Carlos Viver / Alguien golpea la puerta y nadie responde





 

Llamo a la puerta y solo escucho el golpe seco de mis nudillos. Nadie responde, Aquí se instaló el silencio. ¿Quién es el guardián? cual es la llave cuyos dientes amarillos solo consuelan al vetusto piano con caries, ya llegare donde me piden los saurios, ya estaré en el archipiélago maldito donde el tiempo se arruga y el sol clava sus colmillos de oro con la potestad seminal de dejar que circulen arañas por tu ombligo sin el menor resquemor de hacer de mi lugar su nido
 ¿Y si el amor se dividiera?
 ¿Y si tu corazón fuera un hexágono?
Apostare a la ruleta y ahí en el vértigo quedara mi destino, imposible burlar a la muerte ignorando el yeso hospitalario de su rostro y los glúteos gastados de puta vieja en  los siglos que se cuenta esta historia. pero no te asustes, no te quedes quieto, atrapa la música de los animales que escapan del cielo, salta los arbustos leñosos y corre por los campos amarillos de trigo donde quedaras loco por el mismo impulso que cerceno la oreja de Vicent, las gotas de sudor iluminaran la boca del túnel, te frotaras los ojos con tu propia esperma, escapando del vacío de la calavera, ahí, donde pacen los bueyes en medio de la bosta donde nace la flora de mis delirios , jugando con la erección automática, en medio del vaivén tibetano, sosteniendo el clímax  en la meseta, masticando la coca de tus pezones, aguardo en el garaje, al costado de la noche. Mis muñones de ciprés se adueñan de tu cuerpo hasta doblar tu cintura luego florecen los retoños de la bella madre, la libertad sin culpa, el chaquiñán sin brújula, la adicción sin uñas rotas, los instantes vividos fueron burbujas deslumbrantes, ilusorios. La realidad es un atado de plomo que nos hunde, me inclino a recoger flores para mi funeral, así el único cuerpo que herede rueda y se deshace en el vacío, no hay quien detenga la obscura noche, nadie puede con los tendones tiesos de la muerte, oráculos anteriores tejen fantásticas historias para los nuevos niños que se suceden en nuevos ancianos. El cisne fractura el yeso y escapa, se danza en círculo y fluye la adrenalina, la memoria se desarregla, deambulo a tientas entre personas en peligro de resucitar,  me siento en el borde de la acera y escucho en lenguas decir a un ebrio la historia del pez que mordió el anzuelo y luego se convirtió en carnada.
Cierro la boca
 Nada contiene la nada.
Enfundo mi locura en la piel del escarabajo y bajo al pueblo por un camino pedregoso orando a dúo con el mudo campanario que recién despierta.


Leonor Bravo / SUEÑO (Homenaje a mi hermana Sheyla ++)





Sheylita junto a mamá y yo


Otra vez volví a soñar con ella. En su planeta rodeado de nubes y neblina para que nadie lo encuentre, para que nadie conozca de que plantas tiene, ni qué gente vive allí. Su cara de color violeta sonreía y sus ojos, grandes como los de una vicuña, parecían estar llenos de peces. Alargaba su brazo para que tomara su mano, pero yo no podía. Tenía las manos amarradas para que no hiciera travesuras, eso dijeron; para que no rompiera nada, para que no pudiera trepar por las paredes y salir a la calle a jugar con los demás. 

Ella me llama y yo sé que algún día voy a ir a su planeta de nubes que está muy lejos de la Tierra. Lejos de todo; para jugar todo el día, para no ir a esa escuela en la que me pegan las monjas, para no hacer esos deberes que no entiendo, para no oírlos gritar todo el día, para que no me castiguen, para que no me toquen, para estar sola. Cuando yo llegue allá, también mi cara se volverá violeta, tendré los ojos grandes como los de las vicuñas y en los míos nadarán delfines y, tal vez, hasta ballenas diminutas.

A mi hermana le cuento mi sueño y con ella jugamos que somos extraterrestres y que la chica de cara violeta, el día en que se lo pidamos nos mandará un platillo volador para irnos muy lejos y no volver jamás. Pronto, muy pronto le diré que quiero volar donde ella.

