John Solis








Cuatro Maletas

Ulises tomó un taxi que lo llevó por anchas avenidas, por calles que le resultaron tan ajenas y distantes como las de un sueño. Aunque parecía otro lugar del mundo, la gente seguía agolpándose en los buses, las vendedoras ambulantes se mantenían vendiendo mote con chicharrón en las paradas. Los mendigos continuaban pidiendo caridad a los conductores; a los policías los llamaban todavía chapas.

Las luces y los semáforos habían proliferado como las escamas de un dragón luminoso recostado en medio de los Andes. En esa mini jungla de cemento y asfalto, resultaba paradójico recordar la casa de adobe y teja en la que transcurrió su infancia. Aún así, seguía empeñándose en detener el tiempo, en saborear la colada de habas con que lo esperaba su madre, en una mesa que ya no existía.

Trató de apartar la densa cortina del pasado para instalarse en la página más reciente de su vida, pero la memoria le dio un surdazo, llevándolo a rastras al aeropuerto, a Adriana, joven y delgada, a sus ojos como dos capulíes a los que ya no podían aferrarse las lágrimas. Vio entre sueños al pequeño Joaquín y sus cachetes de durazno. Sus ojos llorosos…“¿Cuándo vuelves papi…?”

“¿Le ayudo a bajar las maletas?”, lo despertó el taxista. Ulises sintió que lo mejor era meter el alma en el cuerpo e irrumpir en la vida de su familia del mismo modo en que se fue: tenue y distante, como un aguacero de páramo. Se le ocurrió que todos quedarían anonadados al verlo emerger de la nada, como a un muerto que se levanta del ataúd en su velorio. Recordó las cuatro maletas llenas de ropa, de regalos que traía, y le pidió al taxista que lo ayudara a colocarlas encima de la vereda.

Cuando quedó solo tras las rejas de la puerta de calle se detuvo a mirar, orgulloso, los detalles de las columnas, las cornisas, los geranios de las terrazas. Detrás de las cortinas floreadas, yacía la mayor fantasía de su vida: su familia en un sinfín de risas, compartiendo el desayuno y las historias de sus vidas.

“Esta debe ser la casa más linda del barrio”, pensó sonriente, mientras se despojaba de su bufanda con las siglas NY. La emoción de su agitado corazón le decía que cada perla de sudor valía oro, que sirvió romperse el lomo, limpiar lujosos retretes de porcelana, vidrios con reflejos inertes, lavar platos y automóviles, convertirse en genocida de millones de cucarachas o ratones en las casas de los gringos. Todo el esfuerzo valió la pena, se repitió, los dólares enviados habían sido bien invertidos en una casa maravillosa.

En esos momentos resultaba un sacrilegio, aún así recordó a Marilú, la diosa chicana con quien compartió los momentos más intensos de su vida en aquella ciudad descomunal y contaminada. A estas alturas debía estar maldiciéndolo por haberla dejado recostada en la penumbra del mini-aparment que compartían, oloroso siempre a frijoles y sardinas. Debía estarlo odiando por engañarla con ese “regreso enseguida mi vida, solo te voy a comprar tus chocolates favoritos”.

La última imagen que tenía de ella era su rostro tenuemente alumbrado por el reflejo multicolor de la televisión detenida en el último capítulo de CSI – Las Vegas. Apenas si escuchó el “no tardes mysweetlove”, que le contestó. Él simplemente la miró desde el quicio de la puerta como se ven las últimas cosas en la vida y se marchó.

En ese instante de confusión y reencuentro solamente lo llenaba el volver a sentir los pequeños brazos de Joaquín rodeándolo por el cuello. Estaba tan cerca de verlo de nuevo: los dos junto al aro de básket adosado en la pared del garaje, lanzando la pelota, tal como lo había soñado en los parques y patios de aquellos seres extraños con los que convivió tantos años, en medio de un jolgorio ajeno, artificial.

Al fin la espera terminó y la puerta se abrió. En el jardín, un niño con pijama a cuadritos jugaba con una pelota roja. Ulises se acercó sin hacer caso del golpe que le hincaba el estómago. “¡Hola Joaquín!”, susurró. El niño lo miró sorprendido.

“Señor, yo soy Robert”. La vocecita lo desvaneció por completo. No entendía porqué aquellos diminutos ojos lo hurgaban con desconfianza y sorpresa. Casi al instante se abrió la puerta e irrumpió desde el umbral una mujer delgada que se recogió el cabello cano. Ulises contempló abismado sus arrugas, sus descomunales ojeras que no apartaban un ápice su belleza.

Cuando sus miradas se cruzaron no pudieron evitar la estupefacción. “¡Adriana, volví!” Trocaron lágrimas, sollozos y silencios en el café de bienvenida. Se abrazaron con el supremo respeto que cabe entre dos desconocidos que alguna vez se entregaron con el alma. “Creo que es hora de que veas las cosas con claridad, Ulises. La casa para la que tanto dinero nos enviaste nos va a quedar gigante a los tres”, musitó la mujer. “Como ves, Joaquín se marchó dejándome al Robert… y Arguito, el perro, murió esperándote”.