de la memoria memoriando…
para contarle al mundo
de las cosas que andan pasando
de las cosas que andan pasando
I. epílogo … ¡epílogo!
El cielo de improviso
perdió su azul tonalidad ¡Preñadito! Sobrecargadito de grises nubes. Henchido
de energía y de agua. Trastornado por sus ganas de tronar y estremecer. Así
estuvo el cielo…cargadito… cargadito de
tempestad tempestuosa. Inquieto estuvo de estar siendo. Oscureciendo oscurecieron las nubes el
ambiente, con terror aterrorizando a
los mismísimos celestiales corceles de fuego. Parecía que el cabalísimo Zeus,
soberano de rayos, truenos y retumbos hubiese estado quedito, vigilando que las
negras ennegrecidas nubes cumplan con
el omnímodo mandato a ellas encomendado. Tan inesperado el temporal fue, que
Alcibiades Lucidio del Carmen, el Mayordomo, en su empírica capacidad de
meteorólogo nigromante leído leedor de
las nubes, no predijo la llegada de la inclemente y perturbadora borrasca. El
sorprendente, tormentoso y torrencial aguacero, acompañado de granizo y de
agua, azotó los tejados, batió los campos de maíz, acrecentó el río, inundó la
pampa de las coles, de las lechugas, de los nabos y de las zanahorias; tumbó tumbando árboles, multiplicó las goteras
en la casa del patrón, en la del mayordomo y del huasicama[1]. Mojó las camas, humedeciendo
humedeció la ropa recién planchada; espantó
de pánico al ganado; mugiendo mugían
los huagras; del purito susto las vacas secaron las ubres; aterrorizó de terror a las gallinas; intimidó a los chanchos;
silenció a los perros; desorientó a los burros; turbados corriendo corrían los caballos. Los cuyes enloquecidos buscaron refugio
bajo el catre del mayoral[2]. Hasta los patos temblaron de tanta agua que
derramaron las nubes, diciendo dicen
que algunos incluso se ahogaron! Igualito,
tal cual, semejantito al aguacero que
aconteció el sábado 20 de diciembre pasado. ¡El propio diluvio universal
parecía! ¡Así parecía! Como que el cielo tenía ganas de desplomarse de tanto hacer de llover lloviendo.
El capitán del ejército
don Buenaventura Crispín Crispiniano, acompañado de un teniente, seis coshcos[3] ¡cocolos! ¡cocolos!, un cura y su correspondiente
sacristán, como pareciendo aparecidos
se presentaron ante el portal de la casa de hacienda para entregar entregando, “en sus manos”, según la suprema y ordenada disposición dispuesta, un sobre lacrado
en el que se distinguía el inconfundible sello del anillo del General –
Presidente, un círculo en cuyo centro se distinguían claramente dos letras la G
y la P, cada una rodeado de complejas formas arabescas: “General Presidente” dicen que dicen que quería decir.
Aprendió el General
Presidente la historia de los sellos leyendo el "Almanaque Pintoresco de
Bristol", que además de promocionar artículos de jabonería y perfumería,
en su 16 páginas se encuentran datos astronómicos, del horóscopo, astrológicos,
chistes, frases célebres y datos curiosos como el de los sellos lacrados. Así
conoció que en el siglo XII los reyes, según la solemnidad del documento,
utilizaban diferentes sellos. Los menores, los de la poridad (puridad) o secretos, el GP los utilizaba para lacrar las
cartas regulares u ordinarias que surgían de su genuina inspiración. El sello
mayor y secreto estaba bajo la responsabilidad del secretario particular del
General Presidente. Utilizado exclusivamente para las comunicaciones secretas,
utlra-secretas, secretísima como la del
presente caso: reservado solo para las comunicaciones más solemnes y delicadas.
