Betty Aguirre-Maier







Cielo dividido: una historia de nunca jamás


For there is only one great adventure and that is inward toward 
the self, and for that, time nor space nor even deeds matter.
” Tropic of Capricorn.” Henry Miller


-Dime Malavida, ¿Cómo te imaginas mi polla?  ¿Te gustaría tenerla adentro?
 Maldoror

Por unos segundos Malavida se quedó inmóvil y sin saber qué responder. No podía describir las imágenes que se le venían a la cabeza. Le habría gustado sentirse libre de prejuicios -grabados a martillazos católicos- para hablar del placer que le causaba imaginarlo dentro de su cuerpo, navegando como un pez brillante que se sumergía en esa cavidad abismal que era su vagina. Respondió tímidamente con un par de palabras para salir del aprieto mientras sentía latir a mil su corazón:

No lo sé. ¿Grande? ¿Potente  ¿Te gusta el cine?
Malavida

¿De qué color son tus pezones? ¿Te gusta que te los chupen?
Maldoror

...
Malavida

Ante la insistencia de Maldoror de llevarla a terreno desconocido, intentó desviar la conversación y comentó sobre el clima de esa noche y de su propensión a resfriarse. 

¿Llueve en tu ciudad? Aquí llueve como si el cielo se viniera abajo. No me gusta el frío, me pone mal. 
Malavida

Amelia (Malavida era su nombre de usuaria en las redes) no estaba acostumbrada al desenfado ni a las preguntas abruptas. Se sintió  desarmada, y confrontada al mismo tiempo con la comodidad que ofrecía el anonimato. ¿Cómo hacían los adultos como ella para manejar situaciones como esta sin sentirse infantiles? Maldoror lanzaba este tipo de preguntas como si fueran dragones en llamas en medio de profundas o divertidas conversaciones. No es que no quería que se las hiciera sino que no sabía cómo responder sin sentir que tenía detrás de ella a sus abuelas y maestras, monjas casi todas, agitándole la conciencia. 

-Debo descansar, ya es tarde. ¿Hablamos mañana?
Malavida

Pero no hubo respuesta y Maldoror se desconectó. Nunca antes se había marchado sin despedirse, asi que esperó un buen rato sentada frente a la pantalla esperando el "buenas noches".  Seguro se quedó sin batería¿Se habrá dormido?

Pero pasaron varios días y no hubo respuesta. El arrepentimiento de no haberse involucrado en esa íntima conversación le llegó lentamente como una bruma que lo cubría todo. Las palabras no dichas rebotaban en su cabeza como bolas de fuego. Debí decir: son rosadosO, me gustaría que me los beses. O.. 

De pronto el chat se convirtió en un mar oscuro. Se apagaron las risas y los suspiros. Constantemente se preguntaba si el haberlo evadido era la razón para esa intempestiva huida. O quizás estaba casado y su esposa lo descubrió. También podría ser que su novia .. o alguna amiga llegó en ese momento y.. 

 Me está poniendo a prueba.. repetía todo el día intentando guardar la esperanza de escuchar un Hola bonita.

Releyó los últimos diálogos buscando alguna pista que le dejara saber por qué desapareció. ¿Se habría ofendido por algo que dije? Llamó a Susana, su mejor amiga, y le contó de su angustia esperando que ésta la ayudara a resolver el misterio. Fue inútil. Susana decapitó el aura del tal misterio con un ¡blah! Y añadió:

Mira Amelia, esos romances virtuales son bobos y fugaces. Deberías saberlo. El tipo vio que no le abrirías las piernas fácilmente y entonces cortó. Si lo que quieres es flirtear y ligar sin meterte en líos mayores, ve al bar. Abunda el sexo, amiga. O únete a una red de citas virtuales, son fantásticas.

Su amiga no entendió su tristeza. Su encuentro con Maldoror fue lo mejor que le había pasado desde la adolescencia. Poco a poco la tristeza se convirtió en angustia Decidió dejar el computador prendido día y noche pero solo le llegaban mensajes de su hermano o de sus amigas y a los que no respondía. 

Maldoror… escríbeme.
Malavida

Maldoror llegó a su vida como un barco fantasma que atravesó sutilmente el espacio líquido y espeso de la pantalla. Anclado en la orilla de una lista de “posibles amigos”, el pirata esperaba a que lo invitaran a pasar. Ella siempre cautelosa pensó varias veces antes de hacerlo. Había escuchado muchas historias de desconocidos tratando de ligar con mujeres ingenuas. Las enamoran y luego las roban, escuchó decir a una compañera de trabajo. Pero esto es diferente, lo sé. Su intuición se lo decía y además tenía el presentimiento de que con él se venían todas las aventuras no vividas y de las que sus amigas hablaban constantemente. No obstante, fueron necesarios varios cafés y varias miradas a la foto de perfil antes de presionar “aceptar”.

