I
Yo que alabé a Baco,
al conocerte tiemblo,
veo a mi ser cansado,
encadenado a una cama
con las extremidades amputadas,
sin la piedad de la pólvora.
Soy cadáver que se alimenta por una máquina,
la morfina me da segundos
antes de borrarme en el dolor.
Quiénes apilarán mis soledades en la caja,
de qué hablarán,
seré más bueno, más pagano
mientras tomen café frente a mi muerte.
Vuelvo a morir
y un cedro se rompe en el agua.
II
Una y otra vez
veo nombres extinguirse en la ceniza;
alguien coloca dos monedas sobre mis ojos
para que pueda pagar al barquero.
Abren mi cuerpo,
momifican mi recuerdo en una urna,
lloran mujeres que he olvidado,
tienen siete años de mi presencia
sobre su cuerpo.
La carne subyugada,
deja de ser ese calabozo lóbrego,
vuelven los átomos a disiparse,
tres generaciones
no son un signo en la pared.
Si no hay nubes después,
qué sentido tiene el poema
y la música en las manos de mi hijo;
para qué habrían hecho rituales
sobre la piedra virgen
todos los muertos del pasado.
Buda, Jesucristo, Mahoma, Hermes,
un grito ahogado, abatido,
solamente un grito.
Debe haber algo más
que el vacío sobre el universo de las entrañas.
Mi padre me pregunta quién soy
tendido sobre el mundo,
parecería que su memoria se ha ido
con las escaras que le cubren;
estamos muriendo en futuros distintos
y este vernos ahora aumenta la zozobra.
Mi padre me da la bendición,
Dios duele muchas veces
aunque no estoy seguro que exista.
III
No padre,
no tenemos tiempo;
cuelgas tus ojos en la pared de la sala
junto al sacrificio de Cristos enfermos,
no me atrevo a verte,
ya no hay palabras,
sólo un baúl que esconde tus notas,
textos amarillos que también van muriendo.
Ahí está la lista de todos mis muertos
con una línea en blanco
planeando el reencuentro.
No padre,
no entiendo la muerte,
esa diminuta canción,
esa nada,
ese puñal boca arriba
que nos corta el oriente.
Cansados
los cirios se duermen
y con ellos se apaga
el alma de un hombre.
No padre,
no entiendo la muerte.