Por fin se
acerca la hora cero del viaje a Guatemala, y a medida que el reloj me acerca al
737 de Copa, me voy pareciendo cada vez menos al viajero liviano y casual que
había decidido ser, porque una gripe común me ha pegado de lleno y me ha
convertido en un collage de mocos, congestión y melancolía. Con la poca
dignidad que me queda enfilo, hacia el asiento 21 D, con la esperanza de que la
emoción del viaje y la distancia me curen el catarro. En la sala de pre
embarque del aeropuerto, todos lucen cosmopolitas y jet setter que se pueda.
Uno blande orgulloso su enorme smartphone, otro mece sus zapatos blancos y
afilados (hey pá, fuiste pachuco) y un tercero —casi un pigmeo— grita en el
móvil para que todos nos enteremos que acaba de ganarse setecientos mil mugrosos
dólares, mientras profiere estúpidos consejos políticos para que su
interlocutor se los transmita "al pendejo de Ismael". De modo que voy
internándome en la jungla tropical, sin tan siquiera abandonar el aeropuerto.
El 21 D, es el
asiento intermedio en el lado izquierdo del avión. A mi derecha una brasilera
pasada de kilos y reflectivamente blanca y solterona, grita algo en portugués a
sus padres que han ocupado la fila delantera del lado opuesto. Noto que abre la
boca exageradamente al hablar, y pienso que sus padres con gusto donarían su
patrimonio como dote, al ministerio "Pare de sufrir" para que la poco
agraciada y ruidosa hija, efectivamente, pare de sufrir en brazos de algún
mulato cualquiera. El paisaje de la izquierda no es más alentador. A mi lado va
sentado el "Elder" Rivera, zapatos negros, traje azul, 40% de
poliéster, camisa blanca, corbata azul y el estigma acrílico negro con letras
grabadas en dorado, que revela que mi vecino es miembro activo de la Iglesia de
Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. No solo miembro activo sino
Elder. Si, Elder. Anciano. El anciano, que no pasa de los 21, y a juzgar por su
delgada pero elástica y nada arrugada ancianidad —calculo rápidamente— debe alcanzar los 1.75 sobre el impecable y casi
policial corte de pelo. Miro a la derecha, como suplicando auxilio y me
encuentro con la brasilera, volteo desesperado a la izquierda y recibo la
mirada condescendiente del "Elder" que me absuelve, seguro de su
superioridad moral sobre hasta que mira casi con horror el aro de plata en mi
pecaminosa oreja izquierda. Entonces, presa de nervios y flujo nasal, saco un
pañuelo y mi teléfono para olvidarme de ellos. Oteo con las comisuras de los
ojos —o con el rabillo de la boca, no lo recuerdo— a ambos engendros, convertidos
tempranamente en el enemigo a vencer, durante las tres horas que durará el
vuelo... Cargado ya, con un poco de seguridad electrónica en mi palma, empiezo
a reenviar con frenesí los e-mails que Diego, mi inmediato superior en la
jerarquía de la junta de padres de familia del 1o. A, me ha reenviado diligente
para tenerme al tanto de las cobranzas de cuotas, de las camisetas para la
kermesse, y la decisión unánime de todas las madres, de elegir a Tinkerbell,
como imagen icónica en nuestros orgullosos pechos paternales. Mis dedos se
desplazan con soltura por las teclas y voy recuperando poco a poco la seguridad
personal. Triunfo en mi batalla sobre la desesperanza al constatar que he
reenviado 12 e mails en menos de cuatro minutos, y que la inspección de la
sobrecargo me encuentra apoltronado, con el cinturón sujeto, el respaldo
vertical y el equipo electrónico apagado y en el bolsillo. "Elder",
quien no se ha enterado que libramos una guerra ideológica por el control de la
fila 21, sufre las primeras bajas. En su beatífica certeza de hijo del Señor y
heredero de una parcela en la Salt Lake City de la eternidad, ha omitido
presionar el botón que endereza la inclinación moralmente condenable, del
respaldo de su asiento sin decolar. La sobrecargo se lo hace notar y yo, sin
dejar de mirar al frente, como corresponde a alguien con mi respetable millaje,
muestro una sonrisa digna de Jack Nicholson en el clímax de "The
Shining".
