ELLITOS
“Ellitos” era la palabra con la que se
referían las maestras a los gemelos de la guardería. La palabreja llevaba una
carga irónica y los ojos hacia el cielo, pidiendo paciencia. Ellos eran los
primeros en desarmar rompecabezas y legos, y los últimos en armarlos; siempre
estaban hablando en clave; escupían en su comida cuando ya no la querían, y
nadie se atrevía a obligarles a terminar de comer. Reían, escandalosamente,
hasta el filo del desasosiego ajeno y casi nunca hacían caso a la primera orden.
Cuando Vanessa, la nueva auxiliar, llegó a su cuidado (con
el típico ñeque y las ganas de marcar la diferencia, recordarle a las demás
maestras que el cuidado de los cinco primeros años de vida son primordiales
para el desarrollo del ser humano integral del futuro, y movidas
motivacionales, que guardaba en la memoria de los discursos de recién
graduada), le molestó la manera en la que las compañeras se referían a estos
niños. Llevaba dos días en el lugar apenas, y notó que su complicidad llegaba
más allá de lo que se podía notar a simple vista...
Cuando desarmaban los juegos, los demás niños corrían
compulsivamente a poner todo en orden, pues ellos les decían, muy en privado:
“el que termina al último se come la sopa de mi ñaño”. Si uno se agachaba, el
otro saltaba desde cualquier rincón del salón a nalguearlo con frenesí. En los
recreos pasaban secreteándose, como si nunca tuvieran tiempo de conversar; las
profesoras a cargo intentaron muchas veces hacer que jueguen más tiempo con
otros niños, pero para ellos los demás eran herramientas para usar y guardar.
La nueva los miraba con más curiosidad que ternura, y un día se acercó a ellos
y los escuchó un momento, agazapada entre las llantas colgantes del patio.
Hablaban de esto y aquello, concentrados y dispersos a la vez. En un momento de
silencio, se acercó y les preguntó (solo por hacer conversa): “¿Ustedes se
quieren mucho, verdad?”, a lo que ellos respondieron, topándose las lenguas
entre ellos: “Sí, es que mi ñañito tiene buen sabor”, dijo el uno. “Sabe a mí”,
dijo el otro.
Ella no supo reaccionar, intentó evitarlo, pero sintió cómo
su rostro cambiaba el gesto, y apenas movió la boca. “¡Ah! ¿Sí?”. Y ellos
volvieron a juntar sus lenguas, entre risas, esta vez, moviéndolas, juguetonas.
Sonó la campana y cada quien volvió a lo suyo.
Vanessa comprendió pronto que para siquiera entender lo que
había pasado en ese minuto, tendría que volver a clases y poner más atención;
hacer más preguntas, conversar con la familia y descubrir patrones de conducta;
investigar traumas de la primera infancia, y no sé qué más trámites con las
compañeras y los trabajadores sociales del lugar, del distrito, de la zona.
La
directora la interceptó en la entrada y preguntó dónde había estado. “Con
ellitos”, contestó, y entró a su nueva rutina.