Manuel Jiménez Carrera / Una batalla en las alturas



Por fin se acerca la hora cero del viaje a Guatemala, y a medida que el reloj me acerca al 737 de Copa, me voy pareciendo cada vez menos al viajero liviano y casual que había decidido ser, porque una gripe común me ha pegado de lleno y me ha convertido en un collage de mocos, congestión y melancolía. Con la poca dignidad que me queda enfilo, hacia el asiento 21 D, con la esperanza de que la emoción del viaje y la distancia me curen el catarro. En la sala de pre embarque del aeropuerto, todos lucen cosmopolitas y jet setter que se pueda. Uno blande orgulloso su enorme smartphone, otro mece sus zapatos blancos y afilados (hey pá, fuiste pachuco) y un tercero —casi un pigmeo— grita en el móvil para que todos nos enteremos que acaba de ganarse setecientos mil mugrosos dólares, mientras profiere estúpidos consejos políticos para que su interlocutor se los transmita "al pendejo de Ismael". De modo que voy internándome en la jungla tropical, sin tan siquiera abandonar el aeropuerto.
El 21 D, es el asiento intermedio en el lado izquierdo del avión. A mi derecha una brasilera pasada de kilos y reflectivamente blanca y solterona, grita algo en portugués a sus padres que han ocupado la fila delantera del lado opuesto. Noto que abre la boca exageradamente al hablar, y pienso que sus padres con gusto donarían su patrimonio como dote, al ministerio "Pare de sufrir" para que la poco agraciada y ruidosa hija, efectivamente, pare de sufrir en brazos de algún mulato cualquiera. El paisaje de la izquierda no es más alentador. A mi lado va sentado el "Elder" Rivera, zapatos negros, traje azul, 40% de poliéster, camisa blanca, corbata azul y el estigma acrílico negro con letras grabadas en dorado, que revela que mi vecino es miembro activo de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. No solo miembro activo sino Elder. Si, Elder. Anciano. El anciano, que no pasa de los 21, y a juzgar por su delgada pero elástica y nada arrugada ancianidad —calculo rápidamente— debe alcanzar los 1.75 sobre el impecable y casi policial corte de pelo. Miro a la derecha, como suplicando auxilio y me encuentro con la brasilera, volteo desesperado a la izquierda y recibo la mirada condescendiente del "Elder" que me absuelve, seguro de su superioridad moral sobre hasta que mira casi con horror el aro de plata en mi pecaminosa oreja izquierda. Entonces, presa de nervios y flujo nasal, saco un pañuelo y mi teléfono para olvidarme de ellos. Oteo con las comisuras de los ojos —o con el rabillo de la boca, no lo recuerdo— a ambos engendros, convertidos tempranamente en el enemigo a vencer, durante las tres horas que durará el vuelo... Cargado ya, con un poco de seguridad electrónica en mi palma, empiezo a reenviar con frenesí los e-mails que Diego, mi inmediato superior en la jerarquía de la junta de padres de familia del 1o. A, me ha reenviado diligente para tenerme al tanto de las cobranzas de cuotas, de las camisetas para la kermesse, y la decisión unánime de todas las madres, de elegir a Tinkerbell, como imagen icónica en nuestros orgullosos pechos paternales. Mis dedos se desplazan con soltura por las teclas y voy recuperando poco a poco la seguridad personal. Triunfo en mi batalla sobre la desesperanza al constatar que he reenviado 12 e mails en menos de cuatro minutos, y que la inspección de la sobrecargo me encuentra apoltronado, con el cinturón sujeto, el respaldo vertical y el equipo electrónico apagado y en el bolsillo. "Elder", quien no se ha enterado que libramos una guerra ideológica por el control de la fila 21, sufre las primeras bajas. En su beatífica certeza de hijo del Señor y heredero de una parcela en la Salt Lake City de la eternidad, ha omitido presionar el botón que endereza la inclinación moralmente condenable, del respaldo de su asiento sin decolar. La sobrecargo se lo hace notar y yo, sin dejar de mirar al frente, como corresponde a alguien con mi respetable millaje, muestro una sonrisa digna de Jack Nicholson en el clímax de "The Shining".
