Esteban Poblete Oña / El celo de los malditos




(2002 Extracto)


Azul.

        «porque la región de la muerte es la dimensión del corazón

                          y el astro de los extraviados la forma de los ojos.»

                                                        Visión y plegaria (II)

                                                     Dylan Thomas



A pesar de la bienvenida seca ―«y hasta malcriada», como le dijo el Antonio Rosales, antes de decirle que se apartara o que se atenga a las consecuencias― que nos dio la Clara, parecía responder a cierta íntima naturalidad: la característica careculo de ciertas quitopolitanas conflictivas, nada más ―lo que con psicotrópicos se arregla, sólo a veces. Pero, atento a nuestras ansias, el Rosales se fue directamente al bar y sacó un frasco de blanco ron, que fue lo que prometió en el camino, como para arrojar la carnada, y lo subió hasta la habitación del segundo piso, donde yo había ido a esperar. Luego se encargó de ir a convencer a la Clara de que viniera a acompañarnos, aunque se hubiera encerrado en su recamara, alzado el volumen del aparato de música lo más que pudo, para demostrar su desagrado. Le costó un buen rato sólo lograr atraer su atención, plantado en esa puerta, indolente y tartamuda. Nada fuera de lo normal en la Casa Rosales. 

Por fin. Llegaron. La Clara nos obsequió una bolsa enorme de la basura con la que contamina a los jovencitos en sus horas de ocio ―los de ella también―, lo que hacía por pura maldad, ya que no compensaba con eso ninguna tipo de escasez o urgencia vital. Free lance, su trabajito. Un hobby muy suyo, íntimo, con el que finge gozar de cierta independencia económica respecto a la manutención que del Antonio Rosales recibe. No dudo que a sus amigos ―puros viciosos crónicos y traficantes, extravagantes gamemberras certificadas― les tenga convencidos que la fortuna sea de ella, y de que el recogido, el arrimado, es el Rosales. No tiene escrúpulos. No propone filosofías ni pajas por el estilo. Ella no tiene corazón.  

Apaciguamos el no tan agradable recibimiento recordando conceptos de Arte: Hegel, con la pureza, la divinidad, la realidad liberada de accidentes; Baudelaire: «ni en sí,  ni por sí, sino por , que la vibración sentimental que yo le comunico al objeto hace lo hermoso»; Platón: «es el esfuerzo por imitar la realidad suprasensible, puesto que la belleza, su idea, actúa por una especie de reminiscencia.» «Coordinación, simetría y precisión», según Aristóteles, esas cualidades conforman lo bello: «Recuperación de la esencia interna, ideal».

Los escuché sin más. Ni pensé quedarme al margen de esa olimpiada, torneo del conocimiento. Recordé un enunciado que Paul Válery le dio a un amigo suyo, cuando éste le preguntara qué era el Arte. «En arte, la primera verdad consiste en saber que no hay tal verdad. La segunda verdad consiste en crear una verdad. La tercera verdad consiste en creer con fervor en la verdad que uno mismo ha creado.

»En ese momento es cuando comienza el arte».

Y resultaron, mi convicción prosuda y ese dejo de humildad que le puse al asunto. Hasta se me creía el dueño de la maravillosa reflexión. Yo les revelé su autor. ¡Bah!   

Fue curioso el giro que tomó el ánimo de la Clara. La pobre impresión de humanidad que al llegar nos dio, se había desvanecido, enriqueciéndose de gracias novedosas. Es más, cada línea la ponía bella seduciendo con su charla, que, si no sorprendía por las temáticas, llevaba un tipo encantador en su manejo, lleno de mímica, onomatopeyas e interjecciones, que adornaban alegremente su exposición, su nariz paulatinamente manchada y vuelta a limpiar. La contemplé, con minuciosidad, en ese lapso. Me fijé en sus ojos: párpados atentos en delgadísimo simulacro de búsqueda profunda al interior del otro. Dotada de una nariz puntuda con cavidades alargadas, interrumpidas a mi visión, nuevamente, por el restriego de sus delgados dedos, algo torpes; ahí divisaba parte de sus dos dientes medios superiores; ascendía delicadamente, estirándose, su labio escuálido, y el otro, alargado y semicarnudo, quedaba inmóvil, abajo. En una bocanada de ron, a través del vaso, se me daba una perspectiva más amplia de sus dientes y su lengua manchada por el tono coca-cola.

