Martha Ormaza






LA VIRGEN DOLOROSA

  
La Virgen Dolorosa de mi abuela materna,  es una escultura española, articulada de tamaño natural; con unos ojos cristalinos tan brillantes que parece que estuviera siempre a punto de verter lágrimas. Mustia reposaba todo el año en la capilla de la casa grande. Se parecía mucho a mi pálida tía Colomba, que interrumpía su lectura para  recibir a las visitas desde una gigantesca silla de ruedas, también articulada.  Tenía  vestidos para todas las épocas eclesiales del año traídos en los viajes de aquí y de allá y como regalo de las gentes del pueblo que aseguran que es muy milagrosa. . Todavía cada Viernes Santo sale de luto en andas para la procesión.

Las mujeres de la familia, obviamente, eran todas de la cofradía de La Dolorosa, comandada por Mamá Rosarito, en su luto de viuda eterna;  los varones, unos más piadosos que otros, todos hacían de cucuruchos.
En la Semana Santa, había más bullicio y más gente que en cualquier otra fecha. Era un acontecimiento que más se acercaba a una fiesta que a un funeral.

No recuerdo haber sentido tristeza. ¡Hereje!, sentenciaba la abuela al tío Beni, entre las risillas disimuladas de los presentes. Se iba a ir al infierno porque había aprovechado el traje de cucurucho para galantear a las sacras paisanas en estado de oración. También le esperaba el fuego eterno, porque le causaba mucha gracia que,  el Cristo oficial al que se crucificara cada año, fuera el “Ojón”, el mudo del pueblo, quien se había apropiado del papel del Salvador hasta la médula y pasara con pasión, con la cruz a cuestas, por todos los rigores del Vía Crucis, y con más caídas de las que sufrió Nuestro Señor.

La huestes femeninas de la piedad transitaban sumisas tras de la matrona de punto en negro entre la casa y la iglesia, la iglesia y la casa, varias veces al día.

Las mucamas, llamadas muchachas, eran las encargadas de las voces más agudas para los responsos y del traslado de los devocionarios, los misales, los rosarios, las velas, los reclinatorios forrados de terciopelo violeta, y más adminículos para el cabal recogimiento.

Ocupaban la abuela y la familia el lugar principal  del antiguo templo.  Las hileras de bancas comenzaban mucho más atrás. Es que mi abuela, además de sus generosas limosnas, les había dado el terreno a las monjas y la ayuda para la construcción de la escuela. Las cosechas de las haciendas eran para la familia la curia y para el pueblo. En ese pueblo los mendigos no conocían el hambre porque todos comían en la casa grande.

Eran tantas las haciendas y producían tanto que habría sido un pecado no compartir esa abundancia. Yo llegué a conocer nueve. Charrón Grande y Charrón Chico, Launa Chico y Launa Grande, Malpán, Zaguán, Capulispamba, Susniag y La Cuadra.

El mayor de mis tíos, mi tío Zambo, dice que había mucho más. Que su padre y su tío Ezequiel, tenían haciendas desde Macas hasta el Nudo del Azuay y desde allí hasta Latacunga por la Sierra.

Mi abuelo Emeterio y su hermano Ezequiel,  eran dueños de Jubal; hacienda gigantesca que iba dese Achupallas hasta el poblado de Macas. La hacienda más extensa de la historia de este país.  Todo se confunde entre el mito y la leyenda.  Son hechos muy viejos, porque cuando mi abuelo Emeterio murió,  mi madre, la última de sus hijas,  apenas tenía cuatro años.

Mi abuela viuda y ultra millonaria, se quedó  a  cargo un continente masculino que administrar, además de sus siete hijos.  Ella no era millonaria, era hija de un respetado escribano que tenía una hacienda,  al  que el pueblo llamaba doctor, porque hacía las veces de abogado de todo mundo. Viudo prematuro y con críos muy chicos se casó de nuevo con una señorita Abad de Cuenca, quien criara a los vástagos entenados con amor de madre y mote pillo. La abuela Rosarito de la noche a la mañana, a los diecisiete años,  era la consorte de un  solterón potentado.

Mi mamá me contó más de una vez, que los abuelos se fueron de luna de miel a Jubal; y que la Rosarito al ver,  en una vaqueada,  tanto ganado, perdió  el sentido y se desmayó.

Cuando todos mis tíos eran chicos aún, murió el abuelo Emeterio dueño de todo, porque el tío Ezequiel, su hermano había muerto primero,  soltero y sin descendencia, aunque con algunas señoritas herederas de último momento. 

En la dictadura del treinta y ocho le adjudicaron Jubal a un asesor del dictador. Pero como lo mal habido se lo lleva el diablo,  la hacienda se esfumó y mi abuela se dedicó a las otras. Ganado de lidia, de carne y de leche. Quesos, papas, caña, frutas y trapiche. Desde el páramo hasta el río Chanchán, las haciendas producían todo y en todos los climas.

No sé cómo lo hizo. Cientos de trabajadores, nueve haciendas, siete hijos, un séquito de empleados y la comercialización en la Costa, los quesos, el trapiche, caballos, mulas, el páramo y los malos caminos en el invierno. La Rosarito pudo con todo, con sus hermanas mal casadas y sus sobrinos, con sus siete hijos, de los cuales una nació con parálisis progresiva, con los mendigos del pueblo, con los curas y las monjas, con el terreno para el dispensario médico. 

Pudo con la educación en el extranjero de sus hijos profesionales, con las carreras de sus sobrinos y ahijados,  con el matrimonio de las tres hijas, la soltería y la parálisis total  de la Colombita y su deceso. Diecisiete habitaciones conformaban  la casa grande, donde vivía el marido separado de la hermana de mal carácter, el comisario, la profesora laica, y todo funcionario de la zona, porque el pueblo no contaba con un hotel.

La casa grande era un silo donde muchas manos se movían para desgranar, ensacar cereales, amasar el pan, matar ratones y degollar gallinas al son del rezo del Santo Rosario y las letanías en latín inventado.

 De cómo llegó La Dolorosa  a ser parte de la casa grande hay  muchas versiones que se han perdido en los tiempos de los galones tripulados por santos. Mi papá asegura que esta imagen no es la original, que esa se volvió cenizas en un incendio de la capilla.

Lo que sé es que yo dormía con mi abuela que olía a talco de rosas; que al pie de la cama dormitaba la Pelusa, mi perra castellana,  con la que corría por los inmensos corredores,  patios internos y jardines. Quieta  y jadeante esperaba que yo terminara mi rezo a la Virgencita,  que silente sufría entre los sirios de la capilla de la gran casona.

Juntas, la Pelusa y yo,  partíamos tras las portentosas mujeres de negro cuando arrancaba, con trompetas lúgubres, la procesión de la Virgen Dolorosa.