Nada me
detiene. Ya estoy en las lindes, veo los jardines plomizos de la caída de
ceniza del Volcán; escucho el cuchicheo medroso e hipócrita de las devotas que
había en el templo de su cráter, que han bajado al pueblo juntas. Siento el
miedo como las descargas de una electricidad tan helada como el beso de las
putas que se enamoran. Vivo el dolor. El odio y el miedo brillan titilantes, me
seducen y abarrotan. Se desbordan pronto. Es el
Quítoo-pétreo-céntrico-del-odio. Es, además, el latido de mi corazón,
extraviado entre el granizo de Carnaval, que se pudre debajo de una buganvilla,
junto al arupo... A mí me corrompió la enredadera del taxo, una mañana en el
jardín.
Miro al cielo, más
allá del firmamento, al Cristo de túnica blanca, abominable, deformando su
rostro hasta una mueca que rebasa la brutalidad, la demencia, que se sacude en
contorciones histéricas. Al final del ciclo de figuras en las que se abstrae,
al volver a un semblante agónico involuntario, violento, le crecen guadañas por
miembros, que rotan mecánicamente, chispeantes.
La sinrazón
peatonal enmudece sometida; la venganza, el sentido de injusticia, cualquier
desengaño se anula en los corazones, que entonces sólo están dispuestos a su Purificación.
Diviso que EL
TRIUNFO DE LA MUERTE, en el centro de un muro con carteles que anuncia lo más
reciente del boom tecno-tiahuanaco, se consuma y eterniza,
mesiánicamente.
De todas, sólo las
voces adulteradas de ceremonias subterráneas se distinguen. Un clérigo inmundo,
agusanado, excitando a una multitud viciosa de lobos y mujerzuelas que se
acarician, levanta una imagen del Redentor desnudo; le acaricia la verga
bobina, por la que derrama su llanto de sangre, repartiéndose a la sed de los
feligreses.
Un santo incógnito,
juvenil, que desempeña a su vez las funciones de lazarillo, se inclina hacia el
sacerdote y levanta sus hábitos, entregándose a la tentación que le pervierte.
El aspecto del cura es ahora el mismo que imagino del personaje del cuento de El Gran Masturbador, cuando se coloca
una malla de plata que le cubre la cabeza hasta las sienes, de orejeras. El
muchacho angelical se somete a la manipulación de voz de mando del sacerdote;
él, encuentra, con su mirada dirigida al infinito, a Satán donde yo sólo veo
vacío. Pero Satanás está afuera, posesionándose de Cristo.
Los huéspedes me
invitan a compartir el ritual, a probar de las hostias secuestradas de las iglesias,
aderezadas con excremento y otros fluidos corporales. Indiferente, tomo el
camino de salida, y se inclinan, desesperados, menesterosos, arrepentidos a mis
pies en actitud suplicante. Sobran las explicaciones, los llantos, los ruegos y
amenazas. Pero por fin salgo; estoy en el patio de una escuela. El cura me
observa desde un ventanal alzado y flotante en el aire, mientras ulula un
cántico celestial, aullando con su hocico de perro, y me indica un libro que se
parece a... Pero me marcho.
Afuera, creo que lo
he visto todo esa noche. La extensión de las calles es un solo cementerio,
donde cada esqueleto se apresura en cavar su propia fosa antes de ser
sorprendido por el Juicio Final. Los niños, que mantienen su piel y ropas de
algodón americano, se dedican a adornar las tumbas de sus padres con alegorías
florales estrambóticas. Uno de los jardines tiene las figuritas de un pesebre y
los action figures apuntando con sus lanzallamas al Niñito Divino. A mí
me parece simpatiquísimo.