¿Qué significaba el sube y baja de sus cejas, de grosor natural, libres de depilación? ¿Cómo desviaba la mirada cuando yo resolvía enfrentarla? ¿Si lograba abordarla e invitarla al sexo con una respuesta afirmativa, sentiría lo mismo que con las muchachas que, regularmente por las tardes, a la salida del colegio, me miran con afanes lascivos desde el bus escolar? Y la imagen que me sobrecoge es la del falo enajenado en lanza, que en su punta sostiene traspasado el corazón, y del mango cuelgan, vivos, latentes y limpios, el útero, la matriz, la lengua y los senos. En el puño voy apretando sus bellos púbicos, mientras se aleja el bus escolar con la lanza y las partes atravesadas, girando frenéticas, clavada en uno de los neumáticos.

Momento preciso, hombre equivocado, si lo que querían era ser acariciadas con ternura, y ser amadas como debutantes virginales. Como debe ser la primera vez. Porque es lo justo, eso es lo que se merecen. Así les gustaría que sea a sus padres: ‘... Por lo menos. Puta, pero tratada con delicadeza, sin perder la dignidad. Por lo menos’.

Ahí seguía la Clara, excitándose con mi admiración. Bajo su pijama de una sola pieza, segregaba la baba vaginal espesísima que me cobijaría parcialmente con un calor estimulante. Mis sonrisas eran un deleite bien recibido, que le hacía apretar el culo con fuerza, hasta el calambre de las mandíbulas. Fijarme en sus tetas era un deleite bien recibido, que le hacía aumentar efusividad motriz a su charla. Las meneaba lenta y armoniosamente. Aunque yo no hubiera practicado la erección, irreductiblemente, para ella existía; así como Dios, en el caso que... Y la sentía en el fondo. ¿Le gustaría como a los conejos; como a los perros? Eso me importaba tanto como si me pasara un herpes.

Vencidos el miedo y las afectividades inútiles, estaba preparado para un acto de fornicación concreto y brutal. Debía fijarme en las reacciones que ella, más que el Antonio Rosales, tomara frente al repertorio lascivo que organizaba en mi mente. Nos acomodamos en los cojines, rodeando la mesa viciada. Fui de narraciones literarias, ciertos extractos (esos itinerarios casi nunca salen como uno los planifica, hay, por lo general, otras intervenciones, que, si se saben manejar, constituyen aportes), hasta llegar a esas experiencias, o recuerdos, que se adulteran con recursos hiperbólicos, que las destacan. Iba de tiernos ejemplos calienta-huevos, a otros, en los que la expectativa depende de hasta dónde quisiera llegar cada uno. De la experiencia lésbica de mi ex-amante, Lorena, a mis encuentros sentimentales con la viuda de mi ex-compañero de colegio, César, antes y hasta la tarde de su funeral. Esta última parece haber llamado más su atención. En las otras, por esto o por aquello, hubo alguna intervención comparativa adicional. Al Rosales le gustó mucho la de las lesbianas.

Sucedió en el abril antepasado -la Pata no fue conmigo al entierro. En la madrugada me despertaron con la noticia de la muerte del César. Le habían, por fin, encontrado en la Vía X, masacrado y con cianuro como para matar una vaca. Yo sabía de las amenazas de muerte que el padre de la quinceañera le hacía... Cuando desapareció, ni pensé que se trataría de un secuestro o cosa por el estilo. Pensé que andaría de juerga por ahí, nada más.

