Marcos Rivadeneira Silva / Los días de la aldaba







1
             Junto a su sexo me entregó la mitad de la tierra cuando deshace su mortaja la neblina. La tierra sale a flote con sus luces escondidas en la hojarasca, la que recibe el rocío mientras los cuerpos descansan.

             Junto a su sexo me regaló la mitad del aire con su presentimiento de zozobra, el aire que acongoja las flores en portales o ventanas. El que trasnocha en el bosque y sacude la oscuridad con impaciencia.

             La tierra misma se estremeció con sus caderas en esa época. Y tembló así telúrica en marzo de 1987. Algunas casas cayeron y las iglesias del centro histórico dejaron ver sus interiores virginales.

             Yo surgí de mujer como confesión de pecado, igual afloraron los vestigios arqueológicos así desprendidos de toda vestimenta. Una veta en la superficie terrestre fui. Yo que surgí del modo como nacen las canciones, aun espero el significado de la mancha de tinta en los papeles.

             Con su sexo propagó en mí un bagaje de promesas que se olvidan en el tintero con el tiempo en contra, afirmaciones instintivas y pensamientos ocultos. Detrás de la puerta, una tarde, llegaron las mentiras con todo su bagaje, no timbraron, no pidieron permiso, no anticiparon, simplemente se instalaron en mitad de la cama.

             Llegó el día en que tuvo que partir. Y aún tenía su sexo fortuito en mi olfato y aún tenía las manos llenas con sus gemidos, me dejó atado a una silla de mentiras y sin catálogo de supervivencia. 

             Junto a su sexo aprendí la vida que apura, la del organillero con malabares de mono capuchino. La del hierro que forja espadas para la guerra. La del campesino que cuida ovejas negras bajo la luna. La del eco que se atora en los barrancos. La del monte que bebe las verdades bajo sus pies, todos los días sin feriados.

             Junto a su sexo aprendí a descoserme de mi cuerpo, a ser un ente metafísico en soledad, a mirar desde los balcones la monotonía y llegué a ser el capitán de los mensajeros con medalla de papel aluminio.
            
             Desde su sexo encendí las heridas, cautericé con hierro fundido los sumideros de despojos. Y su mirada se abrió como capitán en avanzada, fundadora en indias, descubridora del agua torrente en ríos escondidos. Con su cabello coreaba canciones de sonajeros. Y con su sexo se fundaron poblados, se concibieron herederos y establecieron casas grandes, caballerizas y pocilgas.


2

             Los ejércitos quedaron extendidos en el empedrado. Los cuerpos todos uniformados, los brazos todos congestionados, los dedos todos muertos. Los ejércitos quedaron suspendidos en los recuerdos. Los cuerpos enterrados.

             Cuando acabó la guerra, allá por 2006, había muerto varias veces yo, quien había nacido como se hace una canción, el que murió en todos los cuerpos uniformados, en todos los brazos congestionados, en todos los dedos caídos. Así quedé al final abrazado al fusil de madera, acurrucado en mi trinchera y solo.

             Al despertar el fusil estaba roto, la trinchera en ruinas y los tormentos seguían en su lugar. Su mirada clavada en mí costado cual bayoneta de 1900, había abierto un surco en San Sebastián de todos los hombres muertos. Yo que surgí de mujer como confesión en día santo, me encontré con los curanderos alrededor tratando de resucitarme tanto tiempo después, que podrían haberme llamado Lázaro.

             Vinieron los encierros en casas ajenas, volvieron los refugios en cama, como un resucitado con sus atuendos, se olvidaron los abrazos. Perplejo recogí junto a su sexo, su caracol petrificado y empecé una colección de husos arqueológicos para tenerla como trofeo en la repisa. Cada huso tenía grabado en su arcilla cuentos de sus mentiras. Y su sexo me narraba historias de otros tiempos, me hablaba desde los grabados de arcilla, así como gritan los cuadros en la pared. Así como el retrato mudo que colgó detrás del viento que orea las cárceles interiores.

             Y ella, la que era en un principio se convirtió en otro diagnóstico de muerte y, fue otra mujer la que abonó junto a su sexo nuevas voces en medio del invierno.

             Llegó el diluvio. Había empezado días atrás sin percatarme y se quedó para siempre. Llovía al amanecer, cuando el sol salía llovía, con el café y al medio día y la gente no salía de sus casas y el tiempo se parecía al ejercito al final de la guerra y llovía sobre los árboles, debajo de los techos y las calles corrían como ríos en la ciudad destartalada. El agua de los grifos enturbió y sabía a salada agua de mar. Todo era salobre. Y los huesos empezaron a quedarme grandes. Los uniformes con sus medallas oxidadas grandes. Los metales corroían solos en las esquinas y, el agua oxidó el fusil de madera y volvió para romperlo en cuatro partes. Yo enfermo en el hospital sentía el agua mover las ruedas de la camilla. La bacinilla golpeaba el metal sujeta con cadenita para no naufragar. La lluvia siguió detrás de las ventanas, delante de las cortinas, en las miradas indolentes de los soldados que me habitan. Llovió siempre.


3

             Me iré en septiembre. 
            
             En los días de la aldaba. En los días de la puerta clausurada, en el momento de la llave rota.

             Los ejércitos no volvieron con sus botas de charol y espuela. Los muertos fueron enterrados en fosas comunes, sin identificación alguna. Nadie protestó. No hubo madre que reclame ni amante que arranque flores. La sepultura es una cicatriz eterna en la superficie de la tierra.

             Es tan difícil morir de olvido. Es tan difícil acomodar las ropas en baúles para que todo quede ordenado.

             Todo era mío. En ese tiempo el agua era pura, las habitaciones pintadas, los campos y los sembríos llenos. El frío era mío.

             ¡Devuélveme los pies!

                Me atormenta la culpa de seguir vivo. Después del árbol caído. Después del olvido. Deshace el viento en la tierra (esta culpa sin culpa) lo que juntó el viento (estos muertos desnudos) en la tierra.
                Mi pueblo está sentado en la estación. Ven pasar el tren y no lo toman. Sólo esperan que alguien llegue.
                Mi pueblo espera ser lavado del amor como si el agua pudiera llevarse todo lo cierto. Hay un enjambre cerca de la estación. Veo el átomo que se forma alrededor y mi pueblo se pone nervioso por las abejas. Ven pasar el tren y no lo toman. Sólo esperan que alguien llegue.
                Quiero levantarme y regar al pueblo con agua de una manguera para que despierte. Pero no puedo. Quiero levantarme y tomar el enjambre y llevarlo lejos para dejar de temer. Pero no puedo.
                Ayer junto a su sexo las llaves de agua a borbotones limpiaban del amor sus designios.
                Desperté un día, ¡dónde estoy, grité! (la enfermera no estaba), después de tanto esfuerzo, hasta cuando es ayer todavía. Cuando regresó la mujer de blanco, me preguntó, aún no he vuelto, dije.