Pero una batalla no es la guerra, ni una golondrina hace verano, y mi triste marcador contra las fuerzas del Señor empieza a tambalearse por un acontecimiento no esperado. Mi gripe, desbocada por culpa del aire acondicionado, me ha arrancado del alma un estornudo brutal y explosivo que sobresalta a los pasajeros y hace temblar la nave, apenas despegada de Quito. Lo quise reprimir, con todo mi diafragma, con todo mi corazón, lo sabe Dios. Me avergüenzo, ante la mirada de asco y terror de todo el 737. Entiendo inmediatamente que, además de generar el pánico en la fila 21, también he descendido con estrépito desde la clase media, hacia las filas de los desplazados de la Tierra. Es muy tarde para que los aterrorizados pasajeros hagan volver al 737 a pista. Soy el talibán del avión.
El amor en los tiempos del cólera, el horror en los tiempos de la cuchi gripe. Como me encuentro e-n-l-e-n-t-e-c-i-d-o- por el acetaminofén, alcanzo a ver en fracciones de segundo, las reacciones vecinas, como en la cámara lenta de The Matrix. El gordito quinceañero de adelante ha dejado de hacer chistes a su hermana adolescente y ambos contienen la respiración casi hasta ponerse casi azules con la esperanza de que el virus se haya disipado cuando ya no puedan contener el aliento. Los brasileros y hastiados padres de la rolliza regresan a verla con ojos de pánico, pensando en que mejor solterona que muerta, y empiezan a buscarle asiento en otro lado. La sobrecargo se hace de la vista gorda y avanza con firmeza pero con disimulo hacia primera clase, cerrando la cortina con un tirón que parece contener a los virus de un solo franelazo. Otros se preguntan si habré usado la mano o la parte interna y políticamente correcta del codo para contener los 120 km. por hora de promedio, con que han salido rociados mis virus y buena cantidad de alveolos de mi propiedad. Con un solo movimiento de prestidigitador, hago salir el pañuelo y me limpio la nariz, y lo guardo luego perfectamente plegado en el bolsillo de la camisa previendo lo que presiento será una moquera a discreción. Todo ello en 27 milisegundos, para pasar desapercibido. Nada mal como entrada a pits, pero todo ha sido en vano. Todos los que viajan dentro del fuselaje del Boeing ha identificado las coordenadas de la ground zero: el asiento 21D.
En una guerra, la primera víctima es la verdad. Aunque yo sé exactamente que es un catarro estacional, y que es mi tercer día de evolución, y que el flujo nasal es matemáticamente igual cada año, los demás no tienen por qué saberlo, y en tiempos de las guerras preventivas hay que adelantarse a los hechos y es mejor pensar —contradiciendo los más elementales principios del derecho histórico— que cada estornudador es culpable hasta que no se demuestre lo contrario. En acciones prácticas, cuento las bajas y observo contento que la rubicunda brasilera se ha mudado tres filas adelante y del otro lado del pasillo. Esto me pone ante un nuevo escenario en el teatro de operaciones: puedo dejar de ser el estúpido pasajero del medio, ocupar el digno y sobrio asiento del pasillo y además, puedo alejarme del "Elder" Rivera y poner tela de por medio. Me suelto el cinturón, levanto el brazo del asiento, regreso a ver a mi contrincante y en medio de una sonrisa que finjo amigable y solvente le digo:
—Ahora vamos a estar más cómodos.
Descubro que mi adversario, más que disuadirse por la brutalidad política y agnóstica de mi estornudo, ha entrado en un profundo conflicto entre la razón que lo previene de mí y la fe que lo hace compadecerme. Así que decido pasar rápidamente, del blitzkrieg mucoso, a la perversidad eficaz de las operaciones psicológicas.
