Aparecí en los ojos que habían
muerto, fui creando una casa que subía lenta, como sube la memoria a los
tejados donde nada queda. Allá donde la única posibilidad de vivir es
imaginando laderas, la materia dura de un árbol, o el fantasma que fui. Tuve
anclas que agarraron mi pecho y dentro de él fueron colapsando las islas, los
mares helados, las fuentes turbias donde bañé a mis antiguos cadáveres, todos
en uno mismo, yo, en uno mismo. Recuerdo la resurrección de mi abuela cuando
tomaba el sol y como en sus piernas dolidas se acostaban los años cuarenta, el
sol de enero, el nacimiento de sus hijos en el temblor del cuerpo, y esta
ciudad que no cesa, que no para, que es un alimento del nervio, de la carrera
del tiempo en la espalda que a veces duele, que a veces necesita de un universo
donde acostarse.
(Extraído del libro
inédito Memoria y Vértigo)