Adolfo Macias


UN PSICOLOGO EN EL CIELO

            Jaime Hinojosa se hallaba en un bar cercano a la Universidad cuando vio cómo su mano se movía y oscilaba en el aire, derramando el café caliente sobre su pantalón. Como si perteneciese a otra persona, su brazo flotaba allí, frente a su mirada atónita y la del mesero, quien ponía en ese momento un platito con mantequilla sobre la mesa. Jaime trató de calmarlo con una sonrisa y explicarle algo, pero su lengua permaneció quieta, como un peso muerto, dentro de su boca. Suavemente se deslizó hacia abajo, arrastrando el mantel y la taza en su caída, hasta quedar tendido en el piso. Una señorita se acercó y lo miró con nerviosismo mientras se limpiaba las manos en el delantal, casi a punto de llorar o de chillar. La cabeza de Jaime se ladeó y se quedó ante uno de los zapatos viejos, de charol rojo, de la mujer, cuyo tobillo estaba mal ceñido por las medias blancas de nylon que llevaban las empleadas del local.
            Casi inmediatamente, y a pesar de su escepticismo en materia de religión, Jaime se encontró cara a cara frente a Dios, quien lo recibió bajo la forma de un viejo profesor, con barbas grises y olor a colonia, dientes amarillentos y camisa violeta. Como si le faltara tiempo o estuviese algo nervioso, el Sujeto tamborileaba con los dedos sobre una libreta de anotaciones. ¿Se trataba de un examen o una especie de entrevista de trabajo? Cuando soñamos, aceptamos sin dudar la realidad de nuestros delirios, cosa que sucede con los muertos, que prosiguen su vida ordinariamente, sin darse cuenta a veces de lo que les ha sucedido. Por esta ley –que podríamos llamar ley de verosimilitud de la experiencia–, Jaime tomó asiento frente al Viejo y aceptó la situación sin vacilaciones. Siempre imaginó que Dios sería una especie de energía impersonal, jamás un individuo con identidad precisa o un sujeto mal afeitado. Pensó que se parecía ligeramente a Freud y este pensamiento hizo sonreír al Viejo.
            Así que este es mi juicio final, pensó Jaime ante la mirada de complicidad de su creador. ¿Y puedes decirme de qué me vas a juzgar? Como psicoanalista he trabajado toda mi vida con gente que es infeliz y he hecho infeliz a otros, sin proponérmelo. La culpa, como bien sabes, no conduce a la purificación, sino al vicio de la auto-conmiseración. En mi trabajo he liberado a la gente de sus remordimientos, enseñándoles a aceptarse a sí mismos, tal como los creaste.
            Jaime miró a su alrededor y vio que Dios había dispuesto de un entorno más o menos académico en su despacho, una especie de escenografía teatral, donde se podía contemplar un diván y un jarrón con flores, una mesa tapizada con cuero y varias mujeres de túnica, con cirios encendidos sobre sus cabezas. Un perro negro, de pelo sedoso y aspecto imponente, dormía a los pies del Señor, ahuyentando una mosca con el rabo.
            —Hay que reconocer que has observado bien mi vida, prosiguió el psicoanalista. Ese es mi perro Febo, que murió en mi departamento de la calle Andalucía, en el noventa y siete. Ese es el diván del profesor Gallaghan, mi director de tesis, y esas mujeres con cirios fueron mis primas Clara y Flora Hinojosa, de las que me enamoré alguna vez, antes de mi viaje a los Estados Unidos. De nada de esto me arrepiento. Si algo puedes echarme en cara sería que dejé a mi madre en el asilo, hace diez años, pero ¿debía rechazar mi cátedra de Hermenéutica y Psicoanálisis en Boston, para estar al lado de una mujer (con el debido respeto) que había perdido todo vínculo con la realidad?
            Jaime miró los ojos del Sujeto y vio que, mientras tanto, su aspecto había cambiado y resultaba más delgado, más anguloso y triste que antes, como un pobre diablo, pensó Jaime algo irritado, como un tipo que se cree elegante y tiene algo de chulo. Instantáneamente borró estas ideas de su mente y las rechazó como un reflejo de su inseguridad. Seguramente esos pensamientos eran en ese mismo momento detectados por su Juez. ¿Pero se trataba, en efecto, de un juez? Notó que se estaba  poniendo nervioso. Alrededor, la decoración parecía ahora menos la de un consultorio que la de un café teatro, con dos hileras de sillas a sus espaldas, dispuestas como si en ocasiones un público viniera a los interrogatorios. Jaime las observó de reojo y regresó al diálogo.
