Martha Ormaza / El lobo hombre en Quito



Por sobre el terraplén de la curva más sinuosa de la vía a La Merced hay una cueva desconocida para todos. La habita Boris. Boris es un lobo metódico. Se ha forjado un espacio habitacional insólito. Acompañan su soledad, las bazofias que provocan los accidentes de tránsito, que casi a diario, ocurren como fruto de un error de cálculo en el diseño del peralte del “festón de la muerte”.
El atiborramiento deja asfixia en el espacio empachado de: Llantas, espejos retrovisores, asientos tanto traseros como delanteros, luces direccionales, faros, alógenos, triángulos, linternas , latas, tuercas, tornillos, alambres, todo tipo de piezas automotrices, maletas, ropa de distintos estilos para todos los sexos y para todas las edades, afeitadoras, cascos, kits de higiene, de primeros auxilios, maquillajes, herramientas, teléfonos celulares, extintores, radios, cassettes, CDs, equipos de montaña, bicicletas, botes, joyas, plata, libros, revistas, juguetes y n cosas más que, serían de interminable enumeración. Boris es un coleccionista incurable.
Cada vez que escucha un frenazo, la excitante fricción instantánea de los neumáticos que desesperados pretenden asirse al pavimento, y el posterior previsible y estruendoso “crash” le petrifica en una orgásmica descarga de adrenalina. Todo su ser entra en un estado de alerta. Ensordece, el mundo hace silencio. El fragor de su sangre que danza al ritmo frenético de su corazón bajo su piel erizada, es el único universo perceptible. Con la lentitud de los siglos, vuelve en sí y retoma torpe el movimiento. Avanza etéreo hacia el borde de la carretera. Las pupilas dilatadas sorben el éxtasis del reguero de los dones que el destino le regala. Respira y mira bien la escena. ¿Hay sobrevivientes o no? Permanece en asecho pendiente del más mínimo movimiento, del más inaudible de los sonidos. Mira, escucha. Espera en inquieta paciencia. El tiempo se congela. No hay vestigios de vida. La muerte corre libre en el viento. Mira en las dos direcciones del camino, se asegura de que él, es el amo de la inmensidad. Se aproxima cauteloso al borde del pavimento. Su hocico apunta a sus tesoros, su cola, marca derecho el sendero de retorno a su guarida. Arranca desaforado en la carrera hacia los territorios de la muerte. Ha llegado con las fauces abiertas para asirse feroz de lo primero que encuentra; pero se detiene una vez más. Aguza sus orejas puntiagudas que, a modo de radares, cada una gira en dirección contraria e independiente de la otra. No vienen carros. No hay lamentos. Un zarpazo sobre el objeto más próximo. Descuartiza descomunal su hocico. Clava los caninos de predador ancestral. Aprisiona feroz su nueva pieza del botín. La arrastra con la fuerza de la rabia. No se entera de la alternada tensión y distensión de sus extremidades, en las que se apalanca para arrastrar cuesta arriba aquello que ha tomado. No importa cuánto pese, los músculos del cuello hinchados de poder resisten. Babea. Jadea. El corazón le va explotar. Nada importa. Sólo llegar de vuelta a la cueva. Deposita allí dentro la invalorable carga. Sin ningún alivio, emprende la carrera hasta el límite del terraplén, donde se frena de golpe, para comenzar de nuevo.
Su ambiciosa proeza puede durar horas, minutos, no sabe cuánto. Se aproxima un auto y Boris se vuelve incorpóreo, invisible, ha desaparecido. Debe esperar a que termine el gran caos de luces, sirenas, voces, gritos, quejas. En aliento etéreo aguarda que termine el irritante bullicio con el que suelen rituar los humanos. Los conoce. Ellos deben comprimir el tiempo desaforado. Sin anuncio, regresa la ausencia. Un aroma a sangre aún caliente, despierta en su bajo vientre, todos los fantasmas del instinto que, yacían somnolientos en el limbo de sus vísceras. Se reempodera del espacio. Da una vuelta sobre el legado de la noche que ha desposado el destino. Ahora sí, puede embeberse en lo que es suyo. Se regodea en la ambición, en el sabor de la codicia. Sin más, arremete. Un lobo de monte, desconoce el cansancio. Su obra concluida: el indescriptible paisaje que forma la suma de objetos que reposan en el lugar donde siempre debieron estar. Ah, la contemplación. El sagrado y prolongado placer de saberlos suyos, tan sólo suyos. Cede ante el rebelde peso de sus párpados. Duerme. Sueña sueños antiguos en lugares confusos, olvidados. Boris se despierta, congestionado de emociones, a la conciencia de que está solo, absolutamente solo. Sabe bien, que no existen más lobos en kilómetros a la redonda. Cómo fue a parar cerca de La Merced, no lo sabe, no lo recuerda. Ha vivido desde siempre ahí, aunque escarbe profundamente en su memoria, no hay nada más que las paredes oscuras de la cueva. Antes de la cueva, el vacío.
La supervivencia, hecha de asaltos a las fincas circundantes, le enseñó a correr a mayor velocidad que la del tiempo. Las variedades del menú: roedores, algún escaso animalito salvaje y aves de rapiña, de las que puede disfrutar, también, cada vez menos. Desconocía su aspecto, hasta que se reflejó en un retrovisor. Se miró intenso, una vez superado el primer impacto. Lo más parecido que había visto, era un perro; pero sabe que no es un perro. Menos mal no lo es. Los perros le resultan antipáticos, los encuentra degradados. Lo que tienen en común, son los aullidos a la luna; aunque tampoco, no lo hacen de la misma forma. Optó por declararse un ser especial, único; tan especial, como cada uno de los “objetos únicos” de su colección.
Podría parecer una vida monótona la de Boris, pero no, es todo lo contrario, la pasión del coleccionista no deja espacio al aburrimiento. Su existencia está hecha de la suma de momentos irrepetibles para alcanzar sus objetos irrepetibles. Los objetos y los momentos lo llenan todo.
