Fabrícame una máscara y un muro
que
detenga a tus espías de penetrantes ojos
esmaltados
y garras telescópicas, estupro y
rebelión
en las habitaciones de los
niños de mi rostro...
Dylan Thomas
Yo no soy el que soy... los pocos
sabios que en el mundo han sido...
Yo no soy el que parezco ser...
Cuarteto/ M. Vásquez Montalbán
Uno
Una mañana de mayo de
2008 —pocos meses después de la partida de Valentina—, el profesor Dimitri
Cordero irrumpió en ese apartamento destartalado de la calle Asunción. Los
instrumentos aún se mantenían intactos, la carne carcomida y el ambiente
comenzaba a contaminarse.
La tarde anterior,
dispuesto a tomar el café de las 6 pm en su oficina, se percató que a un
costado del buró yacía una hoja de cuaderno doblada. La recogió. Esto decía:
«Para un legítimo conocedor del arte expresionista y un insigne aficionado de
lo retorcido. Dirección: Asunción y Versalles, domingo 11, 9 am. Siga la
flecha. P/d: no olvide su cámara fotográfica». Arribó a la dirección referida
con quince minutos de anticipación. Se detuvo en una esquina, miró a todos
lados para hallar la flecha que prometía la nota. No encontró nada. Frustrado,
descansó en una vereda temiendo haber sido víctima de una broma. Por fin vio la
única flecha pintada en esa esquina muerta de la ciudad:
|UNA
VIA ►
«Qué idiota soy,
estuvo siempre en mis narices y no me percaté». La siguió rumbo al Norte.
Caminó veinte pasos y antes de llegar a la mitad de la cuadra, se fijó en que
la puerta principal del edificio estaba abierta y a un costado, pegada a la
pared, había otra hoja del mismo cuaderno sosteniendo una flecha dibujada a
mano, que apuntaba hacia el interior. El pasillo era angosto, oscuro y tan
largo que no se distinguía su final. Dimitri lo atravesó sin reconcomio hasta
encontrar otra señal. Caminó a tientas hasta el otro extremo del pasadizo,
donde se topó con una escalera que solo pudo notar por el contacto de sus dedos
con el pasamanos. Ascendió con cautela. Tanteaba con detenimiento las paredes
para encontrar otra flecha y, al no hallar ninguna, continuó ascendiendo. Le
pareció que había llegado al tercer piso; allí encontró otra indicación
parecida a la anterior, que apuntaba hacia otro pasillo que formaba una letra
ele mayúscula en combinación con el primer corredor. Caminó percatándose que la
poca iluminación provenía de unos decroitos colocados sobre las puertas. Cada
paso hacía rechinar el entablado con el que se construían las casas antiguas.
Al terminar el recorrido de ese segundo pasaje, Dimitri encontró una serie de
pequeños pasadizos que conformaban un espiral y los atravesó en segundos.
Limpiándose el sudor de la frente, seguía tanteando las paredes de ese
laberinto. Al fondo del último corredor, destacaba la puerta del apartamento
más alejado. «Creo que volví al mismo punto de partida, pero tres pisos
arriba».
Ya en el apartamento,
percibió una mezcla de distintas fragancias que diferenció sin problema gracias
a sus desarrollados sentidos del gusto y del olfato. Desde que era alumno de la
universidad, en las horas interminables de preparación y degustación de platos
típicos y cocteles, tiempos en los que prefería la cocina a la literatura, tuvo
el gusto de optar por lo más excéntrico, tanto en la gastronomía como en el
arte.
