El abogado se levantó y con una seña invitó a salir a los sobrevivientes.
El ágape terminaba en su oficina y los vencidos por los efluvios espirituosos
del whisky, roncaban en sus asientos. Abajo nos esperaba “el Séptimo”, el taxista de confianza del
Gato Salas, nuestro anfitrión, amigo querido y jurista sexagenario divorciado
en varias ocasiones. Cuando el reloj daba las doce, cuatro personas íbamos en
el taxi hacia el antro favorito del
Gato.
En la puerta de entrada, un gigante saludó servil al abogado y nos condujo
dentro del local, ordenando a un mesero que acomode la “mesa del doctor”. Luego
del pasillo parcialmente iluminado, ingresamos a la sala de baile donde algunas
parejas se movían con desgano. Nuestro ingreso tuvo su gracia, pues el Gato
Salas a pesar de ser rollizo y bajo de estatura, avanzaba con el aire de un
verdadero “capo”, envuelto en su elegante terno gris y en el respeto que todos
le tenían en ese sitio. Atrás íbamos El Negro, Max y yo, luciendo azabaches
chaquetas de cuero, cabellos en coleta y barbas de candado, que nos daban un
aire de guardaespaldas o matones.
El mesero nos puso frente a una tarima amplia, el "doctorcito" al que todos saludaban reverentes pidió “lo de siempre” y minutos después, llegó una botella de whisky y cuatro copas de vino blanco. Wendy una hermosa mulata alta, favorita del Gato Salas, lo recibió con arrumacos y se acomodó a su lado. Llegó luego una esbelta rubia, que tomó su copa y se colocó junto al Negro. Una joven montuvia se sentó junto a Max y una menuda treintañera blanquísima, con brillantes labios de carmín, vino hacia mi.
Nunca me he sentido muy cómodo en esos sitios, porque como dice El Negro, a
medida que me emborracho me da la “sociológica”, puteo al sistema que pone a
esas muchachas allí, y aguo la fiesta a mis acompañantes. Pero esa noche la
adipsia infinita y el reencuentro con los viejos amigos me tuvieron sereno.
La consigna de las chicas era hacernos sentir bien para que gastemos dinero en su vino y servicios profesionales. Mi apatía silente no conducía ni a lo uno ni a lo otro y Shirley, se arrepentía de no haberse sentado en otro lado. Nos sumergíamos en nuestras bebidas, dejando psar ralas sonrisas mutuas, hasta que le pregunté con seguridad: ¿Tú eres de Manabí, verdad?. Siendo un buen conocedor de los diversos rincones de la provincia, podía reconocer de inmediato el tipo manaba. Seguí con las preguntas, al principio como si fuera el Registro Civil y luego con alegre curiosidad, pues sus respuestas nos ponían a ambos en una geografía querida. Cantón?, Rocafuerte; Comunidad?, La Recta; Caserío?... Ella venía de un pequeño asentamiento donde trabajé unas cuantas semanas, pero que se gravó en mi memoria al ser un pintoresco lugar donde mulas y caballos superan en número a motos y bicicletas. Recordamos a la anciana profesora Rubí y la cantina de Don Joffre, al terrateniente y al coqueto cura que venía los domingos. A la segunda copa me comentó que con “El Niño” su familia perdió cosecha y siembra, por lo que vino a Quito a trabajar en una fábrica de medias, pero gracias al mal gobierno, ésta cerró meses después. Entonces, se vio en la disyuntiva de regresar a su tierra como una boca más que mantener, o quedarse… La primera semana fue horrible, me dijo, no podía dormir con el sentimiento de culpa, imaginando las caras de mi padre y de mi hijo al saber de mi nuevo oficio. Pero luego una se acostumbra, sentenció tragando saliva. Le recordé que en un mes vendrían las fiestas de la Virgen del Carmen, me sacó a la pista y nos enredamos en la cumbia. Al oído, como si me contara un secreto, me invitó a su habitación y discretamente deslicé un billete entre sus manos. Volvimos al sofá y con la misma voz bajita, confesó que su hijo está ahora en una escuela particular y que ayuda al padre con los fertilizantes.
La consigna de las chicas era hacernos sentir bien para que gastemos dinero en su vino y servicios profesionales. Mi apatía silente no conducía ni a lo uno ni a lo otro y Shirley, se arrepentía de no haberse sentado en otro lado. Nos sumergíamos en nuestras bebidas, dejando psar ralas sonrisas mutuas, hasta que le pregunté con seguridad: ¿Tú eres de Manabí, verdad?. Siendo un buen conocedor de los diversos rincones de la provincia, podía reconocer de inmediato el tipo manaba. Seguí con las preguntas, al principio como si fuera el Registro Civil y luego con alegre curiosidad, pues sus respuestas nos ponían a ambos en una geografía querida. Cantón?, Rocafuerte; Comunidad?, La Recta; Caserío?... Ella venía de un pequeño asentamiento donde trabajé unas cuantas semanas, pero que se gravó en mi memoria al ser un pintoresco lugar donde mulas y caballos superan en número a motos y bicicletas. Recordamos a la anciana profesora Rubí y la cantina de Don Joffre, al terrateniente y al coqueto cura que venía los domingos. A la segunda copa me comentó que con “El Niño” su familia perdió cosecha y siembra, por lo que vino a Quito a trabajar en una fábrica de medias, pero gracias al mal gobierno, ésta cerró meses después. Entonces, se vio en la disyuntiva de regresar a su tierra como una boca más que mantener, o quedarse… La primera semana fue horrible, me dijo, no podía dormir con el sentimiento de culpa, imaginando las caras de mi padre y de mi hijo al saber de mi nuevo oficio. Pero luego una se acostumbra, sentenció tragando saliva. Le recordé que en un mes vendrían las fiestas de la Virgen del Carmen, me sacó a la pista y nos enredamos en la cumbia. Al oído, como si me contara un secreto, me invitó a su habitación y discretamente deslicé un billete entre sus manos. Volvimos al sofá y con la misma voz bajita, confesó que su hijo está ahora en una escuela particular y que ayuda al padre con los fertilizantes.
El Gato Salas mientras tanto, gozaba de los cariños de Wendy; Max, con una mano entre las piernas de su acompañante disfrutaba del show de striptease, y El Negro había subido a la habitación de la rubia. Invadidos por el cansancio y en mi caso la borrachera, Shirley apoyó su cabeza en la mía y nos tomamos de la mano. Se encendieron las luces y la misma voz que invitaba a las chicas a pasar a la tarima anunció el fin del show. Wendy y el Gato Salas, jugaban a ser dos enamorados que no querían separarse y El Negro ayudaba a Max a tenerse en pie. Me despedí de Shirley con un besito y afuera, "el Séptimo" estaba listo para devolvernos a la oficina legal.
Casi un año después me la encontré en el bus. Me dijo que iba al trabajo, al mismo, pero solo hasta la semana siguiente. Regresaría a su tierra, por su hijo y porque la finca del padre iba mejor. Antes de bajarse me recordó que las fiestas de la Virgen del Carmen venían pronto. Si está por Rocafuerte, salgamos a bailar, me dijo, y puso en mi mano un papelito enrollado. Adentro estaba su número de teléfono.