Tengo miedo de contar, de decir, de abrir las ventanas de ese cuarto oscuro, lleno de secretos en el que vive mi espíritu; miedo a esos papeles que cada vez son más y han empezado a ahogarme, que cubren mis paredes, mis bolsillos, mi boca llena de palabras que llegan todos los días, que no me dan respiro, que me exigen sentarme a escribir. Palabras que salen por mi cuerpo herido, por mis ojos que tienen sueño, por mis manos cansadas. Palabras que se niegan a guardar silencio, a no decir, a callar. Palabras que son poesía. 

Escribo desde que era pequeña. Ya en el colegio, a escondidas de las maestras escribía, a escondidas de mi madre escribía. La poesía me ha dado felicidad y me ha traído dolor. Me expulsaron del colegio cuando unos amigos publicaron mi primer poemario, del que mi madre quemó la mitad y la otra desapareció en manos de la inspectora. Entonces no entendí por qué le tenían miedo a la poesía, a la palabra de una adolescente. Ahora sé que la poesía con su voz callada hiere a los necios, lima las ataduras que usan los tiranos, se ríe de los castillos de naipes de los fatuos. Tal vez por eso los poetas son vistos con recelo, son perseguidos o ignorados.

Tengo miedo a la crítica, a que aquellos que me admiran por esas letras escritas en la adolescencia piensen que lo que hice después, lo que he escrito todos estos años no sea tan bueno como aquello; que no sea nada más que un sueño, el invento de una muchacha perseguida por demasiados demonios. Miedo a ser leída, a verme expuesta, juzgada, conocida por dentro. Conocida más allá de la sonrisa, de mi belleza, de los debates filosóficos, del baile y las copas en los bares. Porque en la poesía está la verdad, cruda, sin afeites. En la poesía estoy yo, como soy. Sin trajes ni perfume. Ella y yo, a solas.

Ayer salí a correr por el parque, corrí toda la noche luego de tener, otra vez, un sueño de mi infancia. Allí estaba ella, la niña de rostro violeta, me llamaba, insistía en que fuera a su lado. Llovía y la lluvia, la enorme tempestad detrás de la cual no se veía nada, empezó a lavarme. Sentada en el tronco de un árbol recién cortado y cubierta por el agua la vuelvo a mirar. Le sonrío y le digo que aún no estoy lista, que no me espere, que tengo mucho por vivir, que no voy con ella, que aprendí a amar la tierra que tengo bajo los pies, que ya no anhelo su lejano planeta de nubes rosas. 

Llego mojada y abro el enorme baúl de mi madre, lleno de papeles amarillos de tanto no respirar. No temo mojarlos, ellos son más fuertes que yo. Ahora sé que ellos con su corazón de árbol son más poderosos que todos mis miedos y todos mis dolores. La poesía, que me hizo ver el mundo de otra forma que los demás, que me hizo sospechosa de locura, que me volvió marginal, que de alguna forma me hundió, esa poesía con su pecho de madre me salvará. Porque la poesía también hizo crecer raíces en mi cuerpo de aire, me ancló y ató fuertemente mis manos de agua a su molino. 

Por fin me duermo, el sol me da en la cara pero el cansancio es mayor. Allí está ella otra vez. En sus enormes ojos de vicuña saltan peces dorados, me sonríe y se despide, aunque sabe que no será la última vez que nos veamos. 

La poesía abre la puerta, me dice que quiere ver la luz, conversar con otras palabras, volverse carne y cuerpo. Ser más allá de mí y mi pequeña vanidad. Camino ahora con sol, seca la ropa y el ánimo. Me río, no importa lo que digan los amigos o los enemigos. Eso en realidad es lo de menos, lo de más es mi compromiso con la poesía, su deseo de andar. Voy a publicar mi poesía, es hora de dejar que hable mi sangre. 

Ayer se fue mi hermana detrás de su sueño. Voló donde esa muchacha de cara violeta y ojos de vicuña de la que siempre hablaba. Dijo que allá la estaban esperando, que nunca había sido de aquí, que ella era en realidad de ese planeta. Me dijo que allá no se sufría y que quería descansar. Yo no pude seguirla, no soy tan valiente como ella.



