Alejandra Martínez





LA JUANITA COCHINA

Los días eran sorprendentes y las noches misteriosas porque crecieron rodeadas de cuentos y de un fondo musical trovero en todos los idiomas. El hermano más pequeño había acabado de nacer en esa misma casa, mientras ellas exploraban el patio en el triciclo que la Señora María Luisa, la dueña, escondía de cuando en cuando porque “destruye las piedras”.

El patio era inmenso, de tipo colonial; las habitaciones se disponían alrededor y terminaba en un jardín igual de grande, lleno de maleza. El padre intentaba mantenerlo limpio y sembrado de flores que no llegaban a desarrollar; habían escombros de construcciones y demoliciones en un rincón, y un cuarto deshabitado, lleno de chucherías y trebejos. Para ellas, este era el laberinto donde hallaban novedades, juguetes, aventuras y a la “Juanita Cochina”. Claro que nunca le preguntaron su nombre ni se acercaron demasiado. Era como un gato esquivo. La llamaban así porque tenía la cara y la ropa muy sucias, y “Juanita”... bien pudo llamarse María o Rosa, pero ese nombre las convenció más.

La primera vez solo se vieron de reojo, despacio. Con el pasar de los meses, empezaron a sonreírle y hablarle en monosílabos, que venían con miradas cómplices y sobreentendidas. Pronto la Juanita Cochina empezó a acompañarlas hasta su cuarto y dar vueltas por la casa, hasta que se dormían. A ratos hacía bulla y travesuras, de las que empezaron a culparlas. Ellas se miraban, torcían los ojos y chasqueaban la boca al unísono, porque sabían quién había sido realmente.

La primera vez que sus padres escucharon hablar de esa vecina misteriosa, fue una tarde en la que la madre encargó la vigilancia del hermano, que ya tenía poco más de un año, a la mayor de las hermanas. Ella se lo encargó a la menor, y ésta a la amiga, quien saltaba de la cuna a la cama y jugaba con las almohadas, haciendo que el pequeño despierte de muy mal genio y llene la casa con sus gritos, y apenas la mamá empezó a gritar: “¿¡Pero quién...!?”, ellas respondieron en coro: “La Juanita Cochina”.

A veces, sus travesuras sobrepasaban la paciencia de las niñas, y otras veces, ellas abusaban de su fama para zafarse de problemas.
Las pequeñas y su hermano crecían, y al parecer el tiempo, cuando pasa, hace que se enfríen unas relaciones y se dinamicen otras. Ella, la Juanita Cochina, siempre estaba por ahí, pero ya casi no compartían juegos. El triciclo les empezó a quedar chico y el cuarto de los trebejos dejó de visitarse seguido.

Una tarde cualquiera, cuando ellas llegaron de la escuela, encontraron todo empacado y a sus padres subiendo las cosas en un camioncito de alquiler, apenas tuvieron tiempo de revisar si estaba todo, se cambiaron a una casa cerrada, moderna, con un jardín pequeño donde las plantas sí florecían y la Señora María Luisa no podía prohibirles nada.

Amaron su cuarto nuevo desde que lo vieron y desempacaron con alegría, pensando donde iba cada detalle. Casi al terminar, acomodando las muñecas feas, tatuadas de esfero azul, como un relámpago cruzando sus miradas, como siempre al mismo tiempo, notaron lo inevitable... sus padres no habían empacado todo. Se habían olvidado de traer a la Juanita Cochina.

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MOJIPERRAS

—“¿Todo bien?”, pregunté.
No sé si reír o levantar los hombros. Yo sé que no lo recuerdas, por los tragos o por conveniencia social. No me interesan tus motivos y lo sabes. Es más, sé que para leerme estás encerrada en tu cuarto con las cortinas cerradas y el teléfono desconectado. Lo cierto es que me gusta recordarte que lo nuestro sucedió, a pesar de tus olvidos selectivos y tu falsa indiferencia, la misma que pusiste a funcionar la primera vez que susurré a tu oído mis sucias intenciones... Solo los finos vellos de tu espalda me hicieron notar, encrespándose, que me habías escuchado.

Por lo demás, tu mirada y tu charla siguieron en la ilación correcta. La copa en tu mano no se inmutó. Mirándote, caminé hasta el final del pasillo, asegurándome de que supieras exactamente a dónde y a qué iba. Te esperé, mi cigarrillo no terminaba de ser saboreado, cuando ya estabas ahí arrastrándome al dormitorio, tirando de mi brazo como si fueras a decirme algo importante. Me dejé llevar riendo, con ganas, porque sabía que me ibas a besar y tocar con la perfecta disociación que experimentas en cada acto de tu vida. Tu cuerpo me deseaba, tus manos y tu boca me buscaban con diligencia; pero tus ojos, jamás se detuvieron en los míos.

La expresión de tu cara aún era indiferente, como si tú no te enteraras de lo que estabas haciendo, tomándome a espaldas de ti misma. No entraré en detalles perversos. Pero sabemos que esa noche fuimos hembras feroces recogiendo con la lengua el celo de la otra... rasgando nuestras pieles, olfateando, mordiendo. 

—“Todo bien, ¿de qué?”, preguntaste mientras te vestías de prisa.
Sin dejarme contestar, te retiraste casi entre carreras. Entendí que preguntaste automáticamente y sin interés real, porque jamás ibas a dejar que respondiera o volviera a hablar del tema.

Por eso, te escribo... para imaginar que te ruborizas al recibir esta carta, aunque sé que es posible que te digas a ti misma: “Mi misma, ¿sabes de qué está hablando esta man?”