Esteban Poblete Oña / Pan de Oro (1)









1- El cine
Ahora me siento en mis cinco sentidos. Estoy bebiendo demasiado, lo sé. Llueve mucho en este tiempo. El dinero llega a mi cuenta con regularidad, que es lo que importa. Creen que estoy trabajando, y no es eso lo que hago; aunque lo producido les llega a tiempo, no estoy trabajando: les estoy metiendo el dedo. ¡Eso me piden! No es trabajo, porque lo disfruto, y eso que hago no me hace ni más ni menos «digno». Nadie se gana el pan honradamente, si todo está corrompido, infectado desde la médula hasta el parietal izquierdo de las cosas.
La guerra no parará nunca. Si termina la de Medio Oriente, vendrá otra. Hay guerras que no darán cuartel, lo sé. La propia Tiwintza podría ser la siguiente. Y yo estaré aquí mismo, esperando que los críticos me devoren, si pienso en algo que se pueda publicar algún día. Pero será en la guerra. O iré al cine. Si la guerra es con Guayaquil, será el cine porno: el American.
Haré lo que todos entre una función y la otra. Se encienden las luces y pasa el paper boy, anunciando a grito suelto el periódico –por qué no llamarle de esta manera, si pago mi boleto con u.s.d. Y, como todos, yo también quiero mi informativo de crónica roja; yo sí lo voy a leer (los demás lo ocupan para ocultar sus rostros, nunca se sabe... Acaso, un hijo por ahí; el vecino), y quiero un muerto jugosito en primera plana: ‘Lo asesinó su padrastro porque estaba con otro’ (El paper boy quiere darme el cambio, pero yo se lo regalo). A hoja seguida, las declaraciones de una menor, de 7 años, que reproducen cómo mismo fue la violación; la crónica termina con el linchamiento del tío de la niñita. Más adelante, ‘El brujo del siglo XXI’’, que con pasarle a uno el huevo, le liberará de todo mal; aunque la ciencia se devane los sesos buscando una cura. Pero hay algo interesante, que puedo creer: ‘Tenga Fe’. Uno más, de los clasificados: ‘Jimmy te espera en su propio departamento. Guapo, fuerte, amistoso, dotado, bien vestido. Se hace todo tipo de servicio: parejas, tríos, damas y caballeros’, le sigue un número de teléfono celular. Éste atiende las 24 horas. Hay para los gustos de todos estos reprimidos, a los que sólo les importa cubrirse las caras. Por mí parte, cada uno tiene la libertad de hacer de su culo un florero, porque ya se apagan las luces.
¡Uy!, creo que es la misma película de años atrás, y también de la semana anterior. Los actores son otros. Sí, la gringa grandota le da el culo al sheriff, que se la tira sobre su propio escritorio. No es necesario advertir que ella es «el asesino». Así, me vuelven a estafar. No reclamaré: esta vez, me timaron y soy culpable. Acepto mis derechos y responsabilidades; nada mejor que el cine porno para rehabilitarse uno socialmente... Pronto estaré en la iglesia evangélica más cercana; siempre y cuando el prostíbulo esté más lejos. Es un timo completo. El tipo que tengo al lado, tiene las mismas reacciones que el sheriff cuando eyacula; con una diferencia: éste degenerado no eyacula –al menos, no veo que lo haga-, sino que guturaliza un berrido ridículo y agudo: «¡Arrarrai, qué rico!», suelta el degenerado. Me le vuelvo a cagar de la risa en sus propias narices, hasta que tiene que salir del cine (mi carcajada seguirá, de manera paulatina, repitiéndose algunas veces, durante un cuarto de hora, y cuando me vaya a acostar, y cada vez que recuerde la escena en el futuro), abochornado y tropezando, y balbucea algún insulto contra mí. Es el mismo tipo, igual que años antes. Mi risa y mi dedo acusador le seguirán hasta la fosa. 
