Adolfo Macías / EL CASAMENTERO





Quizo el destino que Bolívar Uribe fuese el casamentero. Para esto tenemos razones sobradas que no necesitan demostrarse. Recuerdo que apenas fui nombrado comisario se me notificó de sus andadas. Siendo todavía alumno del municipal, lo veía saludar desde la puerta de su estudio fotográfico en la calle Briceño. Un tipo de buena pinta, siempre perfumado y con la ropa impecable, que sabía atender con amabilidad a sus clientes. En el escaparate se podían ver fotos de bodas, bautizos y primeras comuniones de las familias más acomodadas de Manabí. Zapatos siempre lustrados, camisa de manga corta, rostro de facciones regulares y boca fina. Las cejas las tenía enarcadas en un eterno gesto de asombro, tal vez el mismo que tuvo ante el mar enfurecido cuando se precipitó por la escollera.

Una novia inconsciente

Volviendo a los rumores, cuentan que Bolívar fue forzado inicialmente a tomar una foto inadecuada. Valiéndose de la banda de los morunos, el hijo de un hombre influyente, cuyo apellido prefiero omitir en este informe por carecer de pruebas suficientes, consiguió que se sometiera a una joven de la localidad y se la llevara a su presencia bajo el efecto de la escopolamina. Yo mismo he visto en varias ocasiones, durante servicio, el efecto de dicha sustancia sobre la conducta humana, y puedo dar fe de su eficacia. Después de tomarla sexualmente, el muchacho la vistió de novia. Cerca de la madrugada, llegó con ella al estudio fotográfico y contrató a Bolívar, quien, muy a su pesar, al ver el grupo formado por el contratante y un miembro de la banda, más otro hombre de aspecto amenazante (con seguridad un guardaespaldas), procedió a tomar la foto. La paga fue generosa. Dos mil dólares. El doble de lo que Uribe ganaba en un mes. La muchacha, quien había despreciado el amor del contratante, regresó a su casa y la historia se desvaneció en la amnesia posterior al uso de la droga. En otro caso, célebre en la comisaría, una mujer afirmó despertar en su casa ocasionalmente con restos seminales en su vagina, a pesar de dormir bajo candado. No le pasó esto una vez, sino varias. Imagino a la muchacha con similar desconcierto al despertar de la resaca. Pero no quiero aquí especular sin fundamento, mejor atengámonos a los hechos.

Clávame un puñal, pero no digas que no me amas

Pronto, Uribe dejó de recibir contratos para bodas y bautizos. Nadie quería tenerlo en su fiesta. La razón era muy simple. Tras el evento narrado anteriormente, otros contratantes se acercaron a Bolívar con la misma demanda y una buena suma de dinero en el bolsillo. Dicen que cobraba entre cuatro mil y diez mil dólares por “arreglar una boda”. Para tener mayor control, se asoció con dos maleantes que se encargaban de colocar la escopolamina en la bebida y regresar a las novias, sanas y salvas, hasta la puerta de su domicilio. ¡Tanta muchacha soberbia, que no quiere querer a quien la quiere! Con el resentimiento en la sangre, bajo el efecto del licor, no faltaba quien se decidiera a revertir el ultraje amoroso contratando a quien desde entonces se empezó a conocer como “el casamentero de Chone”. Las familias protegían a sus hijas con celo y advertían del peligro, cuando se sabía de algún pretendiente despreciado. Pero las muchachas siempre quieren divertirse. Tras la requisa de su casa, el día de su muerte, pude reconocerlas. Más de veinte, con el vestido rentado de novia y un ramo desmañado de flores, junto a los galanes de turno: jóvenes y viejos de ojos torvos, soñadores, que llevarán su secreto a la tumba.

Un enorme gusano en el monte

He visto demasiadas cosas en este mundo. El cadáver del casamentero fue una de ellas. Lo hallamos en la playa, cuando lo arrojó el mar, con el rostro y las manos carcomidas. Estaba vestido de novia. Todavía puedo recordar la tela blanca, enredada entre sus piernas y las algas, que en esa ensenada se abrazan desoladamente a las rocas. En la maleza, tras el risco, hallamos la silla de ruedas en que lo habrían sacado de su casa para cumplir el más manabita de los rituales: la venganza. Esta vez fueron los mismos morunos, contratados por el hermano de una de las novias. Obtuve la confesión de uno de los perpetradores, dentro de la cárcel, a donde llegó por otros asuntos. El contratante era demasiado poderoso y no tuvimos más remedio que dejar libre al asesino. Natural. Pero no es a la política moral de nuestro pueblo a lo que me quiero referir en este informe, sino a los últimos días del casamentero. Entre las fotos de las falsas bodas hallamos una en la que la mujer había sido sacada de la tumba. Llevaba un lorito (también muerto) entre los dedos. Todavía se podía ver tierra en las comisuras de los labios negros. Trabajos como este habrán afectado la mente del casamentero. Tal vez por eso, con el paso de los años, sus manos se torcieron bajo el efecto de una enfermedad nerviosa. Tal vez por eso se llenó de miedo al monte, detrás de su casa, hacia donde hacía disparar, sin ton ni son, a sus dos guardaespladas, Nicanor y Edison Mercado. Fueron estos dos ciudadanos, hermanos de padre, pero no de madre, quienes permitieron que el casamentero fuese sustraído de su hogar esa noche. El uno tuvo que guardar cama por orden médica a causa de una intoxicación; el otro (muy convenientemente) estaba en el baño cuando entraron los morunos con sus pistolas y su jerga abusiva, dejando la moto encendida sobre la vereda.

Durante las semanas anteriores, al decir de su empelada doméstica, el casamentero observaba fijamente hacia la maleza, donde creía ver un gigantesco gusano negro que asomaba por la noche, abría su boca de dientes agudos y mostraba, al fondo de su garganta, un ojo vengativo. Los vecinos se quejaban de los disparos de los hermanos Mercado y de los gemidos que provenían de la casa, donde una luz permanecía encendida en la sala hasta madrugada. Últimamente, con el dinero que tenía, Bolívar se dedicaba al chulco. Según Jenny Martínez, vecina del barrio, “Dado que sus brazos estaban completamente retorcidos por la enfermedad, no era raro verlo contar los billetes con los pies, retraído en la silla de ruedas tras la barba pegoteada de comida; porque resultaba difícil bañarlo y no le gustaba la forma en que su empleada lo manguereaba, desnudo, a vista y paciencia de los curiosos, en pleno patio. Cuando esto sucedía, el señor Uribe gritaba y amenazaba a todos con arrojarlos al monte por la noche, porque ese era su más grande miedo”.

La locura ya había puesto su huevo en el cráneo del casamentero. El largo de las uñas de su cadáver (cerca de diez centímetros, algunas), su manía de acumular basura en el garage y otros detalles de la requisa lo indicaron con claridad. Sólo por mencionar algo, quiero dejar constancia de diez cajas de cartón bajo su cama, donde guardaba los excrementos de sus gatos. El dinero para el chulco lo tenía metido en el horno, junto con su tesoro más preciado: una cámara mecánica de fotos, marca Nikon, desprovista de lentes. Cuenta la empleada que, en una ocasión de esas en que su mente volvía a la normalidad, Bolívar le pidió que rece por su alma. Olvidé preguntarle a la mujer si había hecho esto. Si Dios existe, ya hizo justicia. Porque así es esta provincia, le juro: donde está la gente más buena, siempre está (por los negocios turbios que sostiene Dios con el diablo) la gente más mala que pueda imaginarse.