De su parte, el cura, don
Cladovico Sisenato, tenía el mandato de entregar una nota “personalmente personalísima” a Don Miguel – así lo comentó – remitida
por su señoría el excelentísimo señor don Arzobispo de San Francisco de la
capitalina ciudad. Esas fueron las disposiciones que habían recibido
correspondientemente del alto mando militar de la casa de Gobierno y por
supuesto de la santísima Curia. Antes de salir de la capital, el militar y el
cura, recibieron del señor Obispo y sus acólitos una virtuosísima bendición; no
la otorgó el Arzobispo por que aún andaba trastornado, como turbado, cogido de
espanto, repitiendo a todo momento “¡Ignoti
nulla cupido! ¡In medio stat virtus!” [4].
Con el Capitán y el cura
llegó el diluvio. Como que lo traían bien guardado. El militar en el morral en
el que transportó la misiva, y el clérigo entre los pliegues de la sotana. En
el mismísimo momento que se presentaron en el portal de la hacienda para
realizar la entrega del mensaje, el cielo azul oscureciendo oscureció oscuro. Un aterrador rayo, parido por las
nubes cargaditas de energía, se precipitó a tierra acompañado de un terrorífico
y enloquecedor trueno. Ante tan inesperado vendaval cientos, miles de mariposas
de áureo color, por unos cuantos minutos revolotearon pintando de amarillo el
horizonte hasta donde viendo hacían de
alcanzar las vistas. Mientras una gallina que plácidamente dormía entre las
vigas de la entrada principal, con el violento despertar, del purito susto
soltó una cagada que cagó cagando la
castrense guerrera del oficial; mientras que un fino perro runa, de tanto
ladrar ladrando ladraba a los
truenos, hacía aguas menores en los zapatos del canónigo correveidile. En ese
instante, como por un celestial mandato de los dioses de las alturas, el
temporal llegó como encolerizado, iracundo, rabioso, embravecido, haciendo de traer trayendo pavor,
espanto, terror y estampidos.
Don Miguel Francisco de
Todos los Santos de la Villa y Rivera, sentado en el mullido sillón de su
amplio despacho, permanecía imperturbable ante el retumbante retumbar de los truenos que hacían hacer de temblar estremecídamente
los ventanales, a tal punto que parecía que los vidrios querían saltar de
los marcos que los sostenía. Se mantenía inmutable ante el resplandeciente resplandor de
los rayos que cada cierto tiempo competía con la mortecina y titilante luz
de las velas que en ese momento lo iluminaban. Indiferencia mostraba a las
inoportunas e intempestivas ráfagas de viento que se colaban por alguna
entreabierta ventana y que amenazaban con apagar la lumbre de las parafínicas
bujías, por que de tanta agua de caer
cayendo también se desplomaron los postes de conducción eléctrica, haciendo de dejar dejando a la vieja
casona en negras oscurantísimas y penumbrosas tinieblas. Alumbrado por la vacilante
luminiscencia del fuego del cirio, mentalmente repasaba los acontecidos acontecimientos ocurridos que acontecieron hace ya tres
semanas en la casa de hacienda de su propiedad. Los irrefrenables deseos de
reír hasta el cansancio lo ponían seriamente
serio.
En su estado de reflexión,
en medio de la torrencial tormenta tormentosa, Don Miguel percibió en el
repentino claroscuro de la tarde, en el umbral de la puerta de acceso al salón
de estudio, la inconfundible figura de Alcibiades Lucidio del Carmen, mediano
de estatura, pelo algo ensortijado; vestía su tradicional poncho rojo sangre de
toro recogido en el hombro izquierdo, camisa y pantalón de mezclilla blancos y
botas de caucho siete vidas, aquellas que se las podía comprar en el cercano
mercado de Chuquipata. Alcibiades
solicitó permiso para ingresar al despacho, el mismo que le fue concedido.
Informó que “en la puerta del ingreso
principal están un señor capitán y un taita curita enviados desde la capitalina
ciudad dicen. El señor militar dijo que viene a nombre de la casa del gobierno
y el sacerdote dijo que tiene una comunicación del venerable señor Obispo o
algo así comentó”, concluyó. Don Miguel escuchó con atención y en silencio.
Dejó su asiento y caminó hasta la ventana. Observó las gotas deslizarse por los
vidrios, las mismas que dibujaban una diversidad de danzantes figuras.