Los aromas en el
ambiente delataron que la noche anterior hubo fiesta. Dimitri pudo reconocer
el olor de varias sustancias que le provocaron una sensación de náusea:
alcohol barato, vómito ácido, pintura fresca y una tenue pero constante
emanación a fresa que no había sentido desde sus épocas de inspiración y
rebeldía en la facultad. Al primer golpe de vista, reconoció sillas volcadas y
una mesa de centro repleta de vasos, algunos con restos de licor, unos vacíos,
otros partidos. Miró a la izquierda y se quedó petrificado al ver lo que
parecía la representación, a gran escala, del cuadro de algún pintor europeo de
finales del siglo XIX: monigotes de tamaño natural, amarrados con sogas a las
sillas —excepto uno, colgado, simulando estar de pie y otro desparramado en el
piso—, componían la performance. Una puesta en escena macabra que
Dimitri podría disfrutar más que cualquiera.
Alguien le ofreció un
mural gigantesco y cumplió. Las cortinas habían sido retiradas, así las
ventanas dejaban ver a la distancia la estatua de la Virgen sobre la loma del
Panecillo. Las paredes estaban pintadas con crayón azul celeste, pero la
pintura simulaba el trazo de un niño. El piso estaba cubierto por retazos de
periódicos. Adherido a la pared, un candelabro viejo sosteniendo una vela de
cera que había sido apagada recientemente. Dimitri observó con atención esos
detalles para pasar luego a los personajes de aquel cuadro grotesco. Los contó.
Seis: pocos centímetros bajo el candelabro, el muñeco más pequeño tenía puesta
la careta de una anciana —o de una bruja—, la cabeza envuelta con un pañuelo
blanco; tenía un babero del mismo color y llevaba puesto un vestido de primera
comunión. A su lado, el monigote más grande: usaba una máscara de Enrique VIII,
el cabello y los labios pintados de escarlata; vestía una túnica raída sin
color definido. En la mitad de la representación se sostenían, amarrados en
sillas, dos personajes del mismo tamaño: un hombre y una mujer. Junto a Enrique
VIII, el hombre pintado el rostro como un muñeco ciciobello, con
expresión de serenidad, usaba un sombrero de lana color azafrán y un lazo negro
de seda terminaba de decorarlo. Su vestimenta era más extraña que la de sus
colegas —pensó Dimitri—, pues este estaba envuelto en el lienzo de un cuadro
viejo que había adquirido una tonalidad turquesa, producto de numerosas
reutilizaciones. A un costado, sentada, su pareja: un monigote con una falda azul
de lino; su torso estaba cubierto por una capa rojo-sangre que ocultaba sus
brazos —si los tenía—; su máscara estaba hecha de papel molido y engrudo,
pintada de blanco y con la expresión de un arlequín que había perdido el alma.
A su derecha, el personaje más elegante del clan: lo vistieron con un traje de
casimir negro, un sombrero de copa y unos mocasines recién lustrados; su rostro
había sido maquillado con base, delineador, rímel, pintalabios granate, como si
se tratara de un auténtico caballero francés. Finalmente, tumbada en el piso,
yacía la última figura frente a la que Dimitri apenas podía mantener la
compostura. Era una muñeca, la más realista de todas, desnuda con el cuerpo
pintado de azul egipcio y el rostro maquillado como una prostituta; lo único
que la cubría era una bota negra y en su cabeza un turbante, semejante al que,
un siglo atrás, solían usar las mujeres para ir a misa.
Dimitri experimentó una
mezcla de emociones inconciliables. De repente, le pareció ver que la efigie
tendida en el parqué había efectuado un movimiento. Acercándose a ella, quedó
paralizado al descubrir que la muñeca, de hecho, era una mujer verdadera.
Revisó a los demás polichinelas y comprobó que se trataba de personas reales,
disfrazadas y pintadas. Examinó el pulso de cada una: ¡vivían!, pero
inconscientes por el alcohol y las drogas ingeridas la noche anterior. Después
de llamar a la ambulancia, tomó fotografías antes de la llegada de los
paramédicos. Y descubrió que en realidad eran cinco personas, tres hombres y
dos mujeres de alrededor de veinticinco años (el disfraz de Enrique VIII había
sido rellenado de trapos y retazos de tela). Creyó reconocer a algunos de
ellos, tal vez fueron sus alumnos en la facultad. Llegó la ambulancia y los
llevaron a todos casi sin vida (igual como sucediera en diciembre en el palomar
de esa casa de citas de La Tola). Cuatro de ellos ingresaron ya muertos al
hospital. El quinto reaccionó favorablemente a los primeros auxilios, siendo
atendido durante veinticuatro horas y dado de alta a la mañana siguiente. No
recuerda a ciencia cierta lo sucedido.
