Quizo el destino que Bolívar
Uribe fuese el casamentero. Para esto tenemos razones sobradas que no necesitan
demostrarse. Recuerdo que apenas fui nombrado comisario se me notificó de sus
andadas. Siendo todavía alumno del municipal, lo veía saludar desde la puerta
de su estudio fotográfico en la calle Briceño. Un tipo de buena pinta, siempre
perfumado y con la ropa impecable, que sabía atender con amabilidad a sus
clientes. En el escaparate se podían ver fotos de bodas, bautizos y primeras
comuniones de las familias más acomodadas de Manabí. Zapatos siempre lustrados,
camisa de manga corta, rostro de facciones regulares y boca fina. Las cejas las
tenía enarcadas en un eterno gesto de asombro, tal vez el mismo que tuvo ante
el mar enfurecido cuando se precipitó por la escollera.
Una novia inconsciente
Volviendo a los rumores,
cuentan que Bolívar fue forzado inicialmente a tomar una foto inadecuada.
Valiéndose de la banda de los morunos, el hijo de un hombre influyente, cuyo
apellido prefiero omitir en este informe por carecer de pruebas suficientes,
consiguió que se sometiera a una joven de la localidad y se la llevara a su
presencia bajo el efecto de la escopolamina. Yo mismo he visto en varias
ocasiones, durante servicio, el efecto de dicha sustancia sobre la conducta
humana, y puedo dar fe de su eficacia. Después de tomarla sexualmente, el
muchacho la vistió de novia. Cerca de la madrugada, llegó con ella al estudio
fotográfico y contrató a Bolívar, quien, muy a su pesar, al ver el grupo
formado por el contratante y un miembro de la banda, más otro hombre de aspecto
amenazante (con seguridad un guardaespaldas), procedió a tomar la foto. La paga
fue generosa. Dos mil dólares. El doble de lo que Uribe ganaba en un mes. La
muchacha, quien había despreciado el amor del contratante, regresó a su casa y
la historia se desvaneció en la amnesia posterior al uso de la droga. En otro
caso, célebre en la comisaría, una mujer afirmó despertar en su casa
ocasionalmente con restos seminales en su vagina, a pesar de dormir bajo
candado. No le pasó esto una vez, sino varias. Imagino a la muchacha con
similar desconcierto al despertar de la resaca. Pero no quiero aquí especular
sin fundamento, mejor atengámonos a los hechos.
Clávame un puñal, pero no
digas que no me amas
Pronto, Uribe dejó de
recibir contratos para bodas y bautizos. Nadie quería tenerlo en su fiesta. La
razón era muy simple. Tras el evento narrado anteriormente, otros contratantes
se acercaron a Bolívar con la misma demanda y una buena suma de dinero en el bolsillo.
Dicen que cobraba entre cuatro mil y diez mil dólares por “arreglar una boda”.
Para tener mayor control, se asoció con dos maleantes que se encargaban de
colocar la escopolamina en la bebida y regresar a las novias, sanas y salvas,
hasta la puerta de su domicilio. ¡Tanta muchacha soberbia, que no quiere querer
a quien la quiere! Con el resentimiento en la sangre, bajo el efecto del licor,
no faltaba quien se decidiera a revertir el ultraje amoroso contratando a quien
desde entonces se empezó a conocer como “el casamentero de Chone”. Las familias
protegían a sus hijas con celo y advertían del peligro, cuando se sabía de
algún pretendiente despreciado. Pero las muchachas siempre quieren divertirse.
Tras la requisa de su casa, el día de su muerte, pude reconocerlas. Más de
veinte, con el vestido rentado de novia y un ramo desmañado de flores, junto a
los galanes de turno: jóvenes y viejos de ojos torvos, soñadores, que llevarán
su secreto a la tumba.