Temerosa, Malavida entró a la sección de peticiones y ahí lo encontró, atento a la señal del faro que anunciaría su consentimiento. ¿Cuándo fue la última vez que mi cuerpo sintió ese llamado?  Hace mucho tiempo ya que había olvidado lo que era entregarse al placer. Su ex pareja, con quien compartió varios años, había sido un pésimo amante. Pero ella paciente como siempre -lo que demostraba su gusto por la jardinería- aspiraba a que un día él cambiara. Lo esperaba vestida con lencería fina, preparaba cenas románticas, le pedía intentar complicadas poses eróticas y usar juguetes, ver pornografía y todo lo imaginable que pudiera hacer del encuentro íntimo más que una rutina. Pero llegado el momento era siempre lo mismo: el tedio y el frío de un sexo mecánico.

En una de aquellas noches de larga conversación Maldoror le recordó a ese novio que le alteró los días de la adolescencia y que tempranamente la llevó a entender que no había otra fuerza más formidable, viva y devastadora que el deseo. Pero todo terminó abruptamente cuando su hermano los descubrió casi desnudos retozando en el cuarto de huéspedes. Furioso se lanzó sobre ellos y de un puñetazo le rompió la nariz a él y a ella la llevó del cabello hasta la cocina en donde sus padres preparaban la cena. Al día siguiente la llevaron al médico, pero éste diagnosticó que no hubo penetración. Y se lo contó a Maldoror.

- ¿Te gustó? Dime la verdad ¿Qué te hizo?
Maldoror
- Oye! ¡Qué éramos niños! No sabíamos lo que hacíamos.
Malavida
- No te creo. Seguro perdiste la virginidad. Confiesa
Maldoror

¿Qué vino después de aquella tarde de amor frustrado, sangre derramada y un llanto de días? Se preguntó mientras preparaba un gin-tonic y escuchaba “Don’t let me down”. Recordó lentamente. Vinieron relaciones violentas, decepción, encuentros ocasionales y torpes y mucha soledad. Recordó, además que cansada de no vivir eso que su amiga Susana llamaba el timing, puso su mente y cuerpo en otras cosas, en el trabajo, sobre todo. Pero con Maldoror todo el placer dormido despertó en ella como el vómito de un volcán. ¿Y si todo me lo he inventado yo? La culpa la tienen las películas y novelas románticas que he devorado toda la vida. Debería saberlo. ¡Qué tonta soy!
 ¿Cómo era posible que siendo una experta en finanzas que entendía cómo funcionaba el mercado no pudiera dilucidar que todo lo que le rodeaba le llamaba a inventar el amor? Mira, se decía a sí misma, se venden ideas de cómo llevar un romance, las vacaciones en pareja, el matrimonio, la crianza de los hijos, la jubilación, etc., todo lo que implica la organización y reproducción de la sociedad. Nadie se salva, menos tú, Amelia Malavida, hija de tu puta madre! Perdóname madre. 

El día en que conoció a Maldoror despertó mareada y vomitó varias veces durante el dia. Había sido una noche difícil y extenuante. Las medicinas ya no hacían su efecto. Sentía que su espíritu apenas sostenía su maltratado cuerpo y viceversa. Las píldoras la derretían por dentro, le causaba vómito, mareo y la clavaban en el vacío. Los objetos se volvían una continuación pegajosa de su carne y le costaba levantar la taza de café o mover la silla. Se sentía ausente de ella misma, como si todo se resumiera a la carne, a la materia, como si la materia de su cuerpo hubiera ahogado toda sensación de estar viva. Aun cuando esto contradecía las órdenes del médico, dejó el café y fue por algo mas fuerte. Se preparó un gin-tonic y tatareó “mother do you think she's good enough for me? ”

Pero en la noche el malestar y todas las estadísticas y la razón se desvanecieron en la pantalla de su computador. Una fuerza poderosa venida de algún lugar de la noche le removió las vísceras. Le temblaron las manos y le florecieron los labios. Ver la foto de Maldoror en la esquina de la pantalla la sacó de un tirón de la oscuridad de muchos años, casi como el despertar a una brillante mañana de sol. Esa tibia sensación de volver a la vida le recordó el día que su padre la salvó de morir ahogada en la piscina de un hotel. Tendría nueve años. Quería probarle a su hermano que era capaz de nadar de un extremo al otro por varios minutos, pero algo le impidió y no pudo continuar; sus brazos y piernas no le respondieron más. Perdió la fuerza y se hundió en el azul claro de las baldosas. Mientras descendía podía ver a su hermano tratando de tomarla de las manos y más arriba algunos cuerpos que nadaban sin percatarse de lo que sucedía abajo. Suspendida en el fondo azul claro,sus ojos empezaron a cerrarse y todo oscurecía lentamente. Fue una perfecta y corta muerte, un volver al principio, como si volviera al útero de su madre. Era la muerte que ahora deseaba para cuando el cáncer terminara de tomarse su cuerpo... descender, partir sin dolor

Pero unos fuertes brazos la regresaron al mundo de aire y la depositaron sobre la hierba. ¡Amelia! 