Sandra Araya / BLANCA ERA LA PIEL DE LOS CONEJOS BAJO EL SOL



      Blanca era la piel del conejo muerto, así como la del vivo, pues no había diferencia entre ambos, tal vez algo de rigidez en el cuerpo del primero, demasiado temblor proveniente del cuerpo del segundo. Habían sustituido rápidamente al conejo muerto por uno vivo para que la niña no se diera cuenta y así no tendrían que explicarle, aún, los rudimentos de la muerte.
      Fue una operación exitosa, al parecer, pensó la madre, mientras la miraba jugar, desde la ventana de la cocina, pues la niña seguía los pasos del blanco animal, blanquísima era la piel del conejo bajo el sol, sin darse cuenta de que aquel era un sujeto distinto al que ahora yacía en el bote de la basura bajo unos periódicos viejos.
      Poco después, la niña entró corriendo a la cocina, contenta, distraída, infantil, pidiendo una manzana para compartir con el conejo.
      «Si supieras que no es él…», pensaba la madre, un poco triste, mientras cortaba, precisa, pequeños trozos de fruta. Cuando terminó, le estiró el plato a la niña y esta lo recibió agradecida. Corrió hacia la puerta, pero antes de salir, se detuvo para decirle, feliz, distraída, infantil:
      ―El conejo me dijo que si le daba fruta, me llevaría a un viaje por un hueco en la tierra, todo debajo de la tierra.
      —Mira que debajo de la tierra está oscuro… y a ti no te gusta la oscuridad.
      —Tienes razón, mamá, le digo que no, mejor.
Ella se fue y la madre se quedó suspensa, un segundo, con el cuchillo en la mano, recordando cómo había muerto el conejo anterior. Tratando de alcanzar un trozo de zanahoria, el animalito se había metido en un desagüe, un hueco en la tierra, y se había ahogado.
      «Cosas de niños», zanjó en su cabeza. Recordó que ella hablaba con los animales, cuando pequeña, con las paredes, consigo misma, con un amigo imaginario que la invitaba siempre a ocultarse en el clóset cuando el sol se posaba con violencia en el jardín.
      El camión recolector de la basura no había pasado por la calle la noche anterior y los perros callejeros habían aprovechado aquel descuido de los humanos para arremeter con furia contra las bolsas negras, hurgando, buscando algún restrojo que echar a sus estómagos.
      El conejo muerto había sido un festín, seguramente. De él había quedado un pellejo sanguinolento en la vereda para cuando ella fue a limpiar el destrozo.
       Se lavó las manos en el fregadero de la cocina tratado de quitar de su cabeza la imagen del animalito, del que había estado vivo hasta el día anterior, despedazado por las fauces de un perro que ella imaginaba atigrado, famélico, de patas demasiado grandes para su delgadez. Un pellejo había quedado de esa piel blanca bajo el sol, un pellejo percudido y opaco bajo el sol.
      Miró por la ventana, aún restregándose los dedos.
      La niña, en cuclillas, seguía atentamente los movimientos del conejo, su mínimo gesto de acicalarse la blanca piel bajo el sol.
      «No es justo», pensó. E iba a seguir con una letanía de pensamientos sobre la vida y la muerte, la inocencia de los niños y demás, cuando se dio cuenta de que algo había cambiado afuera, en el jardín. La niña, antes atenta al conejo, ahora parecía ponerle atención a algo en los arbustos del fondo. Parecía escuchar, parecía asentir, parecía sonreír a algo más allá de su propia vista. Volvió todo a la normalidad y la niña pareció, entonces, mirar de reojo hacia la casa, hacia su madre.
      «Cosas de niños», zanjó en su mente. Recordó que cuando niña ella también miraba fijamente los arbustos de su jardín y creía oír voces, susurros entre las plantas. Aguardaba, con la vista fija en las hojas, que una araña u otro bicho le saltara encima para poder gritar, entonces. Se anticipaba al miedo, fascinada por los múltiples y pequeños movimientos que le daban vida al jardín.
      Volvió a su presente cuando la niña entró a la cocina, pestañeando, un poco a tientas, deslumbrada aún por el sol.
Ella le preguntó:
      —¿Qué había tan interesante en el arbusto que te quedaste mirando para allá?
      —Tengo un amigo, ¿sabes? Se llama Gru. Y ahora estaba escondido ahí, entre las plantas. Me estaba hablando.
      —¿Y qué te decía?
      —Que hacía mucho sol, que él se iba a meter a la casa, que yo también tenía que entrar para que no me afectara el sol en la cabeza.
      —Es muy inteligente tu amigo, hace mucho sol para ti, a ver, ven para acá… —y acercó a la niña a sí para tocarle la frente—. Sí, estás acalorada, quédate mejor ya dentro de la casa. En un rato ya vamos a almorzar.
      La niña salió por la puerta del pasillo y ella, una vez sola en la cocina, se puso la mano sobre la frente. También estaba acalorada, tenía un zumbido molesto en los oídos; cuando recogía la basura, el resto miserable del conejo sobre la vereda, el sol le había taladrado la cabeza, se había posado con total peso sobre los hombros y la nuca.
      Buscando aire, más aire, necesitaba más aire, levantó la cabeza y miró hacia arriba, boqueando, aspirando ruidosamente. Abrió y cerró los ojos varias veces para desterrar las manchas rojizas que se movían sobre el techo.
      Bajó la cabeza y buscó un objeto con la vista, pero antes, miró a su alrededor.
      La niña no estaba por ahí.
      De hecho, ella estaba en el armario del corredor, escondida, recuperando la temperatura de su cuerpo gracias a la oscuridad, disfrutando de la voz de su amigo Gru que le decía que no quitara la vista de su madre, que observara cada uno de sus movimientos.
      La madre, con un cuchillo en la mano, abrió la puerta que daba al jardín y salió.




