Alexis Oviedo




El salto
Estaba columpiándose como cuando tenía siete años, como un péndulo testigo del tiempo, de ese ratón que carcome la vida de los hombres. Se impulsaba desde el sillín al techo del mundo, mientras los gallos murmuraban la aparición del día.

Feliz, ensimismado en el vaivén del columpio recorría su vida en las subidas y bajadas. En el aire se sentía más contento que al ser premiado por sus méritos académicos, todavía más que cuando abrazó a su primer hijo, más aún que la tarde en que ella se marchó llevándose el frío. Paciente y melancólico partía en cada impulso del sillín hacia las estrellas que querían ocultarse y retornaba pletórico a rozar con las puntas de sus pies la tierra húmeda.

Era tan sencilla la vida columpiándose, mientras nacía el amanecer. Las piernas pateaban con violencia el aire, generando el impulso. Asido a las cadenas, evocaba su vida no muy feliz mientras iba hacia el cielo y retornaba a la tierra con las memorias que más alegría le dieron. En un momento dado pensó que podría desafiar a la física y dar vueltas, como un experto gimnasta haciendo mostas, alrededor del eje del columpio de metal. Luego la fantasía fue más allá y creyó que si saltaba, cuando la silla estuviera en su mayor altura, volaría como un águila. Eligió lo segundo y se soltó de las cadenas. Dejó la terrena desidia y se impulsó con la mirada puesta en las pocas nubes de la mañana fresca.

A un metro del columpio se convirtió en un gorrión que se alejó raudo del parquecito barrial.

Los sábados a las seis de la mañana viene a posarse en la resbaladera y espera la llegada de los niños. Entre ellos, una chiquilla que le arroja miguitas de pan y le canta las mismas canciones que a su muñeca. El gorrión se acerca, se deja atrapar y mientras siente el calor de las manos infantiles, silba una melodía inentendible para la infantil carcelera. Cuando ella comienza con sus arrullos torpes, se calla y disfruta de la voz y de la dulce prisión de las manos pequeñas, recordando la mañana que saltó del columpio; ese día desde el que por fin se siente libre. El momento en que la niña decide abrirlas, él va de nuevo hacia las nubes y ella se maravilla viéndolo achicarse hasta ser un punto en el cielo. Ese rito simple, que ocurre en el parque barrial cada sábado por la mañana, es su sola atadura.

Preparativos
Se levantó temprano, luego de una breve ducha de agua fría, encendió la hornilla eléctrica y puso a hervir el agua para el café. Fue hasta su caja de herramientas, las sacó con delicadeza y comenzó ese día particular. Cada cierto tiempo miraba por la ventana las nubes grises que se movían lentamente y de vez en cuando, siguiendo las oscuras formas, recordaba su adolescencia cargada de poesía trágica y melancolía romántica. Estas se desvirtuaron con el tiempo y con el suicidio de sus contemporáneos, ubicándole definitivamente en la vereda opuesta a la de aquellos.

Sacudió el polvo de un trapo, lo untó con aceite y se puso a limpiar un par de tornillos y varios pistones.

Frunció la boca evocando sus primeros conflictos con la autoridad, el disfrute al incumplir la mayoría de las reglas y los severos y leves castigos recibidos. Sus primeras reacciones a la norma quizás nacieron en la formación religiosa y su implícita curiosidad por el pecado, y en la invasión gradual del hedonismo. Quizás desde que viera aquella página de revista, donde la foto de un tipo con ojos saltones y bigotes con su punta mirando al cielo, le decían que ser, es ser diferente.

La pava del café emitió el silbido de trencito de juguete, él la tomó con el mismo trapo y se sirvió en un jarro de loza. Mientras bebía se dirigió a la ventana y miró hacia abajo, donde varios trabajadores asentían las instrucciones de su superior. El grupo de hombrecillos en uniformes anaranjados, hizo brotar de su pasado las asociaciones y partidos a los que perteneciera y donde tan difícil se le hizo trabajar en colectivo. Más aún con las graduales decepciones que le causaba la estructura "unos mandan y otros hacen". El mejor servido es quien se sirve a sí mismo, fue el consejo campesino que le alejó de las manadas. Las letras que temprano, quizás demasiado, cayeron a sus manos cargadas de la lúcida esquizofrenia del filósofo de mirada perdida, le apartaron de los rebaños.

Volvió a la mesa, derramó otro chorro de aceite en el trapo y pacientemente comenzó a limpiar unos tubos, varios juegos de muelles, pernos, pasadores y brocales.

Cuando casi había terminado de preparar sus herramientas, los ruidos y colores diversos de la calle le indicaron que el entorno crecía en actividad. Antes de encender un cigarrillo, lo miró diciéndose mentalmente que no dejará de fumar. Le dio varias chupadas, tomó unas lentes y las acomodó en el sitio donde cumplirían su función.

Divisó a lo lejos el desplazamiento de un auto, con su figura central de punta en blanco.

