LA VIRGEN DOLOROSA
La
Virgen Dolorosa de mi abuela materna, es una escultura española,
articulada de tamaño natural; con unos ojos cristalinos tan brillantes que
parece que estuviera siempre a punto de verter lágrimas. Mustia reposaba todo
el año en la capilla de la casa grande. Se parecía mucho a mi pálida tía
Colomba, que interrumpía su lectura para recibir a las visitas desde una
gigantesca silla de ruedas, también articulada. Tenía vestidos para
todas las épocas eclesiales del año traídos en los viajes de aquí y de allá y
como regalo de las gentes del pueblo que aseguran que es muy milagrosa. .
Todavía cada Viernes Santo sale de luto en andas para la procesión.
Las
mujeres de la familia, obviamente, eran todas de la cofradía de La Dolorosa,
comandada por Mamá Rosarito, en su luto de viuda eterna; los varones,
unos más piadosos que otros, todos hacían de cucuruchos.
En
la Semana Santa, había más bullicio y más gente que en cualquier otra fecha.
Era un acontecimiento que más se acercaba a una fiesta que a un funeral.
No
recuerdo haber sentido tristeza. ¡Hereje!, sentenciaba la abuela al tío Beni,
entre las risillas disimuladas de los presentes. Se iba a ir al infierno porque
había aprovechado el traje de cucurucho para galantear a las sacras paisanas en
estado de oración. También le esperaba el fuego eterno, porque le causaba mucha
gracia que, el Cristo oficial al que se crucificara cada año, fuera el
“Ojón”, el mudo del pueblo, quien se había apropiado del papel del Salvador
hasta la médula y pasara con pasión, con la cruz a cuestas, por todos los
rigores del Vía Crucis, y con más caídas de las que sufrió Nuestro Señor.
La
huestes femeninas de la piedad transitaban sumisas tras de la matrona de punto
en negro entre la casa y la iglesia, la iglesia y la casa, varias veces al día.
Las
mucamas, llamadas muchachas, eran las encargadas de las voces más agudas para
los responsos y del traslado de los devocionarios, los misales, los rosarios,
las velas, los reclinatorios forrados de terciopelo violeta, y más
adminículos para el cabal recogimiento.
Ocupaban
la abuela y la familia el lugar principal del antiguo templo. Las
hileras de bancas comenzaban mucho más atrás. Es que mi abuela, además de sus
generosas limosnas, les había dado el terreno a las monjas y la ayuda para la
construcción de la escuela. Las cosechas de las haciendas eran para la familia
la curia y para el pueblo. En ese pueblo los mendigos no conocían el hambre
porque todos comían en la casa grande.
Eran
tantas las haciendas y producían tanto que habría sido un pecado no compartir
esa abundancia. Yo llegué a conocer nueve. Charrón Grande y Charrón Chico,
Launa Chico y Launa Grande, Malpán, Zaguán, Capulispamba, Susniag y La Cuadra.
El
mayor de mis tíos, mi tío Zambo, dice que había mucho más. Que su padre y su
tío Ezequiel, tenían haciendas desde Macas hasta el Nudo del Azuay y desde allí
hasta Latacunga por la Sierra.
Mi
abuelo Emeterio y su hermano Ezequiel, eran dueños de Jubal; hacienda
gigantesca que iba dese Achupallas hasta el poblado de Macas. La hacienda
más extensa de la historia de este país. Todo se confunde entre el mito y
la leyenda. Son hechos muy viejos, porque cuando mi abuelo Emeterio
murió, mi madre, la última de sus hijas, apenas tenía cuatro años.
Mi
abuela viuda y ultra millonaria, se quedó a cargo un continente
masculino que administrar, además de sus siete hijos. Ella no era
millonaria, era hija de un respetado escribano que tenía una hacienda,
al que el pueblo llamaba doctor, porque hacía las veces de abogado
de todo mundo. Viudo prematuro y con críos muy chicos se casó de nuevo con una
señorita Abad de Cuenca, quien criara a los vástagos entenados con amor de
madre y mote pillo. La abuela Rosarito de la noche a la mañana, a los diecisiete
años, era la consorte de un solterón potentado.
Mi
mamá me contó más de una vez, que los abuelos se fueron de luna de miel a
Jubal; y que la Rosarito al ver, en una vaqueada, tanto ganado,
perdió el sentido y se desmayó.
Cuando
todos mis tíos eran chicos aún, murió el abuelo Emeterio dueño de todo, porque
el tío Ezequiel, su hermano había muerto primero, soltero y sin
descendencia, aunque con algunas señoritas herederas de último momento.
En
la dictadura del treinta y ocho le adjudicaron Jubal a un asesor del dictador.
Pero como lo mal habido se lo lleva el diablo, la hacienda se esfumó y mi
abuela se dedicó a las otras. Ganado de lidia, de carne y de leche. Quesos,
papas, caña, frutas y trapiche. Desde el páramo hasta el río Chanchán, las
haciendas producían todo y en todos los climas.
No
sé cómo lo hizo. Cientos de trabajadores, nueve haciendas, siete hijos, un
séquito de empleados y la comercialización en la Costa, los quesos, el
trapiche, caballos, mulas, el páramo y los malos caminos en el invierno. La
Rosarito pudo con todo, con sus hermanas mal casadas y sus sobrinos, con sus
siete hijos, de los cuales una nació con parálisis progresiva, con los mendigos
del pueblo, con los curas y las monjas, con el terreno para el dispensario médico.
Pudo con la educación en el extranjero de sus hijos profesionales, con las
carreras de sus sobrinos y ahijados, con el matrimonio de las tres hijas,
la soltería y la parálisis total de la Colombita y su deceso. Diecisiete habitaciones conformaban la casa grande, donde vivía el
marido separado de la hermana de mal carácter, el comisario, la profesora
laica, y todo funcionario de la zona, porque el pueblo no contaba con un hotel.
La
casa grande era un silo donde muchas manos se movían para desgranar, ensacar
cereales, amasar el pan, matar ratones y degollar gallinas al son del rezo del
Santo Rosario y las letanías en latín inventado.
De
cómo llegó La Dolorosa a ser parte de la casa grande hay muchas
versiones que se han perdido en los tiempos de los galones tripulados por
santos. Mi papá asegura que esta imagen no es la original, que esa se volvió
cenizas en un incendio de la capilla.
Lo
que sé es que yo dormía con mi abuela que olía a talco de rosas; que al pie de
la cama dormitaba la Pelusa, mi perra castellana, con la que corría por
los inmensos corredores, patios internos y jardines. Quieta y
jadeante esperaba que yo terminara mi rezo a la Virgencita,
que silente sufría entre los sirios de la capilla de la gran casona.
Juntas,
la Pelusa y yo, partíamos tras las portentosas mujeres de negro cuando
arrancaba, con trompetas lúgubres, la procesión de la Virgen Dolorosa.