Pero una batalla no es la
guerra, ni una golondrina hace verano, y mi triste marcador contra las fuerzas
del Señor empieza a tambalearse por un acontecimiento no esperado. Mi gripe,
desbocada por culpa del aire acondicionado, me ha arrancado del alma un
estornudo brutal y explosivo que sobresalta a los pasajeros y hace temblar la
nave, apenas despegada de Quito. Lo quise reprimir, con todo mi diafragma, con
todo mi corazón, lo sabe Dios. Me avergüenzo, ante la mirada de asco y terror
de todo el 737. Entiendo inmediatamente que, además de generar el pánico en la
fila 21, también he descendido con estrépito desde la clase media, hacia las
filas de los desplazados de la Tierra. Es muy tarde para que los aterrorizados
pasajeros hagan volver al 737 a pista. Soy el talibán del avión.
El amor en los tiempos del
cólera, el horror en los tiempos de la cuchi gripe. Como me encuentro
e-n-l-e-n-t-e-c-i-d-o- por el acetaminofén, alcanzo a ver en fracciones de
segundo, las reacciones vecinas, como en la cámara lenta de The Matrix. El
gordito quinceañero de adelante ha dejado de hacer chistes a su hermana
adolescente y ambos contienen la respiración casi hasta ponerse casi azules con
la esperanza de que el virus se haya disipado cuando ya no puedan contener el
aliento. Los brasileros y hastiados padres de la rolliza regresan a verla con
ojos de pánico, pensando en que mejor solterona que muerta, y empiezan a
buscarle asiento en otro lado. La sobrecargo se hace de la vista gorda y avanza
con firmeza pero con disimulo hacia primera clase, cerrando la cortina con un
tirón que parece contener a los virus de un solo franelazo. Otros se preguntan
si habré usado la mano o la parte interna y políticamente correcta del codo
para contener los 120 km. por hora de promedio, con que han salido rociados mis
virus y buena cantidad de alveolos de mi propiedad. Con un solo movimiento de
prestidigitador, hago salir el pañuelo y me limpio la nariz, y lo guardo luego
perfectamente plegado en el bolsillo de la camisa previendo lo que presiento
será una moquera a discreción. Todo ello en 27 milisegundos, para pasar desapercibido.
Nada mal como entrada a pits, pero todo ha sido en vano. Todos los que viajan
dentro del fuselaje del Boeing ha identificado las coordenadas de la ground
zero: el asiento 21D.
En una guerra, la primera
víctima es la verdad. Aunque yo sé exactamente que es un catarro estacional, y
que es mi tercer día de evolución, y que el flujo nasal es matemáticamente
igual cada año, los demás no tienen por qué saberlo, y en tiempos de las
guerras preventivas hay que adelantarse a los hechos y es mejor pensar
—contradiciendo los más elementales principios del derecho histórico— que cada
estornudador es culpable hasta que no se demuestre lo contrario. En acciones
prácticas, cuento las bajas y observo contento que la rubicunda brasilera se ha
mudado tres filas adelante y del otro lado del pasillo. Esto me pone ante un
nuevo escenario en el teatro de operaciones: puedo dejar de ser el estúpido
pasajero del medio, ocupar el digno y sobrio asiento del pasillo y además,
puedo alejarme del "Elder" Rivera y poner tela de por medio. Me
suelto el cinturón, levanto el brazo del asiento, regreso a ver a mi
contrincante y en medio de una sonrisa que finjo amigable y solvente le digo:
—Ahora vamos a estar más
cómodos.
Descubro que mi adversario,
más que disuadirse por la brutalidad política y agnóstica de mi estornudo, ha
entrado en un profundo conflicto entre la razón que lo previene de mí y la fe
que lo hace compadecerme. Así que decido pasar rápidamente, del blitzkrieg
mucoso, a la perversidad eficaz de las operaciones psicológicas.
El "Elder", el
enemigo, ha cometido a estas alturas varios errores garrafales: se ha mostrados
de cuerpo entero en su escasa experiencia viajera y ha desnudado su visión naif
del mundo, al sacar su cámara antes del despegue y tomar fotos del mismo, sin
entender que el uso de aparatos electrónicos como reproductores de música,
cámaras digitales, teléfonos celulares, videojuegos y otros, pueden interferir
en los sistemas de navegación de la aeronave. Ha mostrado, luego del episodio,
su mejor expresión de amor para las criaturas hermanadas en el señor, pero su
hemisferio racional ha dejado escapar una, tan solo una gota de sudor rencoroso
sobre el labio superior. Veo, y gozo el espectáculo de la guerra sempiterna del
Bien contra el Mal, hagan sus apuestas señores. Viene la azafata, reparte unos
sánduches en pan integral que más llaman a la reflexión que al apetito. Elder
pide Coca Cola, yo, mefistofélicamente solicito agua y acentúo malicioso:
—Sin–gas–por-favor.