Abrió los ojos mientras sentía un estallido en su garganta. Vio el rostro de su padre llamándola por su nombre y mirándola como solo él podía mirarla. Se vio reflejada en sus azules ojos y lo abrazó. Ahora papá está lejos y descansando en una caja de cigarros cubanos que mamá guarda en su mesita de noche. Le he dicho varias veces que lo use de abono para sus bonsai pero ella prefiere tenerlo cerca y hablarle en las noches y mañanas. 

Mientras pensaba en aquel desconocido con el peculiar nombre de Maldoror, el gin hizo su efecto y se le aflojaron los brazos y los ojos. "Gugleó" y encontró el significado:

“Maldoror: personaje literario de carácter misantrópico y tétrico quien manifiesta aversión al trato humano y se opone a Dios”.

!Es perfecto! Uno tan raro como yo. Ella también se veía así, misantrópica, y de paso no creía en Dios. Por esa misma razón había decidido usar “Malavida”. Quería vivir sus últimos meses sin sentir culpa, hiciera lo que hiciera. Al carajo con Dios... Carpe Diem.

Seducida por el significado de su nombre y un rostro duro de amplio mentón, espesas cejas y grandes ojos negros, presionó “aceptar”.  En el umbral de ese puerto virtual la compuerta se abrió lentamente en medio de una espesa niebla: la incertidumbre. No obstante, sus presagios de una tormenta se confirmaron en menos de una hora. Maldoror era un Jack Sparrow que había llegado para agitarlo todo. Se rindió a él inmediatamente. Su cuerpo olvidó el dolor, estiró las largas y firmes piernas adoptando la ligereza de los felinos. Además, se descubrió riendo a carcajadas como hace mucho no lo hacía. Ese fauno de piel morena y grandes ojos negros no solamente entró en su chat si no también en sus bragas.

¿Cómo estás vestida hoy, Malavida? ¿Llevas bragas?
Maldoror
No llevo nada. 
Malavida
Envíame una foto, ¿Si?
Maldoror

Maldoror lo invadió todo. Chatear con él era encender el fuego de un ritual purificador y entrar en su caverna en donde vivía el pulpo rojo gigante que había visto de niña en un libro de antiguas pinturas japonesas. Su padre lo guardaba con recelo y bajo llave en su escritorio. Las pinturas mostraban a un gigante marino que succionaba la vagina de una mujer y al mismo tiempo la abrazaba con sus tentáculos metiéndolos en cada hoyo. Podria ser Davy Jones y yo, la Calypso.

Hoy desperté pensando en ti, Malavida. Antes del almuerzo no pude contenerme mas y me masturbé en el baño de la oficina.
Maldoror

¿Qué pensaste mientras lo hacías? Cuéntame todo.
Malavida

Te imaginé con falda corta, tacones altos y con una blusa negra transparente. Podía ver tus tetas. Déjame verlas... Tómate una foto.
Maldoror

La presencia de Maldoror alteró su rutina diaria. Dejó de vestir trajes oscuros y abandonó la idea de que su vida había terminado con la enfermedad. Renunció a tomar las píldoras y decidió no asistir a las sesiones de quimioterapia que empezarían pronto. Tenía muchas ganas de vivir. En sus citas virtuales, al llegar a casa después del trabajo, intercambiaban ideas, experiencias y gustos. Reía, reía mucho. El humor de Maldoror era exquisito. Hacía tanto que no reía así, a carcajadas y hasta las lágrimas. Las historias de Maldoror eran coloridas y fantásticas. Compraba películas que él, un experto cinéfilo, se las recomendaba para luego mirarlas y comentarlas, lo que luego terminaba en acaloradas discusiones o en risas. Ella, una experta en inversiones, decoración de interiores y jardinería, le recomendó invertir en la bolsa y le habló del Feng Shui. Las citas en el chat duraban varias horas hasta que uno de los dos tomaba la iniciativa de romper el encanto y despedirse. Separarse era doloroso. Pensó en hablarle de encontrarse un día de esos pero temió romper la fantasía. Lo dejó así.

Maldoror… tengo mucho que contarte.
Malavida

Ahora el silencio la hundía en sus peores miedos y se sintió abandonada. Maldoror había levantado anclas y dejado el puerto. Se preguntaba una y otra vez por qué no se dejó llevar por él:  ¿Fue timidez? ¿Fue pudor? ¿Me avergüenzo de mi cuerpo? Se quitó la ropa y se miró en el largo espejo de su dormitorio. El cáncer no la había tocado por fuera. Sus pechos aún eran perfectos, redondos y firmes. Su cadera amplia, su pequeña cintura, sus piernas largas y fuertes. Giró y se miró la espalda, la curva de sus nalgas. Vio el brillo de su melena caoba que caía suavemente sobre lo hombros y la espalda. Aún era un bello animal en cielo abierto.

