Baracoa-Cuba
Salud por tu tierra, Polo.
¡Qué difícil encontrarte
nuevamente, Polo! ¿Cuántas veces te había dicho que dejaras tus harapos a un
lado y decidieras marcharte para La Comuna? Qué mal olor tienen tus pliegues
resecos, de donde ahora mismo veo zarpar naves de gozo, pues cómo olvidar
cuando los cincelaste con astucia para engatusar al más incrédulo. ¡Cómo
rebasaban los trotes de galantería, mozo!, si eran flechas que cortaban el
desaliño de quien te oía en el bar del viejo Pomelo. La Cata con gracias te
hacía la segunda: “Hoy me voy lejos de ti”, y vos superponías: “sé que me
miente tu boca, antes prefiero morir”. La pobre, como pensando que con su
indiferencia de plomo te iría a llevar a que descansaras en la despensa. No la
escogiste y vele ahora; parada en la punta de loma, cautelosamente supervisando
la redonda para ver que no te pierdas en la intemperie del panóptico congelado,
ingeniosamente suspirando una vez por día para no perder la costumbre de
inhalarte. ¿Qué sería de vos sin esa botella verdosa que apestaba a naranjilla
podrida?, ¿Catalina te habría regresado a ver?
Era un cinco de
diciembre de aquella noche en Baracoa, cuando nos tomamos sus veredas tan
falsamente alegres, los rótulos de Castrol sobre las covachas clavaban sus ojos
en el corrido de odas a Martí y a Sandino, qué pedazo de plomo podías llegar a
ser cuando les hacías callar con tu voz de whiskero a los propios sindicalistas
del centro de América. Tus teorías comparatísticas armadas al paso sobre el
paternalismo isleño a Angola y al mundo hasta hicieron que el Chueco Vidal te
rogara por más historias, por un toque de tu mismo tabaco. Yo estaba con la
novia comunera y allí una señora de ojo vivo, vino con su hija rubiecita,
acicalada con la colonia estándar para todo cuello e inodoro enlongado, se
había montado en mis piernas para pedirme que le comprara una cerveza en
“latica”, de esas que sólo toman los yumas, decía. Vos, de chico me disuadías
que el puente de la cascada era el de los valientes, así; destartalado y
devorado por polillas, por ahí mismo teníamos que pasar hecho un rayo con la
bicicleta. Qué insoportable te era la seguridad y el orden. Pégate un trago en
mi nombre, por tus muertos, que son cinco los que te has llevado, uno que te lo
han arrebatado. Yo impávido, solté la pierna de la noviecita y le dije a la
rubia que me esperara en el pedregal. En esas rocas tan distanciadas las unas
de las otras, sin funcionar como fuerte de contención para el vendaval, para la
marea feroz de la nostalgia, para el impulso de nadie, me aturdía cómo ella
pisaba cangrejos, era como nosotros pisar hormigas en el Oriente amazónico,
(…), las grandes no, cómo crees, esas se comían la mugre de las uñas nuestras
después de tolar. Era un aturdimiento que hacía que le odiara en cada sonrisa
orgiástica de maldita loca que regalaba al dios de los crustáceos, retaba a su
suerte sin que le importase pasar hambre o infamia a cambio de una Mayabe. Esas
mieles que se le chorreaban de sus pestañas, enmohecían mis palabras atrasadas,
quería detenerla, llamar a su madre para que mirara lo que estaba haciendo su
blonda malcriada, pero no había fuerza en mí para pararla. Tenía un acento
gangoso, ya te lo había dicho, y en el poco interés que yo podía tener hacia
sus retahíla de palabras dislálicas, me acuerdo que ella intentaba convencerme
de que los bichos esos eran ratas de mar, que en ese país tenían otras fuentes
de nutrición, “aquí todo inventamo, nadie se queda sin comel, faltaba nada más
agarrar lo bicho eso para moldel”. Morder, morder, morder y fulminar la voz
gangosa… la tomé salvajemente sobre los esqueletos de los cangrejos, su olor a
desodorante ambiental se mezcló con el sabor de la concha marina de nuestras
tierras y me penetró hasta el ideal socialista que nos había llevado becados
hasta el Caribe. Vos te asomaste por la hendija de una balsita pintada cuatro
veces por el deseo de mantener la historia de una victoria, intacta y nos
echaste una mirada de regocijo con tu ojo gacho.