Se dirigió con sus bártulos a la ventana, depositó el pucho en una lata de cerveza que fungía de cenicero y por largos minutos miró la calle, ahora llena de gente. Cuando el vehículo se hizo más visible, distinguió la figura central agitando los brazos. Desde las lentes vio con claridad la sonrisa del anciano de traje blanco y con un delicado movimiento acomodó la herramienta, orientando el cañón del G36 hacia la sien derecha.

Ese pequeño movimiento de su dedo índice dio un paso importante en la homicida vereda por la que transita. Su primer magnicidio

Aonam
Nada se de mi pasado, poco de mi futuro. Dicen que mi gente, fue traída por el blanco desde algún lugar del poniente y por éste transplantada en las orillas de los mil ríos que circundan esta selva. Nada sabemos desde ese día, quizás nos dieron un brebaje para borrarlo todo, a excepción de la iniciación guerrera.
Dicen que nací en el camino, mientras los hombres cumplían el mandato de los blancos. Los he visto desde que tengo memoria, con sus largas barbas y su palidez de muerte, con su pecho y sus manos forrados en encajes y metal. Manos peludas que poseen las nuestras y proceden a cortar las cabezas.
Mi padre trayéndolas de los cabellos y éstas rodando junto al fogón, es la primera imagen que recuerdo. El quejido lastimero de las mujeres violadas y el suspiro débil de los ancianos pasados a cuchillo, mis primeros sonidos.
Antes de la pubertad, ya vigilaba a los heridos y cuidaba de los huérfanos más chicos, hasta que me convertí en uno de ellos. El día en que los guerreros trajeron a mi padre, con el rostro desfigurado y ensartado por flechas con yagé, cambió mi destino. Seis lunas duró el ayuno al pie de la cascada, hasta la llegada del pani. Cuatro, la fiebre ritual del sapo amarillo donde mi padre danzaba con su mandíbula desgarrada.
Cuando me repuse por completo de los efectos del anfibio veneno, comencé mi tarea. Me uní a los que separan las cabezas de sus cuerpos y a los que conducen en filas de dos a tribus enteras hasta el puerto de los blancos. Por cada nueva camada, una caja de armas. Luego, surcar otra vez el gran río en sus inmensas barcazas, en pos de nuevos pueblos, los que transformados por ellos en cosas serán comprados por otros blancos.
Nada puedes hacer, me dijo la gran hormiga en una noche de ayahuasca. La profecía que el pani asignó a tu pueblo debe cumplirse: vivir sin pasado ni futuro, solo un presente de perro de guerra que corre sin parar por la selva.
Ahora que me han cosido la boca quizás me detenga.

Caballo loco
Mike estaba al otro lado del auricular diciéndome que me tenía una sorpresa. Cuando le pregunté detalles, acotó que no podía decírmelos por teléfono y ante mi invitación repuso que vendría con algo verdaderamente espectacular. Estaba eufórico, la emoción escapándosele como a un chiquillo pícaro.
Mientras yo seguía colgando algunas fotografías, escuché sus pasos de paquidermo en las últimas gradas y le abrí antes de que tocara la puerta. Después del rápido apretón de manos, él se acomodó en el sofá.
-Lo conseguí, Pacho, lo conseguí…, me dijo, mientras me regalaba una descalcificada sonrisa que se abría paso entre la hirsuta barba castaña. Luego arrojó un pequeño paquete en la mesa de centro.
Seguí colgando las fotos, y quizás mi reacción fue llena de excepticismo, por lo que él acotó:
- ¡La hicimos Pacho!, está acá, ¡lista!
Me acerqué hasta ubicarme junto a él, comenzamos a retirar la cinta de embalaje que sellaba el paquete compacto y quitamos con cuidado las varias capas de papel.
-Ya viene lista, ¡eh!..., recalcó nervioso. Sus ojos amarillos se posaban con avidez en el paquete que ahora mostraba su contenido.
-Arregla ese asunto, mientras termino con las fotos, mascullé entre dientes.
Mike comenzó la preparación y cuando estuvo lista me pidió que me acercara. Miré como se hacía con los últimos detalles, le ayudé con la liga y el resto del instrumental y procedió con la inyección... La mueca de placer quedo latente por un breve lapso en su cara, hasta que comenzó a diluirse en los labios entre abiertos y el parpadear entrecortado. Entonces giró su rostro, sus pocos dientes color marrón se mostraron desde el éxtasis narcótico y balbuceó algo que no logré entender. Luego abrió lentamente su mano.
Tomé ambos instrumentos y clavé la aguja en mi vena hinchada. Nunca sentí algo parecido, era mejor que un orgasmo, sobre todo por la duración del estado gozoso. Algunos segundos después me pareció que el halo placentero iba también diluyéndose en mi rostro. Volví a mirar a Mike, quien trataba de que su inmensa humanidad se levantara del sofá. Cuando lo logró, pidió algo de tomar, o eso interpreté desde mi alucinación auditiva. Aturdido y con mucho esfuerzo logré alzar el brazo y señalar una alacena, mientras él encendía el aparato de música.
La música surgió estridente y los sonidos de las guitarras eléctricas se descolgaban poco a poco sobre las paredes de mi estudio. Mike se movía con una cadencia convulsiva y bebía el whisky a largos tragos. Me aproximé acesante, bebí también de la botella y ambos bailamos como posesos y reímos a carcajadas. En un solo de batería, Mike se tambaleó, se llevó la mano al pecho y cayó de espaldas. El golpe de sus 100 kilos en el suelo me despertó por completo, me acerqué, le sacudí y grité su nombre, le tomé de los cabellos y le di un par de cachetadas. Intenté con la respiración boca a boca y algo me dijo que podía ser un infarto, por lo que comencé a golpear su pecho sin lograr reanimarlo. Me acerqué al teléfono y marqué el 911 sin que nadie me contestara, vaya servicio de emergencias... Intenté con los teléfonos de varios amigos, uno estaba ocupado, el otro me dijo que me equivoqué y finalmente conté el problema a Consuelo. Me acerqué de nuevo a Mike y vi que estaba completamente morado, sin pulso. Estaba muerto.
Un hormigueo partió desde mi estómago, sentí que me faltaba la respiración y me paralicé. Un sabor salado me hizo dar cuenta de que estaba llorando, por mí mismo antes que por Mike. Supe que su suerte sería también la mía y me negué a ello. Pensé en ti. Me dirigí de nuevo hacia el teléfono dando pinitos, intuí que moverme rápido podía acelerar mi deceso. Mientras la grabación que pide esperar en la línea se dejaba escuchar, pude ver en el espejo de la cómoda mi rostro desencajado, las lágrimas abundantes mezclándose con la baba. Me espeluznó pensar que sería la última vez que vería mi cara y comencé a insultar a la imagen del reflejo, a insultar mi fatalidad y mi propia estupidez. Descargué un cabezazo que rompió los cristales y me cortó la frente. La operadora por fin me contestó y me pidió los datos del domicilio para ubicar el hospital más cercano.
Colgué, traté de serenarme y mientras me limpiaba la sangre, divisé la grabadora. Sé que todo será cuestión de suerte. Mientras espero a los paramédicos y a Consuelo, solo se me ocurre contarte estos momentos, estas palabras unidas a mis disculpas. Definitivamente no respiro bien y una taquicardia que se acelera a cada segundo, ha comenzado. Tengo que parar. Te quiero mi niña, quiero convencerme de que te veré otra vez. Espero que estas no sean las últimas palabras que te dirijo.