El gigante negro de la segunda fila –mi butaca está en la octava o novena- no me quita los ojos, y ya son diez minutos. No creo estarle interrumpiendo el espectáculo con mis risotadas, que ya dejaron de ser una sorpresa. En hora buena, se larga con un pervertido que le queda más cercano. Nunca transpiré, pero es agradable, estimulante, mantener un cero kilómetros.
Me doy cuenta que un imbécil acaba de entrar con su novia. Se nota que no es una puta, que está asustada y finge madurez. ¡Aquí no hay lugar para la madurez, mijita!: es lo que quiero chillarle en la oreja. Sin duda, es un imbécil. Con toda seriedad, le explica a la tonta cada balazo. Personas así cambian la perspectiva de los demás, pero no transforman el mundo. ¿Acaso esto es una clase de educación sexual? Podría serlo para esa cretina. Virgen con guadaña. Una ilusa..., no lo creo. Si ninguno de estos degenerados va a abuchear y sacar a empujones y violar a la cretina y al imbécil en uno de esos baños sucios –también hay para damas-, es que no sé qué estoy haciendo aquí. Me dieron asco todos y, por eso, me largo de acá.
Ya estoy de nuevo en la calle, a la vista pública; no es que haya olvidado mi periódico, solamente se lo arrojé en la cara a la vieja de la boletería, sin olvidarme de recomendarle al Brujo del siglo XXI, que, estoy seguro, da los mismos servicios que Jimmy. Pero nadie me ve: si es la guerra y están muy ocupados (las estrategias, himnos, banderitas, los aviones, cañones, bayonetas, uniformes y discursos nuevos y reivindicativos, corneta y los yelmos) como para ponerle atención a tan poca cosa. Los que permanecen adentro –el cine porno- son remisos como yo; pero es importante para ellos, más que para mí, no ser detectados y pasar como patriotas. Después se inventarán algo, por ejemplo, que fueron prisioneros de guerra, que tienen problemas mentales, secuelas traumáticas.
De regreso al hogar –si es que a esto le puedo llamar así-, encuentro una carta firmada por los críticos, los editores, los concursos; y todos, de manera unánime, me perdonan. Es más, me premian con un viaje, para que dicte conferencias, asista a conversatorios, debates, en fin. ¿Qué lugar tan bello, generoso y acogedor, puede albergar a un poeta tan humilde? El sobre de bordes de oro ya se abrió, esto, con un corta-papel que tiene la forma de una espada, directamente traído de Toledo, como su insignia lo avisa. Emocionado, leo la misiva que indica las coordenadas justas del lugar de mi destino encantado. ¿Qué dice?, es borroso..., y qué bueno este papel couché:
«‘Váyase al carajo.’».
No estoy llorando, me río. Es que acabo de recordar al tipucho del cine, que ya está reclutado.

2- Querubines malos
Esperamos hasta el siguiente fin de semana para comenzar el festín. Me unté ‘Diclofenaco Dietilamonio’, y los moretones sanaron en seguida. Llegado ‘el día de los días’, nos fuimos de putas. Siempre económicos –no tacaños-, vagábamos por esos del norte, cercanos al ‘Moteles Hawaii 5.0.’. Muchos daban pena, en especial una casucha espantosa... a la que entramos porque nos tentó el foquito rojo.
Ese cuchitril miserable no era un prostíbulo, menos aún se podía asemejar a un cabaret de esos donde se dispersa la buena gente, donde se bebe champaña; era una cloaca de penitencias, la propia casa de mala nota. Deprimente, sin la necesidad de un sustantivo. Pobres putas... ¡y qué feas! Alrededor de una sala vacía se sentaban las trabajadoras. Le miraban a uno sin requerirle ni el sustento diario que, con nosotros, Cristo Nuestro Señor les enviaba. ¡Qué porquería y qué tristeza! Se trataba de unas gordas agobiadas, y, definitivamente, sin solicitar hace siglos. Tendidas, chorreadas como en hamacas, en unas sillas de plástico de una reunión de consejo barrial cualquiera, como ballenas muertas, delfines que se pudrían.
         -¡Qué basurero, éste!- balbuceó el Antonio Rosales.