Eduardo Varas / LA DERROTA DE LOS RECUERDOS (sobre “Memoria y vértigo” de Carlos Luis Ortiz Moyano)





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Cuando Carlos Luis dice —en una entrevista que da para LA República—: “Para mí no existe poesía de la victoria, más hay poesía de la memoria, de los sentidos; la derrota es una experiencia personal. Mi poesía es testimonial”, nos abre una clave de lectura de su último poemario “Memoria y vértigo (CCE, 2016). Y esta clave no viene en forma de llave a abrirnos la cabeza; más bien llega como un yunque, un cincel y un martillo, para modelar la lectura, esculpirla o ponerla en orden. La poesía es lectura, así como es silencio y choque de sílabas mientras vamos de una palabra a otra.

Quizás el recuerdo es así.

Quizás la fabulación de la memoria sea así.

Porque si bien estamos ante una especie de registro de vida, esto es una representación de esa vida. Así como las fotografías de tiempos pasados —por más amarillas que se pongan por el paso del tiempo— juegan a crear un pasado que más que realidad es una interpretación, Carlos Luis trata de recopilar una vida —la suya, la del traslado, la de los libros y la música, la de la gente que está, que estuvo, que no va a estar, con unos versos que nos atraviesan tanto en ritmo como en melodía—, pero no lo hace como registro, sino como un dibujo, una aproximación que a la larga va a ser inútil. He ahí la derrota, la memoria ya es derrota porque siempre va a ser un ejercicio trunco. Carlos Luis hace un poemario sobre eso, nos regala algo que perturba, duele y encanta.

Escribe en Donde no habitamos:

   “No hay compás que trace una circunferencia con gente que ya no habitamos,


   solo un trajín amplio del vacío en el que somos renacimientos y estatuas.


   Un sonido lejano en el tórax de las bestias,


   una amalgama de metales oxidados en los muelles de la nada”


No habitamos en eso que creemos habitar. La voz trata de ayudarnos a encontrar un pasamanos para atravesar las escalinatas, en reversa. La voz del poemario se convierte en otras voces, en variaciones de la misma sensación, como ese resumen de acentos que este autor —que nació en Alausí, pero que ha vivido en Guayaquil y Quito— tiene grabados en su memoria como heridas de guerra.