Lentamente retornó ante el mayordomo, lo observó y con un ligero movimiento
afirmativo de la cabeza autorizó para que ingresen los visitantes. Alcibiades
salió presuroso de la habitación dejando tras de sí restos de humedecida
arcilla que llegó impregnada en sus botas, ya que debió atravesar una parte
fangosa del patio principal antes de ingresar a la casona en la que se
encontraba el salón.
Al rato retornó acompañado
del capitán Buenaventura y el sacerdote Cladovico. Nerviosamente los dos
saludaron con el dueño de la propiedad. Don Miguel los miró fijamente. Observó
sus humedecidas vestimentas y el rastro del arcilloso barro que dejaron en el
piso al ingresar a la habitación. La lánguida amarillenta luz de las velas
matizaba con una singular luminosidad los atribulados rostros de los
visitantes. Con su estruendosa voz dijo:
- Bienvenidos
sean a Pueleusí del Azogue, la tierra de las flores amarillas que entre mayo y
junio pueblan nuestros campos. Grato será para mi conocer el motivo de vuestra
sorpresiva presencia.
Haciendo un gran esfuerzo
para no atragantarse con las palabras, ante la imperturbable mirada del
anfitrión y con el eco de las palabras proferidas en la grandilocuente
bienvenida, los recién llegados nerviosamente explicaron el mandato que recibieron
de sus superiores: “que las misivas las
reciban las manos de Don Miguel Francisco de Todos los Santos de la Villa y
Rivera, mas no otras”. Con la cortesía que lo caracterizaba las tomó, y
suscribió con su firma un documento que certificaba haberlas recibido. Como que
las estaba esperando, así se podría interpretar su reacción cuando le fueron
entregadas.
Ordenó Don Miguel
Francisco de Todos los Santos de la Villa y Rivera a Alcibiades que atienda a
los visitantes, que les convide bebidas y alimentos calientes, mandato que fue
cumplido por el diligente mayordomo. Al despedirse los visitantes, el clérigo
percibió en medio de la penumbra que en ese momento existía en la habitación,
al fondo del amplio salón, una sombra como la de un perro, que lo observaba
atentamente. Un escalofrío le recorrió por su espinazo crispando aun más sus ya
tensos músculos.
Nuevamente en la soledad
de su refugio de lector, caminó lentamente hacia el escritorio y colocó las
comunicaciones sobre la papelera, herencia de su abuelo. Sin prisa se encaminó
hacia el pequeño bar. Lo abrió y eligió, entre la excelente representación de
licores que allí reposaban, un Cognac Hennessy Paradise
Extra, que lo producen en Charente, Francia. Escogió la copa Napoleón, baja y redonda, ancha en la
base y angosta en la boca, que
permite de manera aventajada disfrutar plenamente de los tesoros espirituosos
que encierra el "licor de Dioses".
Lentamente escanció la
apetecida bebida espirituosa hasta llenar la quinta parte de la copa. La asió y
retornó al sillón. Reposó unos minutos y dejó que la mente se desplace por
aquellos laberintos metafísicos – palabra extraña que no alcanzaba a comprender
– de la realidad en la que estaba viviendo. Se enfrentaba en su mundo a
aquellas trivialidades tragicómicas surgidas del acontecimiento acontecido, comparables con el mejor fantaseado
infierno.
Calentó la copa entre sus
manos, como muchos suelen hacerlo, para que se desprendan todos aquellos
sublimes aromas tan característicos del estimulante y energético líquido. La
movió suavemente a fin de que el aire se mezcle con el fluido y facilite la
exhalación de las emanaciones. Aproximó los bordes hasta las cercanías de su
nariz y aspiró profundamente, así los volátiles perfumes estimularon al sentido
de olfacción que detectó y procesó los olores encerrados. Seguidamente, sin más preámbulos, llevó la
copa a la boca y bebió
un corto trago del vivificante líquido. Dejó que se diluya en la lengua y provoque la reacción
de las papilas gustativas, procurando que se impregne en ellas lo mejor de sus cualidades, para luego dejar que se deslice por su garganta el
vigoroso y virtuoso fluido. Encendió un
habano, de aquellos que llegan de contrabando de la díscola isla, lo aspiró
profundamente para luego, suavemente, dejar escapar el humo, logrando una serie
continuada de círculos que rápidamente se disiparon danzando en el aire
ayudados por la impertinente brisa que agitaba el ambiente.