         -Vámonos a uno que queda al frente. Es más grande, y, por lo menos, tiene disco-móvil.
El Rosales se puso pensativo. Me di cuenta de que ya estaba tramando una extravagancia.
         -Pero..., espérate un rato. Esa chola de ahí está más o menos. Voy a degustar.
Era una cuarentona –no dudo que en realidad tuviera veintidós-, de lonjas a los costados: «pistolas», como ellas dicen; no mulata, pero con algo de negra: su nariz era una escopeta de dos cañones; se vestía de rojo. Se parecía a una sirvienta de la Casa-Rosales, de cuando éste era niño, que vi en una fotografía de un álbum familiar.
Cuando se le acercó, a la puta no le causó ninguna gracia la galantería del Rosales; se incorporó con una mueca, tomó la ficha y, haciéndole una señal brusca con la mano, guió al Antonio Rosales por un corredor oscuro, que era la única extensión de ese aquelarre.
Desaparecieron en las tinieblas; les seguí con la mirada. Durante lo que duraron sus amores, observé desde mi esquina a esas otras fastidiosas inmóviles, las orcas muertas. Me abrumaba execrablemente la comparación de ese lugar con los ambientes de textos tradicionalistas, de literaturas locales, o con los escritos imaginarios de un ambiente caribeño: de aldeas que son los puntos más remotos del mundo, donde algo sucede una sola vez para ser comentado para toda la eternidad. Eso, por último, le daba cierto romanticismo al asunto... Realmente patético, el puterío.
En cuanto a las putas, ninguna era de veras una puta... de corazón. Como gelatina café-caca, yogurt de huevo, desparramadas, delirantes en silencio... Casi en su totalidad, eran viejas gordas, embutidas en sus negligés blancos o negros, seguramente prestados, o, si los compraron, de segunda o vigésima mano y categoría; al parecer, en cualquier momento se harían polvo, al igual que la estructura ósea de los muertos. Fumaban sin parar, sin dirigir palabras ni miradas. Una, por ahí, se rascaba un muslo; otra, se limpiaba ese residuo blanco de las comisuras de los labios, índice de una enfermedad, tal vez estomacal. Alguna se rascó la entrepierna, para refrescar el picor de sus ladillas amaestradas.
En uno de los tres muros en que las putas, apoyadas, se morían en bostezos, ubiqué el único decorado de ese bulín: un paisaje, en marco de treinta por cuarenta centímetros, aproximadamente, que ni el más inepto ni romántico estudiante de alguna facultad de arte, le habría dado uso alguno en el SS. HH. ¡Ni para colgarlo ahí, tras el trono!
Es el lugar más triste que conocí. (¡En los velorios es donde se cuentan los mejores chistes!)
Por los minutos siguientes, como tres, que esperé al Antonio Rosales, deseaba con todas las fuerzas de mi alma, que se divirtiera al menos. Desde su entrada hasta cuando salió, pasaron cinco minutos. Venía irritado, metiendo los pliegues de su camisa bajo el pantalón.
         -¡Vámonos, chuchamadre! ¡Vámonos! ¡Qué gran huevada...!
Me le reí, antes de que continuara con sus comentarios.
         -Verás –estábamos saliendo-, esa puta de mierda, primero, me pasa la lengua por las pelotas; me le tiro encima, enchufo, le pego tres bombeadas y..., ¡puta madre!, me aprieta como llave inglesa con las patas, y me hace acabar de una. Me demoré más desvistiéndome que tirándole.
         »¿Dónde queda esa huevada que dijiste?
Parecía menopáusica, y hasta se ponía colorado.
         -Al frente –y le indiqué el camino con el anular.

Ese otro quedaba al fondo de un espacio que se parecía a un estacionamiento para transportes pesados. Era un centro de dispersión para taxistas, buseteros, malandrines, chapas en franco, cualquier cosa. Un negro enorme nos pidió los documentos. Le entregamos los falsificados, de mayores de edad; el negro sonrió con un gesto divertido y nos dejó la pasada.
