Quishuar / El chaquiñán



El camino se doblaba a la izquierda escoltado a cada lado por árboles de cholán que alfombraban de campanitas amarillas el suelo de tierra. Tanto amarillo provocaba una sensación de calidez como si el sol se hubiese derramado por todo el chaquiñán.
La mujer que corría por el camino  viró a la izquierda y sonrió fascinada. Entre el desborde de amarillo, la frescura de la tarde y el olor a tierra húmeda se sentía feliz. Agradecida por la vida, o por lo menos, por ese momento de la vida.
En su rápido  paso pudo ver unas pocas vainas que colgaban de los cholanes, vainas que luego estallarían en flores  y flores que se secarían para dar nuevas vainas. _“El matrimonio es como el cholán; al principio puras flores y después pura vaina”_ ¡Mierda!, qué razón tan cierta, si hasta en los árboles está y la gente no se da cuenta.
El sudor mojaba su cuerpo y el corazón empujaba el pecho como queriendo escaparse.  Cardio y más cardio cada día, eso buscaban todos los que corrían o pedaleaban por el chaquiñán. Un desate de salud y  juventud para algunos o acaso la ilusión de una juventud extendida para otros.
Detuvo el trote y empezó a caminar para darse un respiro. En el camino se cruzó con dos viejas de cuerpos rellenos que avanzaban a paso lento en una animada conversación sobre un pastel de merengue. Llevaban un perro faldero que caminaba también lento al paso de las viejas. _“Perro de vieja, que cuando te acercas huele a sofá de vieja”. “Ese afán de las viejas por hacer pasteles de merengue para seguir engordando y hablando del éxito de sus recetas…” _ Se sintió mezquina por pensar así, después de todo algún día sería tan blanda y rellena como ellas. “Debería estar agradecida de que haya abuelas como ellas para el orden del hogar y la felicidad de los nietos”.  ¡Cierto!, pero solo para la felicidad de los nietos, porque esas dos de ahí, a juzgar por su expresión, no eran la felicidad de sus nueras, de eso estaba segura.
Al rato pasó un tipo pequeño de cuerpo cuadrado y cabello extremadamente corto. Trotaba a todo pulmón mirando siempre adelante como si persiguiera a alguien.  Con una correa halaba un perro que corría con la lengua afuera junto al amo. _ “Seguro que es un milico de esos machazos que le sacan la puta al cuerpo y al perro, para demostrar lo machos que son”.
“No sé qué es peor, si ser perro de vieja o perro de milico. Mejor ser un gato. Los gatos son siempre dignos porque no siguen a ningún amo.”
Ya recuperado el aliento, se sacudió los pensamientos y volvió a trotar, siempre siguiendo el camino de tierra y cruzando el puente en dirección a la viña. Una casona de teja con balcón y ventanas de madera se dejaba ver tras unos arbustos. Era inevitable, cada vez que pasaba por allí se imaginaba a sí misma sentada en la mecedora del balcón releyendo su última novela junto a una taza de café humeante. El olor del café era la única promesa de vida y futuro que nunca le había fallado.
Después salía un hombre al balcón y le daba un beso cariñoso. Era un hombre de cabello canoso y barba corta. Después del beso, el hombre entraba a la casa y se ponía a tocar la guitarra, o seguía tallando su escultura o quizás se ponía a escribir en la computadora o… quién sabe qué se ponía a hacer ¡Ya basta de imaginar! , mejor seguir corriendo y dejarse de romanticismos vanos.
A lo mejor quien vive allí es un simple y mezquino hombrecillo  que le importa un rábano su mujer. ¡No!, un mezquino, no pone ventanas de madera ni dos mecedoras con colores terracota en el balcón.
Una fina lluvia comenzó a caer. Los caminantes y los ciclistas del chaquiñán no se dieron por aludidos y siguieron en su oficio de caminar y pedalear.
Un grupo de ciclistas armados hasta el cuello con etiquetas de marca y ocultos tras la oscuridad de sus gafas pasó aplanando todo a su paso, los pocos caminantes tuvieron que saltar asustados hacia los lados para cederles el paso.
“¡Nunca falta algún imbécil que se cree dueño de la vía porque está sobre una máquina!”
Trató de limpiar su mente de tanta tontería y siguió corriendo y pisando flores amarillas que parecían guiarle el camino. “Si pudiese ser camino.”
“Ten cuidado con lo que pides porque el universo entero confabula para lograrlo”, lo  había leído en algún libro  -aunque odiaba ese tipo de libros- pero cuántas cosas que odiamos acabamos haciendo alguna vez, aunque sea solo una vez.
La mujer se detuvo frente a un cruce y decidió meterse por un camino estrecho que se perdía entre los arbustos. Le gustaba la idea de librarse de la gente y en el mejor de los casos de sus propios pensamientos. Siguió corriendo cada vez más adentro. Se alegró al constatar que se quedaba sin gente. Era extraño, pero le pareció que nunca había visto ese camino. Parecía que no había existido sino hasta ese momento. Se sentía bien allí, sin miradas ni saludos, sin ciclistas que le atropellaran, sin pensamientos inútiles ni perros a quien compadecer.
Ya no había  nada para criticar o quejarse, tampoco pensamientos desordenados que alteren la calma. Solo un fuerte deseo de ser camino de tierra.
“Ten cuidado con lo que pides”…
Y empezó a correr  como si fuese la última vez. Ya ni siquiera miraba los cholanes, ni el colibrí que revoloteaba en un floripondio, tampoco vio el manto gris que empezaba a convertir en noche la tarde. Solo escuchaba un ligero soplo de lluvia que le mojaba la piel. Sentía que algo le empezaba a cambiar en el cuerpo.
Primero fue un pie que se volvió tierra, pensó que debía ser por el polvo que levantaron los ciclistas, pero luego se dio cuenta de que no era eso. Y después fue el otro pie que se cubrió de tierra, y luego fueron las piernas- aquellas causantes de sus idas y venidas-  y después fueron las caderas que ahora eran de arena fina, arena que se mezclaba con la tierra húmeda de sus jugos hasta caer al suelo. Después la tierra llegó hasta la redondez de sus pechos y siguió por su cuello hasta acariciar su rostro, aquel rostro que tanto había gustado a otros y a ella misma, su boca se fue cerrando para ya no decir nada nunca más, su nariz percibió por última vez el olor de las chilcas, y sus grandes ojos oscuros, los miradores del mundo, se volvieron orilla de tierra mojada. Al final fue su cabeza que se llenó de  tierra, tierra y tan solo tierra que dejó volar  las últimas ideas hasta perderse en el viento,  y por fin ya no quedó nada de su cuerpo de humano, porque toda ella se había convertido en camino, un largo camino cubierto de flores amarillas por el que caminaban solo aquellos a quienes les gustaba salirse  del chaquiñán para explorar nuevas rutas.

                                                                Marzo/2015