Wilson Burbano del Hierro



Siluetas de los caballos salvajes



ENTRE LA NIEBLA DE UN MEDIO DÍA


Corrían nubes bajas por el centro de Quito aquel invierno de 1953 y El Faquir había retornado silencioso, quizás en una de esas nubes, desde Caracas. Nadie lo vio, todos lo pensaban allá, sanando profundas humedades óseas bajo el sol generoso del Caribe. El país marchaba con el tercer velasquismo, positivo para construir vías y centros educativos; negativo para la libertad de prensa y las voces opositoras…cualquiera que lo criticara desde adentro era despedido en un santiamén.

Aquel medio día con el sol atrapado en las quebradas del Pichincha, César visitó la pequeña oficina jurídica de mi padre en el edifico Gran Pasaje de la calle García Moreno: esa lengua larga de piedra, enlutada por las siete cruces, donde funcionaba  la Casona Universitaria y en la que todavía se esparce por toda una cuadra la osamenta del Palacio de Carondelet, frente a la Plaza Grande, cuyos floripondios adormecen los dolores de la historia. El Faquir lucía reseco y su traje, dos tallas mayores, se bamboleaba bajando las gradas del Gran Pasaje como una bandera caída. La niebla del camino iba tatuada en los gruesos espejuelos,  donde su mirada  nocturna se perdía  cada vez más dentro de sí. Avanzaban tomados del brazo, como de costumbre, en los esporádicos y prolongados encuentros; César tambaleaba un poco porque no había dormido, quién sabe cuántas noches con el mismo insomnio que desataba en sus cantos de centrípetas y centrífugas revelaciones. Iban rumbo al Madrilón para tomar un café con algo fuerte. En el interior del palacio, Velasco Ibarra remojaba su largo índice en el tintero, bocetando un nuevo discurso. El Faquir tosía y guardaba su flema en el pañuelo. La tos fue cortada por los gritos de un grupo de estudiantes, periodistas e intelectuales que venían desde el norte hacia Carondelet, celebrando el paro de los medios de información y exigiendo la libertad del secretario de la *SIP, Jorge Mantilla, recluido en el penal. Entre los manifestantes, César y mi padre descubrieron amigos comunes, escritores, poetas y algún pintor. Ambos se introdujeron en la marcha a saludarlos, imbuidos de solidaridad, el momento en que la caballería de policía arremetió contra todos. Ante el acoso y terror de ser aplastados por gigantescos corceles, los participantes se lanzaron en desbandada hacia la plaza, trepando las rocas y paredes de la catedral y refugiándose en  casas y patios del vecindario… Sobre el centro de  la calle de resbalosa piedra, César Dávila Andrade, acompañado de mi viejo, haciendo puños y confrontando la arremetida policial con sus troncos impulsados hacia adelante, detuvieron la avalancha represiva, provocando el relinchar de los caballos que levantaban sus patas delanteras, tratando de liberarse de sus jinetes… Es que la solidaridad tiene una alianza con los seres  de la naturaleza, más profunda que la militancia política.

*SIP: Secretaría Interamericana de Prensa