-Maldoror … me hace falta tu risa.
Malavida

Abrió las cortinas del ventanal y se sentó desnuda sobre la orilla de la cama proclamando su humanidad y le abrió las piernas a la ciudad. Quería que todos vieran lo hermosa que era, lo viva que estaba. Quizás Maldoror podía mirarla desde algún lugar. Quizás vivía en el edificio de enfrente. Quizás era el hombre que siempre espiaba con su telescopio. Sus ojos se cerraron bajo las espesas pestañas y pensó en él. Lo imaginó entrando por el ventanal, arrodillándose para abrazarla…luego la besaría, la amaría como el pulpo rojo o como el pirata pulpo. Solamente necesitaba un ritual mas, una sola vez más y entonces podría aceptar la enfermedad y morir tranquila. Se incorporó y fue al computador y lo llamó:

Maldoror, ¿Dónde estás?
Malavida

No hubo respuesta. 

Se prometió no esperarlo más.

Volvió a los oscuros trajes, a las píldoras y a recogerse el cabello. Sus ojos volvieron a perder la luz y la alegría y dejó de mirarse desnuda en el espejo. Toda la sensualidad recuperada regresó a la desidia, al cansancio, a la música triste. La pantalla de su computador se convirtió en un cielo gris y asfixiante.

Su amiga vino a verla y la encontró demacrada, mas delgada. No había comido en días.  

¿Cómo puedes confiarte de un extraño? ¡Qué ingenua eres, Amelia! Vas a caer presa de algún estafador o violador. Deja ya de extrañar a un desconocido, a un idiota. 

Nada de eso importaba. Solamente le quedaba esperar y esperó noche tras noche sentada al filo del tiempo, con la esperanza de volver a ver su nombre en la pantalla. No pedía mucho. Susana la alimentó, tendió la cama, la ayudó a tomar una ducha y se aseguró de que tomara su medicamento.  Se marchó dándole un beso en la frente y pidiéndole que descansara.

Finalmente, Amelia apagó la computadora y salió al balcón. Una tímida luna detrás de los edificios la miraba con tristeza. Rompió en llanto y se sintió ridícula y avergonzada de haberse enamorado de un desconocido a quien nunca vio, tocó, o escuchó. Su amiga tenía razón. Se puso el abrigo y se marchó al bar de siempre. Pasaron las horas entre trago y trago y baladas tristes. "At last my love has come along, my lonely days are over and life is like a song, oh yeah..." Pensó en que podría marcharse con uno de los tantos hombres solos que buscaban compañía pero pagó la cuenta y se marchó sola.

Volvió a casa muy despacio, casi contando los pasos. Las calles vacías olían a orina. Una tenue llovizna acariciaba la noche y hacía frío. Dio una vuelta a la manzana demorando su llegada. Se le cruzó veloz un gato negro. Se detuvo en una jardinera de escualidos geranios con la extraña sensación de estar perdida. Se miró los pies y pensó si sus zapatos habrían pisado alguna vez las calles que Maldoror transitaba.

A lo mejor vive en otro país, en otro continente... o la vuelta de la esquina.

Imaginó su mundo, su casa, su ropa, su cuerpo. Recordó que nunca hablaron del lugar donde vivían; nunca se dieron pistas. En su perfil tampoco mencionaba su barrio o ciudad. ¿No es extraño que nunca me dijera o yo a él donde vivimos o trabajamos? ¿Qué clase de amistad tuvimos? Habría detenido a cualquier transeúnte para que le sirviera de interlocutor o de oráculo, pero todos caminaban de prisa sumergidos en sus propios problemas. 

La llovizna se volvió lluvia. Amelia se incorporó y continuó su camino tratando de resguardarse bajo los aleros de las casas. Una calle más abajo Maldoror subía al autobús 14 y se sentaba donde siempre: tercer asiento, ventana izquierda.

Malavida cruzó la calle mientras el autobús 14 esperaba en luz roja. Nunca se vieron.