El "Elder", el enemigo, ha cometido a estas alturas varios errores garrafales: se ha mostrados de cuerpo entero en su escasa experiencia viajera y ha desnudado su visión naif del mundo, al sacar su cámara antes del despegue y tomar fotos del mismo, sin entender que el uso de aparatos electrónicos como reproductores de música, cámaras digitales, teléfonos celulares, videojuegos y otros, pueden interferir en los sistemas de navegación de la aeronave. Ha mostrado, luego del episodio, su mejor expresión de amor para las criaturas hermanadas en el señor, pero su hemisferio racional ha dejado escapar una, tan solo una gota de sudor rencoroso sobre el labio superior. Veo, y gozo el espectáculo de la guerra sempiterna del Bien contra el Mal, hagan sus apuestas señores. Viene la azafata, reparte unos sánduches en pan integral que más llaman a la reflexión que al apetito. Elder pide Coca Cola, yo, mefistofélicamente solicito agua y acentúo malicioso:
—Sin–gas–por-favor.
Entonces, comprendo que en el fragor de nuestra lucha, el fiel de la balanza, se ha inclinado a mi favor. Así que decido hacerlo, en descampado, sin temor, inflamado el pecho por las mejores causas humanas —y por la gripe estacional. Volteo la vista, sonrío, beatífico yo, hijo del Creador, hermanado con el Elder, yo leproso, sanador aquel y, seguro de la benevolencia de su magisterio saco mi pañuelo; lo abro en un pliegue, lo extiendo, fijo la vista en el sol que se pone sobre el ala plata, ay con la frialdad de Rommel en el desierto, provoco otro estornudo, civilizado, convencional, calculado, un estornudo romántico se diría , más cercano al chasquido seco del Máuser que al bestial tronido del AK Elder, atenazado por el hambre, resiente el golpe bajo. Mira el bocadillo, tiembla, teme, duda. Sin dar un mordisco más ni pasar el último sorbo, empaqueta las sobras, cierra la botellita personal con su tapa rosca, y se levanta, intentado no hacer notar que mi gesto brutal, pero gesto hermanado en el señor, al fin, de mi humanidad, lo ha incordiado. Sobrepasa tres filas más y está en la puerta del baño. Con aire casual, levanto mi muñeca y veo su reflejo en la luna de mi reloj. El golpe ha sido demoledor. El baño tiene la señal de ocupado y el labio superior del Elder se encuentra perlado por gotitas de sudor brillante que delatan su lucha interior. En mi retrovisor improvisado y astuto, he visto con pánico, que en la penúltima fila del jet no hay un solo asiento libre, ¡hay dos! Veo, agitado el pulso hasta el espanto, que el Elder sale caminando del baño, aplomado, pulcro, sonriente, y cuando estoy a punto de abandonar mi alma en una imploración, al verlo acercarse a uno de los asientos libres, suspiro al ver que se acerca otra vez, como se acerca el griego a su fatalidad, a la fila 21.
Respirando, trato de contener la vorágine de mis emociones. Ahora la pugna entre el bien y el mal ha entrado en mi campo de Marte y el Elder luce fragante, limpio, sonriente y elevado y yo transpiro como un condenado escalando el cadalso hacia la muerte, y ya no respiro más que por la fosa nasal izquierda. Acuso el golpe. Camaleónico yo, mimético, me levanto casi por instinto y voy hacia el baño. Las miradas de todos, a quienes el protagonismo del Elder ha convertido en comparsas sin trascendencia, intentan clavarse en mí como cuchillos. Las esquivo, inmune en mi grandeza de batallador olímpico, ajeno a las nimiedades de pequeños aspirantes a enemigos. Entro al pequeño baño, no sin antes intercambiar palabras con la azafata, sobre el tiempo restante para el aterrizaje en Tocúmen, Panamá. La azafata, segura en su banco abatible y en su experticia de voladora contumaz, me informa que en 5 minutos iniciamos el descenso. Hago del baño minúsculo y funcional, mi cuartel de invierno. Me repliego, lamo mis heridas, me lavo la cara con jabón líquido, desperdicio muchas toallas de papel, me sueno la nariz con vehemencia, me peino, y en signo de soberbia y sin sentido, me baño en gel antiséptico para hacérselo oler a ellos, a los otros, yo, el contagiado, el catarriento, el publicano.
Me aseguro de mostrar una impecabilidad estéticamente superior a la pudorosa y estética del monstruo, del Elder. Lo logro. Me siento a su lado, percibo su inseguridad y la exclamación de su espíritu, casi suena por los altavoces:
—Señor, perdónalo porque no sabe lo que hace.
