Por sobre el
terraplén de la curva más sinuosa de la vía a La Merced hay una cueva
desconocida para todos. La habita Boris. Boris es un lobo metódico. Se ha
forjado un espacio habitacional insólito. Acompañan su soledad, las bazofias
que provocan los accidentes de tránsito, que casi a diario, ocurren como fruto
de un error de cálculo en el diseño del peralte del “festón de la muerte”.
El
atiborramiento deja asfixia en el espacio empachado de: Llantas, espejos
retrovisores, asientos tanto traseros como delanteros, luces direccionales,
faros, alógenos, triángulos, linternas , latas, tuercas, tornillos, alambres,
todo tipo de piezas automotrices, maletas, ropa de distintos estilos para todos
los sexos y para todas las edades, afeitadoras, cascos, kits de higiene, de
primeros auxilios, maquillajes, herramientas, teléfonos celulares, extintores,
radios, cassettes, CDs, equipos de montaña, bicicletas, botes, joyas, plata,
libros, revistas, juguetes y n cosas más que, serían de interminable
enumeración. Boris es un coleccionista incurable.
Cada vez que
escucha un frenazo, la excitante fricción instantánea de los neumáticos que
desesperados pretenden asirse al pavimento, y el posterior previsible y
estruendoso “crash” le petrifica en una orgásmica descarga de adrenalina. Todo
su ser entra en un estado de alerta. Ensordece, el mundo hace silencio. El
fragor de su sangre que danza al ritmo frenético de su corazón bajo su piel
erizada, es el único universo perceptible. Con la lentitud de los siglos,
vuelve en sí y retoma torpe el movimiento. Avanza etéreo hacia el borde de la
carretera. Las pupilas dilatadas sorben el éxtasis del reguero de los dones que
el destino le regala. Respira y mira bien la escena. ¿Hay sobrevivientes o no?
Permanece en asecho pendiente del más mínimo movimiento, del más inaudible de
los sonidos. Mira, escucha. Espera en inquieta paciencia. El tiempo
se congela. No hay vestigios de vida. La muerte corre libre en el viento. Mira
en las dos direcciones del camino, se asegura de que él, es el amo de la
inmensidad. Se aproxima cauteloso al borde del pavimento. Su hocico apunta a
sus tesoros, su cola, marca derecho el sendero de retorno a su guarida. Arranca
desaforado en la carrera hacia los territorios de la muerte. Ha llegado con las
fauces abiertas para asirse feroz de lo primero que encuentra; pero se detiene
una vez más. Aguza sus orejas puntiagudas que, a modo de radares, cada una gira
en dirección contraria e independiente de la otra. No vienen carros. No hay
lamentos. Un zarpazo sobre el objeto más próximo. Descuartiza descomunal su
hocico. Clava los caninos de predador ancestral. Aprisiona feroz su nueva pieza
del botín. La arrastra con la fuerza de la rabia. No se entera de la alternada
tensión y distensión de sus extremidades, en las que se apalanca para arrastrar
cuesta arriba aquello que ha tomado. No importa cuánto pese, los músculos del
cuello hinchados de poder resisten. Babea. Jadea. El corazón le va explotar.
Nada importa. Sólo llegar de vuelta a la cueva. Deposita allí dentro la
invalorable carga. Sin ningún alivio, emprende la carrera hasta el límite del
terraplén, donde se frena de golpe, para comenzar de nuevo.