En nada se parece esa
noche con aquella de tu detención; la lluvia abrileña había madrugado el último
día de febrero y el bar, de repente en viernes estaba vacío, la Cata llegó
fruncida como tantas veces, pero respirando con agitación, empezó a barrer todo
el confeti que habíamos esparcido por el triunfo del partido obrero del gran
Almirante, me lanzó una hoja de filo de acero para que cortara de los cordeles,
los banderines triangulares que tenían la estrella rosada ya desvanecido su
color, vos mientras tanto abrazabas la radiola con la canción de Daniel Santos
que tanto odiabas porque te acordabas de mí. El verdugo del Pomelo enseguida te
desenredó de los brazos de tu pareja sonora y apagó la música para que no sea
tan evidente la sospecha. Amelia, tu mamá era una profesora de la mentira y
ella nos había entrenado a fingir, a la perfección. Vos tenías sólo que decir:
“Saludamos de La Comuna al presidente Larco”, pero tu aliento de longo
emborrachado soltó traicionando la enseñanza de tu vieja: “Saluda, milico a tu
nuevo presidente, el Almirante Marco”. El codo del guardia civil se incrustó en
tu espalda derrumbando todo el peso del bulto verde que caraba metralla. La
Cata enloquecida corrió a ayudarte pero el gordo Pomelo nos agarró a los dos
sin que pudiéramos defenderte. De chiquito, el gordo amargo ese, era el
secretario de primero y segundo curso, (…) sí pues, tenía buena letra y jamás
nos pasó una falta, no sé cómo se te ocurrió confiarle las actas de las
reuniones de la despensa, toma ve, otro trago, me haces morir de iras. Tu
juicio fue el más rápido de toda la ciudad, después de tanto golpe, te callaron
por semanas de un toletazo en la espalda baja. Ese cinco de diciembre, que ya
pasaba a ser seis, agarramos la bandera de nuestra ciudad y nos interpusimos
entre los carros de la Avenida principal de Baracoa. Cantamos a gritos como se
lo hacía siempre en el barrio La Comuna: ¨Yo soy el chullita quiteño, la vida
me paso encantado, para mí todo es un sueño, bajo este, mi cielo amado”. La
gente reía al ver nuestro arrebato, creían que estábamos sólo borrachos, pero
vos con tu ronca voz, te mandaste un fervoroso: “Viva Quito” y ahí es cuando se
dieron cuenta de que era nuestro día patrio. Los compañeros de nuestras tierras
se acercaron a cantar, zapateando y alzando cada vez más su voz, los centro y
sudamericanos cogieron las luces que enroscaban las cabañas y nos rodearon a
nosotros con gran algarabía, de pronto vos con una bandera hacías “Ole” a cada
coche que rodaba y no dejabas pasar a aquel que se atrevía a no responder con
un “Viva” luego de tu: ensordecedor “Viva Quito”. Un par de policías se cruzó,
(…) ah, eran como cinco, quizás, vos eres el de memoria de alcohólico, talvez
sí… y apenas te interpelaron, les referiste una gentil frase: “es un día patrio
para los nuestros, festejamos a la capital, señor chapa”. El oficial con el
gesto de no saber si fue un halago o un improperio, encogió su nariz, como lo
hacen los de allá para preguntarte: ¿qué? o ¿cómo?, y vos respondiste: “chapa
quiere decir en mi país: honorable miembro del cuerpo policial”. Continuó la
fiesta hasta cuando tuvimos que asistir al congreso donde nos prepararíamos
para formar el partido en La Comuna.
Para qué has vuelto,
Polo, ¿acaso a recordarme el olor a tu sangre cuando te hirieron como animal
faenado en la cárcel? ¿a hacerme sentir culpable con la Catalina por no haberle
dicho todo a su tiempo? Si tan sólo hubiese alguien que la sacudiera para que
bote un fruto que no sean sus lágrimas, si tan sólo alguien la hiciera escuchar
para que desenraice su espera. En tu primera venida te hice emocionar con la
noticia de que Marco, nuestro almirante, llegó después de toda trampa a la
presidencia y su casa de gobierno tiene tu nombre: Polo Icaza, ¡cómo bebimos de
satisfacción!, -misión cumplida- me dijeron esas arrugas en tus mejillas que
hablaban con socarronería. ¡Te pedí tantas veces que te quitaras estos retazos
manchados y que te sentaras conmigo para vestirte con mi abrigo! Vos casi me
matas con tu sonrisa, pero me abrazaste tan fuerte que hasta hoy sigo vivo con
el vigor que me destrozó la carne unas noches y para siempre. Tantas horas
cavilando ambos en lo mismo, en el otro, en las señoras que nos esperaban, las
que nos tuvieron a medias; la Cata que te atesoró en su tierna soberbia y mi
novia que me perdonó lo de la rubia y lo que estuvo siempre claro para sus
ojos. Qué difícil es encontrarte, Polo, con ese vaho hediondo que sustraje de la
tierra a escondidas en el llano alejado de los traicioneros que escupieron
sobre tu devoción por nuestro pueblo, qué difícil esquivar para venir a verte,
a los que ahogaron tu voz en un una mentira que confunde al mundo. (…) Así
será… yo también. A tu salud y a la de tu tierra, Polo.
Agosto, 2017. María
Fernanda A. B.