Alguna vez
escuché decir que el escritor es aquel que desarma la casa de su vida y con los
materiales de la demolición construye la casa de su obra. Por su parte a la
crítica le corresponde una tarea menos divertida. Con los materiales de una
segunda demolición, se pretende reconstruir el destino, la vida y hasta el alma
del escritor. O algo más grave y paradójico que reconstruir un alma, encontrar
el verdadero sentido del texto que se ha leído. Para librarme del inútil
esfuerzo, empezaré por citar a Paul Valéry cuando decía: "No existe el
verdadero sentido de un texto. Ni autoridad del autor. Sea lo que sea lo que
haya querido decir, ha escrito lo que ha escrito. Una vez publicado, un texto
es como un aparato que cada cual puede utilizar a su guisa y según sus medios,
no puede asegurarse que el constructor lo use mejor que el otro. Por lo demás,
si sabe bien lo que quiso hacer, ese conocimiento le enturbiará siempre la
percepción de lo que ha hecho". Sí, así de complejo es el territorio del
arte y particularmente el de la poesía. La confianza, la solidez, la
certidumbre requisitos tal vez insoslayables en el campo de la ciencia, se
convierten en lastre, en peso muerto que impide el vuelo y la polisemia en el
campo de la literatura. Impide que nos ilumine la sabiduría de la
incertidumbre.
Por esta razón, y advertido por las
palabras del ilustre poeta Paul Valery que exigía una ética de la forma, de
ningún modo pretenderé agotar el sentido de este libro “Los días de la aldaba”
que Marcos Rivadeneira Silva tan gentilmente ha confiado en mi persona para que
lo presente esta noche.
Pero si hay
un libro donde calza a la perfección eso de que el poeta es aquel que desarma
la casa de su vida y con los materiales de la demolición construye la casa de
su obra es precisamente esta: Los días de la aldaba, dice el poeta:
“La tierra
misma se estremeció con sus caderas. Y tembló así telúrica en marzo de 1987. Algunas
casas cayeron y las iglesias del centro histórico dejaron ver sus interiores
virginales”.
Y en otra
parte
“Junto a su
sexo me entregó la mitad del aire con sus presentemientos de zozobra”.
Y en otra:
“Yo surgí de
mujer como confesión de pecado, igual afloraron los vestigios arqueológicos así
desprendidos de toda vestimenta”.
Deleuze en
su libro Crítica y clínica decía que: “La salud como literatura, como
escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función
fabuladora —añadía— inventar un pueblo.
No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en
el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo
sus traiciones y renuncias”. Precisamente, eso hace Marcos en este libro y en
poemas como “Un pueblo olvidado de Dios:
“Si naces en
una comarca confinada de la sierra, en un pueblo por Dios olvidado, dos días
alejado de todo”.
“Si las
paredes de adobe se destiñen en cáscaras con amalgama de cera ardiente, se
funde en la memoria todos los días, una exposición permanente de algún Tapies
anónimo”.
“Si las
calles del pueblo son cuatro donde pastan vacas y los cerdos van al matadero,
si la luz es un misterio que tiene el pueblo más cercano”.
Repito, Marcos
Rivadeneira, en este libro crea ese pueblo reclamado por Deleuze: inventa,
fabula, representa, fotografiar, imagina, la vida, pasión y exilio de todo un
pueblo que quizá vive sepultado en los cuartos traseros de la memoria y del
inconciente. “Kafka para Centroeuropa —añadía Deleuze—, Melville para América
del Norte presentan la literatura como la enunciación colectiva de un pueblo
menor, o de todos los pueblos menores, que sólo encuentran su expresión en y a
través del escritor”. Presumo que fue esta intuición, esta conciencia lo que
llevó a Rivadeneira a escribir “Los días de la aldaba”.
“Tu padre
vendrá a llevarte escondido de tu madre tuberculosa, de tus parientes cercanos,
tu padre vendrá a matar los días del encierro en el pueblo por Dios olvidado”.
Por otra
parte, decía Cioran:
“Sólo en la
música y en el amor existe la alegría de morir, el espasmo voluptuoso de sentir
que uno muere porque no puede seguir soportando las vibraciones internas. Y nos
regocija el pensamiento de una muerte súbita que nos liberara de seguir sobreviviendo
a esos momentos”. “La pesadumbre por no morir en los momentos culminantes del
estado musical y del erótico nos enseña cuánto tenemos que perder viviendo”. Eso dice Cioran, pero
Rivadeneira Silva parce haber publicado este libro, para decirnos todo lo
contrario. La terrible soledad del sexo. Su tristeza.
“Sólo
abrázame un rato
acuéstate a
mi lado
no importa
te pago extra”.
“El billete
sudoroso
Otra vez los
preservativos
El sujetador
inmovil
Los besos
están prohibidos”.
Sí, en el
mudo de este pueblo por Dios olvidado, de cuartos condenados por una terrible
aldaba, en este mundo, todo está permitido, menos los besos, porque los besos
están hechos para quien ama, para quien ansía morir en el éxtasis. Pero aquí
reinan los días de la aldaba. Aquí, los besos están prohibidos.
Pero así como en la sexta sinfonía de Beethoven, sobre los iluminados
campos de trigo y amapolas, de pronto se escuchan los truenos que anuncian la
tormenta, también en la poesía de Marcos Rivadeneira Silva, aparece cierto viento de calma, de esperanza:
“Me urge tu
cabello
Sobre el
rostro húmedo indiferente
Cabello de
viento que galopa en el sentido de los pájaros”.
“Tormenta
Mañana habrá
tormenta
Toma mi mano”.