El Cristo
endemoniado de las guadañas, dios de la muerte, dios del nuevo cielo y de la
nueva tierra, despide la luz más brillante y hermosa que vi jamás. Los vivos se
entierran. Los muertos bajan hacia los bosques intrincados de los valles en
busca de cavernas o nichos sin costo, en cementerios nuevos, modernos, saturados
de comodidades, como lloronas de cinco centavos y servicio de bar, fragancia de
pino garantizada.
Es en Tompácoo
donde «el signo de nuestro nuevo cementerio es la pulcritud», como
anuncia el comercial de televisión que le promociona –por las madrugadas, para
no asustar a los chiquillos. Es más, se edifica sobre un pantano que con el
tiempo termina absorbiendo los cadáveres de los que permanentemente se
alimentan las truchas color salmón, para el deleite visual de los ángeles que
también lo visitan, de puro majestuoso que es. ¡Imagínatelo desde arriba! Los
nichos están construidos en mármol... de Carrara, por Miguel Ángelo, y el
dispositivo centrífugo de expulsión de retrete es un invento del famoso
arquitecto F. Lesseps, viajero prófugo, que, en su presencia de ectoplasma, se
arrima a una columna griega, desde la que contempla la orilla: sostiene un
portafolio tipo james bond, limpia las pelusas de su terno oscuro de
casimir inglés; en su mano izquierda, sostiene un reloj de colgante plateado
que, en su tapa abierta, lleva la inscripción de alguien que no es él, y ojea,
en la derecha, un cuaderno de viaje con fotografías en sepia de unas costas del
Caribe colombiano y de una Venezuela salvaje. En uno de los bolsillos traseros,
un fotograma del cadáver descompuesto de Saint- Simon.
El Valle de los
Chalcos, San Antonio, Cumbayá y el Castillo del Gringo Loco -nombres sólo
imaginados por el delirio-, están inundados por las lágrimas, que cruzaron como
un río el Monte Amarat, de los negros que viven del otro lado, desilusionados
por la estupefacción que les produce ese Cristo de los horrores, de los mil
demonios, que les tapa el sol y les hace blancos con su brillo inmaculado
artificial, ahogados, ya muertos flotando sobre la tumba de sus lágrimas. Los
desaparecidos en el tsunami de Madagascar-Zanzibar-Sri
Lanca-Bangladesh-Indoneisha, flotan arrastrados por la corriente; en el éxodo
se mezclan con los naturales, de los que muchos quedan sin hogar ni plaza de
trabajo, y se hunden en pantanos tristes, volviéndolos todavía más hediondos.
La conversión
satánica de Jesús domina el horizonte: es el propio canónigo Docre, importado
de París por el primo del que trajo traducido a Maldoror, R. G. De la C., V.
Blasco I.
El Cristo malo es
un astro indiferente, aunque siga con sus muecas, fumando e inhalando drogas y
vomite en sus borracheras, uno, con lo de la costumbre, se olvida de ver
pronto, como antes se hacía con el sol.
Mi andar es
liviano, mi cuerpo casi flota como una pluma. Por mi ruta, esporádicamente, se
atraviesa un desconocido que me ofrece una postal del fin del mundo y la tumba de todos sus grandiosos sueños.
Asume como una ofensa el centavo que le extiendo, porque considera una obra de
arte la fotografía plagiada de alguno de los diarios capitalinos, de la
erupción del Volcán. Al menos, no me insulta. Se detiene en una esquina; con el
centavo le alcanza para una funda de moscas con maíz tostado y limonada.
Al desembarazarme
de ese sujeto, me fijo que en la cuesta hay otros, a los que sí conozco, a los
que saludo guardando distancia. A ese poeta ganador de certámenes
universitarios se le siguen cayendo los pantalones por el peso de sus versos
nuevos, que le van como bloques de cemento en los bolsillos. Se nota que no
tiene remedio, que se sigue lamentando de haber nacido en este «mundo egoísta,
sin una gota de solidaridad». ¡Qué pena! Quiere que yo también crea que
se siente peor de lo que está: ¡Está
tan triste, él, el ermitaño! Pero a ninguno de los poetas como él en el
mundo le falla la conciencia de ese modo. Le pierdo de vista cuando se
encuentra con su séquito de muchachitas.