Entonces, comprendo que en el
fragor de nuestra lucha, el fiel de la balanza, se ha inclinado a mi favor. Así
que decido hacerlo, en descampado, sin temor, inflamado el pecho por las
mejores causas humanas —y por la gripe estacional. Volteo la vista, sonrío,
beatífico yo, hijo del Creador, hermanado con el Elder, yo leproso, sanador
aquel y, seguro de la benevolencia de su magisterio saco mi pañuelo; lo abro en
un pliegue, lo extiendo, fijo la vista en el sol que se pone sobre el ala
plata, ay con la frialdad de Rommel en el desierto, provoco otro estornudo,
civilizado, convencional, calculado, un estornudo romántico se diría , más
cercano al chasquido seco del Máuser que al bestial tronido del AK Elder,
atenazado por el hambre, resiente el golpe bajo. Mira el bocadillo, tiembla,
teme, duda. Sin dar un mordisco más ni pasar el último sorbo, empaqueta las
sobras, cierra la botellita personal con su tapa rosca, y se levanta, intentado
no hacer notar que mi gesto brutal, pero gesto hermanado en el señor, al fin,
de mi humanidad, lo ha incordiado. Sobrepasa tres filas más y está en la puerta
del baño. Con aire casual, levanto mi muñeca y veo su reflejo en la luna de mi
reloj. El golpe ha sido demoledor. El baño tiene la señal de ocupado y el labio
superior del Elder se encuentra perlado por gotitas de sudor brillante que
delatan su lucha interior. En mi retrovisor improvisado y astuto, he visto con
pánico, que en la penúltima fila del jet no hay un solo asiento libre, ¡hay
dos! Veo, agitado el pulso hasta el espanto, que el Elder sale caminando del
baño, aplomado, pulcro, sonriente, y cuando estoy a punto de abandonar mi alma
en una imploración, al verlo acercarse a uno de los asientos libres, suspiro al
ver que se acerca otra vez, como se acerca el griego a su fatalidad, a la fila 21.
Respirando, trato de contener
la vorágine de mis emociones. Ahora la pugna entre el bien y el mal ha entrado
en mi campo de Marte y el Elder luce fragante, limpio, sonriente y elevado y yo
transpiro como un condenado escalando el cadalso hacia la muerte, y ya no
respiro más que por la fosa nasal izquierda. Acuso el golpe. Camaleónico yo,
mimético, me levanto casi por instinto y voy hacia el baño. Las miradas de
todos, a quienes el protagonismo del Elder ha convertido en comparsas sin
trascendencia, intentan clavarse en mí como cuchillos. Las esquivo, inmune en
mi grandeza de batallador olímpico, ajeno a las nimiedades de pequeños
aspirantes a enemigos. Entro al pequeño baño, no sin antes intercambiar
palabras con la azafata, sobre el tiempo restante para el aterrizaje en
Tocúmen, Panamá. La azafata, segura en su banco abatible y en su experticia de
voladora contumaz, me informa que en 5 minutos iniciamos el descenso. Hago del
baño minúsculo y funcional, mi cuartel de invierno. Me repliego, lamo mis heridas,
me lavo la cara con jabón líquido, desperdicio muchas toallas de papel, me
sueno la nariz con vehemencia, me peino, y en signo de soberbia y sin sentido,
me baño en gel antiséptico para hacérselo oler a ellos, a los otros, yo, el
contagiado, el catarriento, el publicano.
Me aseguro de mostrar una
impecabilidad estéticamente superior a la pudorosa y estética del monstruo, del
Elder. Lo logro. Me siento a su lado, percibo su inseguridad y la exclamación
de su espíritu, casi suena por los altavoces:
—Señor, perdónalo porque no
sabe lo que hace.