Eso sí que era una fiesta. Mientras sonaba el estruendo de una música troglodita, una puta danzaba por encima de cada una de las mesas, meneando todo lo que podía rebotar en su cuerpo. Exuberante. Un muchacho le apretó un muslo, a lo que la bailarina respondió con un manotón certero, justo al brazo del atrevido. Otras, para escoger, surtidas, observaban atentas a los nuevos clientes.
Nos sentamos en primera fila. A nuestra derecha estaban los de la mesa del chasco. Saboreábamos nuestras cervezas heladas, que se incluían con lo del cover. Luego, la puta tomó un micrófono en el escenario, y le pasaron una pista de Ana Gabriel o Rocío Dúrcal, para empezar la pantomima de un espectáculo completo. Al terminar la canción tan romántica que le haya tocado, le pasaron un frasco de espuma de afeitar, que colocó en el suelo. Así, ya sin el micrófono –lo que mató en mí cierta expectativa-, vino el streap tease.
Se desvestía con una parsimonia de, primero, levantarle el pene hasta a un cadáver, luego, de volvérselo a bajar a los vivos, y, otra vez, con todo el conjunto de vivos y muertos, se sentía un chirrido de braguetas apretadas, explosivas. Es que era una música lenta, de los 80’s, las Bangles, Tiffany, o algo de eso. Cuando se desnudó completamente, la espuma de afeitar corrió por sus tetas, que se las apretaba con una lascivia artificial. Al llegar al sexo, desparramaba mucha espuma de afeitar, lograba un chasquido gemelo al de abdómenes y pelvis que chocan consecutivas. Muy sugestivo. Se acercó a nuestra mesa y, agresivamente excitada, nos embarró de espuma de afeitar Gilette hasta las orejas, al apegarnos su cuerpo, al restregárnoslo. Este detalle enfadó a los de la derecha; se lo podía oler. Y no nos iríamos; hubiera sido de pésimo gusto, por nuestra parte, largarnos después de tal distinción.
La puta bajó del escenario, supongo que para vestirse en algún cuarto que no podíamos ver. Para irritar más aún a esos patanes de al lado, le cogí una nalga, cuando se iba desnuda por el corredor, trotando entre los espectadores.
         -Ya me puse caliente, y, ¿ahora qué?- le dije al Rosales.
         -¡Ahora, escoge!
         -Le hacemos a la convencional.
         -Como quieras- y reflexionó un segundo-. No: algo cerdo, mejor.
         -¿Como qué?
         -Hoy: Private –dijo, ya identificando a nuestra víctima, con una mirada astuta.
         -Mientras no te me pongas gay...
         -¡Ándate a la mierda! ...Entonces, ¿vamos?
-¡Vamos!- determiné, convincente.
Había una puta demasiado rica, seguro que de la provincia del Maná, que nos ojeó de antemano, apenas habíamos traspasado la puerta. Era más bien blancona, achinada –buena mezcla-, y sin rasgos de inanición. Una puta saludable, de lo que se podía apreciar por fuera. Su pelo negro, bien tratado por uno de esos shampoo-tratamiento infalibles, le caía por los lados del rostro, un peinado partido por la mitad. Tenía muslos de gimnasta: gruesos, firmes; una boca carnosa pero estrecha. El delineado negro de sus pestañas la hacía más misteriosa. Estaba de pie, con un brazo muerto y con el otro se apretaba fuertemente de la cintura, lo que mostraba un tronco definido, sin bultos, y caderas de araña. ¡Qué nalgas! Irremediablemente, las tetas nos tentaban a repetidas contemplaciones; es que su escote llegaba a la base del pecho. Tetas chiquitas, «tetitas de perra».
         -Oiga, tesoro. ¿Cuánto por un show privado, para los dos?- arremetió el Rosales.
         -Pero, ¿sólo el show?- indagó la viuda negra albina.
         -Sólo el show- le dije, con un guiño, dándole ánimos, confianza.
