(Libro inédito)
Abríganos del hombre, de la mujer.
Lábranos el ascenso de los dioses, como en agua y luz.
Que sea indeleble el castigo de renunciar al cuerpo.
Memoria levitada
Memoria construida en santuarios y verbenas.
Memoria que trajina en la visión nublada.
Memoria en el atuendo de las calles.
Memoria en la sensación de la madrugada espinosa y etérea.
Memoria en los tendones del suelo, cuando movedizo es quien
camina.
Memoria ¿cuándo dejamos de ser aliados y bebiste el néctar
del silencio para tus batallas?
El golpe de todos los días en las fracciones del aire,
el golpe en las salas de proyección que ya han desaparecido,
en los barrios ahora ahuyentados por otros barrios,
donde sigue el mismo relojero intentando ver con su lupa
todo el desatino del tiempo.
El duro golpe cuando
perdimos la fragancia en los depósitos de madera
y la calle Eloy Alfaro con todos los golpes de empotrados
fantasmas
destilados de agua
muerta
y los cuchilleros que
desde un zaguán miraban la llegada de las lanchas
y en ellas, sus hijos
cargados de lunas rancias,
de confidenciales
cicatrices, de idiomas solo entendidos por la paciencia de las islas.
Y sabrán que ella estuvo allí,
en medio de los comerciantes,
en el lomo concho de
vino de los cangrejos,
en la soga con
la que el loco quería atrapar cometas,
en los cajones del reposo amarillo de las naranjas,
en el subsuelo de lodo infinito y sosegado.
“Manglar que calla a diario su conciencia, manglar
expatriado de la ciudad ahora limpia, ahistórica anacrónica… Conspiarada”.
Ella supo desembarcar el equipaje que traía el tren
y lanzarle al invierno toda la lejanía de los brequeros.
La fluvial manía de pensarla,
de hacer de mi mente
una cuadricula con toda la enfermedad mortal de vivir
y sonreír a veces.
Memoria en forma de cráter,
de lava adherida al día entero.
Memoria en las inmediaciones de un lago
En la flor contigua al descanso forzado en las clínicas.
Memoria en los muros que dividen la felicidad del tedio.
Memoria en los cuadros aglutinados en la sien.
Cuadros de cera, de óleo, de pintura de caucho para que se
quede para siempre la tonada viajera del río, del río siempre.
Memoria en las primeras iglesias, en las de los lunes, en el
polvo que junio levantaba.
Memoria en ese tú que ya no tengo, en ese tú que es solo
escarnio de un pronombre
Memoria en el la piel rugosa de las iguanas.
Memoria en los pasajes comerciales y en las revistas.
Memoria cóncava, pentagonal, de poblaciones donde pronunciar
el aliento de las manos.
De las manos de mi padre entrando en mi rostro y
descubriendo un país de arrugas.
De arrugas en la sangre como escribió un poeta.
De arrugas en la habitación del niño, del viejo, del amor
baldío.
Pero ella habló con los guardianes, con los cadeneros.
Se sentó en una carreta y pidió que la lleven al SUR,
siempre al SUR para
escapar de los feroces lobos,
de las frazadas de cemento en las que sorbía distancia el
anciano
con el retorno a alguna casa en sus ojos.
Yo la vi desesperada en el calor de las madrugadas
invernales,
cuando en una luz
lejana se comprimía el inmenso mundo que no he tocado.
Ella estaba vestida de vaho, de lodo y de insectos.
Fétida, tísica,
raquítica, con un velo de sal, del que resbalaban todos sus hijos.
Memoria en el trayecto de los buses
En navajas quebradas por la intermitencia de la llovizna
En el horizonte plomizo para el descanso de los gallinazos.
Ellos querían adobar muertos cerca del mar
Ellos querían devorar muertos lejos del mar
Y arrasar con el cadáver del aire.
Memoria en el entumecimiento del poema,
En las costuras del día lento en el que vaciarse.
Pero sabrán que ella estaba allí,
en los andamios de
arcilla dónde solo hay espera y materia muerta.
En la ira que solo sabe del tiempo disecado.
En el delito y la culpa de no poseerse, de estar en
medio del hambre dentro de uno mismo.