Fabián Patinho / Hipocampos en la ciénega


(publicada por editorial el Espantapájaros en Quito, 2010.)

Capítulo catorce.

 

—No sé... Por decir algo, hay ocasiones en que un actor asume en la realidad la personalidad del personaje. Cuando menos después de interpretar un papel de intensidad.

—Aquello se basa en un postulado erróneo.

—Pues hay testimonios fiables...

—Es improbable, porque el personaje siempre es el actor. Sólo está sacando aquella parte de su personalidad que compagina perfectamente con aquel carácter.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que todos tenemos algo de puta y algo de misionero salesiano adentro.

—La perspectiva aquella de que la bella y la bestia son uno sólo.

—Supongo que sí. Digamos que, en distintos montos por supuesto, todas las plazas de la personalidad y el espíritu humano están cubiertas en nuestra alma. En cada uno de nosotros.

—Bien, eso suena sensato. «Todos somos uno», como los Hombrecitos Verdes de Pixar ¿eh?

—Precisamente. Pensamos igual y sentimos igual.

—¿Somos una sola entidad con seis mil millones de cabezas?

—En cierto sentido.

—Me temo que eso ya se le ocurrió decir a alguien en algún siglo pasado, con las cifras adecuadas.

—Existe una diferencia. El número de cabezas que tiene esta entidad no corresponde al número de pobladores de la tierra, de tal forma que no aumentan a ritmos correspondientes. El verdadero número cabezas se ha mantenido siempre. Estoy hablando de unos cuantos miles de cabezas, nada más. El resto no es más que desperdicio. Si lo dudas, te invito a encender el televisor.

—Si un tipo sube a la terraza de un edificio con un rifle y mata treinta infelices, ¿cuántas cabezas crees que haya matado?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Lo que intento preguntarte es: ¿cómo identificas a una de estas cabezas?

—No hay forma de hacerlo.

—Debería existir una forma.

—No quiero ofenderte, pero has usado un ejemplo un tanto estúpido.

—Tal vez. Lo que quiero decir es que, bien, si yo no soy una de esas cabezas, probablemente me gustaría volarme la tapa de los sesos.

—Tal vez deberías hacerlo. Tal vez todos deberíamos alguna vez intentar volarnos la tapa de los sesos.

—Sí, me parece justo.

—De esa forma quizás evitemos que alguien venga y lo haga por nosotros.

—Por otra parte, y perdona que vuelva al principio, ocurre a veces, también, que un escritor crea un personaje y éste le hace visitas inesperadas, lo que podría calificarse como un desdoblamiento, pues, ya sabes, se dice que el autor es en realidad todos sus personajes.

—De alguna forma.

—Pero, ¿qué es lo que hacen cuando esto ocurre?

—¿Cuando ocurre qué?

—Cuando el personaje se presenta.

—Intuyo que dialogan.

—Como en un patrón filosófico.

—Más bien pura y llanamente esquizofrénico. Yo pienso, contrario a lo que se piensa, que el literato es el esquizofrénico, no el actor. Como te dije, el actor nunca ha dejado de representarse a sí mismo, en tanto que el escritor no hace más que desdoblarse todo el tiempo como si fuera la bandera de un cuartel en una frontera sin definir.

—¿Qué me dices del pintor?

—Lo siento, de los pintores no me ocupo. No me interesan aquellos que hacen lo mismo que yo.

—¿El músico?

—El músico no crea personajes. Crea mundos.

—Eso lo convierte en una especie de dios.

—Exacto. Y es tan embustero como un dios cualquiera. Carece de alter ego lo que le vuelve insoportable para el resto. La única forma de relacionarte con un músico y con un dios, es a través de la música. Si tratas de entablar una relación con ellos, mediante la oración por ejemplo, no te escuchan. Te puedes pasar el resto del tiempo colocando toda tu atención sobre lo que son, pero lo único que te mantiene a flote es la fe que posees en lo que han creado.

—En su música.

—En la mayoría de los casos.

—Explícame una cosa: qué es lo que sucede cuando has creado algo, por ejemplo, si en lugar de ser una pintora misógina fueras una escritora lesbiana y has escrito inventando una confitería situada al doblar la esquina de tu calle, has colocado allí a dos o tres personajes bastante amenos y te has centrado en una muchacha que suele ir con frecuencia a entregar unos pastelitos de chocolate. Es adorable, por supuesto es bella, bien proporcionada y además la has proveído de una particular óptica sobre la vida. Pero un día, mientras caminas distraída cerca del barrio de tu infancia, ves que han puesto una confitería exactamente igual. Cruzas la calle emocionada y entras inmersa en una especie de trance. La descripción interior mantiene una cerrada fidelidad con lo que tú habías inventado y hasta un par de personas adentro parecen salidas de tu pluma. Tu corazón está tan excitado que apenas puedes ordenar un café para esperar a nuestra chica. Sin embargo, pasan las horas y no llega. Decides que efectivamente no es más que una coincidencia y te retiras, pero en la puerta tropiezas con su viva imagen. Inmediatamente te crees con derecho a abordarla, pero ella te trata como a un gusano al primero de tus intentos.

—Ella no es lo que creía.

—Ni un gramo.

—Tal vez sólo ha tenido un mal día.

—O un mal año.

—La gente no cambia, pero los personajes de ficción sí. El personaje cambió.

—Creo que es inevitable.

—De todas formas nadie es tan duro como parece, ni tan bello ni tan inteligente. Eso sólo comprueba que la gente se parece mucho más entre sí de lo que pensábamos.

—Sólo nos hace falta un poco de perspectiva.

—Puedes terminar sometiendo a un asesino con un par de dulces. Puedes atrapar a un unicornio con una simple paca de heno.  Disculpa, están golpeando a la puerta.

—¿Está bien si cambio de música?

—Seguro. ¿Qué vas a poner?

—Cualquier cosa, tal vez Manzi.