Un enorme gusano en el monte
He visto demasiadas cosas en
este mundo. El cadáver del casamentero fue una de ellas. Lo hallamos en la
playa, cuando lo arrojó el mar, con el rostro y las manos carcomidas. Estaba
vestido de novia. Todavía puedo recordar la tela blanca, enredada entre sus
piernas y las algas, que en esa ensenada se abrazan desoladamente a las rocas.
En la maleza, tras el risco, hallamos la silla de ruedas en que lo habrían
sacado de su casa para cumplir el más manabita de los rituales: la venganza.
Esta vez fueron los mismos morunos, contratados por el hermano de una de las
novias. Obtuve la confesión de uno de los perpetradores, dentro de la cárcel, a
donde llegó por otros asuntos. El contratante era demasiado poderoso y no
tuvimos más remedio que dejar libre al asesino. Natural. Pero no es a la
política moral de nuestro pueblo a lo que me quiero referir en este informe,
sino a los últimos días del casamentero. Entre las fotos de las falsas bodas
hallamos una en la que la mujer había sido sacada de la tumba. Llevaba un
lorito (también muerto) entre los dedos. Todavía se podía ver tierra en las
comisuras de los labios negros. Trabajos como este habrán afectado la mente del
casamentero. Tal vez por eso, con el paso de los años, sus manos se torcieron
bajo el efecto de una enfermedad nerviosa. Tal vez por eso se llenó de miedo al
monte, detrás de su casa, hacia donde hacía disparar, sin ton ni son, a sus dos
guardaespladas, Nicanor y Edison Mercado. Fueron estos dos ciudadanos, hermanos
de padre, pero no de madre, quienes permitieron que el casamentero fuese
sustraído de su hogar esa noche. El uno tuvo que guardar cama por orden médica
a causa de una intoxicación; el otro (muy convenientemente) estaba en el baño
cuando entraron los morunos con sus pistolas y su jerga abusiva, dejando la
moto encendida sobre la vereda.
Durante las semanas
anteriores, al decir de su empelada doméstica, el casamentero observaba
fijamente hacia la maleza, donde creía ver un gigantesco gusano negro que
asomaba por la noche, abría su boca de dientes agudos y mostraba, al fondo de
su garganta, un ojo vengativo. Los vecinos se quejaban de los disparos de los
hermanos Mercado y de los gemidos que provenían de la casa, donde una luz
permanecía encendida en la sala hasta madrugada. Últimamente, con el dinero que
tenía, Bolívar se dedicaba al chulco. Según Jenny Martínez, vecina del barrio,
“Dado que sus brazos estaban completamente retorcidos por la enfermedad, no era
raro verlo contar los billetes con los pies, retraído en la silla de ruedas
tras la barba pegoteada de comida; porque resultaba difícil bañarlo y no le
gustaba la forma en que su empleada lo manguereaba, desnudo, a vista y
paciencia de los curiosos, en pleno patio. Cuando esto sucedía, el señor Uribe
gritaba y amenazaba a todos con arrojarlos al monte por la noche, porque ese
era su más grande miedo”.
La locura ya había puesto su
huevo en el cráneo del casamentero. El largo de las uñas de su cadáver (cerca
de diez centímetros, algunas), su manía de acumular basura en el garage y otros
detalles de la requisa lo indicaron con claridad. Sólo por mencionar algo,
quiero dejar constancia de diez cajas de cartón bajo su cama, donde guardaba
los excrementos de sus gatos. El dinero para el chulco lo tenía metido en el
horno, junto con su tesoro más preciado: una cámara mecánica de fotos, marca
Nikon, desprovista de lentes. Cuenta la empleada que, en una ocasión de esas en
que su mente volvía a la normalidad, Bolívar le pidió que rece por su alma.
Olvidé preguntarle a la mujer si había hecho esto. Si Dios existe, ya hizo
justicia. Porque así es esta provincia, le juro: donde está la gente más buena,
siempre está (por los negocios turbios que sostiene Dios con el diablo) la
gente más mala que pueda imaginarse.