FIN





María Fernanda Andrade



Nos mudamos.
El designio le ganó al silencio.
Ha llegado el invierno y nos tenemos que ir.
Nos dejarán unas llaves en lo alto del umbral
está segura nuestra salida.
Los alces nos miran sospechosos en el medio del ramal
el refilón de los copos surca el aire de cándida espera
un par de tibias vasijas nos esperan en el diván.
Pajales y María están en la boca del vulgo
Hemos decidido partir, partir la cacerola, partir sin prisa
Y no sabemos si nos cargaremos;
vos en tu espalda o yo sobre mis puntillas.
El auto nos espera.
La nodriza está lista para empacar todo mi pelaje
consumido cada navidad por la raspa de la chimenea.
El fuego no era culpable de ver a los -peros- inflamarse.
Vos no eras la mala razón, no
eras posadas, brandy, vida sana…muerte lenta.
Nos sacábamos los zapatos en la grada del recibidor
y las alegrías domésticas nos recibían, esa era nuestro vicio.
Qué haremos ahora que perderemos la razón,
El esqueleto, el referente de los conceptos.
Me moverás al hemisferio izquierdo
 y sobre él como un cardo  
me llevaras al centro de mesa, donde me rememores como un tapete.
Mudamos de células, de escamitas
 que se tejen solas por las noches
Tenemos hijos y granjas y futuro hechos por nuestra piel muerta.
 A tu septiembre alérgico lo acomodaremos para más tarde,
mientras arropamos el polen en las dispuestas manos.
Nos tomamos fotografías en solo, para llevar costumbre
Más tarde en primavera
a nuestro antojo cocinaré más cilantro,
que lo podrán oler desde el norte, los alces y los montes.
Los chicos prepararán té a nuestros nombres
y sus descendencias heredarán talvez nuestros silencios
Estamos listos.
Nos mudamos, nos vamos.

Alexis Oviedo






Willie

A M y C Cordova 

Cuando comenzaron las explosiones, Willie gritó ¡Al suelo! y se abalanzó sobre nosotros para protegernos. Los flashes de luz iluminaron el entorno y se escuchó, ensordecedores, a los aviones al pasar rasantes a toda velocidad. Willie temblaba y nosotros estábamos bajo su inmenso cuerpo. Aparecieron las llamaradas del napalm y con ellas las columnas de humo. Willie nos abrazaba con fuerza. No era la primera vez que esto ocurría, por ello sabía lo que tenía que hacer, meter la cabeza entre mis hombros y reptar hacia atrás, hasta pasar debajo de la axila de Willie. 

Cuando se escuchó el sonido de las ametralladoras, Willie se puso más tenso, ¡Down!, ¡Abajo!, gritó, indicando que nos quedemos agachados, puso sus manazas sobre nuestras cabezas y la suya en medio. Nos aprisionó más fuerte y ordenó que juntos comencemos a avanzar a gatas. Pero Michelle y yo, solo queríamos quitárnoslo de encima. Cuando él ya estaba fuera de sí, en la desespaeración total y arrastrándonos con fuerza, Michelle dulcemente le dijo que todo estaba bien. 

– Papá, cálmate, le dije, también yo, mientras estiraba mi mano, tratando de alcanzar nuestra salvación. Pero como siempre, para un chico de 9 años era difícil salir del abrazo repleto de adrenalina de un gigante de 90 kilos de peso que lo protegía con todo su amor. 

Finalmente, en un movimiento ágil de ratoncillo, tomé el mando a distancia y cambié de canal. El sonido de burlesque bailado por Desi Arnaz y Lucille Ball, y las risas pregrabadas hicieron que Willie cambie la expresión de su rostro y se quede impávido sobre la alfombra. Aflojó la presión de sus brazos y permitió que salga mi hermana Michelle. Ella de inmediato le colmó de besos y yo acercaba a sus labios un vaso de agua, Willie se colocaba sobre sus espaldas, miraba las imágenes en blanco y negro, y a medida que escuchaba la cómica voz de la pelirroja alternando con el acento del cubano, volvía a la realidad. 

Willie hacía siempre lo mismo. Cuando, en el "zapping", el mando a distancia daba por casualidad con una de esas películas que recreaban la guerra de Vietnam, volvía de inmediato a sus días en Quan Loi, su trauma se activaba y con éste el instinto de supervivencia. Mientras un puente temporal inexplicable colocaba a sus hijos una década atrás, su delirio nos transportaba hacia sus días de servicio militar. Por ello mamá nos tenía prohibido mirar con Willie la televisión, menos en su ausencia. Pero para él la televisión, artilugio aún novedoso, era uno de sus placeres y para nosotros mirar con Willie a los “Tres Chiflados”, comiendo canguil, era un derroche de alegría. Sobre todo después, cuando él imitaba con precisión a Curly, dando inicio a la transformación de Michelle en un diminuto Moe. Los tres en nuestros roles, repetíamos la historia vista y los movimientos estúpidamente divertidos de los hermanos Horwitz. 

Mirar la televisión con Willie era una aventura magnífica, a excepción de esas coincidencias desafortunadas que la volvían riesgosa. Luego de sus accesos traumáticos, no recordaba lo ocurrido y volvía a ser el mismo tipo calmo e introvertido de siempre. Las pocas veces que los cuatro nos apoltronábamos en el sótano a ver la televisión, Willie recalcaba los avances en su consulta psicológica, a la que asistía puntualmente, mientas mamá sujeaba con fuerza el control remoto, sin permitir cambios de canal. Ella me contó que cierta vez, antes de que exista Michelle, y mientras yo dormía en el cuarto, el control recaló justo en una explosión y Willie de inmediato la levantó en vilo, la arrojó con fuerza atrás del sofá y luego dio un salto que le hizo un tajo en la cabeza al chocar contra el librero. 