Cumplida esa inicial
ceremonia, observó el sobre lacrado de la Presidencia y aquel que mostraba el
inconfundible sello de la santificada Curia. Jugó con ellos. Percibió su peso.
Los dejó nuevamente sobre la papelera. Apuró un nuevo trago del ya tibio licor,
así como aspiró nuevamente el habanero cigarro y exhaló lenta pero
sostenidamente el humo. El olor a cigarro se dispersó por todo el recinto. Se
acercó a la ventana para deleitarse con el agua de lluvia que se deslizaba por
los ventanales. Allí permaneció un largo rato sumergido en sus pensamientos.
Instintivamente caminó
hacia la estantería en la que estaban algunos libros. No era un extraordinario
lector, pero de vez en cuando repasaba los textos de algunos de ellos. Tomó el
primero que estuvo a su alcance, titulaba “Refranes
de Sancho Panza: Aventuras y desventuras, malicias y agudezas del escudero de
don Quijote”[5]. Abrió una de las páginas y leyó varios de los
refranes, se detuvo en uno de ellos que decía las “Aventuras y desventuras nunca comienzan por poco”. Cerca de allí
se encontraba su vieja victrola, aquel sistema de reproducción de sonido
heredero del fonógrafo. Mueble noble, de madera, sostenido en patas torneadas.
La ventanas contenías unas puertas que se las abría para modular la intensidad
de la voz. Revisó varios de los discos que se encontraban en el estante
cercano. Localizó uno que contenía una obra de Bizet, estaba en una carpeta
verde oliva con un filo rojo que decía “Musical
Masterpieces on Victor Records (Orthophonic Recording)”, en ella estaba
impreso el clásico perro sentado con el hocico muy cerca de la bocina. Eligió
un antiguo disco de acetato que contenía la opera “Carmen”, conducida por Piero Cappola, fallecido pocos años antes:
escogió “Air du Torèador”, con el
coro de la Opera-Cómica de París. Movió lentamente la manivela de la victrola
RCA Víctor, colocó la aguja sobre el disco y dejó que la música fluya, cerro
los ojos mientras pausadamente saboreaba un equilibrado sorbo del licor
“vivificante”.
Retornó al sillón mientras
la música competía con los truenos que acompañaban a la torrencial lluvia. Se
acomodó en él y tomó nuevamente la correspondencia que recibió aquella tarde.
Dejó a un lado la copa. Procedió pausadamente a abrir el sobre que llegó de la casa
de gobierno, luego siguió con el de la Curia. No había urgencia en conocer el
contenido de las misivas. Apuró un nuevo sorbo del provocador alcohólico
fluido, aspiro profundamente el habano y dejo que el humo al escapar de su boca
envuelva las misivas – le recordaba las
limpias que solían realizar los curanderos para espantar los males y las
dolencias -.
Retiró las comunicaciones
de los sobres y procedió a darlas lectura. Sin interés, ni prisa, leyendo releía, leía y volvía a releer
el contenido de la correspondencia recibida. Luego de cada lectura, apuraba un
nuevo sorbo del cálido licor acompañado de una bocanada de humo que surgía en
cada aspiración del provocador cigarro. En este momento le vino a la memoria
uno de los refranes del celebre Sancho “El
que no sabe gozar de la ventura cuando le viene, no se debe quejar si le pasa”.
Mientras retenía los
documentos en sus manos, las blanquecinas y ligeras cortinas de lino danzaban
juguetonas impulsadas por la irreverente brisa que se colaba por las entreabiertas
ventanas, acompañando con su agitado movimiento a los silenciosos fantasmas que
rondaban por pasillos y tejados en esos momentos de penumbra, espíritus que a
su vez disfrutaban de la tonalidad brillante blanca azulina con la que pintaban
la habitación, de cuando en cuando, los centellantes rayos que acompañaban al
tempestuoso temporal.