No se nos podía llamar amigos, pero coincidíamos en el mismo grupo desde el tiempo colegial. Era un pobre diablo del que nunca me nació el menor interés por su vida. Era una mala onda. No era un hermano, sólo un parásito socializador. Es más, siempre tuve gran pasión por hacerme de cada hembra que apareciera con él. Así es que me odiaba. Yo no, nada me había hecho; sí, lo había intentado. Ni me inmutaba, en la demostración se comparaban capacidad y malicia, que me daban el ímpetu. Excepcionalmente, me mantuve alejado de su primer matrimonio. Pero quien se acercó a mí fue su esposa. Primero, para que la acompañe a poner una denuncia en la «Comisaría de la Mujer», por la paliza con estilo que le dio. Hasta la acompañé al dentista, a ver qué se podía hacer por las abolladuras que presentía en los dientes. Luego, y definitivamente, me buscó para que le consiguiera un abogado para disolver ese matrimonio. Esos buenos resultados me valieron unos cuantos polvetes de agradecimiento. Eso sí, como hacen los buenos amigos, antes de que nada suceda, le recomendé que se hiciera unos exámenes, que visite al ginecólogo. Consabido era el apetito que el César tenía por las putas. Con suerte fue negativo; al menos eso me dijo.

Con la Ivonne, la viuda, algo curioso sucedió el día de la parrillada en casa del Pancho Valencia, otro amigo mío. Éste regresó casado con una teatrera guatemalteca del único de sus viajes. De Alemania, dicen. La afortunada, la artista «Iris»; su nombre artístico, supuse, porque a mí me dio toda la impresión de “María”. Había llegado con un embarazo de siete meses y enorme. Cuando conocí a la Meche ―poco después que al Pancho―, lo que más llamó mi atención era que «la guagua», más que hija de mestizo trotamundos, parecía la hija de un europeo exotista, biólogo o coleccionista de fauna endémica. O quizá, de tanto follar con las alemanas, la esperma se le haya vuelto rubia. ¡Con lo que  descubre la ciencia en estos días¡ Pero, pensándolo bien, era imposible. El organismo, los aspectos metabólicos, necesitarían más que unos cuantos meses de gestiones intelectuales en el extranjero para adquirir tales propiedades, esa metamorfosis. ¡Bah! El Pancho es bastante mayor a mí, así es que la pequeña ricitos de oro tenía algunos tíos casi contemporáneos. La vi como a una niña todavía, con diecisiete o dieciocho años a cuestas pero niña, hasta el día de la parrillada.

Con tanto vino, me fui a mear. Hora epidémica. Subí y ocupé el otro baño. Con doble satisfacción disfrutaba del embriagador estado, tanto por los efectos del licor y de la carne roja, a medio cocer o bien cocida, como por la evacuación del líquido. Yo bajaba los primeros escalones en ese momento, y la puerta del dormitorio de la Iris y el Pancho, estaba abierta. Fisgoneé, de soslayo angulé la visión al interior. Era la Meche, «la guagua», que estaba sentada en un banquito al lado de la cama, levantándole la falda a otra amiguita suya, más bien de mi edad.

Me paralicé cuando le arrancó, de un solo aventón, las bragas, y esas medias nylon, que se rompieron. Se lanzó, con la boca ansiosísima, a su sexo, que supuse de pubis oscuro por el tono de su cabello. La perspectiva perfilada no era muy cómoda, se me escondía, a ratos, la cara de la Meche entre las piernas de su amante. Se soltó algunos botones de la blusa para que la otra, medio sentada, le cogiera las tetas. Se puso de pie y, alborotada, se quitó el pantalón y los calzones. Se trepó a la cama para frotar su vagina contra la de la otra. Se besaban con lengua. ¡Buen esfuerzo de columnas, nalgas afiladas!