Willie, para mí era un padre cariñoso, aunque creo que no tenía de ese joie de vivre y esa expresividad que siempre es preferida. No comparto la opinión de mi madre de que era un tipo seco. Es que es gringo, decía mi madre, resignada; es por ingeniero informático, argumenta Michelle; es por que tiene mucha de la sangre alemana de la abuela, acota justificándolo, su hermana Nicole. Por mi parte, lo considero un hombre amable y buen proveedor, con un difícil coctel emocional que le tocó cargar ¿Pero quién no carga uno parecido, solo diferente en matices? Unos más que otros guardamos terribles oscuridades en el alma o en el corazón. 

Con el pasar de los años, me doy cuenta que no solo fueron las diferencias culturales y la introversión de Willie lo que llevó a que mi madre lo abandone. Me decanto a pensar que ella sobre toido decidió dejarlo por las reacciones de Willie ante las escenas de guerra televisadas. Son, sin duda, esos pequeños hábitos que tienen todas las parejas, tales como dejar la toalla mojada sobre la cama, beber agua en medio de la noche o padecer insomnio, los que minan a la pareja. Son esas malas costumbres, tolerables al inicio, las que con los años se vuelven insoportables. Sin duda, con el tiempo, para mi madre se le hizo insufrible no poder mirar la televisión junto a su marido. De seguro, con el tiempo, el temor a las reacciones de Willie fue creciendo. En especial desde que se mudaron a un quinceavo piso.

Byron Cartagena






                       Balance

Paraíso del destrozo neurológico.
También eso me ha dado.
Deformación y excesiva coloración.
Dientes rotos, hendiduras, cicatrices;
cortes, poemas y canciones.
Dolor, jadeo canino, convulsiones y
espasmos. Perlesía, entumecimiento.
Horror de ojos desbordados, inutilidad.
Producción onírica, insomnio y alucinaciones.
Desempleo e hidrofobia. Amigos.
Miseria, inapetencia, dipsomanía.
Risas, logicidad (?), selectividad.
Una muñeca rota.
Desvergüenza.
Criterio, contactos, sentidos disparados.
Sinceridad.
Verdades (medias y enteras), calumnias.
Demencia.
Mujeres, soledad, erecciones. Pena.
Angustia.
Oscuridad. Lunas rajadas. Amnesia.
Amaneceres en treking.
Muertes, suertes
en un suicidio pendiente.
Depresión, búsquedas artísticas. Lecturas.
Efímera osadía e imaginación.
Ergo,
como todo: activos, pasivos,
que arrojan este patrimonio
neto.

Lilia Lemos Játiva




Imagen relacionada


María y Magdalena


Al revés de lo que pudiera pensarse desde los buenos hábitos y mejores costumbres, ir de la casa al trabajo y enfrentar la rutina diaria con una dosis moderada de cannabis, le despierta una sensibilidad particular que le saca de la rutina. Todo o casi todo, que no es lo mismo pero es igual -como diría el poeta-, tiene un mensaje a descifrar.

Ya sea que vaya caminando o en el bus, las situaciones que se repiten con frecuencia resultan distintas, las mismas personas con quienes regularmente se cruza cobran otra dimensión, la música del bus es otra, ella es otra.  Los colores, los olores, los sonidos, las tensiones brotan como canguil reventado.

En ese micro mundo lo recurrente son las mujeres que deben sujetar a hijas e hijos para no tener que pagar más pasaje; el niño que mira la calle desde la ventana del bus mientras la madre, el padre y el espíritu santo miran sus respetivos teléfonos celulares; la música del bus que es disfrutada o sufrida, según sea el caso. Antes, después o durante, atravesar las calles con mirada de dragón en llamas para que no te pasen por encima; escapar de un chico en un taxi que no para; recibir la amenaza de un señor cualquiera por quién sabe qué; evitar de un salto el chofer que dobla sin direccional; putear en silencio a la gente que cruza el carril derecho para subirse al bus en el izquierdo. Mirar sin entender la cantidad de guardias para proteger y de guaguas desprotegidos en las calles.

En el macro mundo, Ecuador que después de matar ofrece un acuerdo que no llega, en Chile que ofrecen plebiscito después de matar y violar, Haití donde nadie ofrece nada, Uruguay que gira a la derecha. Más cerca, más lejos matanzas tras matanzas. Y quienes tenemos dos ojos seguimos viendo menos de aquellos a quienes dejaron tuertos.

Así, más o menos, llega por la mañana a la oficina. Se le va la vida durante el día. Y en la noche llega la casa donde le espera la soledad. En la oficina, frente a un computador, atiende los pedidos y despacha las órdenes de clientes que dejan cuantiosas sumas de dinero en cada transacción. No puede comentar sobre su trabajo ni con la vecina de la tienda, ni con los amigos que ya no tiene, ni con su madre muerta, ni con su padre desaparecido, ni con sus hermanos que dónde también estarán. De novio ni hablar. En su casa pelis, libros y música; sueños y pesadillas.