Su ambiciosa proeza puede
durar horas, minutos, no sabe cuánto. Se aproxima un auto y Boris se vuelve
incorpóreo, invisible, ha desaparecido. Debe esperar a que termine el gran caos
de luces, sirenas, voces, gritos, quejas. En aliento etéreo aguarda que termine
el irritante bullicio con el que suelen rituar los humanos. Los conoce. Ellos
deben comprimir el tiempo desaforado. Sin anuncio, regresa la ausencia. Un
aroma a sangre aún caliente, despierta en su bajo vientre, todos los fantasmas
del instinto que, yacían somnolientos en el limbo de sus vísceras. Se
reempodera del espacio. Da una vuelta sobre el legado de la noche que ha
desposado el destino. Ahora sí, puede embeberse en lo que es suyo. Se regodea
en la ambición, en el sabor de la codicia. Sin más, arremete. Un lobo de monte,
desconoce el cansancio. Su obra concluida: el indescriptible paisaje que forma
la suma de objetos que reposan en el lugar donde siempre debieron estar. Ah, la
contemplación. El sagrado y prolongado placer de saberlos suyos, tan sólo
suyos. Cede ante el rebelde peso de sus párpados. Duerme. Sueña sueños antiguos
en lugares confusos, olvidados. Boris se despierta, congestionado de emociones,
a la conciencia de que está solo, absolutamente solo. Sabe bien, que no existen
más lobos en kilómetros a la redonda. Cómo fue a parar cerca de La Merced, no
lo sabe, no lo recuerda. Ha vivido desde siempre ahí, aunque escarbe
profundamente en su memoria, no hay nada más que las paredes oscuras de la
cueva. Antes de la cueva, el vacío.
La supervivencia, hecha de
asaltos a las fincas circundantes, le enseñó a correr a mayor velocidad que la
del tiempo. Las variedades del menú: roedores, algún escaso animalito salvaje y
aves de rapiña, de las que puede disfrutar, también, cada vez menos. Desconocía
su aspecto, hasta que se reflejó en un retrovisor. Se miró intenso, una vez
superado el primer impacto. Lo más parecido que había visto, era un perro; pero
sabe que no es un perro. Menos mal no lo es. Los perros le resultan
antipáticos, los encuentra degradados. Lo que tienen en común, son los aullidos
a la luna; aunque tampoco, no lo hacen de la misma forma. Optó por declararse
un ser especial, único; tan especial, como cada uno de los “objetos únicos” de
su colección.
Podría parecer una vida
monótona la de Boris, pero no, es todo lo contrario, la pasión del
coleccionista no deja espacio al aburrimiento. Su existencia está hecha de la
suma de momentos irrepetibles para alcanzar sus objetos irrepetibles. Los
objetos y los momentos lo llenan todo.
Los fines de semana traen
mayores posibilidades de cosecha. Boris espía, analiza. Por excepción, los
conductores, en días laborables, manejan vehementes con esa expresión de
ausentes. Entre semana ellos, tienden a reír menos y a acertar más. Para eso,
fruncen el ceño. Obviamente, está por acaecer el hecho incidental debe cambiar
el decurso de la vida de Boris, si no, no habría historia.
Se produjo un accidente más.
Éste, en medio de la semana, es decir, con menos tráfico y por ende con menos
interrupciones. Si no hay intrusos, usualmente, no hay sirenas ni luces y todo
ese bullicio, hasta después de un buen rato. La cosecha es más serena. Era un
accidente ideal. Un solo fortísimo “crash”, y luego, el silencio. Como ya se
sabe, vino lo de rigor: la adrenalina, la sordera y la sensación de volar
incorpóreo hasta el objetivo. Pero, una vez allí, cuando los caninos ya se
habían incrustado en una preciosa y lanuda manta a cuadros, Boris escucha un
sutil quejido, un lamento casi inaudible. Luego, más silencio. Sabe que no
inventó nada. Y aún, el silencio. Muerde de nuevo la manta. Intenta llevársela,
pero no puede. Está atorada. A arranchones, será suya. Brama su ansia. Detrás
de su bramido, se deja escuchar, otra vez, ese espeluznante gemido. Suelta la
manta. Quiere escapar atendiendo a su instinto, pero no puede. Algo feroz, un
algo mucho más fuerte que él, lo atrae hacia ella.
Ella está allí, al final de la
manta. Respira un vaho efímero. Tiene el cuerpo muy quieto y los ojos perdidos
en Boris. Se miran sin gesto. El, sin remedio, se aproxima dócil. La olfatea de
cerca, muy cerca. Oye, en el pecho de la niña, un latir lerdo, vencido. Se
detiene en el cuello. Advierte el fluir hipnótico de la sangre que vierte
generoso un enorme tajo. En la sangre, se refleja la luna que se ha
desenmascarado entre las nubes, sin previo aviso. El lobo y la luna se espejan
embriagados en el plasma de ardientes carmines. Vuelve a ella, a sus ojos
húmedos, y allá adentro, también están él y la luna. Se desbordan taciturnos.