Con la misma soga
Recuerdo aquel recreo, cuando mi hermana mayor las presentó. Todas vivíamos en la misma calle y por ello vi como se hicieron inseparables. En poco tiempo, cada una llegó a ser parte de la familia de la otra; en verano iban de paseo con los Pérez y en primavera con los Andrade.
Como la mayoría de las chicas, ellas salían del colegio tomadas de la mano o abrazadas y como la mayoría se decían palabras cariñosas. Pero en un pueblo pequeño como el mío eso no puede durar por siempre y a medida que ellas crecían, también crecía un sórdido comentario.
Después de la graduación, la más grande se hizo de un novio de verano, con quien se dejaba ver en el cine y en el único bar; mas terminaron cuando llegó el fresco y las primeras ventiscas. En el otoño, lucieron otra vez su compañía e incluso se dejaron ver en el parque central del brazo, como en los días del secundario. Como yerba mala¸ que no deja de crecer a pesar de la hoz, surgieron otra vez las habladurías que el verano silenció. Punzantes y envenenadas, brotaron desde los implícitos códigos que traducen ese halo rancio y pacato que sobrevuela mi pueblo. Caminar del brazo son cosas de chiquillas o de viejos que buscan apoyo a su humanidad. Una chica que empieza la adultez, camina del brazo de su padre o del novio que después será su marido. Si no tiene uno, debe buscarlo con prisa antes que las lenguas maledicentes empiecen a señalarla. La excepción se da con las feas como yo. Siendo candidatas ganadoras de la soltería eterna, tenemos la suerte de monopolizar la indiferencia. Nadie se ocupa si caminamos con alguno, junto a nuestras madres o entre nosotras. La tribu de apestadas que ocupa un rincón del parque, después de la misa dominical, es por ello intocada por la murmuración.
Un sábado por la tarde, ya bien entrado el invierno, la mayor acordó almorzar con su padre, y la más chica pidió en su casa permiso para acompañarlos. Ninguna de las dos llegó al restaurante y horas después comenzó la búsqueda. Las encontraron colgadas de un árbol, en un bosque cercano; ambas pendiendo de la misma soga, un cuerpo en cada uno de sus extremos, formando una especie de contrapeso imperfecto, con una de ellas más cerca del suelo.
Una de las madres aseveró que su hija le quiso decir algo pero que luego se desanimó y este comentario condujo a las familias a sospechar que el asesino doble era el ex novio. Como no hay peor ciego que el que no quiere ver, familiares y vecinos, ahora mismo van enfurecidos hasta la casa del chico. El único hijo de los García, quizás pague con la vida su corto enamoramiento de verano. Sin embargo, yo sé que ese pacto de muerte fue un producto del amor y de ese rancio y pacato halo de intolerancia que sobrevuela este pueblo que nos vio nacer.