Esa tarántula-mono endemoniada de la China profunda e invernal sabía que le convenía acceder. Al cabrón le pagaríamos lo del show. Por lo que pasara ahí dentro, ella saldría ganando.
Me sonrió, indicándome el camino por dónde pagar. Eran veinticinco mil –moneda nativa.
Era una puta alegrona, que simulaba independencia –que no arriesgo catalogar de confiada ni feliz-; también sabía menear las caderas de forma estimulante, así como otras mujeres autodeterminadas que conozco, mientras nos dirigíamos al cuartucho infestado de olores primarios. Llevaba en la mano un conjunto extravagante, negro, del que colgaban una especie de tiras como guirnaldas o algo así, color plata, todo muy al tipo de Shakira tortuosamente mezclado al estilo de la Iris Chacón.
El cuarto era amplio, muy diferente a todos los cuartos de puterío que había visitado. Había una cama grande en el rincón de las paredes más próximas a la puerta, al frente; dos sofás, transversales, uno a cada lado de la extensión que llegaba a la pared del fondo, adornada con un espejo alto que no tenía gran anchura, de bordes de madera tallada, madera vieja. Y, entre la cama y uno de los sofás, se erguía un ropero viejo, grueso, color café. Era un habitáculo.
Nos pidió que nos diéramos vuelta, para que no miremos mientras preparaba su atuendo exótico. Accedimos; en tanto, nos dábamos anuncios, señales lascivas con las manos.
         -¡Ya estoy, papitos!- anunció, ya con el calzón y el sostén de las guirnaldas plateadas de la Danza del vientre.
Cuando se dispuso a realizar el streap tease sin música de fondo, nos le tiramos a la poca ropa, recién puesta. Cada uno saboreó una parte de su cuerpo. El Antonio Rosales se le abalanzó a los muslos; yo untaba las tetas con la baba de su propio sexo, y recorría el surco con mi lengua, hasta los bordes de las axilas. Y se lo hacía chupar a ella misma. Y, otra vez, repitiendo el recorrido, me impresionaba la cantidad de su vello axilar. Por añadidura, me topé con su cuello y los sobacos, aún perfumados, el uno, por un elíxir insecticida, el otro, por un desodorante roll-on.
El fantasma de las enfermedades venéreas mortales que ingresan por la boca y la respiración y por los pensamientos, y hasta por la uretra, se suicidó en los preparativos de la disponibilidad. Sólo nos rodeaban los fantasmas de sus hijos abortados, cantando, querubines malos. 
Al tenerla sin sostén y con los calzones a la altura de las rodillas, se estiró hasta su cartera para sacar unos condones. Nos los pusimos, y el Antonio Rosales le pidió que no se baje más el calzón, que se lo deje quietecito, ahí mismo.
Al darse cuenta que se estaba dejando llevar por la locura lujuriosa y olvidando el mundo de los negocios, su condición de mercancía, la puta nos advirtió: «Esto cuesta, ¿eh?».
Cada uno, con los pantalones bajados, nos agachamos para sacar algún billete y arrojarlo a la cama.
En tanto subía mi cuerpo, me topé con su pubis negro, tradicional, frondoso. El Antonio Rosales, que estaba a sus espaldas, la empujó suavemente, descendiéndola, hasta que la cara de la puta se estacionó a la altura de mi verga, que se metió a la boca –ni modo. Él la enganchó en esa posición, por la vagina.
El calzón no se le caía por el anchor de sus piernas y, acaso, por ser de una talla menor.
Inició su gimoteo, respectivamente; nosotros carcajeábamos al propio modo de Los Hermanos Lelo; a ratos contraíamos la risa, que se nos estancaba en la faringe, sonando como un graznido. Ella balbuceaba con la boca llena, haciéndonos comprender que el asunto le gustaba, rumiando y subiéndole velocidad a la chupada. Yo sentía como otra caricia los golpes de su cabeza contra mi bajo abdomen; así que, en retribución, le acariciaba con algo de ternura violenta, excitándola más, el cabello y las tetitas.
