos amigos, allá por los
ochenta. Creo que Betty era conocida de la madre de Xavier —me explicó.
—Entiendo.
—¿Frío?
—Un poco —confesé, reparando en que
había metido mis manos debajo de los muslos, para calentarlas un poco o para
controlar la tensión.
—¿Conmovido?
— Casi me ha dado un infarto —confesé.
—Con esto nunca se sabe. Esperemos un
momento…
—Claro.
—¿Fumas?
A pesar
de que había dejado de hacerlo meses atrás, tomé un cigarrillo de los que me
ofrecía Pablo y me puse de pie para encenderlo. Observé a varias personas que
hacían lo mismo y a otras que murmuraban. Alguien desde el interior de la casa
subió el volumen de la música en los parlantes del patio. A la pieza de
Schumann siguió un cuarteto de cuerdas, cuyo autor no pude identificar.
—Betty es nueva en el club, pero quiso
adelantar su partida. A veces pasa eso con los nuevos socios: se entusiasman
tras el primer rito y ya quieren ser protagonistas. Les pedimos que esperen,
pero no hay fuerza que los disuada. ¡Están en su derecho!
—Me imagino —dije, sin poder imaginar
nada. Luego me paré y miré hacia las puertas que daban a la sala. Los muebles
reposaban nítidamente bajo la luz de la araña de cristal. Di otra calada al
cigarrillo y me sentí descompuesto. Boté la colilla y la aplasté. La muchacha
del vestido rosado me miró y luego miró al piso, donde empezó a jugar moviendo
su pie sobre la punta del zapato. Vi su hermosa espalda y recordé la de Malena.
Parecía sumergida en un limbo oscuro. Apenas una adolescente. No debía estar en
un lugar como este, pensé íntimamente.
—Hola, Pablo. —Un hombre que debía
andar por los treinta y tantos años se acercó a nosotros. Vestía una chaqueta
gris de franela con una camisa lila y corbata blanca, junto con un short
igualmente de franela y zapatos elegantes, como si se hubiese disfrazado para
una comedia estudiantil.
—Axel —saludó Pablo al tipo, al tiempo
que nos mirábamos y yo recorría con la vista su rostro de labios arrugados y
oscuros, con una sombra de ojos y un arete en la ceja.
—Adoro estos funerales en los que el
muerto sigue vivo —dijo él con tono afeminado.
—Puede que se eche para atrás —dije.
—Qué importa, igual se va a morir, eso
es lo paradójico. Pero el perfume de la muerte se lo lleva uno de aquí pegado
al cabello, y te dura varios días. Es adorable. Mientras la gente afuera vive
su inmortalidad de juguete…
—Es verdad —dijo Pablo.
—Ya van a ver que vuelve la vieja Betty.
O si no, yo digo: devuélvannos las entradas. —Axel puso su mano en mi hombro,
con una sonrisa húmeda, acompañada por una mirada abatida sobre mi boca.
—No bromees con eso, hombre —exclamé
molesto.
—¿Tu nombre era?
—Dante.
—Enchanté —dijo Axel acartonadamente,
tendiéndome su mano.
—Creo que me voy a sentar —dije sin
responder a su gesto, y me derrumbé en la silla.
—Muy bien. Desconéctame. Bye. Cuando
conozcas esta cultura, entenderás que el universo es un melodrama. Hay que
reírse mientras se puede, y luego bang, te vas a navegar con tu Virgilio por
los senderos del inframundo, darling.
Me aflojé la corbata. Repentinamente me
sentía asfixiado. En ese momento, Xavier regresó y ocupó uno de los asientos
delanteros. Acto seguido, Betty entró de nuevo al patio, con una bata de seda
de color amarillento. Todos pusimos atención a la protagonista del rito.
—Perdónenme —exclamó en voz alta.
La música subió de volumen durante un
momento y luego descendió. Se hizo un profundo silencio. Betty respiraba
agitada y profundamente, como si acabase de subir la escalera de un edificio.
Temor de la carne.
—Lo que pasa es que siempre fui una
mujer tímida y no me atreví a vivir ciertas cosas… Ni siquiera traicioné a mi
marido, ni una vez… o, bueno, un beso. Me besé con un amigo y nos tocamos… He
sido una mujer simple, es verdad, pero creo haber sido una buena tía —dijo,
sonriendo con ternura hacia la chica del vestido rosa. Ella sonrió a su vez con
un reguero de lágrimas—. Y bien, con este hermoso poema en mi piel, ahora me voy,
aunque tenga miedo, ¿verdad?
Betty se acercó a la mesa y tomó el abrecartas.
Se adelantó hacia la concurrencia. Puso la afilada punta contra su estómago,
sujetó el mango con ambos puños, cerró los ojos y hundió la hoja de un solo
tirón. Esta se introdujo hasta la mitad, pero no fue suficiente. Betty cayó de
rodillas y apretó con más fuerza, mientras se iba de boca, soltando un hilo de
saliva sanguinolenta con un gemido.
La sobrina se arrojó hacia ella y empezó
a chillar.
De pronto, todo se convirtió en un
revuelo de llanto y gritos, un ulular de lamentaciones envuelto en abrazos,
lágrimas y aplausos repartidos entre la concurrencia. «¿Qué está pasando?», pregunté
al asiento vacío de mi costado, de donde Pablo había desaparecido. Un poco más
allá, Axel parecía una estatua de cristal empañada en lágrimas.
El ambiente se había vuelto un río de
dolor y tristeza, llanto y mutuo consuelo entre los presentes, que se abrazaban
y me arrastraban en su corriente. Avancé hacia el cuerpo de Betty, con temor a
hallarla todavía entre la vida y la muerte. De pronto me di cuenta no sólo de
que yo también estaba llorando, sino que me abrazaba con otras personas,
mientras la muchacha de falda rosada, completamente inconsciente, era cargada
en brazos hacia la sala. Me abrí paso hasta llegar junto al cuerpo de la mujer.
Alguien le había tapado la cara con la franela roja, dejando a la vista la
desnudez de su pubis de vellos blancos, con la bata abierta cayendo hacia los
costados.