María y Magdalena
Al revés de lo que pudiera pensarse desde los
buenos hábitos y mejores costumbres, ir de la casa al trabajo y enfrentar la
rutina diaria con una dosis moderada de cannabis, le despierta una sensibilidad
particular que le saca de la rutina. Todo o casi todo, que no es lo mismo pero
es igual -como diría el poeta-, tiene un mensaje a descifrar.
Ya sea que vaya caminando o en el bus, las situaciones
que se repiten con frecuencia resultan distintas, las mismas personas con
quienes regularmente se cruza cobran otra dimensión, la música del bus es otra,
ella es otra. Los colores, los olores,
los sonidos, las tensiones brotan como canguil reventado.
En ese micro mundo lo recurrente son las mujeres
que deben sujetar a hijas e hijos para no tener que pagar más pasaje; el niño
que mira la calle desde la ventana del bus mientras la madre, el padre y el
espíritu santo miran sus respetivos teléfonos celulares; la música del bus que
es disfrutada o sufrida, según sea el caso. Antes, después o durante, atravesar
las calles con mirada de dragón en llamas para que no te pasen por encima;
escapar de un chico en un taxi que no para; recibir la amenaza de un señor
cualquiera por quién sabe qué; evitar de un salto el chofer que dobla sin
direccional; putear en silencio a la gente que cruza el carril derecho para
subirse al bus en el izquierdo. Mirar sin entender la cantidad de guardias para
proteger y de guaguas desprotegidos en las calles.
En el macro mundo, Ecuador que después de
matar ofrece un acuerdo que no llega, en Chile que ofrecen plebiscito después
de matar y violar, Haití donde nadie ofrece nada, Uruguay que gira a la derecha.
Más cerca, más lejos matanzas tras matanzas. Y quienes tenemos dos ojos
seguimos viendo menos de aquellos a quienes dejaron tuertos.
Así, más o menos, llega por la mañana a la
oficina. Se le va la vida durante el día. Y en la noche llega la casa donde le
espera la soledad. En la oficina, frente a un computador, atiende los pedidos y
despacha las órdenes de clientes que dejan cuantiosas sumas de dinero en cada
transacción. No puede comentar sobre su trabajo ni con la vecina de la tienda,
ni con los amigos que ya no tiene, ni con su madre muerta, ni con su padre
desaparecido, ni con sus hermanos que dónde también estarán. De novio ni
hablar. En su casa pelis, libros y música; sueños y pesadillas.
Una prostituta algunas veces le escucha
quejarse de la venta de carne humana, pero no profundiza; ella, la prostituta,
se siente ofendida sin muchos recursos a su alcance para entenderle y des-ofenderse
porque le llega dado su oficio. Ante la falta de costumbre y oferta de
prostitutos llegó semi vestida de hombre a Magdalena que, al verla mujer, entre
desconcierto y admiración, sintió sobre todo alivio y curiosidad, a pesar de
sus quejas.
Magdalena no tiene recursos para profundizar pero
tiene un manantial inagotable de ternura y placer que generó en María más
adicción que sus caladas cannabíticas matutinas, vespertinas y nocturnas. Así
las cosas, pasadas algunas noches juntas y alguna salida al cine, llegaron al
acuerdo de convivir los fines de semana, dormir en su cuarto o en el de ella, desayunar
a la hora del almuerzo y almorzar a la hora del café, y no cuestionarse por lo
que fuera de ese mundo propio, sucediera.
Ni el menor contacto entre semana. Era una
condición que Magdalena debió aceptar, aunque no estaba de acuerdo y una vez
más, no entendía por qué. Y María tampoco hizo mucho por explicarle. Pero desde
las 8 de la mañana del sábado hasta las 8 de la noche del domingo se sentían
tan libres que las restricciones de entre semana se las aguantaba con
estoicismo y cannabis.
María, de lunes a viernes, seguía dando
caladas a su pipa de piedra, atendiendo y despachando, de 8 de la mañana a 8 de
la noche, a los clientes de su jefe con la discreción que le había hecho
mantener su puesto de trabajo desde hace más de 8 años. Llegado el sábado, la
cita a las 8am era con Magdalena.
Desayunaban lo que hubiera y llenaban una
gran botella de agua del grifo para la caminata; de noche, para las cogidas.
Por la boca y por la piel corría el agua. Las caminatas eran intensas,
agarraban rumbo y era como si al final de ese camino llegarían al paraíso
prometido y así mismo era; ya sea donde María o donde Magdalena, e incluso en
otro cuarto cualquiera, llegada la noche se abría el paraíso. Sus cuerpos eran
el universo y el más allá y el más acá, sus ojos eran el mar, los besos eran
estrellas, su piel era el camino, el corazón la meta. La cabeza no estaba
invitada, se quedaba a un ladito, desconectada.
Con menores recursos y menos práctica, la
cabeza de Magdalena no lograba desconectarse del todo y hacía preguntas de
tanto en tanto. María no le escuchaba. Entonces comenzó a hacerse preguntas a
sí misma, buscaba respuestas que quizás resultaran innecesarias o perjudiciales,
pero no podía hacer nada más que darles las vueltas a las dudas, a las
interrogantes, a la alegría y al misterio que ella, vestida de hombre, había
traído a su vida. Por qué no hablaba ella de su trabajo, porqué ni siquiera una
llamada entre semana o al menos un mensaje, por qué no tenía ni quería
Facebook, por qué no decía ni preguntaba nada de su familia o de sus amigos, por
qué no le interesaba saber sobre su vida más allá del fin de semana y del
trabajo al que se dedicaba y que fue en ejercicio del mismo que la conoció.
Pero los últimos ocho meses habían sido los mejores de su vida, la tristeza se
mantenía a raya, así que obligaba a su cabeza a no insistir ayudada por los
libros, las películas, la música y el cannabis que habían llegado también a su
vida de la misma mano, vestida también de hombre, sin esmalte y con cutícula.
El sábado 14 de febrero, María le esperaba en
su cuarto. Cuando la escuchó llegar salió como siempre semi desnuda para
meterla en la cama y terminar de despertarse a ese nuevo mundo juntas. Quitarle
la ropa siempre resultaba tan fácil que sentir sus manos cubriendo sus senos,
le previno. Tenía escrito a punta de navaja en el uno: el paraíso, y en el
otro, no existe.
En
un intento por comunicar a alguien su feliz situación actual, el chulo para el
que Magdalena trabajaba desde que tenía 18 años le escribió para que su tonta
cabeza no lo olvidara.
María, al lunes siguiente contrató los
servicios de su jefe para que ubicara al chulo de Magdalena y lo convirtiera en
algo más productivo.
El jefe le debía a ella todo o casi todo su
dinero y su poder, a ella y su capacidad de desconectarse del mundo que le
rodeaba, así que aceptó de buen agrado el nuevo trabajo encomendado por María y
Magdalena.