El vértigo del poemario es la vida. La memoria no hace más que reafirmar ese vacío en el estómago ante la cima del mundo, ante lo que está por abajo, ese pasado inasible. En Vértigo, dice:


   “Fui vértigo.


   Vértigo y carne más carne sobre el vértigo.


   Caracol dejando semillas en el pueblo inventado”


En esa invención de ese pueblo, de ese espacio vital, está la verdadera conciencia de la existencia. No somos más que un recuerdo errado.

“Los hábitos cambian, como cambian las frases escondidas en la piel empolvada de los libros”

Este verso, el que inicia el poema Expediente o inventario, reduce a algo discreto ese intento por formular lo que somos y lo lleva al terreno de lo que no vemos, de lo que dejamos ahí, a un lado. La vida como algo que pasa, como olvido que nos ayuda a estar vivos para siempre, porque en el recuerdo solo permanece una vida en secciones, incompleta. Si todo se transforma, hasta los hábitos, la vida qué.

Se trata de buscar algo que le dé sustancia al acto de sobrevivir al resto, a los que se van:

   “Ahora el pasado existe para enternecerlo con la huida, para sonreír en homenaje al polvo y a las cruces devoradas por la tara de la noche.”


Eso que se devora, que desaparece —como queda expuesto en el poema El acto de sobrevivir— involucra el contacto con otros, porque ahí somos, ahí está ese pueblo inventado. Los nuestros, nuestra gente y en el caso del poeta: su padre. En Padre, dice:

   “También hay coches de madera de descarrilo con el cansancio que me confiere el pasado, con el tiempo que se esparce en cada cumbre que levanto con memoria.”

Porque todo tiempo pasado en presente y puede ser futuro. El todo temporal se vence con esa fabulación, que se espanta por una máxima de vida: en nuestras interacciones, incluso en las más inofensivas, estamos condenados a hacer daño; porque al final somos nosotros mismos ese entorno, alimentamos el contexto, le damos forma a esa memoria con los dolores colectivos y propios:

   “Temo entrar en la vida de otros, puede ser dañina puede ser mortal. Entro en mí como en otros seres carentes de mundo, sabiendo el desconocimiento de las constelaciones. La voluntad de un rostro me dijo dónde estaba y no supe más.”

Temor es el poema que se convierte en ombligo de este cuerpo, de alguna manera.



Este poemario está dividido en tres partes, y en todas hay una plegaria hacia la titánide griega de la memoria, Mnemosyne. Una figura particular porque también se la considera responsable de las palabras, al ser madre de las musas, esas que son invocadas por poetas como Homero, y en ese cobijo se crean las grandes épicas que reformularán la realidad, el recuerdo o la idea del recuerdo. La palabra como construcción del mundo. Mnemosyne se convierte en una sábana que cubre todo, que sostiene la lucha, que de entrada está perdida.

“Memoria y vértigo” es, desde la derrota, un poemario sobre la vida. Sabemos que vamos a morir, así que esa condena, esa tragedia, no hace más que revalidar toda experiencia vital, porque solo importa el aquí y ahora. Cuando lo entendemos, eso sí, es demasiado tarde.



Alexis Oviedo / DANICA






Apenas tuvimos oportunidad, fuimos al super liberal Barrio Rojo de Amsterdam. Cuatro ecuatoriales recién llegados a Europa deambulamos por las manzanas, repletas de pequeñas vitrinas. En ellas se exhiben las  mujeres más hermosas de todas los confines del planeta. Muestran sus encantos y ofrecen unos minutos de placer por tan solo 50 euros. Muchas quieren agradar a los fetichistas y visten de militares, emulan a las azafatas, o se muestran inocentes en sus uniformes colegiales. Otras coquetean en el tradicional vestido de corsés y medias a mitad del muslo suspendidas en ligueros, sinónimo del placer occidental. Sonrientes esas, sublimes con la mirada perdida de vestales, aquellas. Alguna en misteriosa y permanente pose hablando por un celular, y una más que deja entrever discretamente su sexo en el cruce de piernas, repitiendo la celebérrima escena de Sharon Stone.