Pero si sé lo que hago. Pleased to meet you, hope you guess
my name. Las fuerzas están a la par, equilibradas, viéndose
cara a cara en el campo de batalla, sin respirar, sin mover un músculo, pueblo
de Irlanda. En el enemigo, un manto de serenidad parece haberse posado sobre
sus nubarrones de crisis. La razón y la fe se compensan una a otra y me apuñala
con una sonrisa sincera, que contiene la certeza de que no habrá más
estornudos. Entonces lo entiendo. Acabo de hacer del baño mi cuartel de
invierno, pero segundos antes, el Elder ha hecho su oratorio de aquél y ha
establecido un pacto entre Dios y el hombre. Ha ofrecido la conservación de su
virtud, de su castidad, no ya por uno, sino por dos, tres, cinco, diez años, a
cambio de la inmunoresistencia al virus, a mi virus, que amenaza el futuro de
su ministerio y de la humanidad toda.
Comprendiendo mi desventaja,
resiento el golpe y empiezo a sanar, cómo decirlo de otro modo, milagrosamente.
La congestión se ha ido, las dos fosas trabajan a todo vapor y el dolor de
garganta es un triste pero lejano recuerdo. Los minutos pasan, me carcome la
derrota. Pero mi mente no juega trucos baratos y relaciona todo con velocidad.
Evoco mi mochila, el desorden de semanas, su abandono aparente en el
compartimento de equipajes de mano. Un cigarrillo magullado, que no saqué en la
mañana por el apuro, mi desodorante en spray, un poco de maskin tape remanente
de alguna obra, unos fósforos, estúpidamente obviados por el operador de los
rayos x de la terminal, unas pastillas de Cert´s. Me levanto, vuelo hacia el
baño, consciente de que en segundos ya no podré entrar por el inminente
aterrizaje en Tocúmen, entro como el rayo, trabo el seguro, me paro en el aro
del sanitario y pongo un pedazo de maskin tape en el detector de humo, enciendo
el cigarrillo y empiezo a meter el humo por la nariz, hasta que logro irritarla
de nuevo, quito el maskin, acciono el desodorante para garantizarme impunidad,
salgo con todas las evidencias a buen recaudo, fuerzo el diafragma y la
garganta hasta casi desgarrarlos, me siento, meto la mano como casualmente al
bolsillo de la chaqueta de gamuza café, y le tiendo el paquete aséptico y
cerrado de Cert´s a mi némesis. El , consciente de mi pestilencia a gel antiséptico
lo recibe de buen grado, lo abre morosamente, toma una pastilla entre sus dedos
que trabajan por el reino de dios en este mundo y yo, ralentizado por el
acetaminofén pero dolorosamente alerta, veo su mano dirigirse hacia su boca, la
veo abriéndose, un hilillo de saliva diminuto entre sus incisivos y en el
momento propicio y sin previa señal de alarma, estornudo sin escrúpulos, sin
piedad y sin pañuelo, a 150 km. promedio esta vez, justo en el momento en que
la boca alcanza el punto máximo de apertura y el azimut adecuado. Entonces el
monstruo, el Elder, mancillado de mi saliva acatarrada, prejuzgada,
incomprendida, pero nunca porcina, se suelta el cinturón, se abalanza sobre mí
que recibo entre carcajadas de gusto y la agonía del dolor, sus puñetazos en mi
nariz, mentón, pómulos, ojos (dos) y sienes. Lo levantan de mi cuerpo adolorido
pero feliz justo antes de que el avión, en un par de saltos bruscos, termine de
posarse en tierra panameña, panameña, panameña vida mía, yo quiero que tú me
lleves, al tambor de la alegría.
Los oficiales se acercan, ya en
tierra luego de que he sido atendido con excesiva y sensual amabilidad por una
apabullante enfermera mulata y me preguntan amablemente si voy a poner cargos
contra el agresor. Les digo, magnánimo yo, levantado de mis cenizas, que un par
de días de prisión preventiva serían suficientes, que pienso obviar las
acusaciones de “hijo de puta, anarquista, ateo y degenerado”, al fin y al cabo,
el pánico a volar produce reacciones violentas en algunas personas, y quién
sabe, oficial, un día de esos uno amanece con el pie izquierdo y puede también
cometer el tipo de idioteces a las que lleva el fanatismo y la paranoia, tan,
pero tan de nuestro tiempo.