Los fines de semana traen mayores posibilidades de cosecha. Boris espía, analiza. Por excepción, los conductores, en días laborables, manejan vehementes con esa expresión de ausentes. Entre semana ellos, tienden a reír menos y a acertar más. Para eso, fruncen el ceño. Obviamente, está por acaecer el hecho incidental debe cambiar el decurso de la vida de Boris, si no, no habría historia.
Se produjo un accidente más. Éste, en medio de la semana, es decir, con menos tráfico y por ende con menos interrupciones. Si no hay intrusos, usualmente, no hay sirenas ni luces y todo ese bullicio, hasta después de un buen rato. La cosecha es más serena. Era un accidente ideal. Un solo fortísimo “crash”, y luego, el silencio. Como ya se sabe, vino lo de rigor: la adrenalina, la sordera y la sensación de volar incorpóreo hasta el objetivo. Pero, una vez allí, cuando los caninos ya se habían incrustado en una preciosa y lanuda manta a cuadros, Boris escucha un sutil quejido, un lamento casi inaudible. Luego, más silencio. Sabe que no inventó nada. Y aún, el silencio. Muerde de nuevo la manta. Intenta llevársela, pero no puede. Está atorada. A arranchones, será suya. Brama su ansia. Detrás de su bramido, se deja escuchar, otra vez, ese espeluznante gemido. Suelta la manta. Quiere escapar atendiendo a su instinto, pero no puede. Algo feroz, un algo mucho más fuerte que él, lo atrae hacia ella.
Ella está allí, al final de la manta. Respira un vaho efímero. Tiene el cuerpo muy quieto y los ojos perdidos en Boris. Se miran sin gesto. El, sin remedio, se aproxima dócil. La olfatea de cerca, muy cerca. Oye, en el pecho de la niña, un latir lerdo, vencido. Se detiene en el cuello. Advierte el fluir hipnótico de la sangre que vierte generoso un enorme tajo. En la sangre, se refleja la luna que se ha desenmascarado entre las nubes, sin previo aviso. El lobo y la luna se espejan embriagados en el plasma de ardientes carmines. Vuelve a ella, a sus ojos húmedos, y allá adentro, también están él y la luna. Se desbordan taciturnos. Boris se embelesa en las ignotas lágrimas. No se pueden malgastar. Bebe de sus sales amables. Bebe del sudor que expele el dolor. En cuanto más bebe, más sed le atormenta. No se apaga su flagelo. Busca más allá, más abajo. Y reencuentra la yugular en los estertores de un petirrojo agonizante. Boris lame, desde su vientre, el carmesí tórrido de su deseo perdido. Ah, placer, placer presentido. Pero no quiere dañar a quien se inmolado para su extasío. Reprime el mordisco, agarrota los colmillos advertidos de laceración, en tanto, ese elixir ajeno ocupa ya todos los rincones de su ser. En sí, la alquimia de los siglos. Fusión de genes arcaicos. Boris aúlla a la luna totalmente perdido. Boris se ha perdido.
Despierta a la realidad con el fogonazo de un tiro esquivo. Ya estaban allí las luces, las gentes, las sirenas y la confusión del griterío. Un disparo más, lo entera de que él es la presa. Boris corre, como nunca había corrido. Corre hasta confundirse con la maleza que la luna maléfica deja entrever. Quiere correr sin fin y sin rumbo. El imperativo de saber qué será de ella, lo detiene. Se ubica en lo alto y a resguardo, mira. Se la llevan. Ella, lo que más ha querido, se va en una fría, blanca y escandalosa ambulancia en dirección de ese sitio, ése, de donde vienen todos, y a donde todos van, por este camino, el de Boris.
Nunca le intereso conocer dónde termina su camino. No quiso saber, jamás, qué hay más allá. Ni siquiera se lo preguntó. Ese cielo nocturno encapotado y enceguecido de las luces de las que escapa la luna, no lo atrajo. Hoy lo mira entre interrogantes, nostálgico. Reclama para sí, a ella. Y ella, está fuera de su colección. Nada huele a ella. Nada sabe como ella. Nada late.
Se anuncia el sol y es hora de ampararse. Han pasado horas intensas. Boris se allana al letargo. Duerme con ella clavada muy adentro. Un tremor interno lo despierta. Crece hasta volverse una convulsión que no termina. Boris impotente, amedrentado, siente que su cuerpo crece en descontrol. Se expanden sus extremidades, al ritmo que se le reduce su hocico. Son los huesos que crecen sonoros a la par de su carne. Las vértebras truenan dentro, al son en que se multiplican y reubican. La osamenta de su cabeza, hace un “crash” mucho más fuerte y próximo que el de los choques. El “crash”, es él, está dentro de él. Antes de perder el sentido, observa, como puede, el cisma de su descomunal cuerpo. Hay piel, entre sus ingentes pelos, que caen por mechones. Black out.
El frío. El nunca antes sentido frío, le repatría el juicio. Brusca desnudez que requiere cobijo. Se enrosca en defensa de los tiritares violetas. Se pone en cuatro para buscar abrigo. Va a por una manta. Al dar el sólito zarpazo para asirla, mira incrédulo sus dedos, la mano que se abre y toma hábil lo deseado. Se envuelve en la manta en una gran apertura de brazos, ya en cuclillas. Así, busca el calor y reposa. Repuesto, en algo, de la algidez inexperta, tiene la necesidad de pararse. No sabe lo que quiere, sola, se impone la condición de eréctil. Esta ya enhiesto sin dificultades. Mira lejano el piso de la cueva y opresivo el techo, por demás cercano.
Qué le ha sucedido, comienza a preguntase. Se observa. No se reconoce. Es todo tan extraño. Es él, pero no lo es. Sin proponérselo da algunos pasos. De inmediato, encuentra placer al moverse de un modo tan nuevo. Se pone a prueba. Domina, sin obstáculos, su nueva condición de bípedo. Experimenta y se emociona. Peripatético, pasa y repasa las estrechas sendas de la cueva. Abrupto se detiene ante la imagen que le muestra la serie de espejos fragmentados. Mira más. Absorto descubre que es uno de ellos. Uno más de los que ritúan en el bullicio. Uno de los que se llevaron a ella. Otro más de los que invaden su camino. El suyo, el de ir y venir desde y hasta, no sé dónde. El que le ha regalado todo lo que es y lo que tiene. Es uno de ellos y está desnudo. Siente frío. Es también esa otra experiencia nueva. Se intensifica hasta el tremor. Entiende, entonces, por qué los humanos cubren sus cuerpos pelados.
