Sheylita junto a mamá y yo
Otra vez volví a soñar con
ella. En su planeta rodeado de nubes y neblina para que nadie lo encuentre,
para que nadie conozca de que plantas tiene, ni qué gente vive allí. Su cara de
color violeta sonreía y sus ojos, grandes como los de una vicuña, parecían
estar llenos de peces. Alargaba su brazo para que tomara su mano, pero yo no
podía. Tenía las manos amarradas para que no hiciera travesuras, eso dijeron;
para que no rompiera nada, para que no pudiera trepar por las paredes y salir a
la calle a jugar con los demás.
Ella me llama y yo sé que
algún día voy a ir a su planeta de nubes que está muy lejos de la Tierra. Lejos
de todo; para jugar todo el día, para no ir a esa escuela en la que me pegan
las monjas, para no hacer esos deberes que no entiendo, para no oírlos gritar
todo el día, para que no me castiguen, para que no me toquen, para estar sola.
Cuando yo llegue allá, también mi cara se volverá violeta, tendré los ojos
grandes como los de las vicuñas y en los míos nadarán delfines y, tal vez,
hasta ballenas diminutas.
A mi hermana le cuento mi
sueño y con ella jugamos que somos extraterrestres y que la chica de cara
violeta, el día en que se lo pidamos nos mandará un platillo volador para irnos
muy lejos y no volver jamás. Pronto, muy pronto le diré que quiero volar donde
ella.
Tengo miedo de contar, de
decir, de abrir las ventanas de ese cuarto oscuro, lleno de secretos en el que
vive mi espíritu; miedo a esos papeles que cada vez son más y han empezado a
ahogarme, que cubren mis paredes, mis bolsillos, mi boca llena de palabras que
llegan todos los días, que no me dan respiro, que me exigen sentarme a
escribir. Palabras que salen por mi cuerpo herido, por mis ojos que tienen
sueño, por mis manos cansadas. Palabras que se niegan a guardar silencio, a no
decir, a callar. Palabras que son poesía.
Escribo desde que era
pequeña. Ya en el colegio, a escondidas de las maestras escribía, a escondidas
de mi madre escribía. La poesía me ha dado felicidad y me ha traído dolor. Me
expulsaron del colegio cuando unos amigos publicaron mi primer poemario, del
que mi madre quemó la mitad y la otra desapareció en manos de la inspectora.
Entonces no entendí por qué le tenían miedo a la poesía, a la palabra de una
adolescente. Ahora sé que la poesía con su voz callada hiere a los necios, lima
las ataduras que usan los tiranos, se ríe de los castillos de naipes de los
fatuos. Tal vez por eso los poetas son vistos con recelo, son perseguidos o
ignorados.
Tengo miedo a la crítica, a
que aquellos que me admiran por esas letras escritas en la adolescencia piensen
que lo que hice después, lo que he escrito todos estos años no sea tan bueno
como aquello; que no sea nada más que un sueño, el invento de una muchacha
perseguida por demasiados demonios. Miedo a ser leída, a verme expuesta,
juzgada, conocida por dentro. Conocida más allá de la sonrisa, de mi belleza,
de los debates filosóficos, del baile y las copas en los bares. Porque en la
poesía está la verdad, cruda, sin afeites. En la poesía estoy yo, como soy. Sin
trajes ni perfume. Ella y yo, a solas.
Ayer salí a correr por el
parque, corrí toda la noche luego de tener, otra vez, un sueño de mi infancia.
Allí estaba ella, la niña de rostro violeta, me llamaba, insistía en que fuera
a su lado. Llovía y la lluvia, la enorme tempestad detrás de la cual no se veía
nada, empezó a lavarme. Sentada en el tronco de un árbol recién cortado y
cubierta por el agua la vuelvo a mirar. Le sonrío y le digo que aún no estoy
lista, que no me espere, que tengo mucho por vivir, que no voy con ella, que
aprendí a amar la tierra que tengo bajo los pies, que ya no anhelo su lejano
planeta de nubes rosas.
Llego mojada y abro el
enorme baúl de mi madre, lleno de papeles amarillos de tanto no respirar. No
temo mojarlos, ellos son más fuertes que yo. Ahora sé que ellos con su corazón
de árbol son más poderosos que todos mis miedos y todos mis dolores. La poesía,
que me hizo ver el mundo de otra forma que los demás, que me hizo sospechosa de
locura, que me volvió marginal, que de alguna forma me hundió, esa poesía con
su pecho de madre me salvará. Porque la poesía también hizo crecer raíces en mi
cuerpo de aire, me ancló y ató fuertemente mis manos de agua a su molino.
Por fin me duermo, el sol me
da en la cara pero el cansancio es mayor. Allí está ella otra vez. En sus
enormes ojos de vicuña saltan peces dorados, me sonríe y se despide, aunque
sabe que no será la última vez que nos veamos.
La poesía abre la puerta, me
dice que quiere ver la luz, conversar con otras palabras, volverse carne y cuerpo.
Ser más allá de mí y mi pequeña vanidad. Camino ahora con sol, seca la ropa y
el ánimo. Me río, no importa lo que digan los amigos o los enemigos. Eso en
realidad es lo de menos, lo de más es mi compromiso con la poesía, su deseo de
andar. Voy a publicar mi poesía, es hora de dejar que hable mi sangre.
Ayer se fue mi hermana
detrás de su sueño. Voló donde esa muchacha de cara violeta y ojos de vicuña de
la que siempre hablaba. Dijo que allá la estaban esperando, que nunca había
sido de aquí, que ella era en realidad de ese planeta. Me dijo que allá no se
sufría y que quería descansar. Yo no pude seguirla, no soy tan valiente como
ella.