«Seguramente conozco
a quien lo hizo, porque él me conoce. Ahora quiso que apreciara su obra. Sé que
no moveré un dedo para encontrarlo, él vendrá a mí, esclavo del ego. Por lo
pronto revelaré estas fotos y me llevaré la máscara de papel, este violín
caoba, el cintillo verde y este frasco marrón que están regados en la sala,
para examinarlos».
Ocurre que cuando nos
paramos frente a un lienzo que muestra varias figuras antropomorfas, deducimos
y nos convencemos de quién o quiénes lo protagonizan, sus personajes
secundarios y los extras. Lo mismo sucede en esta pintura. Igual a una partida
de ajedrez donde se sabe de antemano que las piezas preponderantes son la Dama
y la Torre y, sin embargo, hay posiciones en las que el Caballo o inclusive un
Peón pueden llegar a ser más poderoso. Es verdad, omití ciertos elementos que
también formaron parte de la «puesta en escena». El cintillo verde ajustaba el
frasco marrón, mientras que la máscara de papel descansaba sobre el violín
caoba. Después de interrogar a Dimitri, la policía confiscó todos los objetos,
excepto la máscara que este pudo escabullir en el revolú. Nadie la tocó esa
noche; no obstante, su presencia cumplía una función importante. Ahora lo
recuerdo claramente y, a no ser por el tamaño de sus orificios nasales, estaría
convencido de que es la misma máscara que Samuel Vargas llevó a clases durante
toda su carrera.
Una de las pocas
ocasiones que descuidó la máscara, debía presentar un boceto de narración para
la clase de Análisis y Creación Literaria. Se trataba de proponer una nueva
obra cuyo objetivo era el de resucitar el género policiaco en la novela
latinoamericana. Era la tarde del martes 5 de febrero (tres meses antes de los
acontecimientos de la calle Asunción). La clase se reunió en el aula 209 a
pedido del profesor, el Dr. Oswaldo Molestina, por tratarse del sitio más
sosegado de la Facultad, donde el ruido de los vehículos no sofocaba las palabras,
pero esa sería la última ocasión que se reunían ahí. Era una tarde normal en
Quito: el sol iba ocultándose y el frío se apoderaba del salón. El Dr.
Molestina sacó de su maletín algunos libros, lápices, esferográficos y
marcadores. Buscó el instrumento más adecuado para hacer apuntes en el pizarrón
de tinta líquida y dio inicio a la clase con un retraso de diez minutos, como
de costumbre. Prefería que todos los alumnos estuviesen presentes para empezar
la cátedra. Sin decir nada, escribió con marcador morado un titular, mientras la
clase cuchicheaba. Se trataba únicamente de dos palabras mayúsculas: OBSERVAR
Y ANOTAR.
Regresó a su asiento;
los miraba con paciencia, enseguida se levantó como impulsado por un resorte y
dijo:
—Aquí tienen el
primer principio por considerar para concebir una narración. Todo,
absolutamente todo lo que vemos, escuchamos y sentimos podría sernos útil.
Cuando algo les llame la atención ¡anótenlo! Lleguen a sus casas y revisen lo
apuntado, con ese material podrán desarrollar una historia. Saber discernir qué
es valioso y qué no es clave; ello dependerá de su conocimiento, sensibilidad,
experiencia y sentido común. En otras palabras, una vez que hayamos reconocido
que un elemento X nos puede servir, es preciso que lo anotemos pronto en
nuestro cuadernillo —ya les he dicho que deben tener uno—. Lo vuelven a leer y,
si pasa ese segundo filtro, ya tienen algo con qué trabajar. La clase anterior
les pedí que trajeran una idea, boceto o esquema para una novela corta escrita
por ustedes. En este curso vamos a analizar y descuartizar sus textos. Es
posible que al final se rescaten uno o dos párrafos. Veamos, señorita Ortega,
qué es lo que tiene.