Boris se embelesa en las ignotas lágrimas. No se pueden malgastar. Bebe de sus
sales amables. Bebe del sudor que expele el dolor. En cuanto más bebe, más sed
le atormenta. No se apaga su flagelo. Busca más allá, más abajo. Y reencuentra
la yugular en los estertores de un petirrojo agonizante. Boris lame, desde su
vientre, el carmesí tórrido de su deseo perdido. Ah, placer, placer presentido.
Pero no quiere dañar a quien se inmolado para su extasío. Reprime el mordisco,
agarrota los colmillos advertidos de laceración, en tanto, ese elixir ajeno
ocupa ya todos los rincones de su ser. En sí, la alquimia de los siglos. Fusión
de genes arcaicos. Boris aúlla a la luna totalmente perdido. Boris se ha
perdido.
Despierta a la realidad con el
fogonazo de un tiro esquivo. Ya estaban allí las luces, las gentes, las sirenas
y la confusión del griterío. Un disparo más, lo entera de que él es la presa.
Boris corre, como nunca había corrido. Corre hasta confundirse con la maleza
que la luna maléfica deja entrever. Quiere correr sin fin y sin rumbo. El
imperativo de saber qué será de ella, lo detiene. Se ubica en lo alto y a
resguardo, mira. Se la llevan. Ella, lo que más ha querido, se va en una fría,
blanca y escandalosa ambulancia en dirección de ese sitio, ése, de donde vienen
todos, y a donde todos van, por este camino, el de Boris.
Nunca le intereso conocer
dónde termina su camino. No quiso saber, jamás, qué hay más allá. Ni siquiera
se lo preguntó. Ese cielo nocturno encapotado y enceguecido de las luces de las
que escapa la luna, no lo atrajo. Hoy lo mira entre interrogantes, nostálgico.
Reclama para sí, a ella. Y ella, está fuera de su colección. Nada huele a ella.
Nada sabe como ella. Nada late.
Se anuncia el sol y es hora de
ampararse. Han pasado horas intensas. Boris se allana al letargo. Duerme con
ella clavada muy adentro. Un tremor interno lo despierta. Crece hasta volverse
una convulsión que no termina. Boris impotente, amedrentado, siente que su
cuerpo crece en descontrol. Se expanden sus extremidades, al ritmo que se le
reduce su hocico. Son los huesos que crecen sonoros a la par de su carne. Las
vértebras truenan dentro, al son en que se multiplican y reubican. La osamenta
de su cabeza, hace un “crash” mucho más fuerte y próximo que el de los choques.
El “crash”, es él, está dentro de él. Antes de perder el sentido, observa, como
puede, el cisma de su descomunal cuerpo. Hay piel, entre sus ingentes pelos,
que caen por mechones. Black out.
El frío. El nunca antes
sentido frío, le repatría el juicio. Brusca desnudez que requiere cobijo. Se
enrosca en defensa de los tiritares violetas. Se pone en cuatro para buscar
abrigo. Va a por una manta. Al dar el sólito zarpazo para asirla, mira
incrédulo sus dedos, la mano que se abre y toma hábil lo deseado. Se envuelve
en la manta en una gran apertura de brazos, ya en cuclillas. Así, busca el calor
y reposa. Repuesto, en algo, de la algidez inexperta, tiene la necesidad de
pararse. No sabe lo que quiere, sola, se impone la condición de eréctil. Esta
ya enhiesto sin dificultades. Mira lejano el piso de la cueva y opresivo el
techo, por demás cercano.
