Javier Lara Santos / Credo





Bernardo Sarmiento

(Hospital Psiquiátrico San Lázaro)





Al final del día nos va quedando un rostro, un solo rostro, uno que pareciera de barro, pegado al otro, al que fue, al que sucumbió en la niñez y pasó por la niebla de la pubertad luego, un rostro que cabe perfectamente sobre el hueco del otro, y debe mirar para entender que desde ahora y hasta el fin, ese será el rostro de un hombre.



Mortal y móvil, hombre desnudo dentro del mismo hombre desnudo, hueco del molde donde antes hubo un niño,

niño que asoma los ojos sobre el árbol de la adultez, y mira hacia abajo sabiendo del camino, pero olvidándolo sin prisa  ni pena.



Ahora cuidas de otro niño, hombre desnudo, ahora tú eres un niño que cuida de otro,

y vives en el mundo, y sueñas y duermes y comes en el mundo,

hombre, sinónimo de ti mismo, cuerpo que camina en la calzada,

cuerpo que se moja y luego suda y luego orina,

cuerpo al fin, cuerpo donde colocar las llagas y los méritos,

cuerpo con un rostro de barro que contiene a un niño que cuida ahora de otro niño,

ya lo he dicho,

cuerpo que cree en la ventaja de estar perdido, en el agua en el rostro y en el agua sobre las ventanas desde adentro, cuerpo que cree en los rayos y en las retinas que ven los rayos,

cuerpo que cree en la soledad de los cuerpos, en la fiesta de la soledad de los cuerpos, en las horas vacías, tibias, en silencio, en las horas cuando un imperio puede amanecer muerto, devastado. Pero él está solo y feliz pensando que la paz es algo que crece en las paredes de la casa.



Cuerpo que también cree en los otros cuerpos, en ese dormitar con los brazos enlazados, en esa infinita dignidad de la ternura cuando un cuerpo duerme sobre otro, y nadie los ve sino esta pupila que imagina verlos mientras escribe sobre el calor de los cuerpos unos sobre otros.



Cuerpo que cree en la boca cerrada cuando sabe que la hora tiene azufre, cuando sabe que todo lo que diga podrá ser usado en su contra [cuando sabe que no todo en la vida es lobbying ni pasillos de televisoras ni treinta grandes en el bolsillo] cuerpo que no se cae sobre las botas ni los zapatos de otro cuerpo.



Cree también el cuerpo, en la salud de la enfermedad.

A los pocos años, el cuerpo de la infancia de este cuerpo supo que el silencio era como el filo de esa luz intangible, abierta, de vértigo, y pensaron que era autista, o que simplemente era estúpido, pero el cuerpo de la infancia imaginaba el mundo sin conocerlo, y luego imaginaba el tamaño de ese mundo, donde entrasen jardines con hierbas y a veces, con perros muertos como mascotas enterradas en los jardines, bajo árboles de tomate, imaginaba él el mundo, cuerpo de la infancia sobre los ladrillos de las nubes, es decir, el frío donde fue feliz y no ladrillo ni frío por ladrillo ni frío, sino por sábados de gloria donde dejó de entender a dios, y se dedicó a la tristeza más festiva, la de contemplar el mundo desde las tardes, y su boca cerrada, y su espaldita de niño flaco, frágil en definitiva, hermoso en definitiva, cuerpo de la infancia, niño orfebre que fue mutando hasta comprender más el silencio, hasta lograr articular algo dentro del silencio, y así dejar de llamar a dios, dejar de temer a dios, y buscar entonces otras razones para la sed del infinito, esa ilusión, esa ilusión óptica, de nervadura, de hipocampo, buscar otros dioses y encontrarse enlodado luego del vacío, y luego de los vidrios de las botellas, encontrar a otros dioses para decirles: no. Me quedo aquí, estoy perdido y completamente feliz, no tengo idea de la vida, no sé qué es esto, no puedo quejarme porque no tengo idea de lo que me quejaría, gracias dioses, oh, gracias dioses, pero no, vayan, repliéguense y déjenme, [que aquí no ha entrado ni Godot] ahora lo sé, cuerpo, esto es lo que cree, esto es lo que cree, esto es lo que cree, cuerpo.



Quito. Ecuador 2008