Pepe Bernal





EXHUMACIONES

1
Los amigos, si bien no entendían que mierda pasaba, solo me dejaban ser... «A la verga, si el man es loco hay que dejarlo en paz», escuché alguna vez desde la sala. Yo tenía una misión sin norte, sin prisas y sin victoria en que soñar. Todo terminó un día en que al despertar ella me veía directo en los ojos, y solo dijo: «Quiero volver a casa, ¿me llevas?»
Jamás pensé, ni por un segundo, que este ser tuviese un hogar donde volver.
Le dije: «Claro, ¿dime dónde es?»
Me dio una dirección en San Rafael y salimos, tomamos un taxi. Dormimos en el camino. El taxi olía a chongo pobre y sudor. Llegamos, y la magnitud de la realidad me golpeó como si me dieran con un martillo neumático en el pecho: era una casa hermosa, gigante, blanca y nueva. Timbré, y cuando se abrió la puerta solo escuché un gracias y desapareció. Yo ya no sabía ver.
Desde ese día, hace ya 20 años y un poco más, solo he sabido de ella por referencia de conocidos en común. Y sabía que estaba bien, hasta hoy: muerte cerebral, me dijo el Ordóñez.
Mientras el peso de las palabras horadaba mi cerebro en busca del C4 que habría de explotar, solo puedo verla desnuda en la silla de la ducha, en un lugar que ya no es mío.
No queda nada, se fue, y no atino a qué hacer con la noticia. Estoy parado frente al mar, y no hay respuestas. Solo tengo bronca y ausencia, hay adioses que no se le deben negar a un hombre.

2
Huele a vómito. Las paredes, blancas y sucias, como en un callejón de esos mortales que abundan por el mundo, donde lo feo y lo horroroso, se esconde de la vida y la sonrisa. Aquí estamos solos, abrumados... Contándonos solo, como solitaria compañía uno al otro, con el pacto silente del destino, acordado y bordado con hilos elaborados de la más fina mierda, de esa que destila la pura esencia del mal. Nos miramos con ojos más vacíos que las botellas de anoche, que al menos tienen un concho en el alma, las envidiamos un segundo y nos encargamos de ellas, esperando que nos regalen un boleto al sopor que nos evita sentir, pero no.
La huella de agujas antiguas en sus brazos, sus costillas evidentes, con ángulos en caderas y pómulos que serían envidia de un Picasso. La piel opaca y casi traslúcida que no nos oculta nada. El cabello, ralo y disparejo con vacíos intercalados, horquillado hasta lo imposible, como espigas aplastadas por un tractor furioso. Todo el estío a que se han sometido los ojos anunciando un diluvio universal que nos arrase, que lo destruya todo. En esta casa en ruinas y llena de babosas, me encontró un día y se quedó. Se quedó porque no la largué como al resto y porque no tenía a dónde ir, ni lo quería. Porque halló en mí el reflejo a su vacío, porque en mí no había reproches a su vida, ni a su estado.
Como un perro se acurrucó a mis pies y durmió como si no lo hubiese hecho en semanas. Yo observé, quizá por días, cómo su pecho subía y bajaba con trabajo, esperando que en cualquier momento se detenga para siempre. No pasó. Recuerdo la desilusión en su mirada al despertar una vez más. ¿Otra vez de vuelta? Era el reclamo de unos ojos asombrados de encontrarse bajo un techo.
Luego se entregó como lo hace quien sabe que debe pagar por existir. Pero yo no la quería poseer: no por asco, sino de hecho por ternura... esa que inspiran los animales maltrechos que recoges al lado del camino.
¡Qué poco lo entendí en el momento! Si el recogido era yo mismo, el rescatado. No porque me saquen de mi abismo, sino más bien que alguien baje a compartirlo. Así empezamos a observarnos. Nunca le pregunté cómo era que ella me veía. Es que con el espejo era suficiente para insuflarme el odio mañanero, y es que no quería saber.
La mañana que despertó, la tomé por debajo de los hombros y rodillas, la levanté y llevé al baño con la impresión de llevar algo sin vida. La senté en el cagadero de porcelana sin asiento y rajado al punto de morder el culo. Me di cuenta que no podía, o no quería, tenerse en pie. Salí al comedor y regresé con una silla que puse bajo la ducha eléctrica. La tomé en brazos nuevamente y la deposité en la silla, abrí la ducha y el corrientazo que recorrió mi brazo hasta alcanzar las costillas, me espabiló un poco más. ¡Idiota, había que desvestirla! Lo hice allí mismo, con pena, cansancio y terror de que alguna parte orgánica se pudiese desprender junto con los andrajos. La lavé despacio, con calma. A esa piel como papiro antiguo, a esos dedos yermos, ¡a ese abdomen en que hubiera podido sembrar papas!... quise darles lo más parecido a lo que yo intuía que debía ser el amor... no porque sintiera algo por ella, pero porque todos los desgraciados merecen el amor alguna vez. O por lo menos, idealizarlo.
Pasaron semanas, ella mejoraba con las delicias que mi madre enviaba cada semana de Manabí, yo encontraba razón de ser y estar. Por la noche compartíamos la cama, nos acostamos desnudos y llorábamos abrazados hasta que el sueño nos doblegue hasta los lacrimales.
Nunca nos permitimos más de un ocasional beso en la frente, que se entendía rúbrica de nuestra hermandad.