Qué le ha sucedido, comienza a
preguntase. Se observa. No se reconoce. Es todo tan extraño. Es él, pero no lo
es. Sin proponérselo da algunos pasos. De inmediato, encuentra placer al
moverse de un modo tan nuevo. Se pone a prueba. Domina, sin obstáculos, su
nueva condición de bípedo. Experimenta y se emociona. Peripatético, pasa y
repasa las estrechas sendas de la cueva. Abrupto se detiene ante la imagen que
le muestra la serie de espejos fragmentados. Mira más. Absorto descubre que es
uno de ellos. Uno más de los que ritúan en el bullicio. Uno de los que se
llevaron a ella. Otro más de los que invaden su camino. El suyo, el de ir y
venir desde y hasta, no sé dónde. El que le ha regalado todo lo que es y lo que
tiene. Es uno de ellos y está desnudo. Siente frío. Es también esa otra
experiencia nueva. Se intensifica hasta el tremor. Entiende, entonces, por qué
los humanos cubren sus cuerpos pelados.
Se viste con los pantalones de
un calentador. No es suficiente. Un saco de un traje. Busca entre los zapatos, con
los que crea mucho desorden. Finalmente, se pone zapatos desiguales. Con mucho
cuidado reubica lo que ha movido. Constata que haya quedado todo en su lugar.
Se agazapa buscando calor y se duerme por un rato. Ha soñado en ella. Se
despierta calmo con la confirmación de que nada en el mundo, en su mundo, es
más bello que esa mujer de aromas excitantes. Nunca vio nada como esos ojos que
lo reflejaron junto con la luna. Toma, sin reflexión alguna, la decisión de ir
en busca de ella. Se dirige al terraplén. Hace lo de siempre. Mira de lado y
lado de la vía para constatar que no hay automóviles. Emprende el camino en
dirección de la luz nocturnal. La luna lo acompaña. Boris la aúlla.
Qué agitado es desplazarse con
tan sólo un par dos extremidades. Se entera de que el camino no avanza. Cree
estar corriendo en el mismo lugar por mucho tiempo. Hace conciencia del novel
cansancio. Liado en su extenuación, le sorprende un auto de fanales y de claxon
histéricos, que lo lanza hacia el borde del camino. Se ahoga en el espanto.
Retoma el camino de regreso a la cueva. Se recuesta despacio. El corazón vuelve
a su latido. Cómo ir hasta ella, si está tan lejos. Frente a sus ojos, se
revela seductora una bicicleta. La carga y reemprende la empresa ya iniciada.
Una silueta zigzagueante, pedalea impetuosa la calzada que multiplica los
carriles a su paso. Cada vez hay más claror. Encuentra cientos de lunas que lo
esperan abriéndole paso. Boris aúlla a todas las lunas.
Varios destemplados claxonazos
le han obligado a tomar el borde que marcan las luminarias. Se siente, más de
una vez, observado por ellos que, tras los cristales de los coches,
descuartizan ojos y mandíbulas al unísono. Su pedalear es ya derecho. Goza ya
de la brisa, del desplazarse veloz y de sus aullidos desaforados.
Tras unos distraídos minutos
en su desplazamiento unidireccional, se encuentra obstaculizado por un mar de
autos que lentos van en busca de ella. Está ya por alunizar en la matriz de su
madre Diana. La aúlla con aún más insistencia. Evade el tránsito como puede. Un
semáforo en rojo no significa nada para Boris. Cruza el paso prohibido. Un auto
para a raya para evitar embestirlo. Boris cae de la bicicleta. Se arma el
sólito bullicio. Boris aúlla en defensa propia mientras se reincorpora, ante el
griterío cesa de golpe. Todo se congela. Boris es el único que se aleja en su
bicicleta. Sabe adonde ir, porque el tumulto tiene olor y sonido. Pronto se
encuentra en la zona roja, en plena Mariscal. Entre los peatones encuentra
muchas mujeres, algunas se asemejan a ella. Las observa, las aúlla inquieto. La
gente lo mira extrañada. Unos huyen, otros ríen. Boris se aproxima para
olfatear a las desconocidas. Una lo abofetean, otra grita y huye, otra más se
paraliza y luego pierde el sentido. Se aglutinan los machos en torno a Boris
que intentan agredirlo en masa. Boris se escabulle, agarra su bicicleta y huye.