Eslavas de todos los ricones del este, aglosajonas de las islas del sur, de Albión, de América, Napolitanas y Florentinas... Germanas, nórdicas, algunas asiáticas, ...

Entre las vitrinas, se pueden ver letreros en inglés que invitan a shows de sexo en vivo y otros promocionan una felación, a la que se tiene derecho luego de colocar en una ranura los billetes solicitados por el servicio. En las esquinas están las que no pueden pagar alquiler. Hay entre ellas africanas, indonesias y sudamericanas. Escucho los diálogos en idioma español-colombiano, en castellano caribeño, en chileno... Pongo atención y distingo a una joven paisana con el inconfundible acento de la Perla del Pacífico.

Mis amigos y yo seguimos caminando y nos detenemos a  comentar lo observado en este barrio, muy diferente a los que cumplen dichas funciones en nuestro rincón andino. Compartimos opiniones acerca de la mujer que más nos impresionó por su belleza o excentricidad y cuando nos aprestamos a ir a una cervecería, una beldad que sacaba las llaves para abrir su local nos sorprende:

-  Ustedes son ecuatorianos, ¿verdad?

Es una guapa rubia de un metro setenta y cinco. Tan voluptuosa, rubia y ojiazul, como las divas que en nuestra adolescencia nos impresionaron, esas que aparecían en los encuentros clandestinos con las revistas del emporio Playboy.

Pero más nos conmociona su perfecto español, con el mismo acento de nuestras latitudes. Respondemos en coro afirmativamente y ella nos cuenta que conoce Otavalo, que le encanta Cuenca y las playas. 

-El país donde el sol está por siempre, nos dice, y de inmediato nos conmina con una sonrisa más dulce que lasciva:

-¿Quién viene conmigo? 

Titubeamos, nos ponemos nerviosos, Lucho, el más osado cierra el grupo como si fuéramos a iniciar un concilio y espeta: ¡Me encanta!  ¡Me enamoré!  ¡Voy  primero!, mira el bolsillo y acota, me faltan 20 euros... Todos reímos mojigatos. Dos metros más allá, ella nos sigue mirando con la cabeza inclinada a un lado, esperando la decisión grupal. Efra, el guayaco, saca un billete de a 20 y se lo muestra a Lucho. Me lo pagas en Lovaina, le dice con decisión. Carlos, acota acentuando su morlaquía: ¡Pero nos cuentas, verás! Lucho dubita, se soba las manos, no agarra el billete, suda levemente. Reímos sin disimulo. Ella habla: 

-Me encanta el Ecuador… 

Me doy cuenta que lo dice con sinceridad, pues sus ojos han adquirido un brillo maravilloso. Da unos pasos  e inserta la llave en su local y antes de entrar con un mohín coqueto, subraya serena. 

-Estoy aquí hasta las 9, les espero.
  

Seguimos comentando, riendo, burlándonos de Lucho y él de nosotros. Hasta que Efra dice que quiere cerveza.  El local es un jolgorio, donde bailan techno todos los que que no están sentados frente a la amplia barra. Hacia allá vamos y tal como lo hacen algunos yuppies que nos rodean, comenzamos a beber de los gigantes vasos de líquido ambarino. Minutos después, suben a la barra, dos holandesas vestidas de cowgirls que comienzan a bailar provocativas ante gritos y aplausos de la concurrencia.  Una de ellas toma por la corbata a uno de los yuppies, lo coloca sobre la barra a cuatro patas y lo cabalga, acentuando la diversión. Viene una segunda cerveza y una tercera, sube otro yuppie a la barra para seguir el juego de dominación de la otra cowgirl. Un par de inglesas borrachas se nos acercan y en medio de la música estridente tratamos de entablar conversación. Sin lograrlo, Efra y yo las tomamos por la cintura y bailamos la bachata de moda que comienza a sonar. La inglesa que baila conmigo, deja su whisky en la barra y me besa. La bachata enciende la pasión y ella me invita a su hotel. Lo pienso dos veces. Irme con ella es abandonar el grupo y aventurarme a terminar quizás deambulando por Amsterdam… Le digo que espere un poco más, pero ella se cabrea. Toma su whisky, lo termina de un solo trago y se marcha maldiciéndome.




