1
Junto a su sexo me entregó la mitad de la tierra cuando
deshace su mortaja la neblina. La tierra sale a flote con sus luces escondidas
en la hojarasca, la que recibe el rocío mientras los cuerpos descansan.
Junto a su sexo me regaló la mitad del aire con su
presentimiento de zozobra, el aire que acongoja las flores en portales o
ventanas. El que trasnocha en el bosque y sacude la oscuridad con impaciencia.
La tierra misma se estremeció con sus caderas en esa
época. Y tembló así telúrica en marzo de 1987. Algunas casas cayeron y las
iglesias del centro histórico dejaron ver sus interiores virginales.
Yo surgí de mujer como confesión de pecado, igual
afloraron los vestigios arqueológicos así desprendidos de toda vestimenta. Una
veta en la superficie terrestre fui. Yo que surgí del modo como nacen las
canciones, aun espero el significado de la mancha de tinta en los papeles.
Con su sexo propagó en mí un bagaje de promesas que se
olvidan en el tintero con el tiempo en contra, afirmaciones instintivas y
pensamientos ocultos. Detrás de la puerta, una tarde, llegaron las mentiras con
todo su bagaje, no timbraron, no pidieron permiso, no anticiparon, simplemente
se instalaron en mitad de la cama.
Llegó el día en que tuvo que partir. Y aún tenía su sexo
fortuito en mi olfato y aún tenía las manos llenas con sus gemidos, me dejó
atado a una silla de mentiras y sin catálogo de supervivencia.
Junto a su sexo aprendí la vida que apura, la del organillero
con malabares de mono capuchino. La del hierro que forja espadas para la
guerra. La del campesino que cuida ovejas negras bajo la luna. La del eco que
se atora en los barrancos. La del monte que bebe las verdades bajo sus pies,
todos los días sin feriados.
Junto a su sexo aprendí a descoserme de mi cuerpo, a ser
un ente metafísico en soledad, a mirar desde los balcones la monotonía y llegué
a ser el capitán de los mensajeros con medalla de papel aluminio.
Desde su sexo encendí las heridas, cautericé con hierro
fundido los sumideros de despojos. Y su mirada se abrió como capitán en
avanzada, fundadora en indias, descubridora del agua torrente en ríos
escondidos. Con su cabello coreaba canciones de sonajeros. Y con su sexo se
fundaron poblados, se concibieron herederos y establecieron casas grandes,
caballerizas y pocilgas.
2
Los ejércitos quedaron extendidos en el empedrado. Los
cuerpos todos uniformados, los brazos todos congestionados, los dedos todos
muertos. Los ejércitos quedaron suspendidos en los recuerdos. Los cuerpos
enterrados.
Cuando acabó la guerra, allá por 2006, había muerto
varias veces yo, quien había nacido como se hace una canción, el que murió en
todos los cuerpos uniformados, en todos los brazos congestionados, en todos los
dedos caídos. Así quedé al final abrazado al fusil de madera, acurrucado en mi
trinchera y solo.
Al despertar el fusil estaba roto, la trinchera en
ruinas y los tormentos seguían en su lugar. Su mirada clavada en mí costado
cual bayoneta de 1900, había abierto un surco en San Sebastián de todos los
hombres muertos. Yo que surgí de mujer como confesión en día santo, me encontré
con los curanderos alrededor tratando de resucitarme tanto tiempo después, que
podrían haberme llamado Lázaro.
Vinieron los encierros en casas ajenas, volvieron los
refugios en cama, como un resucitado con sus atuendos, se olvidaron los
abrazos. Perplejo recogí junto a su sexo, su caracol petrificado y empecé una
colección de husos arqueológicos para tenerla como trofeo en la repisa. Cada
huso tenía grabado en su arcilla cuentos de sus mentiras. Y su sexo me narraba
historias de otros tiempos, me hablaba desde los grabados de arcilla, así como
gritan los cuadros en la pared. Así como el retrato mudo que colgó detrás del viento
que orea las cárceles interiores.
Y ella, la que era en un principio se convirtió en otro
diagnóstico de muerte y, fue otra mujer la que abonó junto a su sexo nuevas
voces en medio del invierno.
Llegó el diluvio. Había empezado días atrás sin percatarme
y se quedó para siempre. Llovía al amanecer, cuando el sol salía llovía, con el
café y al medio día y la gente no salía de sus casas y el tiempo se parecía al
ejercito al final de la guerra y llovía sobre los árboles, debajo de los techos
y las calles corrían como ríos en la ciudad destartalada. El agua de los grifos
enturbió y sabía a salada agua de mar. Todo era salobre. Y los huesos empezaron
a quedarme grandes. Los uniformes con sus medallas oxidadas grandes. Los
metales corroían solos en las esquinas y, el agua oxidó el fusil de madera y
volvió para romperlo en cuatro partes. Yo enfermo en el hospital sentía el agua
mover las ruedas de la camilla. La bacinilla golpeaba el metal sujeta con
cadenita para no naufragar. La lluvia siguió detrás de las ventanas, delante de
las cortinas, en las miradas indolentes de los soldados que me habitan. Llovió
siempre.
3
Me iré en septiembre.
En los días de la aldaba. En los días de la puerta
clausurada, en el momento de la llave rota.
Los ejércitos no volvieron con sus botas de charol y
espuela. Los muertos fueron enterrados en fosas comunes, sin identificación
alguna. Nadie protestó. No hubo madre que reclame ni amante que arranque
flores. La sepultura es una cicatriz eterna en la superficie de la tierra.
Es tan difícil morir de olvido. Es tan difícil acomodar
las ropas en baúles para que todo quede ordenado.
Todo era mío. En ese tiempo el agua era pura, las
habitaciones pintadas, los campos y los sembríos llenos. El frío era mío.
¡Devuélveme los pies!
Me
atormenta la culpa de seguir vivo. Después del árbol caído. Después del olvido.
Deshace el viento en la tierra (esta culpa sin culpa) lo que juntó el viento
(estos muertos desnudos) en la tierra.
Mi
pueblo está sentado en la estación. Ven pasar el tren y no lo toman. Sólo
esperan que alguien llegue.
Mi
pueblo espera ser lavado del amor como si el agua pudiera llevarse todo lo
cierto. Hay un enjambre cerca de la estación. Veo el átomo que se forma
alrededor y mi pueblo se pone nervioso por las abejas. Ven pasar el tren y no
lo toman. Sólo esperan que alguien llegue.
Quiero
levantarme y regar al pueblo con agua de una manguera para que despierte. Pero
no puedo. Quiero levantarme y tomar el enjambre y llevarlo lejos para dejar de
temer. Pero no puedo.
Ayer
junto a su sexo las llaves de agua a borbotones limpiaban del amor sus
designios.
Desperté
un día, ¡dónde estoy, grité! (la enfermera no estaba), después de tanto
esfuerzo, hasta cuando es ayer todavía. Cuando regresó la mujer de blanco, me
preguntó, aún no he vuelto, dije.