Pasa despacio con su mirada
por los clientes que ocupan las mesas del bulevar. No, ninguna es ella. Allí los
humanos beben y esos sorbidos le recuerdan que desde hace rato ha hecho caso
omiso de la sed. Apoya la bicicleta en un poste cercano y se sienta en el
primer lugar que encuentra. La mesa está ocupada por dos jóvenes que conversan
amenos. Regresan extrañados a mirar a Boris, que también los mira. Se miran
entre ellos y regresan sus ojos a Boris que continúa allí inexpresivo. Se lazan
de hombros y le invitan a seguir en la mesa. Boris no hace nada. Le invade la
sed y saca su lengua lobezna que se agita deshidratada. Los chicos llaman un
mesero. Éste le pregunta a Boris qué cosa va a tomar. Boris sigue mudo. Uno de
los muchachos toma la decisión de pedir para Boris, lo mismo que beben ellos,
cerveza. Boris se bebe la cerveza en un solo gran bocado. Aúlla emocionado. Los
muchachos ríen y piden una ronda más. Boris toma la segunda cerveza del mismo
modo en que dio por terminada la primera. Aúlla más frenético Los compañeros de
mesa optan por pagar lo consumido por todos y con un golpecillo amigable en la
espalda se despiden de Boris que sigue aullando para hacerse servir más
cervezas, frente a la mirada atónita de los clientes del bar. Bajo los efectos
del alcohol, Boris aúlla desenfrenado. Se acerca el mesero y le pasa la cuenta.
Boris no se entera de nada. El mesero insiste en el pago y en que se salga del
bar. Boris no entiende. Se acalora el mesero y le mete la mano en los
bolsillos, de uno de ellos saca un buen fajo de billetes. De inmediato una
mujer, que ha estado sola en una mesa contigua interviene. Arrancha el dinero
de las manos del mesero. Lee la cuenta y la paga, con una arenga al mesero. El
resto del fajo lo mete al bolsillo del que salió. Toma a Boris de la mano y se
lo lleva gentil consigo.
Caminan los tres en silencio.
La mujer, Boris y la bicicleta. Pasean como lo hace quien está en agradable
compañía. Ésta no huele como ella, pero huele bien.
Llegan hasta un bar. La mujer
pide al portero que se haga cargo de la bicicleta. En la barra beben un par de
tragos más fuertes. Boris aúlla entusiasmado con la música. Se van de allí
contentos. Ella vuelve a pagar lo justo por lo que han consumido y el dinero
retoma su lugar.
Es noche de bares y de copas.
Se ha devorado dos pollos sin dejar en el plato el más mínimo desperdicio. En
una salsoteca bailan sin límites. Boris es feliz entre los efectos de la
iluminación y de la percusión tropical. Ha olvidado para lo que ha venido. El
nivel alcohólico aumenta en su sangre inexperta de toxicidades.
Le queda algo de conciencia
cuando la ex desconocida paga por adelantado en el mostrador de un hotel, el
precio de una habitación no muy bien reputada. El conserje se hace cargo de la
bicicleta y suben un par de pisos por escaleras vetustas de olvidado señorío.
Boris va sumiso de su mano. Entran en la habitación, cuyo barroco entusiasma a
Boris que empieza a recorrerla peripatético, irrefrenable.
En medio de la intensidad del
rojo en tono burdel clásico, aparece sobre la gran cama, otro color que rompe
con todo. El color de la carne viva. Es el cuerpo desprovisto de pelo, desnudo,
que impúdica y de pie le muestra la ex desconocida. Boris, con toda naturalidad
salta hasta quedar junto a ella, que para no caer se agarra de él quedando en
un abrazo. Boris aúlla. Ella le tapa la boca con la mano y luego con beso.
Boris cae de rodillas extraviado ante lo que ha sentido. Vuelve a intentar
aullar, pero él mismo se contiene tapándose la boca ante el descenso sutil que
hace ella para quedar también de rodillas frente a él, muy cerca de él. Se
miran a los ojos. Boris se refleja en ella y se pierde en ella.
