Cuatro Maletas
Ulises tomó un taxi que
lo llevó por anchas avenidas, por calles que le resultaron tan ajenas y distantes
como las de un sueño. Aunque parecía otro lugar del mundo, la gente seguía
agolpándose en los buses, las vendedoras ambulantes se mantenían vendiendo mote
con chicharrón en las paradas. Los mendigos continuaban pidiendo caridad a los
conductores; a los policías los llamaban todavía chapas.
Las luces y los semáforos
habían proliferado como las escamas de un dragón luminoso recostado en medio de
los Andes. En esa mini jungla de cemento y asfalto, resultaba paradójico
recordar la casa de adobe y teja en la que transcurrió su infancia. Aún así,
seguía empeñándose en detener el tiempo, en saborear la colada de habas con que
lo esperaba su madre, en una mesa que ya no existía.
Trató de apartar la densa
cortina del pasado para instalarse en la página más reciente de su vida, pero
la memoria le dio un surdazo, llevándolo a rastras al aeropuerto, a Adriana,
joven y delgada, a sus ojos como dos capulíes a los que ya no podían aferrarse
las lágrimas. Vio entre sueños al pequeño Joaquín y sus cachetes de durazno.
Sus ojos llorosos…“¿Cuándo vuelves papi…?”
“¿Le ayudo a bajar las
maletas?”, lo despertó el taxista. Ulises sintió que lo mejor era meter el alma
en el cuerpo e irrumpir en la vida de su familia del mismo modo en que se fue:
tenue y distante, como un aguacero de páramo. Se le ocurrió que todos quedarían
anonadados al verlo emerger de la nada, como a un muerto que se levanta del
ataúd en su velorio. Recordó las cuatro maletas llenas de ropa, de regalos que
traía, y le pidió al taxista que lo ayudara a colocarlas encima de la vereda.
Cuando quedó solo tras
las rejas de la puerta de calle se detuvo a mirar, orgulloso, los detalles de
las columnas, las cornisas, los geranios de las terrazas. Detrás de las
cortinas floreadas, yacía la mayor fantasía de su vida: su familia en un sinfín
de risas, compartiendo el desayuno y las historias de sus vidas.
“Esta debe ser la casa
más linda del barrio”, pensó sonriente, mientras se despojaba de su bufanda con
las siglas NY. La emoción de su agitado corazón le decía que cada perla de
sudor valía oro, que sirvió romperse el lomo, limpiar lujosos retretes de
porcelana, vidrios con reflejos inertes, lavar platos y automóviles,
convertirse en genocida de millones de cucarachas o ratones en las casas de los
gringos. Todo el esfuerzo valió la pena, se repitió, los dólares enviados
habían sido bien invertidos en una casa maravillosa.
En esos momentos resultaba
un sacrilegio, aún así recordó a Marilú, la diosa chicana con quien compartió
los momentos más intensos de su vida en aquella ciudad descomunal y
contaminada. A estas alturas debía estar maldiciéndolo por haberla dejado
recostada en la penumbra del mini-aparment que compartían, oloroso siempre a
frijoles y sardinas. Debía estarlo odiando por engañarla con ese “regreso
enseguida mi vida, solo te voy a comprar tus chocolates favoritos”.
La última imagen que
tenía de ella era su rostro tenuemente alumbrado por el reflejo multicolor de
la televisión detenida en el último capítulo de CSI – Las Vegas. Apenas si
escuchó el “no tardes mysweetlove”, que le contestó. Él simplemente la miró
desde el quicio de la puerta como se ven las últimas cosas en la vida y se marchó.
En ese instante de
confusión y reencuentro solamente lo llenaba el volver a sentir los pequeños
brazos de Joaquín rodeándolo por el cuello. Estaba tan cerca de verlo de nuevo:
los dos junto al aro de básket adosado en la pared del garaje, lanzando la
pelota, tal como lo había soñado en los parques y patios de aquellos seres
extraños con los que convivió tantos años, en medio de un jolgorio ajeno,
artificial.
Al fin la espera terminó
y la puerta se abrió. En el jardín, un niño con pijama a cuadritos jugaba con
una pelota roja. Ulises se acercó sin hacer caso del golpe que le hincaba el
estómago. “¡Hola Joaquín!”, susurró. El niño lo miró sorprendido.
“Señor, yo soy Robert”.
La vocecita lo desvaneció por completo. No entendía porqué aquellos diminutos
ojos lo hurgaban con desconfianza y sorpresa. Casi al instante se abrió la
puerta e irrumpió desde el umbral una mujer delgada que se recogió el cabello cano.
Ulises contempló abismado sus arrugas, sus descomunales ojeras que no apartaban
un ápice su belleza.
Cuando sus miradas se
cruzaron no pudieron evitar la estupefacción. “¡Adriana, volví!” Trocaron
lágrimas, sollozos y silencios en el café de bienvenida. Se abrazaron con el
supremo respeto que cabe entre dos desconocidos que alguna vez se entregaron
con el alma. “Creo que es hora de que veas las cosas con claridad, Ulises. La
casa para la que tanto dinero nos enviaste nos va a quedar gigante a los tres”,
musitó la mujer. “Como ves, Joaquín se marchó dejándome al Robert… y Arguito,
el perro, murió esperándote”.