Una prostituta algunas veces le escucha quejarse de la venta de carne humana, pero no profundiza; ella, la prostituta, se siente ofendida sin muchos recursos a su alcance para entenderle y des-ofenderse porque le llega dado su oficio. Ante la falta de costumbre y oferta de prostitutos llegó semi vestida de hombre a Magdalena que, al verla mujer, entre desconcierto y admiración, sintió sobre todo alivio y curiosidad, a pesar de sus quejas.

Magdalena no tiene recursos para profundizar pero tiene un manantial inagotable de ternura y placer que generó en María más adicción que sus caladas cannabíticas matutinas, vespertinas y nocturnas. Así las cosas, pasadas algunas noches juntas y alguna salida al cine, llegaron al acuerdo de convivir los fines de semana, dormir en su cuarto o en el de ella, desayunar a la hora del almuerzo y almorzar a la hora del café, y no cuestionarse por lo que fuera de ese mundo propio, sucediera.

Ni el menor contacto entre semana. Era una condición que Magdalena debió aceptar, aunque no estaba de acuerdo y una vez más, no entendía por qué. Y María tampoco hizo mucho por explicarle. Pero desde las 8 de la mañana del sábado hasta las 8 de la noche del domingo se sentían tan libres que las restricciones de entre semana se las aguantaba con estoicismo y cannabis.

María, de lunes a viernes, seguía dando caladas a su pipa de piedra, atendiendo y despachando, de 8 de la mañana a 8 de la noche, a los clientes de su jefe con la discreción que le había hecho mantener su puesto de trabajo desde hace más de 8 años. Llegado el sábado, la cita a las 8am era con Magdalena.

Desayunaban lo que hubiera y llenaban una gran botella de agua del grifo para la caminata; de noche, para las cogidas. Por la boca y por la piel corría el agua. Las caminatas eran intensas, agarraban rumbo y era como si al final de ese camino llegarían al paraíso prometido y así mismo era; ya sea donde María o donde Magdalena, e incluso en otro cuarto cualquiera, llegada la noche se abría el paraíso. Sus cuerpos eran el universo y el más allá y el más acá, sus ojos eran el mar, los besos eran estrellas, su piel era el camino, el corazón la meta. La cabeza no estaba invitada, se quedaba a un ladito, desconectada.

Con menores recursos y menos práctica, la cabeza de Magdalena no lograba desconectarse del todo y hacía preguntas de tanto en tanto. María no le escuchaba. Entonces comenzó a hacerse preguntas a sí misma, buscaba respuestas que quizás resultaran innecesarias o perjudiciales, pero no podía hacer nada más que darles las vueltas a las dudas, a las interrogantes, a la alegría y al misterio que ella, vestida de hombre, había traído a su vida. Por qué no hablaba ella de su trabajo, porqué ni siquiera una llamada entre semana o al menos un mensaje, por qué no tenía ni quería Facebook, por qué no decía ni preguntaba nada de su familia o de sus amigos, por qué no le interesaba saber sobre su vida más allá del fin de semana y del trabajo al que se dedicaba y que fue en ejercicio del mismo que la conoció. Pero los últimos ocho meses habían sido los mejores de su vida, la tristeza se mantenía a raya, así que obligaba a su cabeza a no insistir ayudada por los libros, las películas, la música y el cannabis que habían llegado también a su vida de la misma mano, vestida también de hombre, sin esmalte y con cutícula.

El sábado 14 de febrero, María le esperaba en su cuarto. Cuando la escuchó llegar salió como siempre semi desnuda para meterla en la cama y terminar de despertarse a ese nuevo mundo juntas. Quitarle la ropa siempre resultaba tan fácil que sentir sus manos cubriendo sus senos, le previno. Tenía escrito a punta de navaja en el uno: el paraíso, y en el otro, no existe.

En un intento por comunicar a alguien su feliz situación actual, el chulo para el que Magdalena trabajaba desde que tenía 18 años le escribió para que su tonta cabeza no lo olvidara.

María, al lunes siguiente contrató los servicios de su jefe para que ubicara al chulo de Magdalena y lo convirtiera en algo más productivo.

El jefe le debía a ella todo o casi todo su dinero y su poder, a ella y su capacidad de desconectarse del mundo que le rodeaba, así que aceptó de buen agrado el nuevo trabajo encomendado por María y Magdalena.