Aullidos se escucharon hasta
algunas cuadras a la redonda del hotel donde sólo una desconocida, un lobo
hombre y las cuatro paredes rojas de una profusa habitación, saben aquello que
sucedió. Lo que se sabe es que la luna, después de mucho tiempo, se abrió paso
entre luminarias, letreros, alógenos, torres fosforescentes y entre las
encapotadas nubes; y brilló con descarada impudicia.
Morfeo los acurrucó delicado,
cuando cesaron los golpes en la puerta y el ir y venir de advertencias y ruegos
de los empleados, y de los improperios de los huéspedes del hotel.
Boris conoce bien el tiempo,
pero por primera vez, cuando despierta se encuentra con su reloj interior
averiado. Está sediento. Mira el lugar y recuerda casi todo. Recuerda lo más
importante y se regresa para mirar el lugar vacío que ha dejado la desconocida.
No sabe qué pensar ni qué hacer. Toca alguien a la puerta. Escucha un grito que
lo conmina a ponerse de pie. Trata de abrir la puerta. Forcejea torpe y
tembloroso el manubrio. Abre desnudo. Llegan hasta la habitación otros
empleados del hotel, que lo obligan a vestirse entre aullidos temerosos. Lo
bajan a empujones y lo lanzan a la calle junto con su bicicleta.
Son horas ya vespertinas y
siente hambre y sed. Busca su dinero y no lo encuentra. La desconocida ha
cobrado bien por brindarle una noche irrepetible. No sabe qué hacer da vueltas
por el mismo bulevar que tiene otras formas bajo el sol hiriente. Él vuelve a
sentarse donde lo hizo la noche anterior. El mesero, también el mismo de la
noche anterior, después de dirigirle algunas palabras seudo comedidas, lo
levanta de un brazo e intenta sacarlo a empujones. Boris le responde con los
sonidos ferocidad y de un zarpazo lo tumba malherido. Todos los comensales se
para. Llegan los otros,
los que visten igual que el yace ensangrentado en el piso.
Instintivamente lame la sangre de su presa, contra la que arremete intentando
sacarle un mordisco de carne. Pero no puede. Sus dientes ya no cumplen la
función de hacer retazos la carne del que ha sucumbido. Se siente amenazado.
Huye despavorido. Monta en su bicicleta y desparece dejando atrás a sus
cazadores.
Retoma el camino por donde
vino. Está muy torpe y asustado. Con una fatiga sin precedentes, hambriento,
sediento y vencido, llega a la cueva en la que se refugia abatido. Aún le queda
en la boca el sabor a veneno de la humanidad del que ha mordido. Se saca de
entre los dientes hilos y pedacillos de carne que escupe asqueado.
En quietud ha vuelto la noche
y con ella la luna. Sale para aullarla, pero se le atora el aullido en la
garganta que ha comenzado a cambiar con una potencia ya conocida. Mira como sus
brazos se van llenando de pelo. Corre a la cueva donde pierde el sentido.
Al despertar se mira de
inmediato. Ve que es él de nuevo, Boris, el lobo de siempre. Despacio se dirige
hacia sus espejos fragmentados. Comprueba que es verdad, que es él de nuevo.
Sale en carrera de la cueva y lo lejos se escucha el cacareo desesperado de un
gran gallinero.
Pasan días y noches. Boris
escucha los frenazos y los impactos de los accidentes de siempre. Los mira solo
desde lo alto pero ya no se acerca. Ya los objetos perdieron su importancia. Su
colección y todo lo que suceda allá afuera le da lo mismo. Pero una noches
escucha a un auto detenerse y, a paso seguido, el motor que se apaga. No puede
evitar acercarse. Corre y mira desde lo alto, como ella desciende del auto y
recorre el territorio donde todo ha ocurrido. Boris baja del terraplén hasta el
límite de la calzada. Se planta frente a ella y la mira. Ella lo descubre y lo
ve con el amor con que sólo esos ojos expresan. Ella lo recuerda y lo llama.
Boris está por acercase, pero entre ella y él se interpone un coche que
incendiado de velocidad y de luces, les roba el aliento. Boris la mira una vez
más y regresa a toda prisa al terraplén donde lanza un aullido. Ella se marcha
y se pierde al final del pavimento en tanto Boris danza para la luna.