Se viste con los pantalones de un calentador. No es suficiente. Un saco de un traje. Busca entre los zapatos, con los que crea mucho desorden. Finalmente, se pone zapatos desiguales. Con mucho cuidado reubica lo que ha movido. Constata que haya quedado todo en su lugar. Se agazapa buscando calor y se duerme por un rato. Ha soñado en ella. Se despierta calmo con la confirmación de que nada en el mundo, en su mundo, es más bello que esa mujer de aromas excitantes. Nunca vio nada como esos ojos que lo reflejaron junto con la luna. Toma, sin reflexión alguna, la decisión de ir en busca de ella. Se dirige al terraplén. Hace lo de siempre. Mira de lado y lado de la vía para constatar que no hay automóviles. Emprende el camino en dirección de la luz nocturnal. La luna lo acompaña. Boris la aúlla.
Qué agitado es desplazarse con tan sólo un par dos extremidades. Se entera de que el camino no avanza. Cree estar corriendo en el mismo lugar por mucho tiempo. Hace conciencia del novel cansancio. Liado en su extenuación, le sorprende un auto de fanales y de claxon histéricos, que lo lanza hacia el borde del camino. Se ahoga en el espanto. Retoma el camino de regreso a la cueva. Se recuesta despacio. El corazón vuelve a su latido. Cómo ir hasta ella, si está tan lejos. Frente a sus ojos, se revela seductora una bicicleta. La carga y reemprende la empresa ya iniciada. Una silueta zigzagueante, pedalea impetuosa la calzada que multiplica los carriles a su paso. Cada vez hay más claror. Encuentra cientos de lunas que lo esperan abriéndole paso. Boris aúlla a todas las lunas.
Varios destemplados claxonazos le han obligado a tomar el borde que marcan las luminarias. Se siente, más de una vez, observado por ellos que, tras los cristales de los coches, descuartizan ojos y mandíbulas al unísono. Su pedalear es ya derecho. Goza ya de la brisa, del desplazarse veloz y de sus aullidos desaforados.
Tras unos distraídos minutos en su desplazamiento unidireccional, se encuentra obstaculizado por un mar de autos que lentos van en busca de ella. Está ya por alunizar en la matriz de su madre Diana. La aúlla con aún más insistencia. Evade el tránsito como puede. Un semáforo en rojo no significa nada para Boris. Cruza el paso prohibido. Un auto para a raya para evitar embestirlo. Boris cae de la bicicleta. Se arma el sólito bullicio. Boris aúlla en defensa propia mientras se reincorpora, ante el griterío cesa de golpe. Todo se congela. Boris es el único que se aleja en su bicicleta. Sabe adonde ir, porque el tumulto tiene olor y sonido. Pronto se encuentra en la zona roja, en plena Mariscal. Entre los peatones encuentra muchas mujeres, algunas se asemejan a ella. Las observa, las aúlla inquieto. La gente lo mira extrañada. Unos huyen, otros ríen. Boris se aproxima para olfatear a las desconocidas. Una lo abofetean, otra grita y huye, otra más se paraliza y luego pierde el sentido. Se aglutinan los machos en torno a Boris que intentan agredirlo en masa. Boris se escabulle, agarra su bicicleta y huye.
Pasa despacio con su mirada por los clientes que ocupan las mesas del bulevar. No, ninguna es ella. Allí los humanos beben y esos sorbidos le recuerdan que desde hace rato ha hecho caso omiso de la sed. Apoya la bicicleta en un poste cercano y se sienta en el primer lugar que encuentra. La mesa está ocupada por dos jóvenes que conversan amenos. Regresan extrañados a mirar a Boris, que también los mira. Se miran entre ellos y regresan sus ojos a Boris que continúa allí inexpresivo. Se lazan de hombros y le invitan a seguir en la mesa. Boris no hace nada. Le invade la sed y saca su lengua lobezna que se agita deshidratada. Los chicos llaman un mesero. Éste le pregunta a Boris qué cosa va a tomar. Boris sigue mudo. Uno de los muchachos toma la decisión de pedir para Boris, lo mismo que beben ellos, cerveza. Boris se bebe la cerveza en un solo gran bocado. Aúlla emocionado. Los muchachos ríen y piden una ronda más. Boris toma la segunda cerveza del mismo modo en que dio por terminada la primera. Aúlla más frenético Los compañeros de mesa optan por pagar lo consumido por todos y con un golpecillo amigable en la espalda se despiden de Boris que sigue aullando para hacerse servir más cervezas, frente a la mirada atónita de los clientes del bar. Bajo los efectos del alcohol, Boris aúlla desenfrenado. Se acerca el mesero y le pasa la cuenta. Boris no se entera de nada. El mesero insiste en el pago y en que se salga del bar. Boris no entiende. Se acalora el mesero y le mete la mano en los bolsillos, de uno de ellos saca un buen fajo de billetes. De inmediato una mujer, que ha estado sola en una mesa contigua interviene. Arrancha el dinero de las manos del mesero. Lee la cuenta y la paga, con una arenga al mesero. El resto del fajo lo mete al bolsillo del que salió. Toma a Boris de la mano y se lo lleva gentil consigo.
Caminan los tres en silencio. La mujer, Boris y la bicicleta. Pasean como lo hace quien está en agradable compañía. Ésta no huele como ella, pero huele bien.
Llegan hasta un bar. La mujer pide al portero que se haga cargo de la bicicleta. En la barra beben un par de tragos más fuertes. Boris aúlla entusiasmado con la música. Se van de allí contentos. Ella vuelve a pagar lo justo por lo que han consumido y el dinero retoma su lugar.
Es noche de bares y de copas. Se ha devorado dos pollos sin dejar en el plato el más mínimo desperdicio. En una salsoteca bailan sin límites. Boris es feliz entre los efectos de la iluminación y de la percusión tropical. Ha olvidado para lo que ha venido. El nivel alcohólico aumenta en su sangre inexperta de toxicidades.