El Rosales se zafó; entonces, para mi sorpresa, la puso derecha, erecta, e intercambiamos posiciones, para que le chupara la vagina. Y yo me quedé un momento inmóvil; no me iba a arriesgar, aunque cogiéndola por el culo, a que, ni por accidente, la lengua del Rosales rozara mis bolas.
Después de la chupada, el Rosales se trepó a las tetas, apretándolas enteras, con pellizcos en los pezones y todo; también la besaba en la boca –sector algo prohibido, privativo y de exclusividad de los esposos de las putas, así como las penetraciones anales. La mantuve erguida; le abrí las nalgas desde abajo, para tener acceso directo a su taja, e imponerme la expectativa adulterada de una estrechez natural. Le besaba la nuca, y su pulso –mantenía mi mano bajo la suya, rebotando sobre la teta que le cubre el corazón- se alteraba ferozmente, invocaba el paro cardiaco, el éter sexual; si no, aceptaba, solícita, tan en sus cabales, una Gomorra fantasmagórica, reivindicada por nosotros, emancipando su cuerpo de préstamo y alquiler. Se inclinó para la mamada que el Rosales le pedía, con un vistazo animero, suculento.
La arrodillamos de espaldas al filo de la cama, profanamos el último lujo de su marido. No tenía vaselina en el bolso; apunté con la verga al orificio rectal y cuajé un escupitajo, apreté, se hizo accesible la penetración al fin. Soltó un gemido ligero, lo calló cuando el Rosales le volvía a llenar la boca, arrodillado también. Con él, nos mirábamos a los ojos, moviendo la cabeza, asentíamos en el «¡Dale!»
El Antonio Rosales no quiso sodomizarla, probablemente, por asco al gargajo que le puse.
         -¿Cuántas vergas te entran en esa boquita?- preguntó el Rosales.
         -Vamos a ver...- respondió la tarántula Lílith.
A la mirada sorprendida del Rosales, dirigida hacia mí, levanté los hombros en un gesto apático y permisivo. Así comprobamos que le entraban –esa noche- hasta dos. En adelante no podríamos ser menos que hermanos, los tres. Aunque no la volviéramos a ver nunca más.
Se quedó con la verga del Antonio Rosales en la boca, mientras que yo, nuevamente, me la cogí por detrás, a la vagina; eyaculamos casi a un tiempo. El conjunto de exhalaciones era magnífico.
Después de que nos aseara las vergas en una lavacara color verde-pitufo guardada bajo el catre, nos vestimos. Se rompió la boca con cada uno por un buen rato –por ninguna parte encontré mentas; luego nos largamos. Estábamos satisfechos.
Antes de que se cerrara la puerta, observé cómo ella extendió, liberando de su cuerpo, las cuatro patas de araña que había mantenido recogidas en su interior peludo, y cómo trepó, como deslizándose por la pared y se apaciguó en la mata tupida de su telaraña, en un rincón del cuartito. Escuché los pasos a través del tabique y la segregación de baba, al reanudar la tarea del tejido, y también oía el rezumar del capullo donde tenía a sus hijos, ya dispuestos a devorarla viva. Y los condones estaban arrojados en el suelo, secos, y nosotros teníamos un poco de ninfas ya incubándosenos en los huevos, una vez más.   
Fue gracioso, unas horas más tarde y al otro lado de la ciudad, mientras buscábamos un lugar donde comer, al recordarnos esas escenas con la tarántula, enjuagarse el interior de la boca y los labios y las manos, con el contenido de una segunda botella comprada en la calle, escupiendo y desbordando hacia una alcantarilla el contenido del aguardiente. 

3- Lo
Hace poco, en uno de esos trances alocados que dan las arrecheras, le propuse a una puta, que ya frecuentaba algún tiempo, que se casara conmigo. Ella dijo que sí. Ni siquiera me preguntó si estaba seguro, ni me habló de los problemas de su vida miserable ni de las enfermedades, ni de su marido y «los guaguas» -de los que ya me enteré. Ahora se está divorciando, así como yo. Y como le dije que no quiero niños, está dispuesta a abandonarlos. ¡Dios proveerá! Además, tiene mi consentimiento para seguir con sus funciones sexuales. De algo tendremos que vivir, no siempre se puede tan sólo con el amor.
