C. Larrea







La balada del inquieto


¿Cómo le digo que deje de mover las butacas? - pensaba, mientras buscaba las palabras, el tono, el gesto más adecuados para encarar al joven trajeado que, dos asientos a su derecha, parecía no poder evitar moverse como alma perdida sobre su asiento.

No sería un problema, por supuesto, la inquietud del caballero, en términos normales. El caso era que las sillas, al menos diez en cada fila, estaban compuestas de un solo cuerpo y, al agitar su pierna sin cesar, este hombre provocaba que se convulsione toda la hilera con sus respectivos ocupantes.

El acto al que estaban asistiendo era relativamente formal, de ahí que el joven llevara corbata -muy brillante, platinada, casi de mal gusto en el conjunto con la camisa blanca a cuadros azules, como el saco y el pantalón, cuya basta terminaba muy arriba, revelando calcetines grises chorreados, seguramente por el incesante y violento movimiento de esa pierna que funcionaba como un dínamo, hasta llegar a unos zapatos marrones desgastados, con cordones claros que no venían a cuento.

En las manos, custodiaba una libreta, abierta en el medio por su índice izquierdo, en la que de vez en cuando apuntaba alguna frase que, sin duda, pensaría plagiar a alguna de las expertas que se encontraban en la mesa directiva, sobre el escenario.

El pie solamente se detenía, por fracciones microscópicas de segundo, cuando el caballero decidía que su postura no era ya satisfactoria y, con movimientos erráticos y bastante pronunciados, se reacomodaba, generando una reacción en cadena que sacudía a todos los compañeros de banca.

Nadie parecía notarlo. Lo notaban todos.
Opera así la convención social: si algo me molesta en público, me callo y aguanto, no vaya a ser que uno dé la impresión de poco gentil.
Y así, hombres y mujeres, de edades diversas y conciencias distintas, hacían como que no pasaba nada, todos tan tranquilos, todos tan molestos en respetuoso silencio.

Incómodo, pues, se lo propuso: algo había que decirle. Pero las consecuencias, siempre arma arrojadiza y explosiva de doble filo, eran impredecibles.

Valoró entonces levantarse y, frente al infractor, a pesar del evento, las expertas y el público presente, formularle un reclamo airado para que se quede quieto.

Podría esperar una actitud desafiante, una injuria, un duelo en la puerta de salida del auditorio. Estoy preparado, pensó. Pero no era lo ideal, en ese contexto. Qué diría la gente. Quién sabe, quizá este señor ocupaba algún cargo importante o, peor aún, era el delegado de alguna autoridad.

Y la pierna que continuaba su cadencia infernal. En la nueva coreografía aleatoria, se había sumado un codo que, empujando con furia al apoyabrazos, daba la impresión de que al joven realmente algo le estaba sucediendo, más allá de la aparente falta total de empatía con la concurrencia.

No podía ser una simple casualidad. A este muchacho le pasaba algo, algo que escapaba a la mirada y a las primeras impresiones. ¿Estaría sufriendo? Imposible saberlo, no sería de buen gusto preguntarle por su intimidad, no lo conocía, y aun así.

Acaso tenía este caballero una dolencia inconfesable, moral, sicológica, física, ¡matemática inclusive! No, no había tiempo para bromas, ni siquiera de las que no se expresan en voz alta. Lo miró, tratando de pasar inadvertido, como buscando a alguien más, al amigo que no había llegado a tiempo y se escondía entre la tercera fila y la quinta. Se notaba que el joven se encontraba incómodo, pero la causa no parecía escapar a la explicación más evidente: ni gotas frías en la frente, ni los globos oculares enrojecidos, ni las manos sudorosas... Por el contrario, su cabellera perfectamente engominada, su mirada atenta y la soltura con que manejaba el teléfono móvil, lo delataban. Estaba simplemente mal sentado, y en verdad no parecía entender que su brusquedad al moverse resultaba gravosa para los demás.

Mientras tanto, la pierna, siempre la misma, cruzada sobre la otra que le servía de piñón, continuaba sus intentos de convertirse en hélice. Y el asiento, de atrás hacia delante, de un lado hacia otro, como una balsa que se hunde inexorablemente. Era el momento de actuar, aunque nos cueste el buen nombre, el honor y la vida, pensó.

Ya en plena desesperación, y habiendo sopesado todas las posibilidades y escenarios, preparado para la acción o para el consuelo, se giró, decidido, agarró del brazo al inquieto y le lanzó, sin más, un ¿podrás estar quieto?, recibiendo como única respuesta una mirada gacha y avergonzada. Y la quietud.

Santo remedio.
Ya podría haberlo hecho al llegar.



22-XVIII-2019, a los cinco meses