Le queda algo de conciencia cuando la ex desconocida paga por adelantado en el mostrador de un hotel, el precio de una habitación no muy bien reputada. El conserje se hace cargo de la bicicleta y suben un par de pisos por escaleras vetustas de olvidado señorío. Boris va sumiso de su mano. Entran en la habitación, cuyo barroco entusiasma a Boris que empieza a recorrerla peripatético, irrefrenable.
En medio de la intensidad del rojo en tono burdel clásico, aparece sobre la gran cama, otro color que rompe con todo. El color de la carne viva. Es el cuerpo desprovisto de pelo, desnudo, que impúdica y de pie le muestra la ex desconocida. Boris, con toda naturalidad salta hasta quedar junto a ella, que para no caer se agarra de él quedando en un abrazo. Boris aúlla. Ella le tapa la boca con la mano y luego con beso. Boris cae de rodillas extraviado ante lo que ha sentido. Vuelve a intentar aullar, pero él mismo se contiene tapándose la boca ante el descenso sutil que hace ella para quedar también de rodillas frente a él, muy cerca de él. Se miran a los ojos. Boris se refleja en ella y se pierde en ella.
Aullidos se escucharon hasta algunas cuadras a la redonda del hotel donde sólo una desconocida, un lobo hombre y las cuatro paredes rojas de una profusa habitación, saben aquello que sucedió. Lo que se sabe es que la luna, después de mucho tiempo, se abrió paso entre luminarias, letreros, alógenos, torres fosforescentes y entre las encapotadas nubes; y brilló con descarada impudicia.
Morfeo los acurrucó delicado, cuando cesaron los golpes en la puerta y el ir y venir de advertencias y ruegos de los empleados, y de los improperios de los huéspedes del hotel.
Boris conoce bien el tiempo, pero por primera vez, cuando despierta se encuentra con su reloj interior averiado. Está sediento. Mira el lugar y recuerda casi todo. Recuerda lo más importante y se regresa para mirar el lugar vacío que ha dejado la desconocida. No sabe qué pensar ni qué hacer. Toca alguien a la puerta. Escucha un grito que lo conmina a ponerse de pie. Trata de abrir la puerta. Forcejea torpe y tembloroso el manubrio. Abre desnudo. Llegan hasta la habitación otros empleados del hotel, que lo obligan a vestirse entre aullidos temerosos. Lo bajan a empujones y lo lanzan a la calle junto con su bicicleta.
Son horas ya vespertinas y siente hambre y sed. Busca su dinero y no lo encuentra. La desconocida ha cobrado bien por brindarle una noche irrepetible. No sabe qué hacer da vueltas por el mismo bulevar que tiene otras formas bajo el sol hiriente. Él vuelve a sentarse donde lo hizo la noche anterior. El mesero, también el mismo de la noche anterior, después de dirigirle algunas palabras seudo comedidas, lo levanta de un brazo e intenta sacarlo a empujones. Boris le responde con los sonidos ferocidad y de un zarpazo lo tumba malherido. Todos los comensales se para. Llegan los otros,

los que visten igual que el yace ensangrentado en el piso. Instintivamente lame la sangre de su presa, contra la que arremete intentando sacarle un mordisco de carne. Pero no puede. Sus dientes ya no cumplen la función de hacer retazos la carne del que ha sucumbido. Se siente amenazado. Huye despavorido. Monta en su bicicleta y desparece dejando atrás a sus cazadores.
Retoma el camino por donde vino. Está muy torpe y asustado. Con una fatiga sin precedentes, hambriento, sediento y vencido, llega a la cueva en la que se refugia abatido. Aún le queda en la boca el sabor a veneno de la humanidad del que ha mordido. Se saca de entre los dientes hilos y pedacillos de carne que escupe asqueado.
En quietud ha vuelto la noche y con ella la luna. Sale para aullarla, pero se le atora el aullido en la garganta que ha comenzado a cambiar con una potencia ya conocida. Mira como sus brazos se van llenando de pelo. Corre a la cueva donde pierde el sentido.
Al despertar se mira de inmediato. Ve que es él de nuevo, Boris, el lobo de siempre. Despacio se dirige hacia sus espejos fragmentados. Comprueba que es verdad, que es él de nuevo. Sale en carrera de la cueva y lo lejos se escucha el cacareo desesperado de un gran gallinero.
Pasan días y noches. Boris escucha los frenazos y los impactos de los accidentes de siempre. Los mira solo desde lo alto pero ya no se acerca. Ya los objetos perdieron su importancia. Su colección y todo lo que suceda allá afuera le da lo mismo. Pero una noches escucha a un auto detenerse y, a paso seguido, el motor que se apaga. No puede evitar acercarse. Corre y mira desde lo alto, como ella desciende del auto y recorre el territorio donde todo ha ocurrido. Boris baja del terraplén hasta el límite de la calzada. Se planta frente a ella y la mira. Ella lo descubre y lo ve con el amor con que sólo esos ojos expresan. Ella lo recuerda y lo llama. Boris está por acercase, pero entre ella y él se interpone un coche que incendiado de velocidad y de luces, les roba el aliento. Boris la mira una vez más y regresa a toda prisa al terraplén donde lanza un aullido. Ella se marcha y se pierde al final del pavimento en tanto Boris danza para la luna.




María Elena Hurtado / Epístola final



¡Tantos aeropuertos sin correo, tanto tiempo sin volar! Sin embargo siempre disfrutando de los minutos en que podemos vernos y charlar, comer, salir corriendo y de nuevo el más allá...

Te escribo hoy, desde ese lugar que voy reconociendo como el nido: desde mi mirada y el silencio, desde el precipicio de mis lágrimas, desde un horizonte negro, y cómo vuela la vida, cómo huyen las manijas pisando nuestras huellas!. Me ocupa el corazón, la cárcel de mis besos y que poco a poco voy sintiendo el umbral de los “no sueños”.