Perdí cualquier control sobre mí, urgía de un depósito convexo... o chato, ¡qué me importaba entonces! Entré al dormitorio, y, antes de que se azote la puerta, ya tenía enganchada a la Meche, que estaba arriba. Me la cogí como la encontré; la otra se corrió un poquito para que la Meche se la chupara. A la otra, después de no sé qué ritual que se hubieran traído ahí esas dos, pareció metérsele al cuerpo el alma de una gallina decapitada que se escapa sin poder dejar de aletear. En ese gimoteo de zoológico se vivía un sudario plasmado en cada pliego de la habitación; el chasqueo del impacto de mi pelvis contra las nalgas de la Meche, hacía gotas que graficaban imágenes sexuadas a millas de nuestro tálamo improvisado, y, en las paredes, se reproducía el jadeo unísono en unos ecos que se difuminaban ultrasonoros, que desvelaban a los fantasmas de la casa.

Me zafé de la Meche para tomar a la otra de culo, con mi espalda a la cama. La Meche se desnudaba y desnudaba a la otra, contemplando el acto entero, hasta subir nuevamente a la cama y hundir, de frente, su vagina en la boca de la cabalgante: hermoso y exquisito, de pie y bien abiertas las piernas, atenazando con fuerza los dedos a sus propios muslos. El pubis moreno, heredado de su madre, fue a dar también a mi boca de un sentón aletargado por saltitos paulatinos. A eso, sin alterar el disfrute, respondí girándola hacía la cabecera de la cama, para, en la posición de los perros, eyacular en el zaguán de su ano.

Un descanso abrazado, y vinieron el reconocimiento y las presentaciones: la otra era la Ivonne, a la que, en el momento terminal, le metí tres dedos, para que viera que no se trataba de ninguna grosería, acaso displicencia, para que no reclamara ninguna falta de atención de mi parte.                                             

En fin, la parrillada fue un éxito. Fuimos felices: el Pancho, la Iris, los invitados, la Meche y yo. Pero de la Ivonne no supe más, hasta unas semanas después, en el entierro del César. Me sorprendió avistarla en el grupo familiar. Mientras el féretro entraba a la fosa, nuestras miradas se encontraron, para recrear, imaginando, condenándonos la lascivia en el seño... el encuentro pasado. Estaba afligida y demacrada, es decir, tenía los rasgos propios de la situación. Yo, como a la parrillada, había vuelto a ir sin la Pata.

Más tarde, fuimos a la casa del Pancho Valencia, para dispersarnos del acontecimiento.

Buen lugar: amplio, forestal, parecía estar alejado del mundo. Varias personas fuimos; el Pancho dispuso su bar al gusto de propios y huéspedes. Las charlas, entretenidas, no me detuvieron: veía a la Ivonne pasearse por el jardín frontal, de aquí allá, solitaria. Fui a verla, sin la intención de darle ánimos, a distraerla aunque sea un poco. Ni la mirada preocupada y áspera de la Meche, me detuvo.

Sí que estaba triste la magdalena Ivonne. La encontré con una rama, gruesa y podrida, en las manos, mientras se mecía en el vaivén del columpio de los años infantiles de la Meche, en un  costado lateral de la casa. «Me la voy a meter por debajo, hasta lograr un sangrado de hiel y pus, un orgasmo que, si no es por infección, sólo expulsara vacío». Escalofriante reflexión, pensé, amenazante; pero no creí que lo hiciera de veras. Como sea, me quedé.

De los temas que tenían que ver con el César, de los que casi no opiné por no quedar como un verdadero hipócrita, pasamos a hablar sobre rituales mortuorios. Se distrajo en su análisis acerca de las significaciones que los egipcios antiguos le daban a este suceso. Me explicó que, por el dato equivocado que diera Heródoto, que en la construcción de las pirámides había intervenido alrededor de cien mil esclavos, se había tenido a la comunidad encargada de dicho estudio en un laberinto de paradigmas e hipótesis falsos. Porque, en los más recientes estudios, en los cementerios de Keops, Kefrén y Mikerinos, especialmente del primero, los egiptólogos «constataron que habrían sido construidas por los mismos ciudadanos, en un tiempo estimado de setenta años, y que habrían sido unos dos mil trabajadores permanentes, que lo único que buscaban era un honroso espacio en el más allá: el ultramundo».