Los kioscos de la
Calle de las Rebajitas no tienen quién atienda; entonces yo rebusco en la
mercadería y sólo hay falsificaciones de prendas Levis y gafas Ray-Ban.
¡Sólo lo hago por el puro gusto de robarles!.. Del fondo de un cartón de
zapatos chinos aparece la Clara, justo cuando voy a asaltar el puesto. Quedo
paralizado y disimulo. Me advierte atención sobre el Cristo-Docre que corona
este mundo; también se refiere a la importante necesidad de volverse bueno.
Le pregunto que para qué. Ella continúa: «Hermano, entrégate a Su llamado.
Siente que te consume por dentro, que Su saliva trasmuta en oro tu interior. Ya
estás enriquecido, renovado: tus vísceras son de veinticuatro quilates ya. Ve,
hermano, ya puedes regresar a El Dorado».
Miro a mi
alrededor, solícito de un baño público para comprobar la pureza de mis
intestinos.
Parece más drogada
que de costumbre; sus gestos y formas de entonación son iguales a los de
cualquier charlatán de la tele: predicador o los de promoción de productos de
magia dietética, los de los noticiarios... ¡Aj! Esa declamación ridícula la
denigra al nivel de los maleducados participantes de cualquier concurso de “Libro Leído”.
»¿Sentiste que la
Luz te traspasaba? Tienes la fuerza para vencerle, de negarle. Vuelve
con nosotros, regresa a nosotros intacto.»
Extiende su brazo
para ejemplificar su petición, señalando un redil de vacas que cruzan la Nueva
Vía Intercontinental. Continúa a apretarse el plexo solar, aunque el paso del
ganado produce una colisión de vehículos múltiple desastroso. Pero ella no se
percata. Se lo impide esa inspiración.
»Yo encontré la
Esperanza, puedo dar testimonio -dice, y saca de su bolso un frasco de crema hidratante
que irradia un brillo propio, que se bebe hasta el fondo, y ejecuta una
pantomima de exhalación: refrescante... ¡Ah!, de lo más sofisticado e
inspirador.»
Me siento, de
súbito, en el tope de la incomodidad. Me estorba de veras la posibilidad de que
la Clara sea una partícula de mi propia conciencia, como ocurre al revelarse
esto en sueños.
Pero éste no es un
sueño. Es sólo ocio lo que yo invierto. Tiempo desperdiciado porque no es
productivo. Es lo que me quita tiempo para no pensar en nada.
La Clara me muestra
un disco de acetato con la imagen del Ché, y quiere que lo bese para terminar
mi iniciación. Es suficiente: arrojo el long play, lo más fuerte que
puedo, contra el suelo. Y el acetato regresa, de rebote, a sus manos. Sigo
bajando por la cuesta, atesorando el mágico objeto. Regreso a mi cerebro, a la
terraza del centro comercial donde me chupo un helado y, a intervalos, con
pegajosos labios, el cuello de la cualquiera que aceptó acompañarme hasta acá.
¿Qué parte de mí,
que se representa en la Clara, tiende a ese tipo de la religiosidad?
Es mejor que sea la
Clara, y nada más. Para mis próximos delirios estaré preparado. Ahora me son
indiferentes las evidencias científicas y de la fe respecto a la existencia de
Cristo, también del Ché. Simplemente es una disminución en la fe de esa
existencia histórica; su complejidad la atribuyo al misticismo.
Lo que quisiera de
veras es no creer más en Cristo. No me enorgullezco... Es que, no obstante,
evitarlo es imposible. No lo veo en el Odor Teter, nuestro querido buque
fantasma, donde compartimos camarote.
Regreso al patio de
la escuela. El clérigo pronuncia mi nombre, lo aúlla.