Qué triste dirás que soy o que estoy y yo te contestaré… que lo suficiente. No logro entender con mi alma tantas pérdidas, tan variadas y profusas, tan sin tregua cada una, no llego a comprender la última y ya se acerca otra! y es que simplemente ya no puedo asir en mi corazón a mis afectos y se marchan de él a toda carrera y sin mirar atrás, sin darse cuenta me dejan y abandonan sin saber que es a mí a quien arrojan al camino, a los pies de la tiniebla súbita y feroz.

Solo puedo ya contener la levedad del aire, el que puedo respirar acompañado de este inmenso desamor, desnuda como una cebolla voy perdiendo mis vestidos y veo con pena enorme como el corazón se me ha partido y me miro desde adentro con los ojos del dolor.

Te pintaré una tarde bella y te la mandaré por el río, para que sentada en cualquier patio reconozcas que es mi nave. Lameré las heridas que me he hecho y espero sanar para salir de este silencio, pisar el sol y entregarme al viento.


Todo amor, toda flor y toda herida, se lleva en esta vida sobre el pecho, como condecoración por tanto muerto, pétalos abandonados de flores impares y redondas, ríos invisibles de lágrimas heladas, que solo nos permiten saborear los dulces granos de las arenas amargas, ve ligera y besa el mar, ese el del Sur que tanto amo. 

Manuel Jiménez Carrera / Una batalla en las alturas



Por fin se acerca la hora cero del viaje a Guatemala, y a medida que el reloj me acerca al 737 de Copa, me voy pareciendo cada vez menos al viajero liviano y casual que había decidido ser, porque una gripe común me ha pegado de lleno y me ha convertido en un collage de mocos, congestión y melancolía. Con la poca dignidad que me queda enfilo, hacia el asiento 21 D, con la esperanza de que la emoción del viaje y la distancia me curen el catarro. En la sala de pre embarque del aeropuerto, todos lucen cosmopolitas y jet setter que se pueda. Uno blande orgulloso su enorme smartphone, otro mece sus zapatos blancos y afilados (hey pá, fuiste pachuco) y un tercero —casi un pigmeo— grita en el móvil para que todos nos enteremos que acaba de ganarse setecientos mil mugrosos dólares, mientras profiere estúpidos consejos políticos para que su interlocutor se los transmita "al pendejo de Ismael". De modo que voy internándome en la jungla tropical, sin tan siquiera abandonar el aeropuerto.
El 21 D, es el asiento intermedio en el lado izquierdo del avión. A mi derecha una brasilera pasada de kilos y reflectivamente blanca y solterona, grita algo en portugués a sus padres que han ocupado la fila delantera del lado opuesto. Noto que abre la boca exageradamente al hablar, y pienso que sus padres con gusto donarían su patrimonio como dote, al ministerio "Pare de sufrir" para que la poco agraciada y ruidosa hija, efectivamente, pare de sufrir en brazos de algún mulato cualquiera. El paisaje de la izquierda no es más alentador. A mi lado va sentado el "Elder" Rivera, zapatos negros, traje azul, 40% de poliéster, camisa blanca, corbata azul y el estigma acrílico negro con letras grabadas en dorado, que revela que mi vecino es miembro activo de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. No solo miembro activo sino Elder. Si, Elder. Anciano. El anciano, que no pasa de los 21, y a juzgar por su delgada pero elástica y nada arrugada ancianidad —calculo rápidamente— debe alcanzar los 1.75 sobre el impecable y casi policial corte de pelo. Miro a la derecha, como suplicando auxilio y me encuentro con la brasilera, volteo desesperado a la izquierda y recibo la mirada condescendiente del "Elder" que me absuelve, seguro de su superioridad moral sobre hasta que mira casi con horror el aro de plata en mi pecaminosa oreja izquierda. Entonces, presa de nervios y flujo nasal, saco un pañuelo y mi teléfono para olvidarme de ellos. Oteo con las comisuras de los ojos —o con el rabillo de la boca, no lo recuerdo— a ambos engendros, convertidos tempranamente en el enemigo a vencer, durante las tres horas que durará el vuelo... Cargado ya, con un poco de seguridad electrónica en mi palma, empiezo a reenviar con frenesí los e-mails que Diego, mi inmediato superior en la jerarquía de la junta de padres de familia del 1o. A, me ha reenviado diligente para tenerme al tanto de las cobranzas de cuotas, de las camisetas para la kermesse, y la decisión unánime de todas las madres, de elegir a Tinkerbell, como imagen icónica en nuestros orgullosos pechos paternales. Mis dedos se desplazan con soltura por las teclas y voy recuperando poco a poco la seguridad personal. Triunfo en mi batalla sobre la desesperanza al constatar que he reenviado 12 e mails en menos de cuatro minutos, y que la inspección de la sobrecargo me encuentra apoltronado, con el cinturón sujeto, el respaldo vertical y el equipo electrónico apagado y en el bolsillo. "Elder", quien no se ha enterado que libramos una guerra ideológica por el control de la fila 21, sufre las primeras bajas. En su beatífica certeza de hijo del Señor y heredero de una parcela en la Salt Lake City de la eternidad, ha omitido presionar el botón que endereza la inclinación moralmente condenable, del respaldo de su asiento sin decolar. La sobrecargo se lo hace notar y yo, sin dejar de mirar al frente, como corresponde a alguien con mi respetable millaje, muestro una sonrisa digna de Jack Nicholson en el clímax de "The Shining".
Pero una batalla no es la guerra, ni una golondrina hace verano, y mi triste marcador contra las fuerzas del Señor empieza a tambalearse por un acontecimiento no esperado. Mi gripe, desbocada por culpa del aire acondicionado, me ha arrancado del alma un estornudo brutal y explosivo que sobresalta a los pasajeros y hace temblar la nave, apenas despegada de Quito. Lo quise reprimir, con todo mi diafragma, con todo mi corazón, lo sabe Dios. Me avergüenzo, ante la mirada de asco y terror de todo el 737. Entiendo inmediatamente que, además de generar el pánico en la fila 21, también he descendido con estrépito desde la clase media, hacia las filas de los desplazados de la Tierra. Es muy tarde para que los aterrorizados pasajeros hagan volver al 737 a pista. Soy el talibán del avión.
