Bernardo Sarmiento
(Hospital Psiquiátrico San Lázaro)
Al
final del día nos va quedando un rostro, un solo rostro, uno que pareciera de
barro, pegado al otro, al que fue, al que sucumbió en la niñez y pasó por la
niebla de la pubertad luego, un rostro que cabe perfectamente sobre el hueco
del otro, y debe mirar para entender que desde ahora y hasta el fin, ese será
el rostro de un hombre.
Mortal
y móvil, hombre desnudo dentro del mismo hombre desnudo, hueco del molde donde
antes hubo un niño,
niño
que asoma los ojos sobre el árbol de la adultez, y mira hacia abajo sabiendo
del camino, pero olvidándolo sin prisa
ni pena.
Ahora
cuidas de otro niño, hombre desnudo, ahora tú eres un niño que cuida de otro,
y
vives en el mundo, y sueñas y duermes y comes en el mundo,
hombre,
sinónimo de ti mismo, cuerpo que camina en la calzada,
cuerpo
que se moja y luego suda y luego orina,
cuerpo
al fin, cuerpo donde colocar las llagas y los méritos,
cuerpo
con un rostro de barro que contiene a un niño que cuida ahora de otro niño,
ya lo
he dicho,
cuerpo
que cree en la ventaja de estar perdido, en el agua en el rostro y en el agua
sobre las ventanas desde adentro, cuerpo que cree en los rayos y en las retinas
que ven los rayos,
cuerpo
que cree en la soledad de los cuerpos, en la fiesta de la soledad de los
cuerpos, en las horas vacías, tibias, en silencio, en las horas cuando un
imperio puede amanecer muerto, devastado. Pero él está solo y feliz pensando
que la paz es algo que crece en las paredes de la casa.
Cuerpo
que también cree en los otros cuerpos, en ese dormitar con los brazos
enlazados, en esa infinita dignidad de la ternura cuando un cuerpo duerme sobre
otro, y nadie los ve sino esta pupila que imagina verlos mientras escribe sobre
el calor de los cuerpos unos sobre otros.
Cuerpo
que cree en la boca cerrada cuando sabe que la hora tiene azufre, cuando sabe
que todo lo que diga podrá ser usado en su contra [cuando sabe que no todo en
la vida es lobbying ni pasillos de televisoras ni treinta grandes en el
bolsillo] cuerpo que no se cae sobre las botas ni los zapatos de otro cuerpo.
Cree
también el cuerpo, en la salud de la enfermedad.
A los
pocos años, el cuerpo de la infancia de este cuerpo supo que el silencio era
como el filo de esa luz intangible, abierta, de vértigo, y pensaron que era
autista, o que simplemente era estúpido, pero el cuerpo de la infancia
imaginaba el mundo sin conocerlo, y luego imaginaba el tamaño de ese mundo,
donde entrasen jardines con hierbas y a veces, con perros muertos como mascotas
enterradas en los jardines, bajo árboles de tomate, imaginaba él el mundo,
cuerpo de la infancia sobre los ladrillos de las nubes, es decir, el frío donde
fue feliz y no ladrillo ni frío por ladrillo ni frío, sino por sábados de
gloria donde dejó de entender a dios, y se dedicó a la tristeza más festiva, la
de contemplar el mundo desde las tardes, y su boca cerrada, y su espaldita de
niño flaco, frágil en definitiva, hermoso en definitiva, cuerpo de la infancia,
niño orfebre que fue mutando hasta comprender más el silencio, hasta lograr
articular algo dentro del silencio, y así dejar de llamar a dios, dejar de
temer a dios, y buscar entonces otras razones para la sed del infinito, esa
ilusión, esa ilusión óptica, de nervadura, de hipocampo, buscar otros dioses y
encontrarse enlodado luego del vacío, y luego de los vidrios de las botellas,
encontrar a otros dioses para decirles: no. Me quedo aquí, estoy perdido y
completamente feliz, no tengo idea de la vida, no sé qué es esto, no puedo
quejarme porque no tengo idea de lo que me quejaría, gracias dioses, oh,
gracias dioses, pero no, vayan, repliéguense y déjenme, [que aquí no ha entrado
ni Godot] ahora lo sé, cuerpo, esto es lo que cree, esto es lo que cree, esto
es lo que cree, cuerpo.
Quito. Ecuador 2008