Pero si sé lo que hago. Pleased to meet you, hope you guess my name. Las fuerzas están a la par, equilibradas, viéndose cara a cara en el campo de batalla, sin respirar, sin mover un músculo, pueblo de Irlanda. En el enemigo, un manto de serenidad parece haberse posado sobre sus nubarrones de crisis. La razón y la fe se compensan una a otra y me apuñala con una sonrisa sincera, que contiene la certeza de que no habrá más estornudos. Entonces lo entiendo. Acabo de hacer del baño mi cuartel de invierno, pero segundos antes, el Elder ha hecho su oratorio de aquél y ha establecido un pacto entre Dios y el hombre. Ha ofrecido la conservación de su virtud, de su castidad, no ya por uno, sino por dos, tres, cinco, diez años, a cambio de la inmunoresistencia al virus, a mi virus, que amenaza el futuro de su ministerio y de la humanidad toda.
Comprendiendo mi desventaja, resiento el golpe y empiezo a sanar, cómo decirlo de otro modo, milagrosamente. La congestión se ha ido, las dos fosas trabajan a todo vapor y el dolor de garganta es un triste pero lejano recuerdo. Los minutos pasan, me carcome la derrota. Pero mi mente no juega trucos baratos y relaciona todo con velocidad. Evoco mi mochila, el desorden de semanas, su abandono aparente en el compartimento de equipajes de mano. Un cigarrillo magullado, que no saqué en la mañana por el apuro, mi desodorante en spray, un poco de maskin tape remanente de alguna obra, unos fósforos, estúpidamente obviados por el operador de los rayos x de la terminal, unas pastillas de Cert´s. Me levanto, vuelo hacia el baño, consciente de que en segundos ya no podré entrar por el inminente aterrizaje en Tocúmen, entro como el rayo, trabo el seguro, me paro en el aro del sanitario y pongo un pedazo de maskin tape en el detector de humo, enciendo el cigarrillo y empiezo a meter el humo por la nariz, hasta que logro irritarla de nuevo, quito el maskin, acciono el desodorante para garantizarme impunidad, salgo con todas las evidencias a buen recaudo, fuerzo el diafragma y la garganta hasta casi desgarrarlos, me siento, meto la mano como casualmente al bolsillo de la chaqueta de gamuza café, y le tiendo el paquete aséptico y cerrado de Cert´s a mi némesis. El , consciente de mi pestilencia a gel antiséptico lo recibe de buen grado, lo abre morosamente, toma una pastilla entre sus dedos que trabajan por el reino de dios en este mundo y yo, ralentizado por el acetaminofén pero dolorosamente alerta, veo su mano dirigirse hacia su boca, la veo abriéndose, un hilillo de saliva diminuto entre sus incisivos y en el momento propicio y sin previa señal de alarma, estornudo sin escrúpulos, sin piedad y sin pañuelo, a 150 km. promedio esta vez, justo en el momento en que la boca alcanza el punto máximo de apertura y el azimut adecuado. Entonces el monstruo, el Elder, mancillado de mi saliva acatarrada, prejuzgada, incomprendida, pero nunca porcina, se suelta el cinturón, se abalanza sobre mí que recibo entre carcajadas de gusto y la agonía del dolor, sus puñetazos en mi nariz, mentón, pómulos, ojos (dos) y sienes. Lo levantan de mi cuerpo adolorido pero feliz justo antes de que el avión, en un par de saltos bruscos, termine de posarse en tierra panameña, panameña, panameña vida mía, yo quiero que tú me lleves, al tambor de la alegría.
Los oficiales se acercan, ya en tierra luego de que he sido atendido con excesiva y sensual amabilidad por una apabullante enfermera mulata y me preguntan amablemente si voy a poner cargos contra el agresor. Les digo, magnánimo yo, levantado de mis cenizas, que un par de días de prisión preventiva serían suficientes, que pienso obviar las acusaciones de “hijo de puta, anarquista, ateo y degenerado”, al fin y al cabo, el pánico a volar produce reacciones violentas en algunas personas, y quién sabe, oficial, un día de esos uno amanece con el pie izquierdo y puede también cometer el tipo de idioteces a las que lleva el fanatismo y la paranoia, tan, pero tan de nuestro tiempo.