El amor en los tiempos del cólera, el horror en los tiempos de la cuchi gripe. Como me encuentro e-n-l-e-n-t-e-c-i-d-o- por el acetaminofén, alcanzo a ver en fracciones de segundo, las reacciones vecinas, como en la cámara lenta de The Matrix. El gordito quinceañero de adelante ha dejado de hacer chistes a su hermana adolescente y ambos contienen la respiración casi hasta ponerse casi azules con la esperanza de que el virus se haya disipado cuando ya no puedan contener el aliento. Los brasileros y hastiados padres de la rolliza regresan a verla con ojos de pánico, pensando en que mejor solterona que muerta, y empiezan a buscarle asiento en otro lado. La sobrecargo se hace de la vista gorda y avanza con firmeza pero con disimulo hacia primera clase, cerrando la cortina con un tirón que parece contener a los virus de un solo franelazo. Otros se preguntan si habré usado la mano o la parte interna y políticamente correcta del codo para contener los 120 km. por hora de promedio, con que han salido rociados mis virus y buena cantidad de alveolos de mi propiedad. Con un solo movimiento de prestidigitador, hago salir el pañuelo y me limpio la nariz, y lo guardo luego perfectamente plegado en el bolsillo de la camisa previendo lo que presiento será una moquera a discreción. Todo ello en 27 milisegundos, para pasar desapercibido. Nada mal como entrada a pits, pero todo ha sido en vano. Todos los que viajan dentro del fuselaje del Boeing ha identificado las coordenadas de la ground zero: el asiento 21D.
En una guerra, la primera víctima es la verdad. Aunque yo sé exactamente que es un catarro estacional, y que es mi tercer día de evolución, y que el flujo nasal es matemáticamente igual cada año, los demás no tienen por qué saberlo, y en tiempos de las guerras preventivas hay que adelantarse a los hechos y es mejor pensar —contradiciendo los más elementales principios del derecho histórico— que cada estornudador es culpable hasta que no se demuestre lo contrario. En acciones prácticas, cuento las bajas y observo contento que la rubicunda brasilera se ha mudado tres filas adelante y del otro lado del pasillo. Esto me pone ante un nuevo escenario en el teatro de operaciones: puedo dejar de ser el estúpido pasajero del medio, ocupar el digno y sobrio asiento del pasillo y además, puedo alejarme del "Elder" Rivera y poner tela de por medio. Me suelto el cinturón, levanto el brazo del asiento, regreso a ver a mi contrincante y en medio de una sonrisa que finjo amigable y solvente le digo:
—Ahora vamos a estar más cómodos.
Descubro que mi adversario, más que disuadirse por la brutalidad política y agnóstica de mi estornudo, ha entrado en un profundo conflicto entre la razón que lo previene de mí y la fe que lo hace compadecerme. Así que decido pasar rápidamente, del blitzkrieg mucoso, a la perversidad eficaz de las operaciones psicológicas.
El "Elder", el enemigo, ha cometido a estas alturas varios errores garrafales: se ha mostrados de cuerpo entero en su escasa experiencia viajera y ha desnudado su visión naif del mundo, al sacar su cámara antes del despegue y tomar fotos del mismo, sin entender que el uso de aparatos electrónicos como reproductores de música, cámaras digitales, teléfonos celulares, videojuegos y otros, pueden interferir en los sistemas de navegación de la aeronave. Ha mostrado, luego del episodio, su mejor expresión de amor para las criaturas hermanadas en el señor, pero su hemisferio racional ha dejado escapar una, tan solo una gota de sudor rencoroso sobre el labio superior. Veo, y gozo el espectáculo de la guerra sempiterna del Bien contra el Mal, hagan sus apuestas señores. Viene la azafata, reparte unos sánduches en pan integral que más llaman a la reflexión que al apetito. Elder pide Coca Cola, yo, mefistofélicamente solicito agua y acentúo malicioso:
—Sin–gas–por-favor.
Entonces, comprendo que en el fragor de nuestra lucha, el fiel de la balanza, se ha inclinado a mi favor. Así que decido hacerlo, en descampado, sin temor, inflamado el pecho por las mejores causas humanas —y por la gripe estacional. Volteo la vista, sonrío, beatífico yo, hijo del Creador, hermanado con el Elder, yo leproso, sanador aquel y, seguro de la benevolencia de su magisterio saco mi pañuelo; lo abro en un pliegue, lo extiendo, fijo la vista en el sol que se pone sobre el ala plata, ay con la frialdad de Rommel en el desierto, provoco otro estornudo, civilizado, convencional, calculado, un estornudo romántico se diría , más cercano al chasquido seco del Máuser que al bestial tronido del AK Elder, atenazado por el hambre, resiente el golpe bajo. Mira el bocadillo, tiembla, teme, duda. Sin dar un mordisco más ni pasar el último sorbo, empaqueta las sobras, cierra la botellita personal con su tapa rosca, y se levanta, intentado no hacer notar que mi gesto brutal, pero gesto hermanado en el señor, al fin, de mi humanidad, lo ha incordiado. Sobrepasa tres filas más y está en la puerta del baño. Con aire casual, levanto mi muñeca y veo su reflejo en la luna de mi reloj. El golpe ha sido demoledor. El baño tiene la señal de ocupado y el labio superior del Elder se encuentra perlado por gotitas de sudor brillante que delatan su lucha interior. En mi retrovisor improvisado y astuto, he visto con pánico, que en la penúltima fila del jet no hay un solo asiento libre, ¡hay dos! Veo, agitado el pulso hasta el espanto, que el Elder sale caminando del baño, aplomado, pulcro, sonriente, y cuando estoy a punto de abandonar mi alma en una imploración, al verlo acercarse a uno de los asientos libres, suspiro al ver que se acerca otra vez, como se acerca el griego a su fatalidad, a la fila 21.