—Bueno, Oswaldo, yo
tengo el esquema de una novela policiaca —dijo Emilia Ortega, con su habitual
tono de soberana, típico de las alumnas muy estudiosas y odiadas. Lo gracioso
es que van pasando las generaciones y siempre en cada una hay una representante
de la alumna «matona», soberbia y egoísta; como si la última le pasara a la
siguiente una antorcha simbólica diciendo «aquí te entrego la posta de mi
trabajo, tienes una gran responsabilidad. Hazlo bien». —Utilicé fichas
—continuó—, mapas conceptuales, cuadros sinópticos, entre otras herramientas.
Se trata de la investigación que hace un célebre escritor (y también profesor
universitario) sobre el crimen de un reportero de prensa. Después, una alumna
suya se une a la investigación. Los dos se enamoran. En las calles, durante la
investigación, aparece un tercer personaje, amigo del periodista desaparecido y
decide ayudar al escritor y a la chica. Cuando el escritor está a punto de
resolver el misterio, desaparece y más adelante también ella. El amigo del
periodista decide continuar solo con la investigación y en la escena final hace
un terrible descubrimiento y es que…
—Espera un momento
—interrumpió Oswaldo—, primero me gustaría que me explicaras en qué consiste
exactamente cada elemento que has mencionado y cómo desarrollaste el esquema.
Suena bien lo que has dicho, tal vez pueda ayudarte a pulirlo.
—Desarrollé el esquema
más básico de la narratología: primero se me ocurrió la idea de un crimen como
lo más general, luego determiné la trama, ya sabe, introducción, primer nudo,
desarrollo, segundo nudo y el desenlace. Después los personajes, lugares,
tiempos y narradores. Con la ayuda de los cuadros sinópticos, armé la historia
definitiva y en las fichas escribí los capítulos. Eso es todo.
—¿Tienes escrita la
primera línea?
—Sí. Aquí tengo. Y no
solo la primera línea, sino todo el primer párrafo.
—Ajá. Ahora léelo, por
favor.
—Está bien. «El nombre de Aarón Paladino ha
sido cuestionado desde el momento en que decidí dedicar mi vida a la
literatura, será gracias a obras como: El fantasma homosexual de Edgar Allan
Poe o Semen derramado sobre un cuadro de Picasso, cuando gané el
odio del público. Sin embargo, tengo la conciencia tranquila porque sé que
siempre he tratado de llegar a la verdad poniendo todo mi esfuerzo y honestidad
en ello. Aunque puedo decir que he alcanzado objetivos y que mi nombre, aunque
cuestionado, no será olvidado; hay algo de mi obra que pienso falta y antes de
morir quiero completarlo: la escritura de una página de la vida real. Tomemos
como ejemplo un caso que ha inquietado mucho a nuestra sociedad en los últimos
meses: la desaparición del periodista Andrés Bozzo. Sabemos que este hombre,
después de hacer un reportaje sobre las chicas scort en la ciudad,
nunca volvió a su casa ni se supo nada de él. ¿Qué más sabemos? No mucho. Se
han hecho varias especulaciones sobre quiénes fueron los responsables o si aún
está vivo. Eso en realidad no me importa. Lo que me interesa averiguar es:
¿cuáles fueron los motivos de la desaparición de Andrés Bozzo? Esta
investigación será la postrera obra literaria de mi vida y a la que dedicaré
mis últimos días. Espero tener éxito y que Dios me bendiga».
—Este párrafo me
recuerda el inicio de El túnel —dijo Oswaldo—, donde el narrador es el
mismo protagonista y habla en primera persona. También se asemeja en el hecho
que nos advierte que va a narrar una historia cuyo motivo principal es el
mismo. Ahora bien, ¿qué les parece a ustedes lo que propone este fragmento?