El golpeteo de la lluvia
en el tejado acompasaba el ritmo de la lectura. Momentáneamente arreció el
temporal acompañado por una pertinaz granizada que golpeaba con violencia la
maltrecha cubierta. La buhardilla, aquel espacio entre el cielo raso y el
techo, atenuaba algo del ruido que provocaba el granizo al chocar contra las
tejas. Mientras Air du Torèador
acompasaba melódicamente el sonido que la lluvia y el granizo producían al caer
sobre los tejados.
Don Miguel depositó
nuevamente las comunicaciones sobre el escritorio, tomó el habano y la copa que
contenía el vivificante Hennessy Paradise
Extra. Se dirigió hacia el
corredor situado inmediatamente a lado de la puerta de acceso a la oficina,
caminó lentamente hacia el barandal desde donde apreció el amplio jardín
interior de la casa, sintió el impacto de la fría y húmeda brisa que acompañaba
al temporal. Observó como el blanco granizo pintaba el jardín interior de la
casa, a la vez que los rojos pétalos de las rosas, impetuosamente golpeados por
la granizada, caían al piso otorgando un pintoresco juego de colores al oscuro
suelo, al que también se sumaban los pétalos de los amarillos claveles y de la
caléndula botón de oro, así como los azules y anaranjadas de las violetas, los
púrpura de las dalias y los bermellón de los geranios.
Mientras observaba como el
blanquecino granizo cambiaban la coloración del jardín, sus neuronas procesaban
cada una de las letras y palabras impresas que leyó en aquellas misivas, a la
vez que se deleitaba del coñac, del humo del habano, de la música de Bizet, el
sonido de la lluvia y el especial colorido del jardín. Su rostro manifestaba
una imperceptible placidez, una singular sonrisa se dibujaba en la comisura de
su labios, al tiempo que un ligero temblor se hizo presente en el párpado de su
ojo derecho, recuerdo de aquella mismamente
memorable tarde del 20 de diciembre.
La nota lacrada, que
provocaba ese extraño estado de euforia, la remitía el Secretario Privado del
General – Presidente, capitán Fidencio Moreno Benito. Expresaba la comunicación
que:
“el Decreto Supremo, innumerado,
secreto, ultra secreto, secretísimo, estrictamente reservado que se adjunta a
la misiva, oficialmente y con propósitos del registro histórico, consigna que
el día sábado veinte de diciembre de mil novecientos setenta y cinco el General
- Presidente reposó, acompañado de su honorable familia, en su casa de campo
localizada en la población de San Ramón de las Animas Benditas, mejor conocida
como la ‘Posada de los Juguetes’, en las cercanías de Tacunga”.
Señalaba, además:
“Se prohíbe de absoluta prohibida
prohibición, a riesgo de ser sometido a leyes y procedimientos militares,
incluso el descuartizamiento de ser necesario, cualquier otra interpretación
que no fuese la oficialmente declarada en el Supremo Decreto”, concluía la nota.
Para constancia de lo
dicho el Secretario de la Presidencia anexó al oficio, además del decreto, la
certificación emitida por el Arzobispo de la bucólica nación, mediante la cual
daba fe que, efectivamente, el General - Presidente había pernoctado, aquel día,
en el comentado campestre vecindario.
El decreto señalaba:
“Que la Ley Superior del terruño, en su artículo 64,
confiere al Jefe Supremo la facultad de ausentarse fuera de la Capital de la
República por un período de hasta treinta días consecutivos sin tener necesidad
de encargar el la administración del gobierno a un segundo interesado.
Que en el uso de las atribuciones y deberes establecidos
en el Decreto Supremo mediante el que declara como General Presidente, conforme
a la Ley Superior vigente, resolvió tomarse un período de vacaciones previo a
las festividades de las navidades, enfatizando que el mencionado lapso de
reposo no es para ausentarse del territorio patrio ya que tiene especial
interés en continuar ejerciendo las delicadas funciones que él se
encomendó.