Respirando, trato de contener la vorágine de mis emociones. Ahora la pugna entre el bien y el mal ha entrado en mi campo de Marte y el Elder luce fragante, limpio, sonriente y elevado y yo transpiro como un condenado escalando el cadalso hacia la muerte, y ya no respiro más que por la fosa nasal izquierda. Acuso el golpe. Camaleónico yo, mimético, me levanto casi por instinto y voy hacia el baño. Las miradas de todos, a quienes el protagonismo del Elder ha convertido en comparsas sin trascendencia, intentan clavarse en mí como cuchillos. Las esquivo, inmune en mi grandeza de batallador olímpico, ajeno a las nimiedades de pequeños aspirantes a enemigos. Entro al pequeño baño, no sin antes intercambiar palabras con la azafata, sobre el tiempo restante para el aterrizaje en Tocúmen, Panamá. La azafata, segura en su banco abatible y en su experticia de voladora contumaz, me informa que en 5 minutos iniciamos el descenso. Hago del baño minúsculo y funcional, mi cuartel de invierno. Me repliego, lamo mis heridas, me lavo la cara con jabón líquido, desperdicio muchas toallas de papel, me sueno la nariz con vehemencia, me peino, y en signo de soberbia y sin sentido, me baño en gel antiséptico para hacérselo oler a ellos, a los otros, yo, el contagiado, el catarriento, el publicano.
Me aseguro de mostrar una impecabilidad estéticamente superior a la pudorosa y estética del monstruo, del Elder. Lo logro. Me siento a su lado, percibo su inseguridad y la exclamación de su espíritu, casi suena por los altavoces:
—Señor, perdónalo porque no sabe lo que hace.
Pero si sé lo que hago. Pleased to meet you, hope you guess my name. Las fuerzas están a la par, equilibradas, viéndose cara a cara en el campo de batalla, sin respirar, sin mover un músculo, pueblo de Irlanda. En el enemigo, un manto de serenidad parece haberse posado sobre sus nubarrones de crisis. La razón y la fe se compensan una a otra y me apuñala con una sonrisa sincera, que contiene la certeza de que no habrá más estornudos. Entonces lo entiendo. Acabo de hacer del baño mi cuartel de invierno, pero segundos antes, el Elder ha hecho su oratorio de aquél y ha establecido un pacto entre Dios y el hombre. Ha ofrecido la conservación de su virtud, de su castidad, no ya por uno, sino por dos, tres, cinco, diez años, a cambio de la inmunoresistencia al virus, a mi virus, que amenaza el futuro de su ministerio y de la humanidad toda.
Comprendiendo mi desventaja, resiento el golpe y empiezo a sanar, cómo decirlo de otro modo, milagrosamente. La congestión se ha ido, las dos fosas trabajan a todo vapor y el dolor de garganta es un triste pero lejano recuerdo. Los minutos pasan, me carcome la derrota. Pero mi mente no juega trucos baratos y relaciona todo con velocidad. Evoco mi mochila, el desorden de semanas, su abandono aparente en el compartimento de equipajes de mano. Un cigarrillo magullado, que no saqué en la mañana por el apuro, mi desodorante en spray, un poco de maskin tape remanente de alguna obra, unos fósforos, estúpidamente obviados por el operador de los rayos x de la terminal, unas pastillas de Cert´s. Me levanto, vuelo hacia el baño, consciente de que en segundos ya no podré entrar por el inminente aterrizaje en Tocúmen, entro como el rayo, trabo el seguro, me paro en el aro del sanitario y pongo un pedazo de maskin tape en el detector de humo, enciendo el cigarrillo y empiezo a meter el humo por la nariz, hasta que logro irritarla de nuevo, quito el maskin, acciono el desodorante para garantizarme impunidad, salgo con todas las evidencias a buen recaudo, fuerzo el diafragma y la garganta hasta casi desgarrarlos, me siento, meto la mano como casualmente al bolsillo de la chaqueta de gamuza café, y le tiendo el paquete aséptico y cerrado de Cert´s a mi némesis. El , consciente de mi pestilencia a gel antiséptico lo recibe de buen grado, lo abre morosamente, toma una pastilla entre sus dedos que trabajan por el reino de dios en este mundo y yo, ralentizado por el acetaminofén pero dolorosamente alerta, veo su mano dirigirse hacia su boca, la veo abriéndose, un hilillo de saliva diminuto entre sus incisivos y en el momento propicio y sin previa señal de alarma, estornudo sin escrúpulos, sin piedad y sin pañuelo, a 150 km. promedio esta vez, justo en el momento en que la boca alcanza el punto máximo de apertura y el azimut adecuado. Entonces el monstruo, el Elder, mancillado de mi saliva acatarrada, prejuzgada, incomprendida, pero nunca porcina, se suelta el cinturón, se abalanza sobre mí que recibo entre carcajadas de gusto y la agonía del dolor, sus puñetazos en mi nariz, mentón, pómulos, ojos (dos) y sienes. Lo levantan de mi cuerpo adolorido pero feliz justo antes de que el avión, en un par de saltos bruscos, termine de posarse en tierra panameña, panameña, panameña vida mía, yo quiero que tú me lleves, al tambor de la alegría.
Los oficiales se acercan, ya en tierra luego de que he sido atendido con excesiva y sensual amabilidad por una apabullante enfermera mulata y me preguntan amablemente si voy a poner cargos contra el agresor. Les digo, magnánimo yo, levantado de mis cenizas, que un par de días de prisión preventiva serían suficientes, que pienso obviar las acusaciones de “hijo de puta, anarquista, ateo y degenerado”, al fin y al cabo, el pánico a volar produce reacciones violentas en algunas personas, y quién sabe, oficial, un día de esos uno amanece con el pie izquierdo y puede también cometer el tipo de idioteces a las que lleva el fanatismo y la paranoia, tan, pero tan de nuestro tiempo.



Juan Carlos Cucalón / Seis hache dos o



La ventana, el portal, el sitio, aunque propongan la navegación, siempre serán estáticos. La información es inamovible como estelas mayas de roca. Los datos crecen, sí, pero se almacenan, se archivan, van a un solo punto que aunque esté hecho con millones de bits, no se traslada, es como un fantasma espeso y tangible que nos espera, aguardando para asustar de muerte.
Pero el que ha sido salvado, ¿puede temer a algo? Quien recibe la redención no teme más, ni a la muerte ni a nada. ¿Quién teme a la información? Aquel que no acepta que jamás podrá saberlo todo. Por esto, nuestro protagonista aun no entiende que, desde mucho antes, está viviendo cara a cara con su salvador, que el inconmensurable, el supremo y único Bittium lo ve y lo sigue porque está en él, y que él mismo, temeroso buscador, es un bit de lo que no conoce.