Reafirmé mi confianza en las bondades que da ser uno más de esos fieles lectores de la revista del The National Geographic Society. Y, sin embargo, devolviéndome al dato de Heródoto, me quede pensando en esta carga que la megalomanía de Cristo heredó a la humanidad. Eso, si es que no fue otro loco el que se inventó al mismo Cristo.

Al llegar, distraídos en la charla, al enarbolado más extremo de la parte trasera de la casa, la apegué a mi cuerpo en un sobresalto. No opuso resistencia, me abrazó también. No se sorprendió, lo estaba esperando. Nos besamos con la inspiración macabra que una situación así exige. En el túnel bucal mantenía aún el salar de las lágrimas y —para no hacerme el estúpido— también de los mocos arrojados en el entierro. Con una sonrisa desinteresada, le ofrecí un halls-mentholitus, pero no quiso. Quizás siguió llorando mientras me la magreaba junto al árbol de aguacate.

El cielo grisáceo topó su límite, ovacionándonos con una tempestad característicamente bíblica. Satanizábamos el espacio de tierra, que se abría demostrándonos que el infierno es llanura fértil y cálida, y acogedora, aunque dure su vistazo celestial lo que dura una eyaculación compartida. El frenesí volátil del vapor de agua, brotaba de sus nalgas hacia el cielo enojado. La válvula cardiaca maquinaba a todo lo que podía dar; los engranajes, bien aceitados, rotaban con una motricidad extraordinaria. La dínamo incandescente no aceptaba desfase de velocidad alguno. Ahí venía, refinado, pasando por un centenar de laboratorios internos, hasta el punto del elíxir, el producto imprescindible que Hipócrates dedujo «cerebral». Se cargó el arca receptivo; bajaba el elíxir, convincente y rabioso, hasta requerirles a las sondas directrices la modalidad de globos. Se cargó el alimentador, -en la recámara, una  chispa salta-, y se disparó del Arcabuz lo que otra entidad líquida hibridó, pariendo, así, el celo: ese ímpetu como ira, unas fuerzas... Un celo único y  secreto.

La Ivonne se devolvió el calzón de la boca a las caderas, y, de forma graciosa, entre semisaltos y fuga, salió despavorida después de renacer, brevemente, en ese limbo de la tierra. En una lejanía espesa, que divisé instantánea, seguía acomodándose la falda arrugada y brillante por las gotas de lluvia de Viernes Santo.

Me eché sobre el pasto para recibir, escondido, camuflado en el verdor tranquilizante, las gotas que, al impactarme, ardían con una delicia pagana. Y volvió para beberse conmigo el licor que contenía la poma que venía abrazando. Carecía de importancia si su contenido era un preparado mortífero, venenoso. Pero no. Nos lo bebimos estrechándonos, como hacen los amantes tiernos: sin prisa ni estorbo... Hasta que la noche nos recogió.

A la mañana siguiente, por la pasividad que algunos ronquidos le daban a la casa, salí lo bastante temprano como para no recibir el enfado de la Meche, que le tocó dormir sola. «Adiós», les hice con la mano a los durmientes desde la puerta de calle.

Recorrí a pie los pastizales yermos, ya semisegmentados —tierra de todos o de nadie o de las vacas que le usurpaban hasta el último quicuyo—, hasta que salí, a la altura del puente número 8. Desde la tienda, en que me estacioné para desayunar un cartoncito de chocolatony y un pan del estilo “enrollado”, contemplaba sin ambición analítica el andamiaje de los vecinos, el movimiento de la mañana, relajado, de los habitantes del pueblo, la vida ahí.

Me embarqué en un colectivo de la línea de los valles, que me llevó hasta el final de su recorrido, en la Universidad, entonces, todavía el colegio con nombre de cura. Ahí, tomé otro transporte que me dirigiera a casa. Inventaría una excusa innecesaria, que embelleciera mi ausencia de la noche anterior; diría que fue una ceremonia sobria, e incluiría ciertos rasgos, no muchos, porque lo que de veras querría es descansar, compensar el sueño desaprovechado de otra aventura.