Que tampoco tiene interés en ausentarse de la Capital de
la República por más de treinta días consecutivos, que si ese fuese el caso,
tendría que encargar la suprema Presidencia pero que, ante las dudas que la
devuelva lo encargado, prefiere no utilizar ese privilegio no obstante que ya
se merece por el tiempo que está ocupando el alto cargo.
Que no es aplicable el Art. 62, y el número 8 del Art.
66 de la acrisolada y no quebrantada Ley
Superior de la República.
Que el día sábado veinte de diciembre de mil novecientos
setenta y cinco el General Presidente viajó acompañado de su familia a la
población de San Ramón de las Animas Benditas, localizada en los extramuros de
la ciudad de Tacunga.
Que en la mencionada población cumplió actividades
domésticas, bailó un saltashpa y almorzó morcillas, llapingachos y ucto
tortillas[6],
acompañado de hornado, tostado, queso fresco y choclos. No bebió mishque por
que tenía agrieras y problemas estomacales. Eso sí, bebió harta leche de burra
para que no patee el chancho.
Que en la tarde de
dicho día asistió a una ceremonia religiosa en la baptisterio de la localidad
la misma que, por coincidencia, fue oficiada por el excelentísimo señor
Arzobispo de la franciscana y capitalina ciudad.
Que es obligación del Estado velar por la conservación de
las fuentes históricas, sociológicas y de la estabilidad sicológica de los
ciudadanos del país y de sus mandatarios.
Que en la Conferencia Intergubernamental celebrada por
UNESCO en París, del 23 al 27 de septiembre de 1974, el terruño se comprometió
a implantar el Sistema Nacional de Archivos;
Resuelve
Art. 1.- Dejar sentado oficialmente,
para el registro históricamente histórico, de las actividades que cumplió el
Señor General Presidente el día 20 de diciembre de 1975.
Art. 2.- Difundir a través de la
prensa escrita, la no escrita, la hablada, la televisada y cualquier otra forma
de transmisión presente y futura lo en este decreto expresado, para que quede
como testimonio histórico el mismo que así debe ser recogido por los
historiadores, contadores de historias y cuenteros.
Art. 3.- Ordenar que se registre en el
Archivo Histórico Nacional, y demás archivos dependientes, independientes y
sometidos, la interpretación de los hechos conforme se establece en el presente
mandato.
Art. 4.- Se prohíbe de prohibida
prohibición absoluta, a riesgo de ser sometido a leyes y procedimientos
militares, incluso el descuartizamiento de ser necesario, cualquier otra
interpretación que no fuese la oficialmente declarada en el Decreto.
Art. 5.- Encárguese de la ejecución y
aplicación del Decreto Supremo a los señores ministros de Educación y Cultura,
de Defensa Nacional, y de Gobierno y Policía.
Dado en la
Franciscana ciudad capital a los 25 días del mes de diciembre de 1975.
Firma en el Palacio de Gobierno
situado a un costado de la plaza principal, justito en diagonal con la catedral
mayor, al final de las faldas del insigne cerro, el noble, excelentísimo,
ungido, grandioso y magnánimo señor don General Presidente.
Lo certifico,
Vicente Vicente Vicente[7], Coronel
de Estado Mayor
Secretario General de la Administración Central del
Gobierno”
El escrito del Arzobispo
señalaba que, por coincidencia, ese día ofició una ceremonia religiosa en dicho
poblado. Litúrgica celebración que contó con la honorable presencia del señor
General – Presidente, su esposa la dilecta y distinguida dama Doña Zoila
Inmaculada Vaca de los Barrios, así como sus tres hijas y dos hijos con los
correspondientes nueros y las que nueran[8] pero que finalmente fueron! los que pasaron,
posteriormente, a pertenecer a la familia en la categoría de yernos y de
nueras.