            —No es eso, mi doctor —dijo Dios—. No pienso acusarlo por esas pequeñeces al fin y al cabo humanas, como la de su madre o la de esa estudiante, a la que dejó embarazada y olvidó con el paso de los años. Son tonterías, insignificancias de esas que parten el alma, pero en fin… —el Hombre de la Silla encendió un rubio y lo observó melancólicamente, para comprobar si ardía como es debido, dio dos chupadas ineficaces y lo apagó en un cenicero colocado sobre una mesita lateral, lamentando su manufactura. Levantó la vista y lo miró con tranquilidad. Prosiguió:
            —Si puedo juzgarlo por algo, mi doctor, es por complacerse en violaciones que luego negó frente a sí mismo y su conciencia; por esas piscinas con cadáveres, que flotaban bajo el influjo de la luna; en fin, por esa madrugada fría en que hundió un cuchillo en la carne de su progenitor, antes de darse cuenta de que su señor padre tenía órganos femeninos. Y todavía usted fue lejos, más lejos que todo esto, y se solazó en variados escenarios apocalípticos y fines privados de la humanidad, con explosiones solares, causando la muerte de millones, billones de personas.
            Jaime pestañeó confundido.
            —Eso es imposible —reclamó—. Seguramente se trata de una equivocación porque nada de eso ha sucedido. Mi vida ha sido, antes bien, normal y tal vez hasta corriente, acomodada. No tengo el empaque ni las agallas de un criminal o un genocida.
            A los pies del Hombre, el mastín levantó la cabeza y ladró hacia la mosca que se posaba sobre su hocico, con un gruñido amenazante que obligó a Jaime a retraerse, al intuir la fuerza extraordinaria que emanaba del animal.
            —¿Me va a decir, entonces, que no recuerda aquella ocasión en que blasfemó de Mí durante el coito habido con un mono que lo ilustraba en las artes mágicas, dentro de aquel departamento de Boston donde solía emborracharse?
            Confusamente, volvieron a la memoria del psicoanalista esas imágenes y recordó: se trataba de un sueño, un sueño particularmente intenso que le había servido para autoanalizarse en la época de su divorcio.
            —Usted se confunde —rechazó—. Ha estado mencionando, ahora me doy cuenta, cosas que soñé, pero eso nunca sucedió en la realidad.
            Con un aire de dignidad ofendida, observó a su interlocutor que, mientras tanto, iba despojándose de su aspecto de chulo y parecía más alto, más cansado, más noble y sensible que antes, dotado de un aura de belleza y dolor estremecedores.
            —¿Porqué no? —dijo Dios—. ¿Porqué iba yo a juzgarle por sus actos conscientes, casi siempre forzados por la mediocridad o la aceptación del mundo inobjetable? Por favor, doctor: al parecer ha olvidado que usted es el único autor de esos sueños estúpidos y criminales.
            Alarmado, el psicoanalista recapacitó en su situación. Una corona de luz nimbó a la imagen de su Adversario y lo atemorizó. La silla era ahora un trono formado por criaturas aladas, que se acoplaban hasta formar una bestia fabulosa. El consultorio había desaparecido y todo era una infinita oscuridad que presentía llena de criaturas invisibles y portentosas.
            —Yo debo ser juzgado por mis obras. Nadie es responsable de lo que sueña —se quejó Jaime, sintiéndose perdido.
            Dios lo contempló en silencio, dejando que la inseguridad del psicoanalista creciera con sus dudas. Jaime Hinojosa se dejó llevar por la desesperación.
            —Si los hombres fueran juzgados por los pecados cometidos durante el sueño, nadie sería salvo. ¡San Agustín lo dijo!
            —San Agustín decía muchas cosas —replicó Dios.
Su rostro era ahora soberbio y abierto en haces de luz y formas geométricas que lo surcaban en todas direcciones. Era una esfinge formada por seres monstruosos, atravesados en diferentes dimensiones, que gobernaban los secretos del Universo. En el fondo se escuchaba el tronar de olas, gemidos, ráfagas confusas. Jaime supo que su miedo, en ese momento, estaba creando aquel infierno y trató de persignarse, pero su agnosticismo profundo, marcado por la vergüenza de verse sorprendido en un gesto hipócrita, lo contuvo de realizar tal gesto. No había nada más que decir. Un rayo oscuro nubló entonces la visión del psicoanalista, quien se precipitó como un ángel caído hacia las regiones inferiores, donde los gritos de agonía y de lascivia, el rechinar de dientes y la risa atormentada de los que medran en el Averno suenan interminablemente.