El asunto es que inconsciente se niega reconocerlo. Y, hoy, para esconder su temor, para no aceptar su falta, se plantea una búsqueda nueva (realmente vieja pero él tiene que darse ánimos, mintiéndose). Se ha obligado a dormir más de treinta y seis horas después de la gran sorpresa de la cábala lógica. No había tomado ningún somnífero, ni natural ni químico; se auto indujo en un trance. Un proceso harto fácil para quien conoce de meditación y se halla aún tras la identificación de su tercer ojo; un iniciado como él que a través del omega ha entendido que la paridad del uno genera la incuestionable Prima Dualidad, o sea, el Alfa. Solo le falta atar los extremos de estas verdades.
Durante su sueño, cada vez que su inconsciente superaba un nuevo R.E.M. se le aparecía una imagen muy clara, un símbolo que fue lo primero que retuvo y escribió al despertar; ¿sería matemático? De seguro. En su libreta del velador junto a sus más personales objetos, reloj, billetera y llavero, anotó: (i 4). Una i latina minúscula a la cuarta potencia exponencial... Punto crítico de energía, se repetía en silencio como para grabarse ese concepto en la mente para siempre. Llenó toda una página con ese guarismo. Lo estaba convirtiendo en un mantra.
Se levantó de su cama casi sonámbulo. No se detuvo a ver si era de día o de noche tras la ventana abierta, ¿no le importaba? No, que importaría el tiempo si ahora tenía frente a sí una nueva razón para vivir, otra búsqueda en la cual perderse y ser, encontrarse dejando de mirarse. Sí, identificar al Punto crítico de energía, pensó el pobre ingenuo, le anularía la intervención de Bittium... Hemos de dejar que lo crea así, total, ya es salvo aunque no quiera aceptarlo. Lo mejor es que piense en el albedrío y que es su mejor herramienta. ¿Para qué permitir que los mortales olviden que lo son? Pero, eso es otra historia...
Permaneció de pié y estático por un largo momento; luego, lentamente recorrió con ambas manos su cuerpo desde sus glúteos pasando por la pelvis y el abdomen hasta el pecho y hurgando entre sus axilas, magreándose los hombros y el cuello, empapándose de su propio sudor reposado que prácticamente no olía a nada, ni siquiera a él mismo; agua pura podríamos decir. Y, fue entonces, cuando sus manos húmedas recogieron más humedad en su frente y, catándola con la nariz, el olfato le dio una nueva idea... La energía está en el agua, ¿cuál es su punto crítico?
No diremos que corrió, exageraríamos; presuroso entró al baño y abrió la llave del agua caliente en la ducha mientras se quitaba el bóxer que era su pijama y contempló el cuarto llenarse de vapor impregnando la ventanilla alta y el espejo. Vio su imagen ser tragada por una película que lo negaba frente a frente..., supuso que el agua en tal disolución tendría todo el derecho de hacerlo desaparecer. Y si es capaz de aniquilar mi reflejo, ¿podría aniquilarme a mí si hierve en mi interior? Porque hasta las ideas son un proceso electroquímico que necesita del agua como conductor para ser pensadas y expresadas. ¡Eso es! ¿Debió gritar Eureka? No eso está en desuso, ni nosotros nos expresamos así en estos tiempos. A sabiendas que no hay tiempo que exista; pero, otra vez eso es otra historia: La dispersión de los bits en el éter.
Atemperó el agua, Para pensar mejor, se dijo. Seis hache dos o a la primera potencia, integradas y disociadas por un factor externo que las eleve a ciento nueve grados... Raras las ideas de su extra reposado y sobre calentado cerebro, aunque para él tuviesen significado y hasta lógica, está claro que para nosotros no existe humano que nos entienda más allá de lo que nosotros los entendemos a ellos... Una vez más, dejemos que sienta la vida y que piense.
Es que a nuestro protagonista lo único que lo pone sobre la tierra es la ilusión de que piensa, de que descubre. Pues, en ese rato bajo el chorro tibio de la ducha purificadora estaba descubriendo, se sentía vivir y ser. Omega es igual a la masa atómica del elemento por el conjunto de simetrías que se calcula según las fuerzas vectoriales que actúan sobre el fenómeno, pensaba y se dibujaba mentalmente las ecuaciones que representan sus ideas, sus luces... Luces, Luciens... Otra vez pudo gritar Eureka.
Omega, luciens, alfa, seis H dos O y la Prima Dualidad, fuente de todo inicio energético... De pronto ya no entiende o cree que no puede entenderse, ¿lo entendemos?, ¿nos importa? El vapor ya no se disipa, parece que estuviera flotando como las partículas gaseosas del agua que mancharon los cristales... Alfa y omega, Omega sobre alfa, ¿serán los luciens los extremos, los cabos, que buscaba para atar la verdad? ¿Cómo atar lo inalcanzable? ¿Me ato a ello o me mato por ello?
Ahora tememos por él. Demasiada meditación, demasiado seso quieto. Debe probar las humedades del conocimiento. Debe entender que no es bueno saberlo todo, que nadie tiene porque mirarnos a la cara... Hasta nosotros aprendimos a temer a la Prima Dualidad que él ha concebido en ecuaciones. ¡Qué tal si lo reprendemos! Una reprimenda con sabor a castigo, para que nunca más deje de ver tras la ventana abierta, para que aprenda de una ecuación irrealizable que le haga conocer la distancia entre los portales bits y El Bittium, que dentro de sus ideas gaseosas también hierva la Humildad que es el Saber Verdadero.
Nuestro protagonista ahora ya no se pregunta por el Punto crítico de energía, se ha quedado momentáneamente estático, suspendido en él. Aun no se diseminan sus átomos, aún tienen coherencia todas sus partículas. Lo veremos gaseoso flotar y así se quedará sin vernos hasta que la reprimenda sea suficiente, hasta que un nuevo portal lo lleve a la búsqueda de donde no cobran retorno. ¿Nos encontrará?