La nota personal remitida
por el Arzobispo, luego de la introducción comentada, continuaba así:
“(…).Serán sujetos de excomunión mayor ipso
facto incurrenda[9],
reservada al Arzobispo y al Vicario General que pro tempore
existiese, contra los que interpretasen, explicasen, expusiesen, revelasen,
manifestasen, discutiesen, murmurasen, escribiesen, divulgasen, comentasen,
explicasen, interpretasen otra versión de los hechos que no sea la consignada
en el Decreto Supremo firmado por el señor General - Presidente, versión que
certifica el documento de la Curia que acompaña al mismo. Igualmente serán
excomulgados aquellos que conociendo a quienes difundiesen, publicasen,
esparciesen o transmitiesen otra versión diferente a la oficial, no avisasen,
no informasen, no denunciasen, no delatasen, no avisasen, ni inculpasen ante
autoridad competente; o, que escondiesen, encubriesen, ocultasen, defendiesen
y/o solapasen a quienes estuviesen haciéndolo. Serán considerados
seductores del pueblo, tentadores de consignas, turbadores del orden público,
blasfemos y sacrílegos que han incurrido en la excomunión mayor del canon Si quis Suadente Diabolo[10]. Se los declarará descomulgados ominosos, infaustos, nefastos,
siniestros; y, proscribiré, como proscribo, que nadie les otorgue auxilio,
asistencia, amparo, merced o favor.
f. Arzobispo de la franciscana urbe.
Los oscuros nubarrones se
habían dispersado. El celeste azul del cielo nuevamente se apropió de sus
dominios. En el horizonte el solar resplandor iluminaba el sosegado rostro de
don Miguel. Sentía que de pronto era participe de un particular acontecimiento
que establecía cómo se debe construir, oficializar e institucionalizar hechos
que finalmente quedan recogidos en los registros históricos. Amoldados, estos,
en base a una verdad oficial concebida para acomodar la historia y su
interpretación, a la que, en este caso, el General Presidente y los
representantes de la Santa Madre otorgaban su particular atención y, además, la
instituían: la verdaderamente verdad
verdadera que los líderes, con sus mensajes, estipulan que así sea siendo por que ellos desean hacer de seguir viendo la realidad que
no es y en ella verse como creen que son. Están convencidos que al hacerlo,
desde de su nivel de entendimiento de la realidad, no mienten, al contrario
conciben la eventualidad de construir una verdad temporal que les permita “seguir ser siendo en una entorno en el que
no admiten que dejaron de ser”. Lo que tiene valor es su versión de los
hechos, independientemente que estos hayan acontecido de distinta manera. No se
admite otra interpretación que no sea la oficial y deberá ser repetida por sus
seguidores y por todos los medios hasta el fin de los siglos o, mientras vivan
o les mantengan embalsamados. Finalmente reflexionó para si
mismo:
− Soy espectador de un
proceso que descompone los hechos para acomodar la historia oficial. Por
decreto, la verdad gubernamental queda instituida a la vez que institucionaliza
un procedimiento para intensificar la desmemoria de las sociedades.
Así nació de la Memoria Memoriando, para contarle al
mundo de las cosas que andan pasando…
[1] Se dice de los indígenas que cuidan
las casas de hacienda
[3] Soldado raso
[4] ¡No se desea lo que no se conoce! ¡En medio
está la virtud!
[5] López del Arco, Editor. 1905. Don
Ramón de la Cruz, 18. Madrid.
[6] El compilador de esta historia averiguó que las “ucto
tortillas” (tortillas con huecos) se las fabrica con dulce de cabuya y granos
de cebada (Misqui arroz). Sabor agradable, pero dejan una leve picazón en la
lengua (Tomado de: Ángel Llamuca Sani (2006). Plan de Desarrollo Parroquial.
Parroquia Chantilin - Saquisili).
[7] El nombre y apellidos de su padre y madre,
según consta en el registro civil, fueron don “Vicente Vicente Vicente”, casado
con doña “Vicenta Vicente Vicente”. El nombre lo pusieron en honor de su abuelo
materno cuyo nombre y apellidos fueron Vicente Vicente Vicente, y de su abuelo
paterno don Vicente Vicente Vicente.
[8] Léase: no eran
[9] “en el momento en que
ocurra”
[10] Si alguno aconsejado por el diablo