Pepe Bernal





EXHUMACIONES

1
Los amigos, si bien no entendían que mierda pasaba, solo me dejaban ser... «A la verga, si el man es loco hay que dejarlo en paz», escuché alguna vez desde la sala. Yo tenía una misión sin norte, sin prisas y sin victoria en que soñar. Todo terminó un día en que al despertar ella me veía directo en los ojos, y solo dijo: «Quiero volver a casa, ¿me llevas?»
Jamás pensé, ni por un segundo, que este ser tuviese un hogar donde volver.
Le dije: «Claro, ¿dime dónde es?»
Me dio una dirección en San Rafael y salimos, tomamos un taxi. Dormimos en el camino. El taxi olía a chongo pobre y sudor. Llegamos, y la magnitud de la realidad me golpeó como si me dieran con un martillo neumático en el pecho: era una casa hermosa, gigante, blanca y nueva. Timbré, y cuando se abrió la puerta solo escuché un gracias y desapareció. Yo ya no sabía ver.
Desde ese día, hace ya 20 años y un poco más, solo he sabido de ella por referencia de conocidos en común. Y sabía que estaba bien, hasta hoy: muerte cerebral, me dijo el Ordóñez.
Mientras el peso de las palabras horadaba mi cerebro en busca del C4 que habría de explotar, solo puedo verla desnuda en la silla de la ducha, en un lugar que ya no es mío.
No queda nada, se fue, y no atino a qué hacer con la noticia. Estoy parado frente al mar, y no hay respuestas. Solo tengo bronca y ausencia, hay adioses que no se le deben negar a un hombre.

2
Huele a vómito. Las paredes, blancas y sucias, como en un callejón de esos mortales que abundan por el mundo, donde lo feo y lo horroroso, se esconde de la vida y la sonrisa. Aquí estamos solos, abrumados... Contándonos solo, como solitaria compañía uno al otro, con el pacto silente del destino, acordado y bordado con hilos elaborados de la más fina mierda, de esa que destila la pura esencia del mal. Nos miramos con ojos más vacíos que las botellas de anoche, que al menos tienen un concho en el alma, las envidiamos un segundo y nos encargamos de ellas, esperando que nos regalen un boleto al sopor que nos evita sentir, pero no.
La huella de agujas antiguas en sus brazos, sus costillas evidentes, con ángulos en caderas y pómulos que serían envidia de un Picasso. La piel opaca y casi traslúcida que no nos oculta nada. El cabello, ralo y disparejo con vacíos intercalados, horquillado hasta lo imposible, como espigas aplastadas por un tractor furioso. Todo el estío a que se han sometido los ojos anunciando un diluvio universal que nos arrase, que lo destruya todo. En esta casa en ruinas y llena de babosas, me encontró un día y se quedó. Se quedó porque no la largué como al resto y porque no tenía a dónde ir, ni lo quería. Porque halló en mí el reflejo a su vacío, porque en mí no había reproches a su vida, ni a su estado.
Como un perro se acurrucó a mis pies y durmió como si no lo hubiese hecho en semanas. Yo observé, quizá por días, cómo su pecho subía y bajaba con trabajo, esperando que en cualquier momento se detenga para siempre. No pasó. Recuerdo la desilusión en su mirada al despertar una vez más. ¿Otra vez de vuelta? Era el reclamo de unos ojos asombrados de encontrarse bajo un techo.
Luego se entregó como lo hace quien sabe que debe pagar por existir. Pero yo no la quería poseer: no por asco, sino de hecho por ternura... esa que inspiran los animales maltrechos que recoges al lado del camino.
¡Qué poco lo entendí en el momento! Si el recogido era yo mismo, el rescatado. No porque me saquen de mi abismo, sino más bien que alguien baje a compartirlo. Así empezamos a observarnos. Nunca le pregunté cómo era que ella me veía. Es que con el espejo era suficiente para insuflarme el odio mañanero, y es que no quería saber.
La mañana que despertó, la tomé por debajo de los hombros y rodillas, la levanté y llevé al baño con la impresión de llevar algo sin vida. La senté en el cagadero de porcelana sin asiento y rajado al punto de morder el culo. Me di cuenta que no podía, o no quería, tenerse en pie. Salí al comedor y regresé con una silla que puse bajo la ducha eléctrica. La tomé en brazos nuevamente y la deposité en la silla, abrí la ducha y el corrientazo que recorrió mi brazo hasta alcanzar las costillas, me espabiló un poco más. ¡Idiota, había que desvestirla! Lo hice allí mismo, con pena, cansancio y terror de que alguna parte orgánica se pudiese desprender junto con los andrajos. La lavé despacio, con calma. A esa piel como papiro antiguo, a esos dedos yermos, ¡a ese abdomen en que hubiera podido sembrar papas!... quise darles lo más parecido a lo que yo intuía que debía ser el amor... no porque sintiera algo por ella, pero porque todos los desgraciados merecen el amor alguna vez. O por lo menos, idealizarlo.
Pasaron semanas, ella mejoraba con las delicias que mi madre enviaba cada semana de Manabí, yo encontraba razón de ser y estar. Por la noche compartíamos la cama, nos acostamos desnudos y llorábamos abrazados hasta que el sueño nos doblegue hasta los lacrimales.
Nunca nos permitimos más de un ocasional beso en la frente, que se entendía rúbrica de nuestra hermandad.