—A mí me parece que
no aporta en lo más mínimo al alicaído género policiaco —dijo Samuel—. Solo
veo otra historia de crímenes, amoríos de mercado, misterios, giros inesperados
y asesinatos en serie. Nos plantea una vez más la interrogante de ¿quién será
la siguiente víctima? Y claro, ¿quién es el asesino? ¡Ah! Tú propones que habrá
más de un narrador, ¡qué genial! o ¿tal vez estás orgullosa de tu narración
porque le tendrás al lector todo el tiempo suponiendo y especulando? Emilia,
por favor, ¿dónde está la pasión en este proyecto? ¿Dónde está la ruptura?
¿Dónde estás tú en estas líneas que leíste? Creo que lo único interesante está
en la entrada del protagonista cuando cambia de una manera muy fina de tercera
a primera persona en una sola oración. Nada más.
Emilia lo miraba con
rabia, pero nunca se atrevió a interrumpirlo.
—Es como dijo Ernesto
Sábato en Abaddón el Exterminador, aquí lo tengo justamente —continuó
Samuel— en la parte en donde Quique propone una serie de ideas para la creación
de una novela. ¿Crees, Emilia, que son unos genios los pseudonarradores que
escriben, por ejemplo, una narración sin mayúsculas ni tildes ni signos de
puntuación? Para mí únicamente son unos hijos bastardos de Joyce o de Camilo
José Cela que, como tú, no tienen idea de nada. Quique esboza una serie de
sugerencias para que un futuro investigador las considere, seleccione las más
convenientes, las desarrolle y pueda crear una verdadera obra literaria; creo
que tiene mucho que ver con lo que estamos discutiendo aquí, si me permite
Oswaldo leer este fragmento. El personaje, entre otros puntos, plantea lo
siguiente:
9. Novela en que el
lector debe reemplazar la palabra papá, cada vez que aparezca, por televisor
(o por sapo, o guirnalda, o estereofonía, patapúfete). Variante más complicada:
el sustantivo papá debe ser sustituido por un verbo, lo que jode bastante la
construcción, pero ahí está la broma y ahí se pone a prueba la habilidad del
lector. 10. Novela-lotería: se vende en combinación con la Lotería Nacional. El
número premiado indica el orden en que deben ser leídos los capítulos. Los
premios menores dan otras novelas posibles, aunque de inferior calidad. Si se
saca solo terminación, la novela se convierte en un cuento así de corto.
—Es interesante lo
que dices, Samuel —dijo Oswaldo con voz grave—, pero hasta ahora oigo que estás
reproduciendo el criterio de Sábato. Me gustaría escuchar tu proyecto.
—Con gusto, pero
antes quisiera que me permita terminar este fragmento: 15. Novela en
combinación con el Intelligence Service: leída literalmente es una cagada, pero
con la clave que se vende por separado es una interesante revelación de la nueva
ola. En esta última idea quiero detenerme. Al leerla por primera vez, me
sentí un tanto frustrado, porque yo, justamente, había tenido una idea parecida
y pensé que el autor se me adelantó. La volví a leer y me di cuenta que eran
dos diferentes. En este punto yo propongo la idea número 16, siguiendo el esquema
de Sábato y se puede adaptar al teatro también: de igual forma, se escribe una
novela dividida en dos partes y se publicará en ese orden, tal vez con un año
o dos de intervalo. Aquí no habrá libro de claves ni páginas en blanco ni
destrucción de las reglas gramaticales. La primera parte cuenta en orden
cronológico la vida de un hombre solitario que no pega una con las mujeres.