Lolita se llama. ‘Lola con pantalones’. En el puterío le dicen Lolucha. ¡Groseros! Yo le digo Lo; así, se siente refinada; desde entonces, hay en ella una cadencia de gran sofisticación. Eso de Lo es como Yoco, Po, Bel. Es decir, se inventa de todo por acá. Cuando me pregunta por qué Lo, le respondo: «Lo de Love, que es Amor en inglés, querida». Por lo demás, es callada; me escucha, admirándose de lo que no entiende ni papa. Eso es lo que busco, desesperadamente, de un tiempo acá: es la compañía y el descanso, que me hacen buena falta.
Cuando está desocupada, o sea, sin ningún peso encima, la saco a pasear. Y vamos en silencio, observando vitrinas: «Lo, ¿quieres eso?»; y Lo, que sí. Pasamos por los helados, y Lo también, «sí», y  que sí, y sí, sí, sí. Nunca terminan. Ya tendrá que pagar cuando pasemos del altar. Llegando a su casa     –bueno, ahí donde vive-, cogemos un cuarto, nos desvestimos, nos acostamos y Lo no suelta palabra. Para activar sus cuerdas bucales, temeroso de que se haya quedado muda o se haya muerto, le pregunto que cuántas vergas se ha mamado en la semana, y ella sigue en el silencio -¡como si me fuera a ofender! Y jadea, jadea, jadea, con muecas dulces, con los ojos abiertos a veces, mientras me abraza con todas sus fuerzas, implorándome que la ame de veras. Todo trastocado por mucho silencio.
Le sigo pagando al cabrón; a ella le dejo algo de plata. Aún no es mi esposa. Ya la voy a rescatar.
Cierto día, debo volver al Odor Teter: mis asuntos. Una mañana la dejo: ella duerme; está soñando en la boda, tal vez sea una pesadilla. No es ingenua; está acostumbrada al sufrimiento; es un inquilinato el suyo, eso que se traen ellos dos. Sé que cuando despierte se le romperá el corazón; Lo va a llorar a escondidas. Yo no regreso. La voy a extrañar. Sólo fue un permiso; lo que hacen los marineros... Otro puerto.
Aunque me hago el insensible, aunque ya no sintiera nada, sé que la voy a extrañar. Ella es fuerte, sabe de resistencias, de esa otra acepción de la palabra tolerancia.
Pronunciaré su nombre, más que nada en las noches, llegado a ultramar: ése nombre que le di yo.

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[1] Para efectos de esta publicación en la revista electrónica “Letreando en Quito”, he constituido este texto de tres extractos, que en su proyecto original, una novela estancada que se llamó “El celo de los malditos” iniciada a principios de la década anterior, no tienen necesariamente el orden que les ha impuesto su autor acá, ni tampoco el título con que se presentan, ni el título general se usan más que para la presente publicación; sin embargo, pienso que, debido al estigma urbano que guardan las tres historias, más que nada tratadas como instantáneas de la urbe, quizá un tanto anacrónicas, pues las relaciones cambian en tan pocos años, he empatado a estas con el nombre de “Pan de Oro”, término ornamental y arquitectónico para una definición técnica de las partes integrantes de las iglesias más importantes de la franciscana ciudad, y generar así una relación analógica –detalle que normalmente evito- con el imaginario, inventado  «Quítoo», en que se desarrollan mis escritos. Estos textos son parte de un conjunto de monólogos y opiniones del personaje Camilo A., del “estancado” Celo, al que, naturalmente, al haberse vuelto en tantos años de abandono –y después de haber utilizados estos mismos en la ejecución de otra novela- una voz, un zahir o maldición, he vuelto a rescatar de la zanja en que lo había arrojado, así como también cualquiera podría hacerlo, y en cualquier momento, con un  primogénito adrede desconocido.