La noche la terminamos como buenos ecuatorianos: bebiendo un par de botellas de Zhumir seco ofrecidas por Carlos, nuestro anfitrión.

La resaca en la primavera no es tan feroz, pero hiere. Cual zombies,  vamos otra vez al centro de Amsterdam y luego de varias botellas de agua y un par de horas de caminata turista, Efra propone entrar a una heladería. Yo les digo que preferiría un inexistente encebollado, y cerveza a la falta del mismo. Ellos insisten y les espero en la calle. Me siento en una de las gradas del local, con la mirada fija en las bicicletas atravesando el puente, a rumiar la filosofía barata que surge en los chuchaquis. Estoy en ello, con los antebrazos sobre las rodillas, hasta  que una voz femenina con acento paisano me saca del sopor.

-Al final no vinieron...

Giro la cabeza y veo que mi interlocutora es la bella del día anterior. Ruego al ángel de la cordura que expulse de mi cuerpo al diablo del guayabo y me incorporo. Le comento que nos faltó capital, describo los intríngulis propios de nuestra timidez andina y el riesgo de enamorarse que mencionó Lucho. Logro  que suelte una carcajada y de inmediato le pregunto si tiene tiempo para tomarse un café en el Starbucks contiguo. Mira su reloj amarillo y asiente con la cabeza.

Se llama Danica, vivió cuatro años en Ecuador en su adolescencia, cuando su padre trabajaba en la Embajada de Checoeslovaquia.

-Mi país que ahora no existe, subraya.

La caída del bloque comunista ya puso a la familia, cercana al régimen defenestrado, en situación precaria, la que empeoró con la partición del país. Cómo otros que vivían detrás de la cortina de hierro, apenas pudo fue a occidente. Le encantó, pero no pudo tener un trabajo que le permitiera disfrutar de las bondades del capitalismo, por lo que terminada la universidad, vino a un posgrado. En sus tiernos veinte y pocos, se enamoró perdidamente de un rumano, trataron de hacer familia en el país del chico sin lograrlo y regresó con su hijita de pocos meses a Kosice, para pelear la vida.

Un día sus padres y la familia ampliada  la acompañaron al aeropuerto. Ella vestía un traje sastre elegante y la familia la despedía feliz, sabiendo que iría a trabajar en una multinacional de teléfonos. Apenas llegó al aeropuerto de Schiphol, la recibió su amiga rusa, con quien harían turnos en la vitrina, compartiendo los gastos del arriendo.




- Aprovéchalo. No te enamores, ni tengas hijos antes de culminar. Después regresa a Ecuador…, no tiene nada que ver con este infierno gris. Allá siempre hay sol… 

Danica mira otra vez su reloj amarillo y yo a a mis amigos al otro lado de la vitrina de la cafetería, buscándome. Efra escandaloso grita mi apodo: ¡Cepi!! !Cepillín!!

Ante esto, ell lanza una nueva risotada con deleite.

- ¡El payasito de la tele! ¡en verdad te le pareces!

Saca una tarjeta profesional, donde consta su nombre sin apellido, el número de teléfono, horarios  y una dirección en un callejón que se cruza con la Stoofsteegwegen.

- Hay descuentos para paisanos, señala riendo. Siempre riendo. 

Al salir, la abrazo discretamente para ser visto por mis amigos y ella sigue mi juego tomándome de la cintura. Descendemos así las pocas gradas, mientras ella agita la mano en dirección al trío, y yo me pavoneo ante sus miradas atónitas.

Danica se despide con un beso y toma hacia el Barrio Rojo. Mis amigos me atiborran de preguntas a las que respondo solemne: ¿Se imaginan qué NO pudo pasar, si yo fuera como ustedes, un muchacho goloso que ama los helados? 

Discretamente guardo la tarjeta y pienso visitarla al día siguiente. Pero cuando el tercer día en Amsterdam arriva con una nueva resaca, mirando otras bicicletas atravesar otro puente y con los mismos antebrazos sobre las rodillas, recuerdo su consejo: No enamorarme. Cosa que seguramente hubiera pasado si la volvía a ver…