Allí relato sus intentos frustrados, sus experiencias traumáticas, rechazos,
humillaciones y los interminables ratos de soledad en su cuarto donde se la
pasa cavilando y sufriendo. Vive solo y casi no tiene amigos. También relataré
un par de momentos traumáticos de su niñez, que posiblemente provocaron en él
esa incapacidad absoluta de acercarse a las mujeres. Pasan los años y su
situación no cambia. Afectado y abatido, toma una medida desesperada: adopta a
una niña pequeña para criarla y educarla, con el propósito de que cuando ella
cumpla dieciséis años se convierta en su esposa. En la primera parte continúo
narrando los sucesos del protagonista en compañía de la niña. Cómo la mantiene,
le enseña cosas, la asea, la viste, la alimenta y cómo se va obsesionando con
ella. Más adelante narro cómo la lleva a la escuela, al club de música, al
parque. Y también sus celos enfermizos cuando ella le cuenta que le gusta un
niño. La castiga y a base de manipuleos consigue que Minerva (ese es su nombre)
se aleje de cuanto niño se cruce en su camino. Viene el colegio y para el protagonista
es más difícil aplacar las hormonas en estado de ebullición de la adolescente;
pero siempre logra que ella no se relacione con nadie. Cuando Minerva cumple
trece años, le explica qué es para él. La niña acepta. Finalmente cumple los
dieciséis años y el día del matrimonio, en la luna de miel, él se suicida.
—Eres un depravado
—dijo Emilia—. ¿A eso llamas arte? Y te atreves a criticarme, yo diría más bien
que tú eres un hijo bastardo, pero de Bukowski.
—Aún no he terminado.
Al igual que la idea de Quique, se publicará una segunda novela con algunas
escenas que omitió el narrador en la primera parte. Como una especie de novela
paralela, aclarando cuestionamientos que pudieron surgir. Se trata de una obra
que complementa la primera y las dos forman una sola. Esta segunda obra
empieza tan pronto el protagonista no puede más con su soledad y decide
adoptar una niña para casarse con ella. En los primeros capítulos se cuenta el
trato poco filial que el individuo mantiene con la niña, para que ella no lo
vea como a un padre. Pero no deja de darle cariño y protección. Él le enseña a
bañarse sola; sin embargo, en ocasiones, desde que la niña tiene siete años,
ya no se aguanta y la baña él mismo, prepara el agua caliente, la lleva al
baño, le quita la ropa, entra a la tina con ella y empieza a enjabonarla,
masajearla. Salen del baño. Le pone talco en su cuerpecito y escoge el
calzonario que va a usar. Cuando termina le deja descansar y él corre a su
cuarto a masturbarse. Capítulos más adelante, cuando la niña va a la escuela,
él toma su ropa interior y se pone a aspirarla. Algunas noches, mientras ella
duerme, se acuesta a su lado, la abraza y empieza una lucha consigo mismo
proponiéndose no hacer nada, y siempre termina poniendo su mano izquierda en
uno de sus pechos, luego va bajando. En otro capítulo, cuando ella cumple once
años, los dos se van de camping a la selva. El ambiente del lugar, el
calor hicieron su parte y bueno, el resto no es difícil imaginar. Hacia el
final de la obra, cuando Minerva cumple los dieciséis, el viejo se dio cuenta
que la joven era un objeto moldeado por él, sin voluntad ni temperamento.
Minerva, en definitiva, era el producto de sus enseñanzas, de todos los abusos
cometidos y de aquello que le privó y los traumas que le transmitió; la joven
hacía lo que él decía sin una pizca de dignidad ni conciencia. Todo eso lo
llenó de amargura y desolación, más que la soledad. Y se mató.
—¿Qué pasó con la
chica?
—No se sabe, ahí
termina la novela. —Samuelito —dijo Oswaldo—, no podía esperar otra cosa de tu
cabeza. Me gusta la idea. Ahora desarrolla el primer párrafo y para la próxima
clase lo analizaremos.
Una vez más, el
taller finalizó quince minutos tarde. Oswaldo abandonó el aula sin mirar
atrás, después los alumnos. Samuel se quedó revisando algunos apuntes y cuando
se dio cuenta, se había quedado solo.